Monasterio de las Huelgas, Burgos, en torno a 1250
Las malditas langostas. A medida que su padre iba empeorando y que la enfermedad auguraba el peor final, empezaron a pulular por las calles sevillanas, trepando los muros de una mezquita, zumbando en torno a los alminares, sobrevolando zocos y aljamas o royendo la flor de azahar en los exuberantes jardines del alcázar. Muy a menudo volvía a la cabeza del infante el comentario de la abadesa doña Inés Laynez al respecto («nunca atajaremos el problema con la sola fe») y poco a poco, como ella, iba convenciéndose de que las plegarias no eran suficientes (¿acaso no se lo había pedido él a la Virgen María miles de veces?). Además había constatado algo ya apuntado por la abadesa: la plaga resurgía cada vez que alguien estaba enfermo o a punto de morir.
Y un día en que visitaba el monasterio de las Huelgas para dejar un ramo de amapolas sobre la tumba de su abuela (solía hacerlo siempre que encontraba tiempo), se decidió a pasar a la zona de las celdas para hablar con doña Inés. Entre otros asuntos que deseaba tratar, quería comunicarle que habían decidido trasladar el sepulcro de su madre a la nueva catedral de Sevilla, en donde, presumiblemente, sería enterrado su padre, el rey. Tuvo que golpear muchas veces la aldaba de la puerta principal, y esperar un buen rato antes de que le abrieran. Por fin, apareció una monja desgreñada que puso todo tipo de excusas para no tener que conducirle hasta su superiora. Ante la insistencia de don Alfonso, extrañado de no ver a ninguna religiosa deambulando por el claustro, volvió a desaparecer. Al cabo de cinco o diez minutos estaba de vuelta con la noticia de que la abadesa estaba en la «sala de experimentaciones» y que había accedido a verle.
—¿Sala de experimentaciones? —preguntó el infante—. Que yo sepa, esa sala no existe. Si no os importa, prefiero esperar en la biblioteca.
Pero la monja sacudió la cabeza: no.
—Esperaré el tiempo que sea necesario.
La monja volvió a sacudir la cabeza: No sale de ahí en todo el día.
En vista de esto, el infante se limitó a seguirla. No hagáis ruido, le iba indicando ella por el camino, que son muy sutiles a las emociones. ¿Quiénes?, quiso saber él. ¿Las monjas? Pero antes de obtener una respuesta, comenzó a escuchar un concierto enloquecedor que obvió toda respuesta.
—Es aquí —le dijo la monja propinando un puntapié a la puerta.
—¿Aquí? ¡Esto siempre ha sido la sala Capitular!
La puerta se abrió de par en par y entonces don Alfonso quedó impactado. Ni las carroñas de gato muerto en Celada del Camino, ni el primer encuentro con doña Berenguela, ni la despedida de doña Urraca, ni la cabalgada contra los moros, ni la primera vez que vio llorar a su abuela, ni la muerte de su madre, ni la espalda peluda de su esposa dejarían una impronta mayor en su mente. En aquella sala del monasterio de las Huelgas se experimentaba con langostas y había miles, algunas sobre una larga mesa de madera, otras en jaulas individuales, algunas saltaban desde las paredes, la mayoría se desplazaban por el suelo trepando por los tobillos de las monjas. El ronroneo era tan ensordecedor que tuvo que taparse los oídos. Reculó muerto de miedo. Al fondo de la sala estaba la abadesa, doña Inés, que se disponía a introducir un alambre en una de las jaulas.
—¡Acercaos! —le gritó.
Lo primero que le explicó (a voz en cuello para hacerse oír) es que no debía de alarmarse, pues, antes de morir, su abuela doña Berenguela había dado permiso para hacer todo lo que se estaba haciendo y que simplemente se trataba de investigar el proceder de la langosta para, en un futuro próximo, tener todos los conocimientos científicos al alcance para la erradicación de la plaga.
—¿Conocimientos científicos? ¿Mi abuela? ¿Mi abuela dio permiso para experimentar con las langostas? ¡No sabéis ni lo que decís!
—Luego hablaremos de vuestra abuela —contestó doña Inés—. Ahora es sazón que conozcáis algo.
Comenzó a mover a un lado y a otro el alambre que había introducido en la jaula, intentando tocar con él a la langosta que saltaba de una pared a otra.
—¿Veis que es una locusta danica de color verde? —gritó doña Inés intentando dominar con su voz el zumbido.
Pero era verdaderamente difícil oír nada.
—¿Veis que es verde? —repitió ella.
—Sí, las hay verdes y las hay rojas —contestó el infante con despecho—. Las que he visto en el campo son verdes; las de las villas, rojas.
—Bueno, eso no es exactamente así... —dijo la abadesa.
Con el alambre consiguió rozar varias veces el abdomen de la langosta hasta que, poco a poco, ésta fue cambiando de color. Cuando, diez minutos después, doña Inés volvió a sacar el alambre, el lomo de la langosta estaba completamente rojo.
—¡Ha mudado de color! —exclamó el infante.
—Exacto —dijo la abadesa—, ahora es una locusta migratoria; y en eso precisamente se basan nuestras experimentaciones... ¡Ésta ya os la podéis llevar! —le gritó a una monja que estaba al fondo de la sala.
La monja se acercó a coger la jaula, la llevó hasta una esquina y la abrió. La langosta voló hasta donde estaban las otras.
—Estamos en la sala hasta bastante tarde —siguió explicando a gritos la abadesa—; se trata de un trabajo arduo y laborioso que nos roba todas las horas del día y parte de la noche. Ahora, con las lluvias primaverales, hay que tener cuidado porque son especialmente fértiles; las hembras depositan los huevos en un orificio abierto en el suelo con ayuda de las valvas del extremo de su abdomen y los saltones que emergen de estos huevos se congregan en enormes grupos y comienzan a desplazarse andando. Las más jóvenes no comen cualquier cosa, y cada cinco horas les llevamos parte de nuestra cosecha de trigo; las viejas están mudando la piel, de manera que es preciso ponerlas aparte para que no se confundan los colores; además, están resabiadas y llenas de rencor, y en cuanto te acercas...
—¡Pero qué es todo esto! —le cortó el infante.
—¡Oh! ¡Perdonad! Os lo explicaré desde el principio para que entendáis... ¡Estamos tan metidas en el trabajo! Veréis. Yo siempre había observado que cuando están solas, las langostas son verdes y están tranquilas; en cambio, cuando hay una nube, son rojas y furibundas. No es que haya perdido la fe, como piensan algunas monjas de aquí, es que hay cosas que con la sola fe no se solucionan... —Miró a su interlocutor, y al ver su gesto de perplejidad, añadió encogiéndose de hombros—: Yo sólo observo el mundo y le pregunto.
Doña Inés Laynez explicó que después de varios meses de investigación, habían llegado a la conclusión de que no hay dos tipos de langosta, sino una única especie que presenta dos formas: una solitaria, de color verde, y otra gregaria de color amarillo rojizo. La langosta solitaria es pacífica y sedentaria, y, por tanto, no es peligrosa, dijo. El problema está cuando ésta pasa a la forma gregaria. Como habéis observado hace un rato, con tan sólo rozar a la langosta con un alambre, con tan sólo hacerle «pensar» que está acompañada de otras, cambia de color y pasa a convertirse en la feroz locusta migratoria. Para que lo entendáis: es como ocurre con muchas personas; solas, serían incapaces de hacer nada; pero, arropadas por la masa, se vuelven locas: atacan, matan, mutilan.
El infante Alfonso no paraba de lanzar miradas a todo lo que había en aquella sala.
—Mi abuela jamás me habló de esto... —dijo.
—Porque no le convenía, como tampoco os conviene a vos que lo contéis a nadie. ¿Queréis probar vos mismo a rozar el abdomen de la locusta! —le extendió el alambre. Y al ver que don Alfonso no reaccionaba—: ¿No os atrevéis?
—¡Oh, sí! —se azoró él tomando el alambre con la otra mano—. Es que tengo el brazo derecho un poco torpe... —Comenzó a rozar la langosta—. No es verdad eso que me decís de mi abuela. Ella era una mujer transparente como el agua, no tenía nada que esconder.
—No, ella no tenía nada que esconder, salvo cuando sus intereses particulares pudieran verse afectados de algún modo. Y en este caso, lo estaban.
—No os entiendo...
La abadesa doña Inés alargó una mano para aplastarse una langosta contra el cuello. Le echó un vistazo (dánica, dijo) y la arrojó al suelo con decisión.
—No sé si vos sabéis que mi madre es italiana y que somos amigos de los condes de Lavagna.
—Algo de eso sé.
—Pues bien, por mediación mía, Sinibaldo Fieschi estuvo aquí, entrevistándose con vuestra abuela unos meses antes de que ella muriera.
—¿Sinibaldo Fieschi, el papa Inocencio IV?
—Exacto.
—¿Y decís que estuvo aquí, en el monasterio de las Huelgas?
—Ya está, migratoria —dijo doña Inés arrancándole al infante el alambre de las manos—. Sí —prosiguió—. Estuvo aquí entrevistándose con doña Berenguela. Esto es algo que no sabe nadie más que el Papa y yo, ni siquiera el rey don Fernando...
—Eso no me lo puedo creer —exclamó el infante sacudiendo la cabeza—. ¿Qué interés tendría Inocencio IV en entrevistarse con mi abuela?
—La cruzada africana —contestó la abadesa—. ¿Os parece poco? Vamos a ver si consigo explicarme. Es que todo esto tiene mucho que ver con las langostas... Como sabéis, una vez que Fieschi fue convertido en pontífice y a pesar de estar emparentado con las familias gibelinas de la Liguria oriental y del Apenino parmesano, si recordáis, retomó con energía la política de enfrentamiento al Imperio, en concreto contra el primo de vuestra madre, Federico II. Lo que le conviene por encima de todo es tener de su parte a las monarquías europeas, la castellanoleonesa entre otras, para la cruzada africana.
—Y la cruzada africana, ¿qué tiene que ver con mi abuela?
—¡Mucho! Yo a vuestra abuela la conocí poco y a una edad ya avanzada, pero lo suficiente para comprender este punto, y el interés que tenían ambos en reunirse y, aunque todavía no quede claro qué tiene que ver esa reunión secreta con el asunto de la plaga de langostas. Lo único que le interesaba a vuestra abuela, lo único, repito, en esta vida, era...
—Convertirme en emperador del Sacro Imperio romano —le interrumpió el infante.
Doña Inés esbozó una sonrisa.
—Bueno..., sí... Pues bien, ¿quién mejor para ayudarle que el Papa, que es el que interviene en la elección del emperador? A poco de morir Federico II, vuestra abuela comprendió que había que camelarse al Papa, y nada mejor que con el asunto de la cruzada africana, el «piadoso proyecto», como lo llamaba ella. Por eso vino a verme. Me...
—Pero ¿cómo puede ser que mi abuela hiciera todo eso sin que ni yo ni mi padre nos enterásemos? —preguntó don Alfonso.
—Hay muchas cosas que no sabéis, que no sabemos, de vuestra abuela —contestó la abadesa—. Era un ser muy especial. A mí me habla mucho de ella, de su personalidad singular y de su fortaleza anímica su confesor, el obispo de Segovia.
—¿Don Remondo?
—Sí. Don Remondo de Losana. Probablemente sea el que mejor la conoce. Antes de ser nombrado obispo, pasó un tiempo en Roma y tiene muchos contactos en la Santa Sede, yo creo que fue él quien le lanzó la idea de la cruzada. Pero nos estamos yendo por los cerros de Úbeda; como os digo, doña Berenguela vino a verme y me habló de vuestra madre, doña Beatriz de Suabia, y de vuestro primo, Federico Barbarroja, y hasta de toda una progenie regio-imperial mítica que va en línea ascendente desde vos hasta el primer rey de la humanidad, ¡el bíblico Nemrod, qué barbaridad! También me habló de vuestros derechos imperiales y me expuso su idea. Sabía que soy genovesa por parte de madre, y que estoy emparentada con el Papa, y que podría influir sobre él para que, llegado el momento, vos fuerais coronado emperador. Yo le dije que de acuerdo, pero que, a cambio, le pedía una cosa. Le expliqué todo lo que os acabo de contar a vos sobre las fases de la langosta y le rogué que me diera su autorización para experimentar con ellas.
Se acercó una monja a preguntar si las langostas de las jaulas del fondo estaban en ayunas.
—Sí —contestó doña Inés—, hasta mañana por la tarde. A las locusta migratoria las dejamos sin comer para ver si el ayuno les altera el carácter —dijo dirigiéndose ahora al infante. Bajó la voz—: Suelen ponerse agresivas. Pero, como os decía, Inocencio IV, como todos los papas, como la Iglesia en general, es contrario a la ciencia y, por tanto, había que esconder los experimentos con las langostas. Es maravilloso el modo en que una pequeña comunidad mantiene el dominio de sí misma, siempre y cuando, claro está, actúe dentro de las normas preestablecidas, sin quebrantar usos y costumbres. Pero en cuanto un hombre o una mujer se apartan un poco de los caminos tradicionales, los nervios de toda la comunidad se estremecen, hasta el punto de que pueden poner en peligro su unidad. Por eso vuestra abuela no os dijo nada. Porque no quería que llegara hasta oídos del Papa que en un monasterio castellano se estaban haciendo experimentos científicos.
—¿Y qué se acordó en la reunión que tuvieron?
—¡Oh, mucho! —dijo la abadesa, y soltando un gritito, corrió hacia una monja que metía unas espigas de trigo en una de las jaulas—. ¡Oh, no, no! Esas son ya migratoria. ¿Es que no veis el color? Os acabo de decir que no pueden comer hasta mañana. —Volvió trotando hasta donde estaba el infante y se limpió el sudor de la frente antes de proseguir—. Bueno, pues se acordó el apoyo a vuestra candidatura al Imperio a cambio de que se preparase la cruzada. Y no puedo decir nada más, porque, desde esa reunión, apenas he salido de aquí y no tengo más información.
El infante don Alfonso fue hasta la ventana de la sala y se quedó pensativo. ¡Ay, su abuela!, su abuela entrevistándose con el Papa, ¿qué más cosas habría hecho sin que él lo supiera? En rigor, bien pensado, no era tan descabellado... La cruzada africana era uno de los proyectos de su padre, muchas veces, desde la conquista de Sevilla, le había hablado encendidamente de su idea de proseguir la guerra contra los musulmanes de África.
La abadesa le sacó de sus ensoñaciones.
—Supongo que también os interesará saber a qué conclusiones científicas he llegado yo después de estos meses —le dijo.
—¡Oh, sí! —contestó el infante—. ¡Cómo no!
—Bien, pues lo importante para controlar la plaga es que las langostas tengan la «sensación» de estar solas para que no pasen a migratoria agresivas.
—Ya —dijo don Alfonso—. ¿Y cómo se hace pensar a una langosta que está sola, cuando a su alrededor hay miles como ella?
—Bueno... —suspiró doña Inés—, a eso me dedico últimamente, y si os dais cuenta..., es justamente nuestra situación en el convento. A las monjas no dejo de advertirles que, en el fondo, lo único que tienen es su soledad, cuando..., cuando ellas se ciegan pensando que cuentan con el amor de Dios. —Se sorbió los mocos—. Pero no me malinterpretéis, oh, no. No penséis que yo no cuento con el amor divino... ¡El amor divino es el consuelo más grande que tiene el hombre sobre la Tierra! —Hizo una pausa para meditar—: Pero, a pesar de ello, la soledad, el miedo y el azoramiento siempre están ahí, y a veces la gente no puede seguir soportándolos...
»En fin que, llegados a este punto... —alzó la cabeza para mirar al infante; sus ojos azules brillaban con intensidad y, por un momento, como si las propias langostas intercedieran por ella, el zumbido cesó y las palabras se oyeron nítidas—: necesito dinero para seguir investigando.
—¡Ni hablar! —gritó don Alfonso—. ¡Sabía que toda esta palabrería acabaría en eso! ¡No tenemos dinero para nada! ¿No comprendéis que la hacienda regia está endeudada tras el largo y costoso asedio de Sevilla? ¡Y si ahora hay que pensar en una cruzada africana, menos!
Pero doña Inés no le oyó; corría de un lado a otro de la sala dando instrucciones a las monjas para que dejaran lo que estaban haciendo y se dedicasen a traer trigo de fuera, ¡mucho trigo!, antes de que las locusta que quedaban pasaran a migratoria.
En ese momento, el infante don Alfonso aprovechó para abrir la puerta y desaparecer sin que nadie se diese cuenta.