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Valladolid y Toledo, en torno a 1240

Allí estaba doña Berenguela, hincada de rodillas, la cabeza gacha como una bestia que husmea el estiércol, fea, bruta, con la carne hundida en el hueso de la mejilla y el ojo recién despegado de los restos del yeso, con la inmovilidad mezquina del fisgón. Cuando la pared se derrumbó, ni siquiera levantó la mirada. Pero lo que más le abochornó no fue haber sido descubierta in fraganti, ni la cara de regodeo convertida ahora en cara de vergüenza. Lo que realmente le removió las entrañas fue que el infante volvió al lecho, apartó los trozos de yeso esparcidos por el suelo, estiró una pierna y con el pie se puso a buscar el pubis florido de su amante como si nada pasase, como si ahí no se acabara de caer media pared, como si «nadie» los estuviera mirando.

Doña Berenguela no supo cómo reaccionar; por un momento sintió que los intrusos eran ellos, el infante y doña Mayor, y ella la víctima de su propia indiscreción. Intentó excusarse sacándose algo del pecho y farfullando que había llegado una nueva carta de Noruega, pero los otros siguieron desflorándose a la luz de un candil, piel contra piel, buscando cómo ponerse para sacar más placer el uno del otro, entregados a un ávido manoseo que los hacía sordos y ciegos al mundo.

Así que la reina madre se sorbió los mocos, se guardó la carta en el pecho y salió huyendo a cuatro patas por el pasillo, muy deprisa, como un escarabajo temeroso de la luz.

Aquello había sido un golpe para una sobria mujer como ella. Tal vez, el más duro de su vida.

Le estallaba la cabeza, y hasta que no llegó a su habitación no se dio cuenta de que estaba herida. Se palpó de arriba abajo: no, no había sangre. No era una herida de sangre. Sin embargo, algo se estaba desmoronando en su interior; una membrana, un tabique, tal vez un muro.

Se acercó a la ventana. Afuera caía una nieve densísima, se depositaba en las murallas del recinto, en los huecos del adarve, taponaba las cañoneras y se iba acumulando en los refosetes. ¿Nevando en junio? Hacía tiempo que no caía así, y lo peor es que la nieve se colaba dentro. Mi culpa, se dijo recorriendo los muros con los ojos, nada más que mi culpa. Ya lo dijo aquel moro que vino a hablarme del arzobispo. Por haber permitido todos estos huecos, por haber abierto inútiles vanos, por haber arrancado las rejas para dejar al descubierto mi corazón. Ahora tengo luz y comodidad, sí, pero ¿y qué?

Estuvo tumbada todo el día, aturdida, escuchando el susurro de la nieve, ¿cómo era posible que también nevara dentro de su habitación? Y por la noche le llegó otra noticia desconcertante.

Una comitiva de monjas de las Huelgas se acercó a la corte para informarla de un suceso preocupante que estaba teniendo lugar en el monasterio. Durante varias noches habían oído ruidos extraños en el coro de la iglesia, trajín, golpes, martillazos, carrera de ratones o tal vez el susurro de tierra removida con azadón. Y una mañana, una de las monjas comenzó a decir que el demonio las visitaba. Nadie le hizo mucho caso, pero por la tarde se puso repentinamente a dar golpes, a romper imágenes y a hacer muecas como si estuviese loca. Unas horas más tarde, mientras almorzaban, el mismo mal comenzó a manifestarse en otras monjas. Querían echarse escalera abajo y se les quedaban los cuerpos tan pesados que entre muchas no podían mover a una sola, o tan ligeros que parecían volar.

El caso es que habían dejado de rezar, y si no se dirimía el asunto de los ruidos en el coro de la iglesia, nadie aseguraba que la plaga de langostas pudiera seguir estando controlada.

—Hemos venido para advertíroslo, mi señora.

—Y la nueva abadesa, ¿qué tiene que decir a todo esto? —contestó doña Berenguela.

Entonces las monjas bajaron la cabeza y quedaron mudas.

—Ella nunca fue partidaria de las plegarias —se le escapó a una de ellas—, dice que hay que «observar» el comportamiento de la langosta, aprender cómo actúa y, a partir de ahí, ponerse a trabajar. Dice que rezar es necesario, pero no «suficiente» para erradicar la plaga. Pero nosotras no pensamos de ese modo. Nosotras pensamos que si la fe puede mover montañas y cosas parecidas, también puede mover plagas. —Levantó hacia su interlocutora sus ojos negros—. Doña Inés no sabe que estamos aquí. En realidad, no sabe nada de nosotras... —Luego se quedó mirándola fijamente y añadió—: Pero ¿qué os ocurre, que tenéis tan mala cara?

Doña Berenguela estuvo toda la noche sin pegar ojo. Primero la humillación de su nieto y ahora eso: monjas poseídas, demonios, excavaciones en el coro y luchas intestinas en la abadía. Nada más rayar el alba, se levantó y fue hasta la ventana. La nieve cubría enteramente el adarve oriental y los almenajes, y se precipitaba con crujidos pequeños desde los aleros cubriéndolo todo de una gran soledad. Salió de su habitación y se arrastró hasta las estancias de don Alfonso. Los corredores, el tabuco ventanero, la sala también estaba cubierta de un manto blanco como un enorme vacío. De pronto, se cruzó con la figura de doña Mayor, quien, al verla, escapó huyendo por el pasillo. La reina madre la llamó.

—¡Esperad! —le dijo—. Sólo quiero hablar con vos.

La joven se detuvo en seco y se giró lentamente.

—¿Hablar conmigo? —dijo—. ¿Os preocupa que vuestro nieto quiera casarse, no es así?

Doña Berenguela quedó en silencio durante unos instantes, pasándose la punta de la lengua por los labios agrietados. Después se retorció las manos sudorosas. Se diría que iba a exponer un largo parlamento, pero sólo dijo:

—No.

Doña Mayor le miraba expectante.

—Yo... —comenzó la reina madre—. Yo quiero saber...

—¿Sí...?

—A vos... —Doña Berenguela tragó saliva para proseguir. Los brazos le pendían, fofos, a lo largo del cuerpo. Allí en medio del pasillo, a contraluz, parecía más joven de lo que era, pero su inmovilidad y su mutismo le daban la apariencia de un espantapájaros. Su respiración se había tornado difícil y anhelante—. ¿A vos alguien os enseñó a amar?

—No entiendo —dijo ella.

—Os he visto ahí dentro... Sois joven, ¿a vos alguien os explicó cómo..., cómo se acaricia a un hombre?

Doña Mayor no daba crédito a sus oídos.

—Cómo se le susurra al oído, cómo se le hace sentir feliz. Os lo explicó alguien o es algo que nace de dentro...

La ricahembra prorrumpió en una larga carcajada.

—Estáis más loca de lo que creía —dijo, y desapareció riendo por el pasillo.

En la corte le dijeron a doña Berenguela que el infante había partido hacia Toledo, lugar desde el cual estaba preparando, por encomienda de su padre, una nueva expedición contra Andalucía. ¿Con este temporal?, dijo ella. Pero mandó ensillar su palafrén y lo puso a cabalgar con dirección a Toledo.

Llegó extenuada. Apenas había probado bocado en dos días y sólo había pegado breves cabezadas sobre el caballo. Además, no había parado de nevar. Entró en la fortaleza, pasó por delante de las huestes concentradas en el patio de armas y fue a buscar a su nieto. Subió la escalinata apoyándose en la barandilla, resollante. Seguía nevando. Nevaba en el interior de su cabeza.

Pero don Alfonso estaba reunido con unos caballeros (caballeros moros venidos de Murcia, eso fue lo que le dijeron en la puerta) en una de las salas del castillo. Las doncellas, que tenían órdenes estrictas de que nadie interrumpiera la importante reunión, hicieron barrera para impedirle el paso.

Hacía unos días, el reyezuelo taifa de Murcia, Ibn Hud —aquel que viajaba siempre con una camella para tener leche fresca—, temeroso de ser absorbido por el rey nazarí de Granada, había expresado su deseo de acogerse al protectorado de los reinos de Castilla y León. Así que, sabedores de que el infante Alfonso se encontraría allí preparando a su hueste, ese día había enviado a Toledo a su hijo Ahmed, junto con una delegación. Querían hacerle llegar al príncipe su propósito de declararse, si fuera necesario, nada menos que vasallos del monarca Fernando III.

En un momento de descuido, doña Berenguela irrumpió en la estancia. Tambaleándose por el cansancio y el frío, se arrastro hasta el centro. Ignorando a todos los que allí estaban, le dijo a su nieto con la voz temblorosa:

—Yo sólo estaba allí para deciros que tenemos otra carta de Noruega.

En ese momento hablaba Ahmed, que al oír esto, interrumpió su discurso de inmediato. Sobrevino un silencio gélido. Pero el infante, espantado ya de las vehemencias de su abuela, le animó a que prosiguiera con un gesto de la mano.

—Muchos de los arráeces de las villas principales se hallan en conflicto con mi padre —siguió explicando—, y no hay manera de controlarlos. Por ello quiere explorar la manera de....

—Una carta importantísima en la que el arzobispo... —Volvió a oírse su voz—. Yo sólo estaba allí para eso.

Doña Berenguela estaba cada vez más pálida. Entumecida por el frío y el cansancio, goteando por la nariz, viraba los ojos lacrimosos y abría y cerraba la boca como si no encontrara las palabras. El infante la tomó de un brazo y la llevó a una esquina.

—¿Qué ocurre, abuela? —le susurró—. ¿Para qué habéis venido hasta aquí?

La abuela rebuscó en su pecho y sacó la carta. Haciendo esfuerzos por esbozar una sonrisa, jadeó:

—Sigue buscando a doña Constanza en Bergen y para ello se ha instalado en una casa junto al Holmen. El rey Haakon ha pedido al Papa que bendiga la monarquía, y mientras espera noticias, todo está preparado en la Iglesia de Cristo Rey para su coronación. También ella, la princesa, estará allí... Por lo visto es una niña preciosa, y tiene... Tenéis que amarla con toda vuestra alma; el que ama al prójimo obtendrá la salvación eterna.

—¿De qué me habláis, abuela? —le interrumpió don Alfonso.

El moro Ahmed carraspeó al otro lado de la habitación.

—Yo sólo estaba detrás de la pared para deciros todo esto...; no espiaba nada. Una mujer como yo nunca se dedicaría a espiar.

—Lo comprendo, nadie ha dicho que espiarais nada, pero ahora tenéis que salir —contestó el infante asiéndola de un brazo y arrastrándola hasta la puerta—; la conquista de Murcia y su región dependen de esta reunión. Luego hablamos de Noruega...

La llevó hasta la puerta, la dejó en manos de unas criadas y volvió a la sala para seguir con su entrevista.

—Mi padre os ofrece la ciudad de Murcia y todos los castillos que hay desde Alicante hasta Lorca y hasta Chinchilla —dijo el moro Ahmed.

—¿Y las rentas del emirato? —quiso saber don Alfonso En ese momento, entró una doncella diciendo que la reina no se encontraba bien y que había pedido que la tumbasen.

—Pues que la tumben —resopló el infante.

—También las rentas del emirato —prosiguió el otro—. Además, mi padre ha prometido daros permiso para mantener en todas las fortalezas una guarnición militar cristiana y el nombramiento de un..., ¿cómo lo llamáis?, ¿merino mayor?, para todo el territorio.

Volvió a entrar la doncella.

—¿Qué queréis ahora? —dijo el infante, que ya empezaba a sentirse molesto con tanta interrupción.

—Es vuestra abuela, señor. Se queja de un peso en la cabeza. Dice que ha contraído el mal de las alturas y que lo ve todo blanco.

El infante salió como un rayo y se dirigió a la habitación en donde habían instalado a su abuela. La encontró tendida sobre el lecho, los ojos duros, farfullando palabras incomprensibles.

—¡Abuela! —exclamó—. ¡Perdonadme! ¡Con todo este asunto de la embajada murciana no me he dado cuenta de que...!

—¡Cerrad las puertas! —gritó doña Berenguela agitando la carta en el aire—. ¡La nieve nos invade...!

El infante Alfonso le posó una mano en la frente ceñuda. Estaba ardiendo.

—No nieva, abuela. Y las puertas están cerradas...

Quedaron en silencio. Don Alfonso mandó recado a la sala de que cancelasen la reunión y el médico llegó enseguida. Después de explorarla minuciosamente, le dijo al nieto que la nieve en los ojos era señal de que iba a perder la vista.

En pocas horas, fueron apareciendo familiares, criadas, gentes, el confesor. Incluso se envió recado a don Fernando, porque el médico aseguraba que no saldría de ésa.

Pero ella se fue calmando, dejó de gritar y, aferrada a la carta de Noruega, se quedó dormida. En la habitación se había formado tal algarabía que don Alfonso tuvo que hacer salir de allí a todos. Cuando se quedaron solos, intentó arrancarle la carta para leer su contenido, pero fue imposible. Entonces, medio sollozando, le dijo que no podía irse ahora, no, ahora que él también había comprendido lo importante que era la espera; ahora que don Rodrigo había estrechado lazos con la monarquía noruega, ahora que su sueño imperial estaba a punto de hacerse realidad...

Pero la abuela seguía dormida.

—Ahora que la monarquía iba a ser bendecida por el Papa —prosiguió el infante repitiendo las palabras que había oído poco antes— y que Haakon iba a ser coronado.

Doña Berenguela rebulló un poco.

—Ahora que la niña...

—¡Ya es casi una mujer! —Era doña Berenguela que, tras oír la palabra «niña», había conseguido despegar un párpado.

—Sí —dijo el infante, esperanzado—, casi una mujer. La hija del rey. Una princesa.

Poco a poco, fue volviendo el color a las mejillas de la reina madre. Su respiración se sosegó, relajó la frente y hasta sonrió un poco. Se inclinó hacia delante, extendió la carta arrugada y, con toda la vida asomándole por los ojos, otra vez vivos y habladores, cacareó:

—Yo sólo estaba ahí para que supierais eso... Que la niña es casi una mujer.