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Valladolid, 1237-1239

En vista de que nadie rebullía para traerle la leche de camella, el infante Alfonso salió corriendo por el pasadizo, bajó las escaleras a toda velocidad, atravesó el patio de armas, cruzó el puente y salió con dirección a la villa.

Después de caminar unos veinte minutos, llegó al centro de Valladolid. Estaba muy alterado por todo lo que acababa de vivir: el rostro moribundo de su madre, aquella extraña solicitud, el beso de su abuela, sobre todo eso, el beso, que todavía sentía en la mejilla, duro como un picotazo de tábano. Siguiendo a la gente, tras caminar unos veinte o treinta minutos, se encontró con la plaza en donde su padre Fernando III había sido aclamado rey. Era cuadrada con suelo empedrado y soportales de madera bajo los cuales había unos cuantos carros y carretas tirados por mulas. Como todos los martes, era día de feria y comenzó a pulular entre los puestos. Nadie podía imaginar que aquel muchacho despistado era el príncipe de Castilla y León.

El mercado era espectacular. Había herreros, pelliteros, cuchilleros, sastres, zapateros. Aquí una mujer vendía tejidos almorávides de brocado de oro con efecto de panal, fabricados en Almería al estilo de Bagdad, paños de lana, lino, cáñamo y calzas de lana; allá un hombre tenía expuestos en hilera objetos de distinta índole como coronas, bordones, bustos, relicarios, custodias y hasta bacines. Tampoco faltaban los comestibles de toda índole: grandes cestos con nabos, repollos recubiertos de crujientes capas de escarcha, manzanas agrias, chorizos y morcillas de Burgos. En lo que a animales de granja respecta, había pollos, conejos en jaulas y una cabra lechera que dormía en paz.

Incluso había un puesto con joyas y el infante Alfonso se paró a contemplarlas. Le llamó la atención un hombre, tal vez un buhonero que, echando vistazos a un lado y a otro, comenzó a sacar de las alforjas de su burra objetos relumbrantes, gruesos anillos o una cruz de plata decorada con perlas y piedras sobrepuestas. No pudo ver su rostro, pues estaba medio escondido tras una capucha, aunque sí le llamó la atención la sortija de su mano. Se quedó mirándola un rato, mientras el encapuchado discutía con el tendero sobre el valor económico de lo que le estaba ofreciendo, según él, muy superior a lo que el otro pretendía pagarle.

El infante Alfonso siguió su recorrido. Buscaba un puesto en donde vendieran leche de camella para sanar a su madre enferma, que no encontró por ninguna parte. Por fin, casi dos horas después, volvió al castillo.

Su madre había muerto.

Una vez más, como había ocurrido tras la muerte de sus padres y de su hermano Enrique, el cortejo funerario presidido por doña Berenguela recorrió la planicie castellana hasta el monasterio de las Huelgas. Detrás del féretro color carmesí, de los trompeteros y de un séquito de familiares, diáconos, prelados, canónigos, servidores, oficiales y escuderos, iban las mujeres contratadas para llorar. Aullaban, hacían contorsiones y se arañaban el rostro de un modo tan salvaje que parecía que sus cuerpos se iban a resquebrajar.

En medio de todos ellos, cabalgando a asentadillas, doña Berenguela era una pura roca.

Doña Beatriz fue enterrada junto al rey don Enrique, «el de la teja», en el coro de las monjas del monasterio de las Huelgas; y justo cuando se sellaba la losa, una curiosa imagen acudió a la mente del infante Alfonso; algo que, aparentemente, nada tenía que ver ni con su madre ni con el momento del entierro: una mano ensortijada. Junto a esa mano asfixiada por los anillos, casi azul, de dedos largos y finos que sacaban joyas de las alforjas de una burra en la plaza Mayor de Valladolid, surgió otro pensamiento: ¿no era ésa la mano de aquel don Rodrigo Jiménez, con quien su abuela se había entrevistado en Celada del Camino, unos días antes de partir para la corte? Inmediatamente rechazó el pensamiento. No. El arzobispo de Toledo está en Noruega. Hace unos días, mi abuela me enseñó una carta que había enviado desde allí.

Cuando terminó el sepelio, la nueva abadesa, una mujer joven y elegante, con un talante muy distinto al de la anterior, doña Sancha, se acercó a dar el pésame a doña Berenguela. Le dijo que era consciente del dolor y la tristeza que debía suponerle una muerte más, primero dos de sus hijitos, luego sus respetables padres, don Alfonso VIII y doña Leonor; por último, su hermano Enrique, con tan sólo tres...

—Ya... —la cortó doña Berenguela.

Estaba harta de todo aquel sentimentalismo y blandas palabras que despertaban los muertos. Harta, y sobre todo abochornada por su propia «blandura» hacia el infante, la demostrada el día anterior. Todo este tiempo luchando por encauzar al chico, por sacarle del limo dulce y pegajoso de la nefasta infancia que le había proporcionado la nodriza, y ahora era ella quien sucumbía a la sensibilidad.

Incluso había llegado a pensar que esa sensibilidad tenía que ver con el comienzo de la senectud, lo que le molestaba más aún.

La religiosa quedó un rato en silencio. Luego dijo:

—Yo... quería hablaros de una cosa...

La reina madre enarcó una ceja.

—Sé que no es el mejor momento, pero... quería hablaros de la plaga de langostas.

—¿Sí?

—Bueno, como sabéis, acabo de ser nombrada abadesa y..., como nueva abadesa, tengo mis propias ideas. —Carraspeó un poco—. Veréis, es que yo no creo que las oraciones sean suficientes. Es más, creo que, en este caso, no sirven de nada. Creo que, por mucho que nuestras monjas recen, la plaga volverá. ¿No os habéis percatado de que siempre ocurre igual; las nubes de langosta surgen de la nada y luego, tras arrasar la zona, se desvanecen sin que sea posible encontrar un solo ejemplar hasta el siguiente resurgimiento?

—Gracias a los rezos.

—¡No! —gritó la abadesa sin poder controlar su excitación—. ¿No os habéis parado nunca a observar la langosta! ¿No os habéis percatado de que las que están siempre solas son de color verde, mientras que las que son gregarias son de color amarillo?

—¡Qué bonito...!

—No es sólo bonito, es un hecho científico. Lo que estoy tratando de explicaros es que deberíamos observar más de cerca el comportamiento de la langosta para tratar de controlar la plaga. ¿De qué nos sirven estas monjas ayunadoras que maceran sus cuerpos con el cilicio y que se imponen la oración de madrugada, eh? ¿De qué nos sirven estas prácticas absurdas? Hay otras muchas cosas que podrían hacerse. Los niños de las aldeas se mueren de hambre desde que las monjas dejaron de llevarles la leche y el pan que producimos y... —miró hacia su interlocutora, que seguía impertérrita— yo....

Doña Berenguela la escrutó de arriba abajo.

—¿Acaso no confiáis en la misericordia divina? —preguntó.

—¡Por supuesto que sí! Pero..., en este caso, creo también que deberíamos confiar en la ciencia.

—¿Ciencia? —le increpó la reina madre despreciándola con la mirada—. Llegáis con vuestra juventud, con vuestros ideales..., ¿sabéis cuánto tiempo llevamos luchando contra esta plaga?

—Creo que mucho tiempo...

—La eternidad —sentenció doña Berenguela—. Así que no me deis lecciones de cómo debo atajar el problema.

Unos meses después de la muerte de la alemana, mientras doña Berenguela enrollaba un ovillo de lana a la luz de la ventana, entró una doncella a limpiar. Le dijo que en la corte se murmuraba que don Fernando acababa de entrar en Córdoba, que la ciudad se veía impotente para soportar el asedio y que se habían iniciado tratos para la rendición.

—Por lo visto —prosiguió la doncella mientras pasaba un paño por la mesa—, los cordobeses dejaron sus casas llorando; y lo más gracioso de todo, mi señora, es que fue uno de ellos, ¡un moro! quien los traicionó colocando escalas en el muro.

Una sonrisa maliciosa se insinuó en los labios de la reina. Antes de salir, la doncella le pidió permiso para tirar las cunas de los hijos de doña Beatriz. Ocupan mucho espacio y como las muertas ya no paren..., se atrevió a decir la muy insolente.

—Las cunas no se tiran —contestó doña Berenguela, que fijó la vista en el paisaje y añadió—: pronto volverán a ser mecidas.

—¿Acaso va a volver a casarse nuestro rey? Dicen que pretendientas no le faltan...

Pero doña Berenguela escudriñaba el paisaje con atención.

—Nieva... —murmuraba para sí.

—No nieva —dijo la doncella un poco extrañada, y salió.

Dos años duró la viudedad de Fernando III. Años que gastó el rey en concluir la campaña de Córdoba, en transformar la mezquita en catedral, en una peligrosa enfermedad y en mucho trato con mujeres. Porque a la doncella no le había faltado razón. En cuestión de sexo, todo le valía al rey viudo: la fregona barriguda, la noble remilgada y mojigata, la cocinera caballuna que emergía de los vapores de la cocina con un puñado de plumas en la mano; él no sabía hacer distingos. Si la necesidad de mujer apretaba, se plantaba por detrás, les echaba la falda sobre los hombros y chas, chas, chas, no os quejéis, que soy el rey. No, no nos quejamos.

Así que antes de que la cosa fuera a mayores, doña Berenguela trazó su plan para volver a casarlo. Esta vez no era la descendencia lo que le preocupaba, sino esa actividad en abusos y deleites de la que todo el mundo en la corte hablaba ya. Para ello pidió consejo a su hermana doña Blanca, a la sazón reina de Francia, que conocía a la perfección los entresijos de la política europea. Entre las dos eligieron a una joven francesa perteneciente a una familia noble; y fue así como Fernando III desposó a doña Juana, heredera del condado de Ponthieu, próximo a Inglaterra, en una boda de pompa escasa celebrada en la catedral de Burgos.

Y este apaño matrimonial fue el último acto operativo de doña Berenguela: con la salud resentida (cojeaba más que nunca, le crujían los huesos y, al atardecer, sentía punzadas venenosas en el pecho), se había ido hundiendo cada vez más en las zarzas de su sueño imperial. Desde ese momento cayó en una especie de inhibición que la convirtió en la sombra andante del infante. No le perdía de vista en todo el día, aunque ello supusiera tener que arrastrarse con la lengua fuera para seguirle por los pasillos, encaramarse a un adarve para verle cabalgar a la distancia o pasar las noches en vela.

Un día el infante se dio cuenta de que ese fuego de las vísceras que sentía junto a doña Mayor, metidos en un cuarto y hablando de los nidos de las golondrinas sin que nada ocurriese tenía que acabarse. Decidió hablar con ella. Pensando que podría enfadarse, incluso negarse a volver a tratar con él, ensayó durante varios días la manera de pedirle relaciones. Cuando la tuvo delante fue mucho más fácil de lo que había imaginado. La ricahembra sacó su lado de puta y accedió a pasarse por su habitación a eso de la medianoche. Pero desde la hora de cenar la perra vieja de doña Berenguela ya andaba acechando por los pasillos. Meneaba la cabeza, retorcía un pañuelo entre las manos y fruncía los labios murmurando: Oh, no, no... En un momento de descuido, doña Mayor entró en la cámara del infante y le dijo: Vuestra abuela está afuera; la cosa tendrá que ser rápida, de pie. A continuación, sin esperar la respuesta del infante, se levantó la saya, se bajó las calzas y cerró los ojos. Era la primera vez que el infante tenía relaciones con una mujer y aunque siempre había pensado que el macho cubría a la hembra, como los marranos o los toros de Celada, aquella verticalidad le agradó.

Pero a medida que las relaciones se convirtieron en rutina y que la reina madre se dio por enterada, al joven infante se le presentó un dilema difícil de resolver. Por un lado, a pesar de todas las acechanzas, seguía sintiendo admiración y respeto por su abuela; por otro, era joven, estaba enamorado y no quería perder a doña Mayor. Llegó incluso a hablar con su abuela para pedirle encarecidamente que dejara de espiarlos.

—¿Espiar? ¿Yo? —rebuznó doña Berenguela llevándose una palma al pecho—. ¿Creéis que una reina como yo tiene tiempo para dedicarse a espiar?

«No sólo tenéis tiempo, sino que no os dedicáis a otra cosa», pensó don Alfonso, pero no lo dijo.

En su lugar, acabó encontrando la manera de zafarse de doña Berenguela, al menos durante el rato íntimo en que yacía con su amante en el lecho.

Se encontraban en la habitación del infante y, una vez más, como había hecho años atrás, doña Berenguela se había ocupado de hacer un agujerito en la pared de la sala contigua con vistas al lecho. Tanto don Alfonso como doña Mayor eran conscientes de la existencia de este agujero y de los fisgoneos de la abuela; pero un día, harto ya, el infante dio órdenes de dar martillazos alrededor de éste hasta conseguir que el yeso se resquebrajara sin llegar a caer. Por la noche, cuando se encontraban en el momento más íntimo, el infante susurró algo al oído de doña Mayor. Entonces se levantó como un rayo, cogió el palo de una escoba y así, desnudo, con el miembro todavía erecto y ardiente de deseo, comenzó a dar golpes en el yeso.

En pocos segundos, se derrumbó parte de la pared, lo que dejó a la intemperie toda la habitación contigua y, cómo no, a la fisgona.