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Toledo, en torno a 1240

Después de la crisis, el físico recomendó mucho reposo, mimos contra el hombro y charla continua, que no se sintiera sola ni un minuto porque, insistía, volvería a enloquecer. Así que el que se ocupó personalmente de los cuidados fue el infante, que decidió poner todos los asuntos del reino a un lado y pasar una temporada en Toledo hasta que su abuela estuviese totalmente restablecida.

No fue tarea fácil. Doña Berenguela estaba empeñada en que, al pasar por la sierra de Gredos, con dirección a Toledo, había contraído el mal de las alturas y que por ese motivo lo veía todo blanco. Se metió en la cama, y allí permaneció durante quince días sin experimentar cambio alguno. Cuando las criadas intentaban levantarla, se erguía con las fuerzas de un toro y las golpeaba, las escupía o las arañaba. Hasta que un día don Alfonso, harto del inútil reposo, entró en la habitación, tiró de la manta y le dijo que, de ahora en adelante, él se ocuparía de levantarla.

A partir de entonces, las cosas adoptaron otro cariz; por las mañanas, el infante arrastraba casi en volandas el cuerpo de su abuela hasta una silla junto a la ventana. Asomada sobre el río Tajo, vista desde la llanura el castillo, Toledo parecía la cresta del mundo. Ahí estaban, arañando el cielo, las agujas de la imponente catedral gótica que mandó construir don Rodrigo Jiménez de Rada, la muralla de la judería excavada, las casas con ajimeces moriscos, los zocos y las calles angostas. Y mientras la abuela contemplaba todo aquello en silencio, el nieto le desenredaba el cabello, le tejía la trenza color ceniza y le extendía por las arrugas del rostro un ungüento a base de mandrágora.

Antes de salir a pasear por los jardines, desayunaban juntos, queso blando y una infusión que él mismo le acercaba a los labios porque a ella la taza le temblaba en las manos. Luego le ponía las cintas, las tocas y los almaizares y hacía verdaderos milagros para meter el amasijo de los huesos de sus pies en las zapatillas de cuero caprino. Después del paseo, doña Berenguela quedaba sin fuerzas. Comía algo ligero y se tumbaba sobre la cama.

Acabada la siesta, el infante la volvía a levantar para dejarla junto a la ventana con su labor de aguja. A veces ella decía: No quiero, tengo el mal de las alturas; pero cuando se ponía el sol y regresaba para darle de cenar, seguía allí, bordando.

Era una tarea descomunal e ingrata, que acababa con la paciencia de cualquiera, porque muchas mañanas, la abuela se resistía de pies y manos o salía corriendo por la puerta para ponerse a caminar sin rumbo por los corredores. En realidad, lo que el nieto sentía por ella no era fervor, ni caridad, ni siquiera obligación, sino una especie de cariño que bullía en las entrañas, algo parecido al amor miedoso y desgarrado de una madre por su hijo. Confusamente intuía que, en el fondo, todo eso que hacía para su abuela con gran esfuerzo también le confortaba a él, y le decía a Dios que la tratase bien, si quería. Le decía a Dios que nunca se muriese, o que se muriese de una vez, si eso era lo mejor para ella.

Algunas tardes, cuando la encontraba muy taciturna, se sentaba frente a ella, le acercaba la cachimba a los labios para que fumase las amapolas de su juventud y le acariciaba tiernamente las mejillas.

Un día, por primera vez en su vida, la vio llorar. Y esto fue para él algo terrorífico y a la vez fascinante. Vagando por el castillo, en una de las estancias doña Berenguela descubrió el arcón en donde todavía estaba guardado su primer traje de novia, aquel con el que tenía que haber desposado al duque de Rothenburg y que jamás llegó a utilizar: la camisa margomada bordada con hilos de seda de colores, un larguísimo brial de ciclatón, calzas de lino y los chapines de madera coloreada. Lo sacó todo y quedó mirándolo con ojos titilantes, acariciando la tela de la camisa corroída por el paso del tiempo, dibujando una línea con el índice sobre el polvo de los chapines. No dijo nada, pero don Alfonso se dio cuenta de que contenía un estremecimiento.

Un poco más tarde, paseando por la sombra fresca de los jardines, de pronto, sin venir a cuento de nada y con una lucidez inusual, doña Berenguela se puso a hablar de doña Beatriz de Suabia. Recordó sus primeros años en Castilla, cómo supo adaptarse a la corte cuando apenas hablaba el idioma, cómo incluso tuvo la iniciativa de participar en la vida política a poco de llegar, y el día en que se supo que estaba preñada.

—Mi madre me contó que fue un gran día de celebraciones en la corte —le dijo el infante—, pero que nunca llegó a entender cómo vos lo supisteis antes que ella.

A doña Berenguela le brillaban los ojos.

—Tenía pagada a la chica de la letrina para que me trajese su orina todas las mañanas —dijo.

Quedó pensativa y como risueña, la barbilla temblequeante, y al cabo de unos minutos, cuando el infante ya se disponía a cambiar de tema, se percató de que estaba sollozando. Por su mejilla rodaban gruesas lágrimas. Dijo mirándole a los ojos, mientras se sorbía los mocos:

—¡Tengo tantas esperanzas puestas en vos!

Los ratos en que su abuela dormía o bordaba junto a la ventana, el infante los aprovechaba para seguir cultivándose. Todo lo que descubría en los libros le parecía fascinante: desde la forma de las conchas marinas hasta la esterilidad de las mujeres, desde el simbolismo de los números hasta la estrecha relación entre el firmamento y los seres humanos, pasando por la poesía, el arte y hasta la interpretación de los sueños. El tiempo que pasó en Toledo se dedicó a supervisar la labor de la Escuela de Traductores, y rescató los códigos árabes que de otro modo hubieran sucumbido a la destrucción o la ignorancia, hasta el punto de que algunos ya comenzaban a apodarle «el Sabio». Alfonso X el Sabio.

Esta actividad era lo único que le consolaba un poco del trato que su abuela le solía dispensar. Porque rara vez, ésta agradecía los cuidados. Lo que más le molestaba a don Alfonso no era eso sino su desprecio manifiesto hacía doña Mayor, de la que creía seguir enamorado y de la que incluso había tenido una hija. Unos días después de que naciera la niña, a la que llamaron Beatriz, doña Mayor la envolvió en unos paños limpios y, con gran osadía, decidió ir a mostrársela a doña Berenguela (al fin y al cabo, le dijo al infante, es su bisabuela). Pero cuando doña Mayor entró en la habitación, se encontró con que la ilustre bisabuela estaba intentando avivar el fuego de la chimenea. Levantó la vista y al ver a aquella aparición, pensó que los sentidos la estaban engañando. No era una joven sonriente y llena de ilusión que venía a mostrar a su hija recién nacida, sino una enorme langosta: un espíritu del mal conjurado por alguna magia diabólica. Doña Berenguela tomó una tea de fuego y la blandió ante doña Mayor. La aparición se esfumó al instante, huyendo por la otra puerta.

Mientras doña Mayor juró que nunca más volvería a tratar a la reina madre, el infante insistía en hablarle de ella. Le decía que estaba enamorado, que no sabía bien lo que significaba esa palabra, pero que estaba enamorado. Al oír esto, los ojos de doña Berenguela se inquietaban y el ceño se le ponía adusto. Zanjaba la conversación con el comentario de siempre: Si volvéis a fornicar con «ésa», me tiro por la parte profunda del foso.

Del fondo del cansancio del infante Alfonso, a veces surgía la conciencia de lo que estaba ocurriendo (¿qué hago yo cuidando de una vieja chocha que nunca me ha regalado una pizca de afecto?), tan punzante que hacía que se le saltaran las lágrimas. A pesar de las dificultades y del tiempo que tuvo que pasar en Toledo al cuidado de su abuela, Murcia y su huerta acabaron sometiéndose a Castilla gracias a su mediación; a cambio, la ciudad recibía la protección militar del reino, el respeto de las propiedades de los musulmanes y la libertad de practicar la religión propia, tal y como se había pactado.

Pero en contra de lo que pudiera pensarse, éste y otros éxitos no alentaron al infante Alfonso, que cada vez se sentía más confuso y asustado en ese mundo de conquistas. A veces, pensaba que iba por buen camino y que le faltaba poco para encarnarse en el emperador germano de los sueños de su abuela; pero luego, de la noche a la mañana, vislumbraba la dificultad con una clarividencia que le atenazaba las vísceras: él no era más que un pobre chico de aldea criado por una cabrera y eso le había marcado para siempre. Convertirse en emperador del vasto territorio germano era algo utópico e inalcanzable, un sueño de vieja que jamás alimentaría él, porque ¿a qué se aferraba su abuela?, ¿acaso pensaba que con tener a una nuera alemana ya tenía todo resuelto?

Mantenía una apariencia afable y cordial, pero alimentaba una desesperación interior que le corroía las vísceras y que a veces le llevaba a descargarse de manera cruel. Eso fue lo que ocurrió aquel día en que doña Mayor vino de visita.

El infante solía confesarse con el cura de su abuela, un tal don Remondo, obispo de Segovia, que varias veces al mes viajaba expresamente a Toledo para dar consuelo a la reina madre. Y un día en que estaba éste esperando para confesarle, tardaba mucho en aparecer cuando por fin irrumpió una dueña con el rostro desencajado. Permaneció muda en medio de la estancia, los ojos desorbitados, sin atreverse a entrar.

—¡Hablad de una vez! —le gritó don Remondo—. ¿Qué demontres venís a decirme?

Entonces la dueña prorrumpió en llanto, mas, poco a poco, Fue cobrando serenidad y dijo que todo había ocurrido a la hora del almuerzo, cuando llegó de visita la señora doña Mayor, pero que si el infante don Alfonso no hubiera estado comiendo, nada hubiera sucedido, pero ella insistió en que no siguiera masticando así y que se levantara a saludarla, pues había venido de muy lejos a verle, y él que estaba comiendo, y ella que estaba loco, ¡loco como su abuela!, y don Alfonso, habiendo oído el nombre de su abuela, que retirase esas palabras, pero la ricahembra parecía crecerse en el insulto y le voceó que no retiraba nada porque doña Berenguela no sólo estaba loca, sino que se había «reblandecido como pan en el agua», y él que retirase las palabras, y ella que su abuela era una blanda, blanda, blanda, hasta que el infante, que había bebido tres o cuatro copas, se volvió, tomó la espada que estaba sobre la mesa y se la clavó a doña Mayor en la pierna.

Se hizo el silencio y, al cabo, se oyó la voz de don Remondo, casi era un susurro:

—¡El Señor nos ampare...! —Y se cubrió la cara con las manos e, inmediatamente, volvió a descubrirse—. ¿Dónde está ahora la muchacha?

—¡Si vierais cómo sangraba! Tuvimos que llamar al médico porque parecía un cochino y...

—¿Dónde está?

—Ha vuelto a Valladolid.

—De todo esto, ni una palabra, ¿oís, chiquilla? Ni una sola palabra...

Doña Mayor no sería la única en percibir el «reblandecimiento» de la abuela. Después de aquel periodo de recuperación, cuando por fin el nieto dejó Toledo para volver a sus ocupaciones habituales, doña Berenguela comenzó a sufrir extraños cambios de humor: en un mismo día podía pasar de estar taciturna y arisca como una gata a ser la mujer más tierna del mundo, para sumirse por la noche en la máxima cavilación.

Por distintas partes le empezaron a llegar al infante noticias de esa mudanza en el ánimo de su abuela. Criadas que, en cuarenta años de servicio, jamás habían cruzado una palabra con ella, a las que ahora preguntaba cariñosamente por sus esposos y sus hijos y a las que regalaba higos y buñuelos; jardineros que la habían visto emocionándose ante una puesta de sol; cocineras que afirmaban haberla oído transitar por los pasillos en medio de una noche de viento para robar higos y castañas; presbíteros de la corte, especialmente su íntimo confesor, que decía estar convencido de que doña Berenguela había recibido una señal del Cielo. Y luego, le explicaban, cuando cae la tarde, se encierra en su habitación, lugar en el que nadie ha podido entrar en meses.

Al principio, don Alfonso no quiso creer nada de todo eso; no hasta que descubrió cómo le habían apodado las camareras más jóvenes: «la besucona».

—Y son besos de lo más asquerosos, majestad —volvió a hablar la cocinera—. Envueltos en mocos y babas. Dicen que con ellos hallará la salvación eterna.

Un día, de vuelta de Sevilla, el infante, harto de todas estas habladurías, hizo un alto en el camino para verla. Fue hasta su alcoba y llamó a la puerta. Pero como nadie le abría, decidió empujarla. Un poco sorprendido por la resistencia que ofrecía, dio un paso adelante y entró. Pero inmediatamente, sacudido por una ráfaga nauseabunda, tuvo que volver a salir. A través de la puerta entreabierta, observó el interior.

De la sobria habitación con mesa, silla y cama, no quedaba ni rastro. Había ropa sucia tirada por el suelo, restos de comida, castañas roídas, pieles de higos esparcidas por las paredes, todo ello perdido en un mar de legajos y pergaminos. Lo que más había era pergaminos, pensó el infante al volver a entrar. Pergaminos coloreados, mapas clavados en la pared, genealogías europeas amontonadas por el suelo o sobresaliendo entre los cajones, sobre la cama o bajo la almohada. Todos los mapas eran del norte de Europa y las genealogías tenían marcadas con un círculo el nombre de una princesa.

A don Alfonso le dijeron que su abuela estaba en los jardines. También que probablemente se emocionaría al verle, pero que no se alarmase, que últimamente andaba con la lágrima a flor de piel.

—¿Emocionarse mi abuela? —se rio el infante.

La encontró repartiendo flores entre las criadas, a las que había colocado en fila y a las que, según entregaba una rosa, besaba en la mejilla. Don Alfonso la escrutó en silencio. Estaba cantando «tres morillas tan garridas iban a coger olivas». Nunca antes la había oído cantar, no sabía que supiera ese poemilla. Hasta que ella levantó los ojos y le vio. Durante un rato, sin dejar de cantar, mantuvo la mirada fija en él. Una mirada dulce, temblorosa, suplicante. Pero antes de que el joven pudiera reaccionar, detuvo la canción, soltó el ramo de rosas, corrió hacia él y lo abrazó.

—¡Oh, pobrecito, pobrecito! —Y comenzó a sollozar—. Le arranqué del calor de la aldea, de la calidez de su hogar y de los pechos de su amorosa nodriza para arrojarle a este frío castillo.

El infante Alfonso la dejó llorar sin decir nada ni corresponder al afecto. Había sentido el calor del cuerpo de doña Urraca miles de veces, también el de su madre y el de doña Mayor. Pero era la primera vez que su abuela le abrazaba y esa piel fría de culebra, esos huesos duros y protuberantes, unidos al tufo a animal enjaulado que despedía su boca desdentada, le produjeron asco. Finalmente la apartó y la miró con expresión neutra. Le dijo: Vamos dentro.

En cuanto tuvo oportunidad, comentó todo esto con su padre que, como era habitual, anclaba muy ocupado. Por aquella época, Fernando III tenía entre manos la gran empresa de unificar los territorios que todavía estaban bajo el islam, y repoblarlos con cristianos del norte y castellanizarlos con la difusión de la lengua y la cultura. Y Granada, cuyo emir había preferido besarle las manos y convertirse en vasallo para no correr el peligro de perderlo todo como había ocurrido en Cartagena, Mula y Lorca, requería urgentemente la fijación de las condiciones de convivencia.

—Los físicos dicen que todo se debe a la presencia en su sangre de algún fluido maligno —le explicó el infante Alfonso—. Pero en realidad, es como si el corazón de la abuela fuera un trozo de hielo expuesto a la intemperie. Por el día se deshace y por la noche vuelve convertirse en hielo.

Sin embargo, el rey don Fernando estaba demasiado ocupado con cosas más importantes y le rogó a su hijo que lo arreglara por su cuenta.

—Yo unifico el reino y vos unificáis el corazón de vuestra abuela, que viene a ser lo mismo, ¿no os parece? —le contestó.

Pero la tarea de «unificar» a doña Berenguela resultó ser más compleja que la de unificar a Castilla y León. Cada vez más a menudo, el infante se veía obligado a rehuirla. Y es que, en cuanto se la encontraba por los pasillos, ella estiraba el cuello como una gallina y decía: Besadme. Don Alfonso denegaba con la cabeza: No sé, decía al fin. Pues abrazadme, añadía ella extendiendo los brazos y avanzando hacia él con expresión socarrona. El pobre joven hacía lo posible por zafarse de ella. ¿Es que no me queréis?, insistía la abuela. Os digo que me abracéis como un nieto. Don Alfonso se resistía, aunque finalmente se acercaba y se dejaba abrazar. La abuela no se conformaba: Más fuerte. Rompedme las costillas, ¿oís?

Así que un día, harto de la ineficaz ciencia de los físicos cristianos, que lo único que sabían hacer era aplicarle gruesas sanguijuelas para eliminar el humor sobrante en la sangre, fue a buscar a un médico judío a Toledo. Entre sus colaboradores, astrónomos y poetas poseedores de los secretos de la alquimia y de los derroteros interplanetarios, encontró a un tal Juda-ben-Joseph, que tenía fama en la corte por haber conseguido curar a enfermos, sobre todo locos, desahuciados por otros físicos. Al contrario de los físicos cristianos, que simultaneaban la medicina con la dedicación a los estudios teológicos sin hacer distinciones entre un saber y otro, Juda-ben-Joseph estaba convencido de que el cuerpo humano no era la obra perfecta de Dios, sino más bien la más imperfecta, pues desde el momento en que es expulsada a la vida comienza su deterioro. Y ese deterioro, muchas veces oculto a la vista, al menos sí podía escucharse.

Por tanto, lejos de las repetidas sangrías, que tan poco beneficiaban al paciente, la técnica de Juda-ben-Joseph consistía en posar la oreja en el pecho para escuchar el galope del corazón, las perturbaciones de ritmos, ruidos de ánfora y crepitaciones, o bien todo aquello que ha quedado sepultado, borrado, reducido a silencio por algún motivo, todo ello capaz de transmitir mensajes de vida o muerte. No todos los físicos estaban capacitados; él tenía el don de poder escuchar los sonidos más débiles y lejanos: a veces, le despertaba el vuelo de una mosca situada a siete leguas de ahí, la caída fragorosa del tronco de un árbol recién talado o incluso el crepitar de la tierra húmeda del amanecer.

—Lo único que quiero —le pidió el infante en el primer encuentro— es que vuelva a ser la de siempre.