Toledo, en torno a 1243
—¿Cuando orina... aparece una nubecilla cárdena, casi negra?
Al atardecer del día siguiente, el médico Juda-ben-Joseph se presentó en palacio. Era un hombre flaco y alto como un árbol, de corva nariz, barba puntiaguda y perfil de ave de rapiña, trabajador, pulcro en su trabajo y sobre todo en su gestión económica. Odioso.
Cuando entró en la cámara real, encontró a doña Berenguela junto a la ventana, con la cabeza torcida, hincada la barbilla en el hombro. Hizo avisar a don Remondo para que le confesase y luego sacó de su maletín unos tubos de varios colores con rótulos, entre los que seleccionó una serie de sustancias como safétida, aceite de enebro y azufre molido, y elaboró con ellas un sahumerio a modo de emplasto.
Luego se reclinó, aplastó una oreja sobre el abdomen de la reina madre y auscultó el barullo de sus entrañas. Volvió a enderezarse y ante el silencio helado de las criadas, volvió a preguntar aquello de la nubecilla cárdena.
Sorprendidas, las criadas asintieron con la cabeza.
—¿Se queja de amargor del paladar y de melancolía? —preguntó entonces.
Las criadas no daban crédito a lo que oían. De amargor en la boca y de melancolía había estado quejándose la reina últimamente sin que nadie le hiciera caso.
Entonces el médico judío sentenció:
—Hay que aplicarle el sahumerio cuanto antes.
Y mientras lo hacía, le explicó al infante que sufría de una enfermedad ardua, debida principalmente a alteraciones de la bilis negra, que es la que preponderaba en su cuerpo, y la que hacía que sufriera esos cambios bruscos de «temperatura». También dijo que, puesto que a los melancólicos les conviene purgarse abundantemente por abajo, tenían que ayudarla a evacuar al menos una vez al día y prohibirle comer ciertos alimentos «calientes» como pimientos rojos, ajos o embutidos.
—Puede ser que a partir de ahora, al tacto empecéis a notarla fría, como si estuviese muerta —le advirtió al infante junto antes de salir—. No os preocupéis; es el efecto de la safétida.
Con el nuevo tratamiento, la enfermedad mejoró drásticamente. No sólo había dejado de ponerse tierna y de abrazar a la gente, sino que volvió a buscar refugio en su silencio hostil, tal y como lo había hecho siempre. Y cada vez más a menudo, ahora que volvía a su ser la de siempre, le sacaba al infante el tema de doña Mayor. Pero nunca trató de razonar nada; simplemente le escupía pensamientos:
—¡«Ésa»!
O, chasqueando la lengua:
—¡Ay, «ésa»! ¡Puta!
O:
—¡Si volvéis a fornicar con «ésa», me tiro por la parte profunda del foso!
Y así día tras día, y una semana, y otra... Parecía una retahíla interminable, sofocante como una noche de verano sin viento. Pero el infante callaba pensando que, tal vez, la abuela lo decía por cariño.
Otros días, cuando había un exceso de safétida en el sahumerio que le habían aplicado, a doña Berenguela le daba por quedar muda. Y entonces era él quien hablaba por romper el hielo:
—Hoy la franja del horizonte se ve más nítida.
—Sí.
—Ya pronto estará aquí.
—Sí.
—Nuestra princesa del norte.
—Hum.
No había manera de arrancarle una palabra. Se había convertido en un ser extraviado. Hasta el punto de que si alguien entraba en su habitación, y no podía o no quería evitarlo, se quedaba ahí plantada sin abrir la boca, sin darse por enterada de la presencia del intruso.
Y eso fue lo que sucedió el día en que volvió el médico judío para un nuevo reconocimiento. No abrió la boca.
—Ahora que el tratamiento está en marcha, y que el rumor de las entrañas es moderado, lo importante es distraerla —dijo éste—; que juegue al ajedrez o a los dados, que haga labores de aguja o que los juglares la entretengan con su música.
—Es que jamás ha jugado a nada. No sabe jugar ni entretenerse, la música nunca le produjo emoción alguna, no sabe hacer otra cosa que trabajar.
—¿Y no hay nada que le interese? —quiso saber el médico.
Después de mucho pensar, el infante dijo que lo único por lo que le había visto mostrar interés era por las cartas que el arzobispo de Toledo enviaba desde Noruega. Seguían llegando puntualmente, pero desde que empezó con la crisis, él se las había requisado para no crearle más ansiedad.
—Pues que se entregue de cuerpo y alma a esas cartas —sentenció Juda-ben-Joseph.
Y así fue como empezaron las tardes de lectura. En lugar de sentarse junto a la ventana a contemplar la franja del horizonte, como antaño, después de almorzar, el infante pasaba a recoger el correo y a continuación se dirigía a la cámara de su abuela para leer en alto.
Ajeno a todo lo que había ocurrido en Castilla, don Rodrigo Jiménez de Rada había seguido escribiendo sobre su estancia en Bergen. Las cartas tenían un tono pomposo y solemne, casi eclesiástico, una mezcla de candor e insolencia. Todo lo que decía sonaba lejano y absurdo, pero las palabras eran un bálsamo para el corazón de la pobre anciana y suscitaban un extraño y atávico interés morboso en el joven. Ya ni siquiera mencionaban a doña Constanza (pero ¿no había ido hasta allí para buscarla?), sino que se limitaba a hablar de la vida que llevaba entre la gente de la corte del rey Haakon IV y su mujer Marguerite, en donde parecía haber encajado como si fuera un noruego más, de los fiordos y las cascadas exuberantes, de los bosques poblados de elfos que se esconden en la tierra y de las leyendas espeluznantes sobre monstruos y gigantes, enanos, nornas, brujas y valquirias que las abuelas contaban a los niños en las frías noches de invierno. Don Alfonso comenzó a leer:
Las cosas son muy distintas por estas tierras y así hay que aceptarlas. Por ejemplo: dicen que aquí el hombre no fue creado por Dios, sino por una vaca de la que fluían cuatro ríos de leche. Resulta que la vaca se alimentaba lamiendo las piedras de escarcha porque eran saladas. El primer día había estado lamiendo las piedras, por la noche apareció allí el cabello de un hombre; el segundo día, la cabeza de un hombre; y el tercero, el hombre completo.
En otra, a mitad de un párrafo, hacía referencia a un hermoso fresno llamado Yggrasil y del que todo el mundo hablaba.
Sus ramas se extienden por todo el mundo y llegan a rozar el cielo. Las raíces también llegan muy lejos. Bajo una de ellas está la fuente de Mimir, en donde se esconde toda sabiduría y buen juicio. Cuando uno de los dioses, Odín, quiso ganar en sabiduría tomando un trago de esta fuente, se le exigió dejar en compensación uno de sus ojos. De ahí que Odín sea ciego.
—Se le ve feliz —interrumpió doña Berenguela. Erguida sobre una silla, escuchaba sin pestañear.
—¿A quién?—preguntó el infante.
—Al arzobispo.
—Mucho.
La abuela se concentró en el paisaje de la ventana.
—Seguid —dijo.
El infante tomó aire, pero antes de que le diera tiempo a abrir la boca, oyó:
—No volverá.
—¿Por qué decís eso, abuela?
—Está transformado. Habla de cosas de las que jamás hablaría aquí: vacas, árboles gigantes y dioses profanos.
Con la lectura diaria, viajaban cada tarde hasta el corazón helado de aquel lejano reino tan distinto al de Castilla, y esto, junto a la ingesta de safétida y los baños helados, consiguió mantener a la abuela dócil y embobada, al menos por un tiempo. En cuanto el infante franqueaba la puerta del dormitorio con las cartas en la mano, ella parecía entrar en una especie de éxtasis. Nunca preguntaba cómo era posible que llegaran las cartas desde tan lejos. Escuchaba el contenido sin pestañear, las manos retorcidas sobre el regazo, los ojos atónitos y chispeantes, congestionada por la emoción de lo que estaba por venir. Porque algo estaba por venir. Algo que influiría profundamente en sus vidas, y que el arzobispo de Toledo se empeñaba en postergar con todos aquellos floreos mitológicos y descripciones introductorias.
Y por fin, un día, en su última carta, salió el tema.
Dulcísima señora: hoy he conocido a la doncella Kristina de Noruega. Se trata de la segunda hija de Haakon IV de Noruega y Marguerite, rubia y tibia, trece años en el día de hoy, una niña dulce de aire lánguido y piel pecosa...
El infante hizo una pequeña pausa para espiar la reacción de su abuela y dar pie a algún comentario. Pero ésta estaba muda de la emoción.
... que ha nacido con la corona puesta como su propia cabellera, con ojos de lechuza, sentimientos delicados y máximas perfecciones, de la que, como cabe esperar, están enamorados todos los príncipes de los reinos escandinavos.
«Doña Kristina de Noruega.» El mismo nombre contenía el color musgoso de las montañas, el frío aroma de la nieve, la cascada que horada la roca, el susurro de los bosques. Estas palabras resonaron como un susurro musical en el corazón de la abuela. Aquella princesa lejana, borrosa, «helada» con la que había soñado desde niña por fin tenía nombre.