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23 de noviembre de 1248

La muerte de doña Berenguela no impidió que siguieran llegando cartas de Bergen. Al principio, sin nadie a quién leérselas, el infante Alfonso las lanzaba al fuego de la chimenea según se las entregaban. Tal y como había decidido en el entierro, quería olvidarse de aquel desvarío de vieja, de aquellas ínfulas imperiales que le habían hecho malgastar tanto tiempo y energías para concentrarse en la conquista de Sevilla, tan importante para su padre y para el reino.

Pero un día, llegó una embajada de Francia con una noticia que le dejó atónito: el arzobispo de Toledo, don Rodrigo Jiménez de Rada, acababa de fallecer en Lyon, al parecer debido a un «exceso humoral», cuando regresaba de un viaje para visitar al Papa. Sus restos mortales serían trasladados al monasterio soriano de Santa María de Huerta, lugar donde sería enterrado. El infante corrió a comprobar la fecha de la última carta, 10 de agosto de 1247, es decir, justo dos meses después de la fecha de su fallecimiento...

Las preguntas se agolparon en su cabeza: ¿qué hacía el arzobispo en Lyon? ¿Es que ahora se dedicaba a apoyar a Inocencio IV? Y sobre todo y lo que era más importante: si él estaba muerto, ¿quién había enviado las cartas durante dos meses?

Durante un tiempo, el infante siguió ayudando a su padre en el frente, pero como el asedio resultó interminable, pasaba largas temporadas atendiendo a otros asuntos en Castilla y León. Ante todo estaba el problema de la plaga, que sobrepasaba su entendimiento. Cuando, años atrás, había salido el tema en alguna conversación, su abuela Berenguela siempre le había tranquilizado. Eso, le decía, era algo que ya estaba controlado con las plegarias de las monjas de las Huelgas. Para eso sirven las oraciones, le insistía, para «contener» los excesos de la naturaleza y otros males que Dios envía.

Se había planteado aquel problema de las excavaciones en el coro que ya estaba resuelto, había hablado seriamente con doña Inés Laynez y, desde entonces, estaba seguro de que las monjas no paraban de rezar, pero la posibilidad de que volviera a presentarse aquel enjambre maldito le paralizaba. Además, no dejaba de acordarse de la frase que la abadesa doña Inés musitó en el entierro de su abuela pensando que nadie la oía: «Jamás atajaremos el problema con la sola fe».

Y un día, entre todo lo que tenía que despachar, se encontró con una nueva carta de Noruega. La puso a un lado y siguió atendiendo otros asuntos, pero al rato, envenenado por la curiosidad, volvió a tomarla. Miró la fecha: «septiembre de 1247», ¡qué absurdo es todo esto!, pensó. Rasgó un poco el sobre e inmediatamente se detuvo. Contempló la caligrafía pomposa del arzobispo durante un rato, meditativo, y por fin la abrió.

Comenzó a leer. Había tres folios y comenzaba con una disculpa, en realidad una relación de quejas personales por las cuales había demorado un poco más esta carta. Según decía, últimamente su salud era un desastre («¡claro, como que está muerto!», pensó el infante): si no eran las muelas, era el mal de estómago, la hinchazón de las piernas, el estreñimiento feroz, los cólicos y las hemorroides o simplemente que le apretaban los zapatos al caminar por el puerto.

Pero por fin podemos decir que en Noruega han terminado los años turbulentos de rebeliones, y parece que el reino vive ahora un periodo de paz y prosperidad.

En otro párrafo y de forma un tanto desordenada, la carta hacía alusión al proyecto del rey Haakon, el Viejo, de construir una gran nave de piedra para recepciones, al estilo del nuevo gótico inglés y escocés; y a continuación, a un paseo que, junto al rey, la reina y la princesa, habían dado por los bosques de los alrededores de Bergen. Por todo lo que contaba y por cómo lo decía, parecía haber aprendido a vivir como uno de ahí, a descifrar aquel mundo con los mismos ojos de aquella gente que no tardó en describir como «afectuosa, cordial, amiga».

«Absurdo», siguió pensando don Alfonso que hasta entonces no se había parado a pensar que toda esa aventura noruega no era más que pura invención. «Lo más seguro —se dijo— es que el arzobispo ni siquiera haya estado ahí.» En todo caso, ¡alguien tenía que haber escrito aquella carta que ahora tenía entre las manos!

La curiosidad pudo con el orgullo, y el infante siguió leyendo:

La escarcha relucía bajo el sol y entre los árboles despojados de hojas, gorjeaban los tordos y las carracas. El frío de la noche había congelado el agua del lago, y de las ramas colgaban carámbanos de hielo. Fuimos andando junto a la orilla y mientras pisábamos la tierra crujiente, la princesa cogía las flores que crecían en las oquedades de las rocas. De pronto, oímos un ruido, algo parecido a un gruñido.

—¡Mirad! —dijo la princesa dejando caer las flores al suelo.

Era un cerdo que chillaba de desesperación en medio del lago. ¿Qué haría allí?, quiso saber doña Kristina, e inmediatamente corrió a su encuentro. Los demás le gritamos desde la orilla que el hielo podía quebrarse y que si caía en el agua helada moriría.

Pero la princesa, obcecada por salvar al animalillo, parecía no oír. Cuando llegó hasta el cerdito, éste se asustó, comenzó a hacer círculos hasta que he aquí que, por Dios omnipotente, el hielo se resquebrajó y el animal se hundió en el lago. Entonces doña Kristina se hincó de rodillas e introdujo el brazo en el agua. Después de buscar durante un rato, sacó al cerdito, que ya no se movía ni gruñía, ni decía nada más. Una vez que estuvieron fuera, consiguieron reanimarlo envolviéndolo entre pieles y ofreciéndole a beber leche tibia; ahora es el juguete de la princesa. No habiendo nada más, se despide, don Rodrigo Jiménez de Rada. Arzobispo de Toledo.

Cuando terminó de leer puso la carta a un lado y quedó en silencio. Al rato, dirigió la vista hacia la ventana y comenzó a sollozar: se había puesto a pensar en lo mucho que habría disfrutado su abuela con esta necia historia del cerdito. ¡La echaba tanto de menos!

Al día siguiente, se despertó presa de una obsesión: descubrir toda la verdad sobre esa princesa. Si era cierto que existía (que lo dudaba), y que era una mujer dotada de prendas singulares, sesuda y hermosa, averiguaría cómo era, qué edad tenía, la buscaría y la haría traer. Si no existía, la borraría de una vez por todas de su cabeza.

En Toledo reunió a los más distinguidos embajadores del reino, obispos, gentileshombres, gentes de mundo que tenían relación con otras casas europeas. Nadie había viajado a Noruega y poco se sabía del monarca (pero ¿allí hay un monarca?), aunque prometieron informarse. Transcurridas varias semanas, ninguno había conseguido averiguar gran cosa. Hay un rey, le dijo uno de ellos, eso parece ser cierto, un tal Haakon IV, porque en la corte alemana nos han dicho que se escribe con Federico II y en la francesa con Luis IX, y que mantiene relaciones estrechas con Enrique de Inglaterra. Otro de los embajadores le confirmó que, efectivamente, existía un tal Haakon IV, pero que todo era muy confuso porque también había oído hablar de un segundo rey. En todo caso, lo que nadie nos asegura es que tenga una hija y yo me atrevería a afirmar que esa tal doña Kristina no existe....

Un día, durante la última fase del asedio de Sevilla, en el campamento de Aznalfarache instalado a orillas del Guadalquivir, un hermoso paraje entre olivares y viñas, se presentó en la tienda del rey el obispo de Huesca, portador de un mensaje de Jaime I de Aragón.

Años atrás, cuando el infante don Alfonso tenía unos veinte años, la corte castellana, bajo la dirección del rey don Fernando, había estado brujuleando por las europeas en busca de una esposa. Finalmente se escogió una princesa aragonesa, doña Violante, hija de Jaime I de Aragón y Violante de Hungría. Como, por aquel entonces, la princesa sólo tenía siete años, se impuso un compás de espera. Pero ahora el monarca aragonés le recordaba al rey que su hija Violante estaba ya en edad núbil y que, por tanto, no había ni un minuto que perder para cumplir con el pacto matrimonial.

Don Fernando contestó que en aquel momento no podía levantar el cerco de Sevilla para asistir a un matrimonio. Pedía una prórroga; le aseguraba al rey de Aragón que sólo quedaban unos meses de batalla de desgaste y que el matrimonio se celebraría tan pronto como cayera la ciudad.

—Tenéis que entender —le explicó al obispo de Huesca— que la conquista de Sevilla será el mayor episodio en la historia de la Reconquista desde que Alfonso VI conquistara Toledo en el año 1085.

El obispo fijó la vista en el horizonte. Más allá del río Guadalquivir, circundado por huertas de cítricos y dehesas de engorde para el ganado, junto a los arrabales de Triana, la Macarena o San Bernardo, despuntaba el hermoso caserío sevillano de teja y tapial.

—¿Y qué va a ser de todo esto? —preguntó el obispo con tono melancólico.

—Sabéis cómo nos hemos comportado con otras ciudades que no ofrecieron resistencia armada... —contestó el rey—. Pero Sevilla ha resistido, sigue resistiendo, y no le quedará más remedio que pagar las consecuencias con la sumisión total. Si Dios lo quiere, acabará convirtiéndose en sede del reino cristiano del sur.

La visita del obispo de Huesca y las prisas por celebrar el matrimonio llevaron a don Fernando III a reclamar la presencia y ayuda de su hijo en el último campamento. Para entonces, una flota organizaba por el almirante Bonifaz en los puertos del Cantábrico bloqueaba la desembocadura del río y estaba fondeada en las puertas de Sevilla. El infante Alfonso reclutó un numeroso contingente formado por hidalgos portugueses, aragoneses y catalanes, y junto con su padre, pasaron a la última fase de asedio a través de un movimiento de reales o campamentos sitiadores que le permitió controlar todas las puertas de entrada y salida.

Por fin, en mayo de 1248, los barcos de Bonifaz destruyeron el puente de barcas con lo que la ciudad quedó aislada. Detrás de las murallas, el hambre empezaba a hacer estragos y el sol implacable derramaba su fuego. En otoño comenzaron las negociaciones para la capitulación. Las propuestas musulmanas fueron escalonándose de menos a más y finalmente se acordó la entrega de toda la ciudad, con sus inmuebles en buen estado y las tierras conquistadas con ella. Se estableció también que los musulmanes evacuasen la ciudad en el plazo de un mes llevando consigo sus dineros y joyas, ganado y armas, así como todos los bienes muebles que pudiesen transportar con sus acémilas. Durante ese plazo, los cristianos ocuparían el alcázar y asegurarían el pasaje de los emigrantes hasta Jerez o Ceuta, según eligieran, y ciertas tierras y mercedes para ayudar a los dirigentes de la ciudad.

Cuando, a lomos de sus caballos, sucios y cansados pero sumidos en una serenidad triunfante, el rey y su hijo, seguidos de una numerosa hueste, hicieron su primera incursión en la ciudad que acababan de conquistar, se quedaron estupefactos. ¿Otra Bagdad? En el silencio de la piedra de los palacios abandonados, en los bazares desiertos, en el murmullo de las aguas de las fuentes, en el frescor de los jardines, en los elevados alminares y en la grandeza de la Torre del Oro parecía latir una nueva vida cristiana.

Finalmente el 23 de noviembre de 1248, día en que el infante cumplía veintisiete años, ondeó el pendón real de Castilla y León en el alcázar hispalense.