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Reino de León, en torno al año 1200

Nadie es capaz de señalar el lugar del cerebro donde anidan Tas ideas más tenaces; en todo caso, no surgen de la noche a la mañana. Llegan despacio, de manera imperceptible, como la noche que poco a poco invade una habitación, como un sordo dolor de muelas. Como las flores que se niegan a crecer. A veces parece que se dejan olvidar por un tiempo, semillas que se quedan en la tierra, obstinadas en pudrirse negándose a ascender hacia el cielo. Pero su limo cenagoso sigue ahí, impregnando los sueños, encauzando la vida por estrechos quehaceres y manías, preparado para emerger a la superficie con una fuerza inusual: son las obsesiones.

Una vez casada con el rey leonés, doña Berenguela se levantaba incluso más temprano que las criadas. Se vestía y se enrollaba el cabello en un moño apretado, que era como un muñón en un árbol enfermo. Ni le pedía la bendición al sacerdote ni le daba los buenos días a su esposo. Un gruñido, y nada más. Así indicaba a todos que iba a comenzar a rezar.

Y con las cuentas del rosario, contaba los meses que le faltaban para que su hijo mayor estuviera en edad de desposarse.

Después de un frugal desayuno, estudiaba los avances de la Reconquista con sus consejeros. Nunca le daba por reír ni comentar nada con ellos, pero tampoco parecía aburrirse: sus ojos azules de ave rapaz observaban la vida con indiferencia, indiferencia que se trocaba en avidez ante la contemplación de unos enormes pliegos de piel de cabra situados en la pared, en donde estaban representadas todas las genealogías europeas.

Siempre iba sola. Nunca buscaba la compañía de otras mujeres de la corte a la hora de comer. Su norma consistía en no molestar a nadie y que nadie la molestara a ella, y al sumergir la cuchara en la asquerosa sopa de col, mentalmente escogía una princesa entroncada con un linaje imperial, doncella de muy alta sangre y buena hembra.

—¿Pan, mi señora?

Gruññ.

Nada más. Ella no había pedido pan. Y al llegar la noche, cuando la sombra subía a toda velocidad por la ladera en la que se asentaba el castillo de la ciudad de Toro, seguía huraña y distante, sin decir una palabra.

Pensaba que ella misma estaría presente en el parto de su nieto.

Y discurría mientras intentaba conciliar el sueño que la tarea de convertir a un nieto en emperador de romanos no le iba a resultar nada fácil.

Así que todo su ser estaba dirigido por la obsesión. Obsesión que, silenciosamente, se apretaba en torno a sus piernas y su vientre y ascendía hasta el pecho ciñendo su seco corazón, y que mandaba sobre ella con crueldad y rigor, prohibiéndole el placer y la felicidad, y haciendo de toda su vida la expiación de una pena misteriosa. En veinticinco años había escuchado una o dos veces la música de gigas y chirimías de la corte, sin sentir absolutamente nada, y había ido una vez a patinar al lago helado. Jamás soltaba una buena risotada, ni acudía a los bailes, ni bromeaba con los hombres o se dejaba acariciar por ellos. No paraba ni cuando tenía que parir.

Cuando el vientre avanzaba, seguía como siempre, trajinando. Y cuando, alcanzada la sazón, sentía los dolores del parto, le decía al primero que pasaba por ahí: Eh, tú, «eso» ya está aquí. Se echaba sobre la cama, si no había cama cerca, en el suelo, se agarraba a los barrotes y ella misma se bastaba para salir del trance antes de que diera tiempo de avisar a nadie.

Cada vez estaba más absorta, más distante. Por las tardes se sentaba junto a la ventana y pasaba las horas con la mirada varada en un lejano punto del paisaje. Sus allegados le preguntaban: ¿Qué hacéis, majestad? Espero, musitaba ella después de un hosco silencio. ¿Esperáis?, inquirían ellos. ¿A quién esperáis? Pero ella se encogía de hombros: Tengo barruntos.

A veces sentía que se le apretaba el corazón, pero como carecía de palabras para expresarse, los sentimientos quedaban prisioneros.

Tenía un solo entretenimiento, una pequeña pasión: el cultivo de árboles frutales, a los que dedicaba el tiempo precioso de la siesta.

Por aquel entonces, la corte leonesa de Alfonso IX, el Baboso, era itinerante, León, Villafáfila, Ceinos, Astorga, Zamora..., pero pasaban la mayor parte del tiempo en un castillo muy próximo a la ciudad de Toro cubierto por la hiedra y el olvido, construido en una depresión entre dos lomas levemente dominantes, desde donde se divisaba la ciudad. Contaba con una sola torre llamada De la Vieja, cuyas almenas se recortaban en el cielo, irregulares y quebradizas, como dibujadas por la mano de un niño, y por donde a veces subían y bajaban las cabras. El resto del edificio era austero y sencillo, de piedra gris, con muros sobrios, sin apenas decoración. Por las diminutas troneras entraban y salían las golondrinas.

Hasta detrás del torreón de la Vieja, junto a un foso seco y excavado en la roca, llegaba una pequeña huerta húmeda que rodeaba la ciudad regada por los arroyos del Judío y de las Monjas, en donde crecían, a la buena de Dios, viñas, olivares, lino, cáñamo, algodón o zumaque. También había frutales y gatos dormidos bajo los naranjos polvorientos.

La pasión de doña Berenguela eran los injertos de ciruelo. La compartía con el arzobispo de Toledo, don Rodrigo Jiménez de Rada, el único con quien intercambiaba alguna palabra. Era un hombre de rostro azul, manos flacas y no escasas letras, que buscaba a Dios por la vía estricta del trabajo. Se había educado en Bolonia y París, y en esta última ciudad además de estudiar leyes, teología y medicina, había entrado en contacto con la filosofía de Aristóteles, principalmente con la ideas acerca de la mujer. Las malas lenguas decían que había tenido que dejar Bolonia por abusar de una joven, la hija del posadero, pero no eran más que rumores sin fundamento. La prueba es que nada más volver a Castilla, fue nombrado obispo de Osma y, posteriormente, arzobispo de Toledo, momento desde el cual había gozado de fama de santidad.

Su incesante actividad y celo le hicieron ocuparse de la sede toledana, de la lucha contra los almohades, de fomentar traducciones del árabe en la Escuela, de escribir obras históricas y de fundar catedrales. Y cuando tenía un rato libre, recorría el mundo para traerse consigo cruzados para luchar contra la amenaza mora.

Aparte de cruzados, también traía ciruelas de las tierras del norte. Se trataba de especies nunca vistas, amarillas, peludas, en donde fermentaban unas pulpas superiores, más ácidas y abundantes, frutos con pieles suaves y claras, muy perfumadas, que la reina mezclaba con las piezas hispanas, de carne prieta y roja, de aspecto desagradable, pero de gusto exquisito.

El resultado de la mezcla de estas sangres era extraordinario: ciruelas de tamaño medio, ni dulces ni ácidas, rosas, que despedían fragancias untosas y carnales.

Pero a medida que fueron llegando los hijos, doña Berenguela también fue abandonando esta pasión; en su lugar, se dedicaba a la educación de los infantes con esmero y devota piedad cristiana, teniendo claro que lo que quería era formar varones guerreros y al mismo tiempo perfectos caballeros cristianos, sin dejar de poner especial hincapié en el estudio de las siete artes liberales. En cuanto a las hembras, su objetivo era prepararlas para que brillaran en sociedad (cazar con halcones, leer y escribir, jugar al ajedrez y tocar instrumentos musicales).

Con la corona puesta, porque realeza «obligaba» en todo momento, en un increíble despliegue de afecto, daba un beso de buenas noches a sus hijos. A continuación se reunía con su esposo en la alcoba nupcial.

—¡Quitaos los zapatos! —ordenaba nada más entrar, y lanzaba los suyos al aire.

Si no estaba encinta, que era lo habitual, se alzaba el pellote hasta la cintura y con chasquidos de cabra le instaba para que tuvieran relaciones. No es que Dios la acompañase en esos momentos fundamentales, pero sí manifestaba su presencia en forma de hálito. Sólo un hálito que descendía por su cuerpo y que preparaba sus órganos femeninos. Entornaba los ojos hacia arriba, y dejaba únicamente visible el blanco de éstos, acercaba su desnudez a la del hombre, le agarraba por los pelos del pecho, como si fuera a desbrozar maleza, y se dejaba hacer. Porque si bien ella tenía claro que esas «fornicaciones» eran un simple trámite que había que cumplir para quedar en estado, él estaba siempre dispuesto y disfrutaba como si fuera la primera vez.

Don Alfonso IX de León, el Baboso, era otra cosa. Su visión del mundo se circunscribía a seis elementos: los castillos, la espada, el vino, los moros, las mujeres y los higadillos.

Estaba convencido de que los riñones, los higadillos y demás cosas por el estilo que uno tiene «muy adentro» no funcionaban bien si no había sexo (se encharcan, le explicaba a su esposa). Decía esto y a continuación se arrancaba la camisa de cuerda y se bajaba el braguero de manufactura almohade hasta los tobillos. Con mucho más pudor, doña Berenguela se desnudaba sin quitarse la corona.

Terminado el acto (una presión de él sobre ella) la reina se ponía en pie.

—¡Poneos los zapatos! —volvía a gritar.

Se vestía y abandonaba la estancia. A lo mejor se veía obligada a cruzar con él alguna palabra, algún acontecimiento del día (le hemos ofrecido a Inocencio III la suma de 20.000 marcos de plata y el estipendio por un año de 200 soldados cruzados en defensa de la cristiandad para que nos conceda la dispensa matrimonial...), nada que pudiera penetrar la intimidad del otro, nada que pudiera comprometerla sentimentalmente.

—Porque no sé si os dais cuenta de que la declaración de nulidad acabaría con la unión entre Castilla y León.

Y él lanzaba bostezos de oso. O le respondía con una ironía: Veinte mil marcos de plata, ¿es el precio de la unión de Castilla y León o es el precio de nuestras coyundas?

No es que ella no le quisiera; más bien no le entendía, como se puede no comprender por qué un día llueve y otro sale el sol. No sabía si, ante sus comentarios socarrones, debía mostrar una actitud desenfadada o, por el contrario, levantar una barrera inexpugnable. En su mente, su esposo era como una pieza de ajedrez: el rey, torpe de movimientos pero fundamental. En realidad estaba asociado con la sola idea de la descendencia. Alfonso IX, el Baboso, le daría un hijo, y éste, por la gracia de Dios, un nieto al que convertir en emperador.

Así que las relaciones sexuales eran algo así como los días y las noches, la lluvia, el pan o las amapolas en abril.

Si un tiempo después comprobaba que estaba grávida, no volvía a solicitarle hasta pasado el parto.

A él le llevó su tiempo convencerse de que aquellas uniones no eran fruto ni del amor ni del deseo ni de la pasión, sino estrictamente del frío muladar de su mujer y de su sentido práctico de la vida. En las noches de invierno, seguía acercándose al calor de la cama. Sólo encontraba hielo.

Un día en que Alfonso IX, el Baboso, musitaba palabras de amor, ella dijo clavándole la mirada: No os confundáis, Alfonsito, esto no lo hago por amor hacia vos.

Y añadió: Lo hago por amor hacia Castilla y, en última instancia (y volvía a poner los ojos en blanco), por el Sacro Imperio romano.