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Castillo de Toro, 1246

Apenas cesaba el viento o salía el sol, doña Berenguela salía de su dormitorio, tomaba uno de los corredores, larguísimo, estrecho, descendía una escalerilla, llegaba a una cámara soleada y torcía por otro recodo y una nueva escalerilla de caracol que descendía hasta el exterior del castillo. Detrás del torreón de la Vieja, junto a la huerta, había una zanja seca, excavada en la roca, con paredes de mampostería y suelo tapizado de mala hierba de soledad y olvido.

Era el foso. En tiempos de sus padres, el castillo había tenido funciones defensivas, y esa pieza, que en Castilla nunca era inundable, era fundamental para impedir el avance del enemigo moro. Pero con el paso del tiempo y el desuso, éste había quedado colmatado por viejos muebles, excrementos de rebaño, vajilla desconchada, flechas y mondas de naranja, todo lo que iba cayendo de las ventanas y de las cámaras de tiro, ocultando los durmientes y las poternas. Doña Berenguela había mandado retirar todos esos escombros, y entre el estiércol y las mondas, de guisa casi milagrosa, habían brotado dos hermosos ciruelos que salía a contemplar con la caída del sol. Caminaba de arriba abajo a lo largo del borde, se sentaba, abría una caja y sacaba trocitos de pan seco. Lo chupaba escudriñando los ciruelos prendidos del fondo, un fondo que se perdía de tan lejano y por el que el viento subía en tremolina.

Y en esas estaba cuando llegó el infante Alfonso del monasterio de las Huelgas. Venía cansado, hambriento, pero sobre todo furioso por haber tenido que poner a un lado el asedio de la ciudad de Sevilla para solucionar ese asunto estúpido. Apenas quedaba luz, pero a medida que se fue acercando, le pareció distinguir una silueta junto al foso. Pensó que se trataba de un centinela, pero cuando estuvo a pocos metros, se dio cuenta de que era su abuela.

Estaba sentada al borde, balanceando las piernas en el vacío y tarareando una cancioncilla. ¿Se puede saber qué hacéis aquí?, le increpó él. Al escuchar la voz, la abuela detuvo la canción, pero no se volvió. Alargó el brazo por detrás para ofrecerle un trozo de pan.

—No quiero —dijo él.

No era el momento para comer pan. Había venido para contarle que ya no había excavaciones en el coro de las Huelgas. Había hablado con las madres y, una vez extirpado el peligro (eran sólo unos ratones, les dijo), habían vuelto a rezar. Por lo tanto, ella ya podía instalarse en su celda cuando quisiese. Pero a doña Berenguela las excavaciones y la celda parecían traerla sin cuidado.

—Tengo miedo —dijo volviéndose.

—¿Miedo?

Sólo entonces, el infante Alfonso reparó en su rostro. Estaba tan vieja que toda ella semejaba un puñado de arcilla sin modelar. Conservaba su mata de cabello, una pelusilla dorada le cubría la barbilla, y entre las ampulosidades del rostro, despuntaban sus ojos azules de ave rapaz, que seguían mirando el mundo con desconfianza. En la boca no quedaban más que dos o tres dientes amarillos y la nariz afilada avanzaba entre los huesos de las mejillas. Más abajo era todo bulto: el vientre hinchado sugería una preñez inverosímil, y cuello, brazos y piernas desaparecían bajo una saya puerca que no se quitaba nunca, con olor a gallina y a soledad.

—Un miedo que no cabe en las palabras.

El infante le dijo que no tenía que preocuparse:

—Es verdad que se ha visto alguna langosta últimamente, pero acabarán por desaparecer. Os repito que las monjas ya rezan y... —Al ver que su abuela le miraba con arrobo, calló.

—No es el miedo a las langostas; es el miedo al amor —dijo doña Berenguela.

Don Alfonso le dijo que los ataques de calor estaban controlados con la safétida que le administraba Juda-ben-Joseph.

—Nunca quise comprometer mis emociones... —prosiguió ella con voz temblorosa—, y aunque sí tenía puestas todas mis esperanzas en vuestro nacimiento, todo iba encaminado hacia otra cosa. ¡Oh, cómo explicaros! Cuando nacisteis, al ver que erais oscuro como una rana de charca, pensé que nunca me valdríais, que nunca llegaríais a convertiros en emperador. Luego, al veros en Celada del Camino, tan rubio, tan avispado, tan de mi sangre con tan sólo cinco años, dije ¡ya está!, aquí tenemos al emperador. Pero a medida que pasa el tiempo, a medida que os tengo junto a mí, mi sangre bulle de manera distinta. Es..., es como si, a medida que se acerca el momento, perdiera el control de las vísceras.

—¿De qué momento habláis? —dijo don Alfonso con tono impaciente.

—Tengo miedo. Miedo al amor intenso que siento por vos y por la vida, sólo ahora lo he comprendido: el amor nos fascina, nos atrae, nos da la vida, pero también nos hace profundamente vulnerables. ¡Amar es tener miedo!

Apuntó al foso.

—¿Veis esos dos ciruelos? Cuando éramos jóvenes, el arzobispo de Toledo y yo nos dedicábamos a hacer injertos. En poco tiempo, conseguíamos especies nunca vistas, frutos con pieles suaves y claras, de gusto exquisito..., porque ¿sabéis?, las especies se «fabrican» como todo en esta vida...

—¡Ya estamos! —le cortó él, indignado—. Si por ventura estáis hablando de doña Mayor y de mi hija natural, dejadme que os diga algo: muchas veces, el genio de las grandes estirpes no procede de las raíces del árbol genealógico, sino precisamente de ciertos injertos de savia menos insigne. Y ahora, por favor, dejémonos de florituras y oíd lo que os quiero contar. Vengo expresamente para deciros que el problema de las Huelgas ya está solucionado, abuela, y que podéis...

—Vos no tenéis que pensar en otras savias...

—Dar orden de que trasladen vuestras cosas a la celda —prosiguió el infante pretendiendo no haber oído.

—¡«Ésa» no os conviene! —gritó ella.

—Mañana mismo os acompañaré. La abadesa ya conoce vuestra intención de pasar allí lo que os queda de vida. Yo ya os dije que no hay necesidad de recluiros, que aquí podéis seguir viviendo con nosotros, sois tozuda como una mula, pero yo os quie...

—Niño —dijo la abuela, y allí, sentada al borde del foso, comenzó a rascarse la espalda, mientras sacaba un trocito de pan de la caja con la otra mano. El corazón del infante latía desacompasadamente—. Siento un cosquilleo aquí detrás. Mirad a ver si tengo algo.

—No hay apenas luz, abuela. Además, ¿por qué no os sentáis en otro sitio? Acabaréis por caeros.

La abuela dibujó una mueca entre estúpida y socarrona. Dijo con cierto fastidio:

—¡Estoy merendando!

—Sí —le contestó él, y también le dijo que ese era el sitio menos apropiado para merendar. Que no tenía ningún sentido que estuviera allí.

—Me pica la espalda; mirad a ver si tengo algo.

Las nubes se arrastraban de un cerro a otro dando tumbos, el aire temblaba impregnado del perfume dulce de la flor de los ciruelos y la luz del atardecer era intensa y dorada. Sobre unos arbustos de flores escarlata, zumbaban unos insectos negros y gordos. Las figuras de la abuela y el niño proyectaban sus sombras al otro lado del foso: la una era corta y vibrante; la otra, larga y estática. Don Alfonso echó un vistazo a la espalda de su abuela y de pronto vio algo que le dejó petrificado: una langosta se afanaba por librarse de su vieja piel. Salía de su vieja vestidura flamante y blanca. Lo que más llamaba la atención era aquella blancura en un bicho tan bermejo.

Tragó saliva. Pensando que sería capaz de ahuyentarla, prefirió no advertirla.

—Abuela —dijo para desviar su atención mientras se iba aproximando—, ¿os acordáis de aquello que me dijisteis una vez sobre que no veía nada porque lo esperaba todo de fuera...?

—Tengo mucho miedo —volvió a decir ella—. Miedo a quereros, a seguir queriéndoos tanto y no saber... —De pronto le miró fijamente—: Hay que amar a la gente tal y como es o no amarla. Porque si amáis a la gente tal y como no es, no es a ella a quién amáis, sino a vuestros sueños.

El infante se acercó un poco más y estiró el brazo.

—Sí, pero ¿qué quiere decir eso de «esperar todo de fuera»?

Doña Berenguela quedó pensativa.

—¿Yo dije eso?

—Sí, claro.

—Pues creo que quiere decir que no hay que dejarse llevar, sino «elegirse a uno mismo», hijo, cumplir con un objetivo difícil que uno mismo se asigna, lograr la salvación eterna y, por fin, gozar del rostro del Señor. Eso es lo único que hay que hacer en la vida. El que llama a las puertas del Señor sin nada que ofrecer, es inmediatamente expulsado.

—«¿Elegirse a uno mismo?» —dijo el infante.

—Elegir a aquel que queremos ser en la vida, trabajar por ello y poner a un lado todo lo que estorba. Por ejemplo, yo elegí ser abuela de un emperador. —Se quedó en silencio— ¡Y «ésa» no os conviene! —aulló.

—¡No se llama...!

Pero una rabia ciega se había apoderado de don Alfonso y no pudo continuar. Lo que ocurrió a continuación fue visto y no visto. Sólo tenía intención de apartar aquella langosta que mudaba de piel de un manotazo, pero al volver a escuchar la retahíla de su abuela, su brazo no obedeció, se rebeló empujando a su abuela por la espalda con todas sus fuerzas. Se oyó el grito ronco de doña Berenguela precipitándose por el foso, luego el golpe seco del cuerpo, seguido del tintineo de la caja de hojalata, mientras la langosta remontaba el vuelo y se posaba en el suelo. Se oyó todavía un gorgoteo sofocado.

«Elegirse a uno mismo.» Don Alfonso se separó del borde del foso resollando. Después de rezar, se santiguó, cerró los ojos y enseguida se vio a sí mismo cabalgando hacia el horizonte.

Pero no era él, sino la imagen grandiosa de los sueños de su abuela. Era alto y apuesto, aunque sin facciones fijas porque el yelmo le escondía el rostro. Llevaba el tronco protegido con una loriga y vestía quijote, greba y rodilleras. Galopaba con brío y el movimiento del caballo que lanzaba la mano adelante y atrás, adelante y atrás, hablaba de la gravedad y el aplomo del caballero que ha encontrado su lugar en el mundo. Estaba muy lejos del horizonte, lo cual le abatía. Pero su abatimiento era distinto: no, aquel horizonte no era una franja, ni una nube de polvo, ni un jinete, sino «su» horizonte, que también corría a su encuentro, adelante y atrás, adelante y atrás.

Avanzando sobre el polvo del camino, sintiendo en el pecho el golpeteo de la lluvia, el azote del viento en las mejillas, dejando atrás bosques y pueblos con sombrías iglesias, sólo deteniéndose para abrevar el caballo, notaba que le henchía una curiosa sensación de libertad. Su vida era ese correr «para llegar» a un lugar, con la amenaza de los que también se dirigían hacia ese lugar y querían arrebatárselo. Volvió a abrir los ojos y entró en el castillo para buscar a alguien, quien fuera.

Al rato, cuando contó a todos que había ocurrido un accidente, lloraba como nunca antes se había permitido llorar, porque su dolor era sincero, como sincero era el amor hacia su abuela.

Por el reino comenzó a extenderse el rumor de que a doña Berenguela le había dado un temblor, que empezó a consumirse y se murió rezando en una de las celdas de la abadía.