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Sevilla, en torno a 1250

De dos maneras se llegaba a la Sevilla del siglo XIII: en barco o en burro (léase mula, caballo...). Asentada en la llanura aluvial que se extiende entre los Alcores y el Aljarafe, junto a uno de los brazos del Guadalquivir, la ciudad era una cosa u otra según se viniera por tierra o navegando por el río.

El que venía en burro (cinco jornadas desde Algeciras, tres desde Córdoba) se introducía sin apenas darse cuenta en el cogollo urbano compuesto de un caserío modesto de teja y tapial, largas y estrechas callejas de arenilla blanca y grava que serpenteaban entre bulliciosas alcaicerías y alhóndigas de pan, zocos, judería, mezquitas y palacios, casas con misteriosos ajimeces y plazas con geranios en los balcones.

Pegado a la muralla y muy cerca de la mezquita almohade transformada en catedral, despuntaba el conjunto palatino del alcázar, lugar en donde se instaló la corte. Sus suntuosos palacios se situaban en torno a patios con albercas y unos jardines de vegetación lujuriosa con olivos traídos de Aljarafe, árboles frutales de Granada y Guadix, incluidos los que producían pera «comázarai» y ciruela «ojos de buey», así como palmeras de todos los tamaños, todo ello protegido por una importante cerca murada de lienzos y torres de variada construcción.

En torno a la muralla de la ciudad, irregular como el nido de un pájaro, se entretejían calles de ronda y en sus puertas (postigo del Aceite o puerta de la Carne, por ejemplo) brotaban plazas pequeñas en los puntos de arranque o divergencia de caminos; esto es lo que divisaba el que llegaba navegando por el río. Como también el sistema de abastecimiento de aguas. Contaba la ciudad con una infraestructura bastante avanzada para la época: los «caños de Carmona» traían el agua de un abundante manantial de Alcalá de Guadaira, a través de una conducción subterránea que avanzaba por detrás del alcázar, a la vista de los navegantes. Gracias a esto, los primeros cristianos que poblaron la ciudad tuvieron la oportunidad de refrescar sus carnes azotadas por los infernales veranos sevillanos en las casas de baños, de día utilizados por las mujeres y por la noche por los varones, o utilizar los servicios de los masajistas, frotadores y barberos.

Al otro lado del puerto o Arenal y más allá de las numerosas puertas, estaba la deliciosa vega del arrabal de Triana. Ésta producía legumbres para el consumo, y entre los árboles frutales figuraban el mingranal, los nogales, albaricoqueros, granadales, ciruelos y puisqueros. Más allá del río también se encontraba el Tagarete, que vertía sus aguas en el cauce del Guadalquivir, el arroyo de los caños con su torre, la carretera de Carmona, el campo de Justa y Rufina y, abandonadas al vencedor, en la extensa región del Aljarafe, las deleitosas quintas de los moros andaluces con muros de cal y piedra que atesoraban naranjos, viñas e higueras frescas, en donde un centenar de ricoshombres cristianos obtuvieron grandes propiedades. El hecho de que Sevilla fuera tierra muy viciosa de caminos, le permitía contar con un rico mercado tanto de subsistencia interior (maderas, minas y carnes de la Sierra) como de comercio exterior (miel, cera, frutas y quesos y el exquisito aceite del Aljarafe, que se utilizaba como condimento, para el alumbrado y para la fabricación de jabón).

A pesar de que le hubiera gustado, el infante no permaneció mucho tiempo en Sevilla tras su conquista. Apenas pasada la Navidad, emprendió el camino hacia Valladolid, donde debían celebrarse los esponsales con la princesa doña Violante de Aragón.

Don Fernando no pudo asistir a la boda, pero el reino entero, representado por sus más altas jerarquías, estaba allí —la esposa del rey, doña Juana de Ponthieu, los hermanos del infante (Enrique, Felipe y Fadrique, también el pequeño Manuel), obispos y demás clerecía, el alférez real y el mayordomo, varios miembros de la cancillería, el alcalde de la corte y muchos otros caballeros ricamente pertrechados—. En un banco del fondo, entre otras hembras ataviadas con velos de tocado de muselina, con la torpe inmovilidad de los derrotados, se sentaba doña Mayor de Guzmán.

Ya antes de la boda, el obispo de Huesca se había encargado de hacerle ver al infante que, puesto que ya era demasiado conocida en la corte incluso para permanecer como barragana, era mejor que prescindiera de ella. Y a continuación, para compensar la pérdida, pasó a informarle sobre las cualidades físicas y morales de la futura reina de Castilla: una niña satisfecha y despreocupada, deliciosamente tenaz, de ojos risueños: tiene el carácter enteramente formado a pesar de sus trece años recién cumplidos y es terca como la mula de su madre, con las ideas claras y toda la dureza dinástica de los Cárpatos.

Luego el obispo quedó en silencio, enarcó las cejas y, antes de salir por la puerta, añadió:

—¡Ah!, y sabe todo lo que tiene que saber...

Mientras don Alfonso se embutía la saya a juego con el birrete y el manto matrimonial, pensaba en esas palabras («todo lo que tiene que saber...») y también pensaba en su abuela Berenguela, que había muerto convencida de que su nieto emparentaría con aquella princesa noruega con ojos de lechuza. ¡Pobre!, se dijo con amargura, cómo la he decepcionado... Su sueño imperial, su vida entera estaba a punto de venirse abajo con ese matrimonio. Se consoló pensando que al menos su abuela murió sin conocer esa alianza que su padre había establecido con Aragón y convencida de que el arzobispo de Toledo seguía en Bergen ocupándose de cultivar relaciones con los reyes noruegos para el futuro enlace. ¡Si ella hubiera sabido que el arzobispo mandaba las cartas desde aquí y que todo era un ruin engaño...!

Además, ¡él había decidido no pensar en el sueño imperial de su abuela nunca más! Pronto se convertiría en rey, y doña Violante de Aragón era la mejor pieza del mercado político matrimonial. Aunque..., todo era muy extraño. A pesar de que había decidido borrar de su cabeza el asunto de la princesa noruega, desde que falleció su abuela, volvía a su pensamiento con una insistencia mortificante. Y luego estaban las cartas. Hoy mismo le acababan de entregarle varias. Realmente, era como si su abuela siguiera viva, o, mejor dicho, como si la obsesión imperial siguiera viva en él a través de la muerte de su abuela.

Después de recibir la bendición y oída la misa, vinieron los festejos con espléndidos yantares: gallinas, capones, conejos y otras carnes montesinas adobadas con especias, así como deliciosos tintos de Portugal, blancos de Andalucía, sidras e hidromiel. Y terminada la fiesta, al filo de la medianoche, acompañada de dos dueñas honestas, casadas y expertas en asuntos matrimoniales, llegó a la cámara nupcial la frágil criatura, agitada por un temblor.

Venía envuelta en una saya azul que se empeñaba en cerrar sujetando con las manos por la parte del cuello, como para que no quedara a la vista ni un solo trocito de carne. Sonreía tiernamente y al infante le gustó ese pudor. Como parecía que era incapaz de entrar en la habitación, una de las dueñas le propinó un empujón.

—Catada está —informó al infante ásperamente—, y os confirmamos que sigue incorrupta.

A continuación se cerró la puerta y quedaron solos. La niña tenía pelusilla gris en el bozo y algo de suciedad bajo las uñas; pero, por lo demás, era garrida y digna de él y de su reino castellanoleonés. Respiraba suavemente y su piel exhalaba un olor a leche tibia, como el de las crías de gata recién paridas en Celada del Camino, pensó el infante, que inmediatamente rechazó el pensamiento porque recordó cómo doña Urraca tenía la costumbre de sumergir los cuerpos recién paridos en un barreño de agua.

Hubo unos momentos de zozobra, de frases entrecortadas, reverencias y floreos en los que ninguno supo qué hacer. Por fin el infante le tendió una mano sudorosa, que doña Violante tomó con timidez (la otra mano seguía aferrada a la saya) y la hizo sentar sobre la cama. Le temblaba la barbilla, y llevaba el susto de todo lo que había ocurrido aquel día cuajado en la mirada: los rebuznos de la burra que la transportó hasta la iglesia de Santa María de Valladolid, la muchedumbre esperando su llegada, el hecho de que su madre no estuviera en la boda, la seguridad espantada del novio, y ahora, al llegar a la cámara nupcial, esa expectación en torno a su persona.

—¿Hay cocinas en este castillo? —preguntó de pronto mientras miraba en derredor, medrosa y desconfiada.

Don Alfonso le contestó que sí, que había cocinas, cómo no, y entonces intentó que dejara libre la mano que sujetaba el manto con el fin de que quedara a la vista el cuello, que tenía que ser de cisne o de gacela, y que todavía no había visto.

—¿Por qué estáis tan abrigada? —quiso saber.

—¡Oh!, no estoy tan abrigada —contestó ella.

Y entonces, explicó atropelladamente, como si ya tuviera la respuesta preparada, que tan sólo llevaba un vestido de debajo, que puede llevarse sin otro encima; un vestido de encima, del que difícilmente prescindimos los de elevada condición social; un vestido de abrigo o sobretodo, que puede ponerse sobre el de debajo, o sobre el de debajo y el de encima conjuntamente; y por último, y aquí esbozó una sonrisa temblorosa, el manto.

El infante hizo un nuevo intento de aproximación. Pero la niña, agarrotada, se cerró en banda, se encrespó y comenzó a blandir las manos en el aire mientras llamaba a su madre. Hasta el punto de que, en el esfuerzo para vencer la resistencia, el infante acabó golpeándose un hombro contra el dosel de la cama.

Aprovechando que quedó inmovilizado en una esquina, ella saltó sobre la cama con decisión, se enroscó como un animalillo asustado, se tapó hasta la nariz, farfulló tres avemarías, dio las buenas noches y se dispuso a dormir.

Durante varias horas, mientras la sentía respirar a su lado, don Alfonso no pudo evitar pensar en la otra princesa, en doña Kristina de Noruega. Los acontecimientos del día pasaban por su mente en imágenes confusas que se sucedían rápidamente, desordenadas e inconexas, la boda, la celebración, el gentío descomunal y el rostro bigotudo de doña Violante, con las palabras de las cartas de Bergen (los tordos y las carrucas, el cerdito que se ahogaba en el lago y la osadía de la princesa...). Mientras se celebraba el banquete, en un momento en que el novio se encontraba solo, se le había acercado un familiar de doña Violante, un primo de los Cárpatos, según dijo ser, para contarle ciertas cosas de «la niña». Sin venir a cuento de nada, le soltó que entre Violante y su hermana, una tal doña Constanza, corría «muy mala sangre», al parecer, según la madre de ambas, por causa de la envidia que Violante tenía de la belleza apabullante de su hermana. Tan grave era el asunto que todos en la corte de Jaime I decían que Violante ya había intentado más de una vez matar a su hermana.

—¿No habéis visto la prisa que había en casarla para alejarla de la corte aragonesa? —dijo mientras arrancaba una uva de un precioso racimo que adornaba la mesa.

«¡Bah!, pero si es un angelito», pensó don Alfonso.

A pesar de que tenía el hombro dolorido y le costaba moverse, una o dos veces intentó aproximarse a ella, quien, cada vez que le rozaba, se estremecía como un animal herido. Imposible que esa criatura medrosa pueda matar una mosca, se dijo. También pensó en los rostros huesudos de las dueñas honestas, casadas y expertas en asuntos matrimoniales, y en la advertencia de que mañana volverían a «catarla». De repente se giró y se lanzó sobre ella: la sola idea de que al día siguiente, el reino entero podía poner en entredicho su hombría le impulsaron a hacerlo. Pero doña Violante se precipitó sobre él, empujándole con ambas manos al suelo, con la mala suerte de que volvió a golpearse el hombro.

El obispo de Huesca tenía razón; estaba claro que la niña sabía todo lo que tenía que saber.

Un sordo dolor en el brazo le desveló durante toda la noche. Dio mil vueltas en la cama y por fin decidió levantarse. El día anterior, por la tarde, el mayordomo real le había dejado un fajo de cartas sobre la mesa (vienen de Noruega, anunció con una sonrisa). Don Alfonso, ocupado como había estado con la boda, se había olvidado. Pero ahora, al recordar que estaban allí, se abalanzó sobre ellas, abrió una y comenzó a leer con ansiedad. Enseguida se dio cuenta de que el arzobispo (o el supuesto arzobispo) había dejado de hablar de nada que no fuera la doncella Kristina, quien, al parecer, desde que sumergió el brazo en el agua helada para atrapar al cerdito, no se encontraba nada bien. En la carta con la fecha más reciente explicaba:

Oh, dulcísima señora:

Desde que le retiraron la funda de piel de reno comenzaron las complicaciones. Porque, si bien en un principio decía no sentirlo, lo cual es normal cuando un brazo ha estado sometido a esas gélidas temperaturas, a continuación, una vez que lo tuvo al descubierto, comenzó a quejarse de un dolor que no era de ella. ¿Cómo puede uno tener un dolor que no es suyo? Los reyes están preocupados, pero yo estoy convencido de que todo acabará solucionándose muy pronto. Se despide cordialmente el arzobispo de Toledo.

Al terminar de leer esto, se quedó pensativo. Qué curioso, se dijo, a la princesa Kristina también le duele el brazo... Pero parecía que la lectura le había devuelto el sueño, así que volvió a meterse en la cama y quedó profundamente dormido.

Le despertó un murmullo de voces. Nada más abrir los ojos, vislumbró los rostros huraños de las dueñas que le escrutaban desde la orilla de la cama. Sigue estando entera, le increpó una de ellas.

Don Alfonso buscó a su alrededor, pero no vio a doña Violante por ninguna parte. Sólo entonces recordó lo que había ocurrido, los remilgos de la princesa, sus intentos de aproximación, su caída, el dolor intenso del hombro. Se lo palpó: menos mal; ya no le molestaba.

—¿Dónde está la princesa? —preguntó.

—Dijo que bajaba a las cocinas —contestó una dueña.

Después de mucho vagar por corredores —el infante nunca había estado por aquella ala del castillo—, la encontró sentada sobre una mesa de mármol, balanceando las piernas mientras charlaba animadamente con unas cocineras que desplumaban perdices. Tenía al descubierto la cara y las manos; el resto, desaparecía bajo un envoltorio de sayas. Al verle dijo: ¡Oh, sois vos! Y allí mismo, por primera vez desde que se conocieron, entre humos y puerros, cebollas, cuchillos y gallinas vivas, se pusieron a charlar como si se conocieran de toda la vida.

Empezaron a hablar de banalidades, pero la conversación, que continuó hasta la hora del almuerzo, se fue haciendo cada vez más seria. A don Alfonso le llamó la atención que la princesa estuviera perfectamente al tanto de los últimos acontecimientos del reino. Sabía, por ejemplo, que se estaba llevando a cabo el repartimiento de Sevilla entre los caudillos y las mesnadas que habían participado en la conquista y que algunos nobles, entre ellos sus hermanos Fadrique y Enrique, consideraban que los donadíos de tierras debían entregarse a título gracioso, en compensación por los servicios prestados, y no como feudos, como pretendía el infante Alfonso, y que esto había sido fuente de una fuerte disputa entre los hermanos. Había oído hablar de la idea de continuar las conquistas en el norte de África (la cruzada de allende) y conocía también el interés de su nuevo esposo por la cultura en general, sobre todo por la astrología. Hablaron de la elíptica del sol y de la luna, de los planetas y de la influencia de los astros sobre las criaturas felices, y cuando, al filo del mediodía, doña Violante le dijo, con un parpadeo de pestañas, que a veces las estrellas dejan de brillar sin darnos una explicación, el infante sintió que un agradable calor le subía por el cuerpo.

Finalmente, don Alfonso pidió que salieran de ahí, no tenía sentido que, estando tan a gusto, siguieran charlando entre los humos de la cocina; a lo que la princesa accedió. Pero justo antes de salir, tropezaron con una cocinera que, cuchillo en mano, venía de perseguir por los pasillos a un pavo que tenía que ser ejecutado (el pobre sabe que va a morir, y corre como un maldito condenado, les explicó un poco azorada ante la sorpresa de encontrarse a los príncipes ahí). Al oír esto, a doña Violante se le iluminaron los ojos. Le arrebató el cuchillo a la cocinera y, encorvándose un poco, comenzó a cloquear bajito para atraer al pavo que palpitaba arrebujado en un rincón. Una vez acorralado, le echó mano, lo zarandeó por los aires hasta que las plumas comenzaron a revolotear a su alrededor, lo cogió por las alas, lo posó sobre la mesa y, sin preámbulos introductorios ni explicaciones de ningún tipo, le pasó el cuchillo por el gaznate.

Todos los que allí estaban, incluido el infante, se quedaron sin aliento. La princesa buscó un trapo y se limpió las manos de sangre. Dijo sin más: Listo.

En la noche de ese mismo día, el infante volvió a hacer nuevos intentos, aunque de manera infructuosa; todo lo madura que se había mostrado la niña durante el día con sus conversaciones, todo lo decidida que se había mostrado con el asunto del pavo, quedaba en agua de borrajas por la noche.

Porque en la cama era otra; era la niña medrosa, tapada con la saya hasta el cuello, que hablaba de sus amigas de la corte aragonesa, del membrillo que tomaba con ellas para merendar y de las muñecas que le traía su padre cuando volvía de viaje por Europa. Don Alfonso comenzó a pensar que aquella ambivalencia era intencionada y que no era sino una estrategia para dominarle. Así que al rato, volvió a intentar arrancarle la saya y, entonces, inesperadamente, doña Violante se echó a llorar y a llamar a su madre desconsoladamente (¡bruto!, le gritó de nuevo enroscada entre las mantas, cuando vio que estaba fuera de peligro).

Amaneció un día hermosísimo. Los rayos del sol entraban a través de la ventana abierta y en la brisa flotaban las fragancias del campo. Cuando don Alfonso abrió los ojos, ella ya estaba vestida, y le escrutaba desde una butaca con un toque irónico en la comisura de los labios. Le dijo:

—Don Alfonso, tenéis un saltamontes en el brazo.

Inmediatamente pensó que la niña trataba de tomarle el pelo. Así que decidió no mirar y seguirle la corriente para ponerse por encima de la situación. Eso es lo que haría de ahora en adelante.

—¿Un saltamontes? —dijo.

Y ella:

—Sí, ¿o se trata de una langosta de esas de las que tanto oigo hablar desde que llegué a Castilla?

Y él:

—Puede ser.

Y ella:

—Está a punto de emprender el vuelo.

Y él, que ya empezaba a molestarse:

—¿Creéis que no sé lo que tengo sobre mi propio brazo? Además, no se hacen bromas con las langostas, ¡es un asunto demasiado serio!

Y mientras decía esto, se dio cuenta de que, en rigor, no tenía ninguna sensación del brazo, era consciente de que con la mano del derecho acababa de rascarse la cabeza pero ¿y el izquierdo? Se incorporó sobre la cama y de pronto, una langosta pasó por delante de sus ojos y salió volando por la ventana; un escalofrío le recorrió la espalda. Hizo salir a su esposa de la habitación y cuando se dispuso a palparse el brazo, vino lo peor: estaba ahí, lo veía con sus propios ojos, era «su» brazo, con su misma piel, el mismo vello ensortijado y rubio, su mano con sus dedos y, sin embargo, no parecía tener relación con él. O más bien, no sentía su presencia: era un brazo hecho de niebla.

Durante varios días, siguió con la misma sensación. El brazo estaba ahí, si lo guiaba con el otro podía hacer uso de él, tenía el mismo aspecto de siempre, pero no lo percibía. Viajó a Sevilla, en donde tenía planeado pasar una temporada para ocuparse de la transformación de la ciudad, y allí pensó contarlo a varios físicos árabes de su confianza, explicarles que lo único que podía haber ocurrido es que, días atrás, se había dado un golpe en el hombro sin importancia. No lo hizo. Le daba vergüenza tener que contar que su esposa le había empujado de la cama y, por encima de todo, corría el riesgo de que comenzaran a decir que se había vuelto loco como su abuela. No, no era el momento de dar esa imagen, ahora que estaba acometiendo la difícil empresa de reorganizar el reino.

Durante varios meses concentró sus energías en recorrer, una a una, las calles y las plazas de la ciudad recién conquistada. Sevilla era una ciudad sin nombres. En puridad, sí los había, pero eran árabes y muy difíciles de pronunciar para las bocas cristianas. Así que calles, plazas y barriadas enteras fueron sustituyéndose con palabras castellanas; recibían normalmente la denominación de sus moradores. Don Alfonso se sentía con energías, de buen humor, y ante todo buscaba convencer a los cristianos repobladores de que tenían que amoldar los antiguos palacios a sus propios gustos, pues todo lo que allí había tenía que respetarse al máximo.

Si las viejas mezquitas se transformaban en iglesias, se haría con fachadas y ábsides que no desentonaran, y en ningún caso podían tirarse las torres de la muralla como pretendían los más ignorantes. Con el fin de conservar las calles limpias, había que regular la venta ambulante y que los alfajemes guardaran las prohibiciones al efecto, pues afeitaban en las plazas y las calles, con lo que dejaban a su paso regueros de agua sucia y espuma. También había que contener el afán de lucro porque el número de posadas y albergues que ostentaban vistosas colgaduras en las puertas sobre la calle, con cadenas de hierro representando leones, canes o caballos había aumentado considerablemente.

A Sevilla le quedaba poco para convertirse en la capital del sur, también cultural, y para ello quiso que se redactase la primera historia extensa en romance (todo lo demás estaba en latín), la llamada Estoria de España, que debía ir desde los orígenes bíblicos y legendarios de España hasta la reciente historia de Castilla bajo Fernando III. Asimismo promovió la entrada de embajadores, pleiteantes, emisarios y procuradores de los concejos, así como sabios venidos de allende, juglares, músicos y gentes de toda ralea, sin contar con la nobleza y alto clero del reino que acudían a Sevilla de forma asidua convocados por el monarca para participar en las reuniones de la curia regia. A todos ellos los fue instalando en la mezquita de los Ossos.

Entre los nuevos pobladores de la ciudad, el infante hizo llegar al grupo de físicos más capacitados del reino, entre los que se encontraba el judío que había atendido a su abuela, Juda-ben-Joseph. Y, por fin, un día, tras pedirle la máxima discreción, se atrevió a contarle lo del brazo. Al escuchar lo que le había ocurrido y cómo había empezado a «no sentirlo», a tener el extraño palpito de que no era suyo, el médico se cogió la barbilla aguileña y se quedó cavilando: Es raro, dijo. Muy raro. Pero...

Juda-ben-Joseph explicó que, hace mucho, cuando estudiaba en Fez, le contaron la historia de una madre y una hija muy unidas que sufrían una extraña enfermedad. Desde el día en que fueron separadas —la madre tuvo que irse a otra ciudad para atender a un pariente mayor— empezaron a encontrarse perdidas en un mundo de extrañas sensaciones compartidas. A la madre le dolían las muelas de la hija, el estómago o los huesos, en tanto que la hija sentía como suyas las dolencias de la madre. No sólo no las creyeron, sino que las tomaron por locas. Pero un día, ante la insistencia de la hija, que acudió ante uno de los maestros físicos diciendo que tenía una infección en la boca (la boca de su madre), éste viajó hasta la ciudad en donde se encontraba la progenitora y le sacó una muela. Cuando volvió junto a la hija, ésta ya no sentía dolor.

Juda-ben-Joseph rebuscó en su maletín, sacó tres o cuatro frascos y siguió contando:

—Son casos extraños, uno entre millones; pero parece que algunas personas se comunican entre sí a través del dolor.

—¿Y cómo solucionaron el problema las dos mujeres? —preguntó Alfonso.

El médico mezcló las sustancias y aplicó un sahumerio al infante en el hombro. Luego alzó la cabeza para encontrar su mirada.

—Juntándose —dijo.

Al terminar de oír esto, el infante se dio cuenta de que la sangre se le había agolpado en las orejas. De pronto, se había acordado de que a la princesa Kristina también le ocurría algo en el brazo. ¿Y si la historia de la noruega tuviera que ver con la suya? No. Se estaba obsesionando. Pero... él no había hablado de ello más que al médico judío. Se dirigió al secreter, buscó la carta y comprobó el remite, que no encontró por ninguna parte. ¿Quién la había escrito? Hizo llamar al mayordomo real para conocer más detalles: quién había traído las cartas hasta Sevilla, a través de qué medio de transporte, cuándo, cómo era posible que tuvieran un lacre distinto al que se utilizaba en Castilla y León. Después de muchas averiguaciones, el mayordomo no pudo sino confirmarle que el correo venía por barco y que el lacre era efectivamente noruego.

La princesa doña Violante, que también había ido a vivir al alcázar sevillano, aprovechó el desconcierto de su esposo para llevar sus arcones sin desembalar e instalarse en una habitación del nuevo palacio gótico que don Alfonso había mandado construir transformando antiguas estructuras almohades. Meses después de la boda, la pareja seguía sin haber consumado el matrimonio, y ella siempre tenía una excusa para no tener que yacer con él: si no era la noche que precede al domingo era la cuaresma o la menstruación, que no engendra más que monstruos de siete cabezas.

En todo ese tiempo, el infante no había conseguido ver ni la punta del dedo gordo de su pie. La princesa andaba siempre embozada hasta el bigote, hablando animadamente con las mujeres que atendían las cocinas. Al principio don Alfonso se consolaba pensando que eran manías de niña, seguramente el calor de las cocinas y su aire doméstico le recordaban a su madre, y su casta educación le impedía mostrar el cuerpo. Eso era.

De nuevo, su inseguridad y su desconcierto le llevaron a refugiarse en la cultura, en su pasión por la lectura, en el establecimiento en Sevilla de un importantísimo centro cultural, en la compilación de datos históricos, en las traducciones, en el traslado desde Toledo de los estudios de astronomía, en la observación de las estrellas y, sobre todo, en la redacción de los primeros versos, en gallego, de unas cantigas de devoción mariana. Cada vez eran más los que le apodaban «el Sabio».

Su pasión por la Virgen María tampoco era nueva. Años atrás, en Celada del Camino, de vez en cuando, sobre todo cuando se encontraba solo, le había pedido cosas a la imagen que doña Urraca tenía guardada como oro en paño bajo una urna de cristal. Un día el niño le había dicho a la nodriza que Dios le asustaba. Entonces, con sus palabras, ésta le explicó que el poder intercesor de la Virgen era extraordinario, no sólo porque era la madre del Redentor, sino, y principalmente, porque es la Corredentora. Entre Cristo y la humanidad pecadora había una intermediaria: María. Ella intercede ante el hijo y el hijo ante el Padre. El hijo escucha a su madre y el Padre a su hijo. ¡Qué complicado!, pensaba él.

—Si Dios os asusta —le dijo—, acudid a María. Ella está en la escala de los pecadores.

Pero, de vez en cuando, el Sabio tenía que dejar todo esto a un lado; alguien en la corte se ocupaba de recordarle sus deberes conyugales, el propio padre, el mayordomo e incluso los prelados.

Así que un día, decidió acabar de una vez por todas con el problema. Pilló a Violante desprevenida en su nueva alcoba del alcázar, mientras canturreaba ordenando los espejos y las esponjas del aguamanil de cara a los jardines. Todo lo hacía así, canturreando. Se acercó por detrás con sigilo de gato y tiró de su túnica hacia abajo.

Si hubiera sabido con lo que iba a encontrarse a continuación, no lo hubiera hecho: la niña tenía pelo en la espalda. No sólo en la espalda; también en las piernas, en los brazos, en las nalgas, en el tronco, incluso en el cuello. ¡Era un monstruo! Pero no, no era pelo exactamente. Eran algo mucho peor: «cerda». Lunares con cerda gruesa de animal. De marrano o de topillo. De cabra peluda. Doña Violante recogió la túnica del suelo, volvió a cubrirse y rompió a llorar.

—¡No me dejéis! —sollozaba—. ¡No me dejéis!

A este problema, se unió la enfermedad de su padre. Desde la conquista de Sevilla, don Fernando III había ido arrastrando un romadizo mal curado que atrapó en el frente y que acabó convirtiéndose en pulmonía. Desde hacía semanas, yacía en la cama sin experimentar mejoría alguna y el infante se había dado cuenta de que ciertos miembros de la corte, incluso viejos amigos que no le habían visitado en mucho tiempo, andaban revoloteando por allí sin dejar de hacerle cumplidos.

Pero aún cayó don Alfonso en la cuenta de otra cosa que le preocupaba más que el cuerpo peludo de su mujer y que la enfermedad de su padre.