21

Corte de Valladolid, 1236

—No hay pájaros ni gallinas, y mucho menos murciélagos. Al oír la voz de su madre, don Alfonso se incorporó sobre la cama bruscamente. Doña Beatriz le asió de un brazo y le pidió que se tranquilizara, que no tuviera miedo, que allí no había ningún animal. Lo único que tenéis, le explicó poniéndole un paño húmedo sobre la sien, es un romadizo acompañado de una xaqueca. Por eso habéis dormido tanto. Las dueñas me dijeron que no parabais de estornudar en sueños. Pero ahora lo arreglamos, ya he hecho llamar al físico de la corte. Entonces posó la mirada en la ventana, mientras observaba las acrobacias de las golondrinas en el cielo, y añadió:

—No es nada nuevo en esta familia...

Por miedo a que se riera de él, el infante Alfonso nunca se atrevió a comentar el sueño. Pero desde entonces, volvían los dolores de cabeza, y se sentía cada vez más inseguro y atemorizado. Su personalidad comenzaba a desdoblarse. Por un lado, los diez años en compañía de la nodriza habían hecho de él un muchacho afectuoso, tierno, extrovertido; de otro, en su relación con su abuela, era arisco, silencioso, opaco. Estas corrientes que ahora conectaban, acabarían fundiéndose en su espíritu dando lugar a un extraño híbrido, pero ahora eso él no lo entendía. En todo caso, ya no era el niño inocente recién llegado de la aldea que todo lo cree, pero ¿y si fuera verdad que ahora era él quién tenía los murciélagos en la cabeza?

Sabía por experiencia que era mejor no fiarse de las palabras de su abuela, pero algo había ocurrido aquella noche, no se sentía el mismo y necesitaba que su madre le sacase de dudas. Por eso, aunque ésta seguía muy enferma, un día decidió ir a verla a su lecho para contarle el sueño (y sus dudas sobre si lo era o no), lo ocurrido con la bruja, su abuela estornudando y los murciélagos saliéndole por la nariz y entrándole a él por los ojos, sus jaquecas desde entonces.

Doña Beatriz le tomó una mano y le tranquilizó. Nunca se había atrevido a decírselo por no desencantarle, pero por fin había llegado el momento: su abuela estaba mal de la cabeza. Había sufrido mucho cuando era una niña y desde entonces soñaba con lejanos imperios y con bellísimas princesas del norte, por eso me hizo venir a mí, para casarme con vuestro padre, y por eso hará venir a la siguiente para casarse con vos.

—Es la última vez —dijo— que vais con la abuela a casa de esa hechicera.

—Pero, entonces, —quiso saber don Alfonso—, ¿nunca tuvo murciélagos en los ojos?

Doña Beatriz sonrió.

—¿Acaso se los habéis visto vos?

—En los ojos no, pero...

—¡No seáis ignorante! Nadie tiene murciélagos en la cabeza.

—¿Y por qué tengo yo ahora estas jaquecas?

—Porque, las jaquecas, como todo en esta vida, se heredan. —Le miró atentamente—. ¿Queréis saber lo que de verdad tiene vuestra abuela en la cabeza?

El chico asintió.

—Lo que tiene vuestra abuela es una obsesión.

—¿Una obsesión?

—Una maldita obsesión. Y eso es lo que intenta dejaros como herencia. Está en vuestra mano que no lo haga, así que dejad de pensar en murciélagos y cosas por el estilo.

Durante un tiempo, la fuerza de la costumbre o la rutina siguieron arrastrando al infante hasta el tabuco ventanero a contemplar el horizonte con su abuela, pero desde que tuvo esa conversación con su madre, se sentía inquieto e irascible. Caminaba por los corredores del castillo retorciéndose las manos, constantemente imprecaba a los criados, les arrojaba la comida al suelo cuando no era de su gusto, se apoyaba en la ventana con las sienes entre los puños.

En realidad, doña Berenguela no se dio cuenta de la transformación hasta un tiempo después, precisamente aquella tarde de noviembre de 1240 en que, ofuscada por la emoción, entró en la sala capitular del castillo agitando en el aire la primera carta del arzobispo de Toledo. La tarde en que, por primera vez, el infante acabó perdiendo los modales con ella y se rebeló como un poseso, como una rata acorralada que lanza dentelladas al aire, harta de haber sido acosada durante años.

Para satisfacción de doña Berenguela, en esta primera carta, don Rodrigo no se limitaba a hablar de doña Constanza. Hablaba de los carámbanos y del sol de medianoche, del frío cortante como el filo de una espada, de la cálida acogida de la gente noruega y de la recién instaurada monarquía. Y a decir verdad, lo que más le importaba a doña Berenguela no era la hermana de la monja (¡que carajos!), ni el sol de medianoche ni el hielo que muerde las flores, sino precisamente eso, la recién instaurada monarquía noruega y el nacimiento de un nuevo vástago; y eso es lo que ansiaba compartir con su nieto cuando irrumpió en la sala capitular con la carta en la mano.

Ese día el rey don Fernando se reunía en la corte con un ricohombre andaluz y pidió a su hijo que estuviera presente en la entrevista. La Reconquista avanzaba por el sur, las tropas del rey ya se habían acercado a la campiña de Córdoba, donde se conquistó el castillo de Iznatoraf y el de Santesteban, y en aquella época que se avecinaba, de repartimientos de tierras entre los nuevos pobladores cristianos, de fundación de consejos y concesión de fueros, le explicó, necesito, para gobernar más eficazmente Andalucía, un subalterno en el que delegar funciones gubernativas y judiciales. Don Guillén Pérez de Guzmán, hombre de gran influencia y grueso propietario de tierras, era el más indicado.

El ricohombre llegó a la corte acompañado de su esposa y de su hija. Y mientras el rey comentaba con el matrimonio que sabía de buena tinta que los moros del antiguo califato de Córdoba estaban enfrentados a sus príncipes y dispuestos a entregarse a unos caballeros cristianos, el infante Alfonso se encargó de entretener a la hija. Se llamaba doña Mayor y era una joven hermosa que revelaba en su rostro modales de buena runa. Vestía un traje muy ajustado, sin mangas, con sisas en ángulo, tan grandes que descubrían parte de los hombros y los pechos, que eran abundantes y lozanos. Su gesto risueño invitaba a desnudarla, y don Alfonso, acostumbrado a mozuelas y arrapiezas de aldea, pensó que era la criatura más bella que había visto en su vida.

Durante la primera parte de la entrevista bebieron vino dulce, hablaron solos y rieron de buen grado. Al joven, ansioso de afecto, le gustaba la compañía y le hacía olvidar que, en esos días, su madre había empeorado considerablemente. Hasta que irrumpió doña Berenguela en la sala. Entró dando grandes zancadas y, situándose en la esquina opuesta a donde estaba el infante, comenzó a hacer señas y a agitar en el aire la carta de don Rodrigo Jiménez de Rada.

Pero en ese momento, don Alfonso no quería saber nada ni de ella ni de la carta ni de sus vehemencias de vieja, así que siguió conversando con la ricahembra. Entonces, un tanto fastidiada por esta indiferencia, la abuela levantó los ojos hacia la compañía del joven, ¿quién era ésa y qué hacía allí conversando con su nieto? La escrutó durante un largo rato en silencio. Ante esa mirada torva, doña Mayor comenzó a encogerse sobre sí misma, se sintió cohibida y acabó por enmudecer. Miraba al infante y a doña Berenguela alternativamente, ésta sentada en una esquina con las manos entrelazadas, haciendo círculos con los pulgares en el aire; el infante con gesto de desesperación.

Cuando la visita se terminó, el joven fue a hablar con la abuela, que ahora estaba apoltronada en una silla, pasando el dedo una y otra vez por una línea de la carta para desgranar las palabras en sílabas, «re-yes hi-ja». Don Alfonso, indignado, harto de ese y todos los fisgoneos del que era víctima últimamente, comenzó a gritar.

—¡Es que no puedo hablar con nadie sin que vos estéis presente! ¿Qué queréis ahora?

—Aquí pone que los reyes noruegos han tenido una hija —dijo doña Berenguela extendiéndole la carta.

—¡Esa mujer me interesa y, además, no sé de qué me habláis ni me importa! ¡Noruega no existe más que en vuestra cabeza!

La abuela le escrutó con una sonrisa tierna. Era la primera vez que le veía furioso y se limitó a guardarse la carta en el escote. Al rato dijo:

—Mañana lo entenderéis mejor.

Pero este comentario enfureció aún más al chiquillo, que acabó por perder los modales. Enrojeció, fue a su encuentro y comenzó a lanzarle cosas, una silla, un candelabro que ella iba esquivando con un ligero movimiento del hombro izquierdo.

Cuando por fin se calmó, los ojos del infante se anegaron de lágrimas y rompió a llorar.

Al día siguiente, la abuela volvió a sacarle de la cama, esta vez para llevarle a la feria de ganado que tenía lugar todos los jueves en la plaza mayor de un pueblo cercano. A don Alfonso le extrañó que le llevara a ese lugar tan poco apto para un príncipe, pero la curiosidad de cómo funcionaba la compraventa de ganado, de la que tanto se hablaba en la corte, pudo con él, y enseguida se decidió a acompañarla sin atreverse a preguntar nada más.

La plaza, adornada con vistosas colgaduras ya estaba atiborrada a primera hora de la mañana. A cada paso tropezaba uno con mujeres con cestas repletas de frutas, pan, quesos o cántaros con leche que utilizaban como moneda de cambio. Y en el centro mismo de la plaza, muy bien ordenado, estaba el ganado: vistosos cerdos rodeados de moscas que hozaban en la tierra, ovejas que balaban desconcertadas, hermosas yeguas con sus potrillos, caballos de brillantes crines, cabras que triscaban la hierba y vacas que rumiaban su idiotez con los ojos cerrados al sol. Un poco más allá, pero fuera del recinto de la plaza, como si no tuviera nada que ver con todo aquello, un descomunal toro negro con bozal y anillo de hierro en el hocico también esperaba para ser vendido.

Embozada en una capa oscura para que nadie la reconociera, en compañía de su nieto, doña Berenguela se abrió paso entre los animales hasta llegar a la ringlera de vacas. Cuando las tuvo todas delante, tomó aire y como esponjándose de felicidad ante el espectáculo, comenzó a decir: Veréis, hijo. Esta está demasiado delgada, no puede cumplir con su deber carnal; ésta babea mucho y puede llegar a enfermar; ésta otra tiene las patas torcidas, signo de debilidad en los huesos; ésta de aquí tiene las ubres demasiado maduras y jamás dará leche..., y cada vez estaba más exaltada, ésta no, ésta tal vez, ésta no encaja con los intereses...

Al infante le gustaba todo aquello, que tanto le recordaba al ambiente rural que había vivido en Celada del Camino, las conversaciones distendidas de los ganaderos, el olor a bosta, el bullicio de la gente. Hasta que, de pronto, oyó:

—Y vos, ¿cuál escogeríais?

Quedó un rato cavilando. Pero enseguida, alargó un brazo y, apuntando a una de las vacas, contestó:

—Ésta.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué ésa, y no ésta otra de allí? —quiso saber la abuela.

—Porque es más gorda.

—¿Y qué, es que os gustan las gordas?

—No.

—¿Y entonces?

—Porque es de mejor raza —dijo el chico orgulloso de estar seguro con su respuesta—. La gorda criará antes.

—Muy bien —dijo la abuela—. Vos lo habéis dicho: hay que escoger a la que sea de mejor raza.

Los meses posteriores a la visita de doña Mayor, don Alfonso se vio sometido a una ansiedad que casi le mata. Por un lado, su madre empeoraba y era consciente de que en cualquier momento moriría. Por otro, estaba doña Mayor, que finalmente se había instalado en la corte con sus padres y que resultó ser una mezcla explosiva de puta y mojigata. Y por último, sus propios hermanos, sobre todo el infante Enrique, que aunque era nueve años menor, había adquirido el hábito de fastidiarle cada vez que encontraba la oportunidad.

Durante varias semanas, para escapar del acoso de la abuela, el infante y doña Mayor estuvieron viéndose en una estancia alejada, que sólo se utilizaba para alojar a los obispos que hacían noche en el castillo. Allí, sobre un lecho de exquisito gusto, con cortinajes de seda de labores moriscas y cabezal de floxal, se tendía la ricahembra con medio cuerpo al descubierto, cruzaba las manos detrás de la cabeza y le pedía al infante que le contase cosas de su infancia de cabrero. Don Alfonso comenzaba a hablar entonces de los trigales de Celada del Camino, de la diarrea de las vacas, que había que espantar con cal viva, de los nidos de las golondrinas, de los huevos fritos compartidos con la nodriza, del cerdo reproductor que montaba a las guarras echando espuma por la boca. Poco a poco, el chico iba alzando la vista, pero cuando llegaba a los muslos de doña Mayor, ésta se incorporaba de golpe, se tapaba las piernas y decía: Yo no soy de «ésas», que os habéis pensado.

Una tarde en que el muchacho comentaba el Calila e Dimna con uno de sus maestros, entró su hermano Enrique para informarle de que se había encontrado a doña Mayor, y que ésta le había pedido que le dijese que tenían que adelantar su cita en la sala de los obispos. Como ya era la hora fijada, don Alfonso inventó una excusa para suspender sus lecciones y corrió al encuentro de su barragana. Durante dos horas y media esperó a que llegara hasta que finalmente se decidió a salir en busca de su hermano para ver si sabía algo más.

Pero cuando volvió a la zona habitada del castillo, empezó a ver que los cortesanos que encontraba a su paso le miraban con despecho y que nadie le dirigía la palabra. Cuando por fin preguntó al mayordomo mayor que dónde estaba la gente y por qué tenían todos esos rostros tan solemnes, éste le dijo que ya era hora de que fuera a la alcoba de su madre. Entonces el infante, que de pronto intuyó lo que podía estar pasando, salió como alma que lleva el diablo, pero antes de llegar a la esquina del pasillo, le interceptó su abuela.

—¿Adónde vais?

—A la cámara de mi madre.

Doña Berenguela le cogió por un brazo y le ciño contra sí.

—¿A la cámara de vuestra madre? —le susurró—. ¿Y por qué tenéis la respiración tan agitada?

—Estoy nervioso.

Ella acercó aún más su cara a la de él. Su brusca presencia, la peste a animal de corral que exhalaba su boca, su respiración agitada, agredieron su corazón ya herido.

—¿Nervioso? Vamos a hablar claro, hijo. ¿Quién es «ésa»? Cuando vuestra madre ha preguntado por vos, don Enrique nos ha explicado a todos que estabais ocupado con «algo más importante» en la sala de los Obispos.

—Se llama doña Mayor —dijo echando un vistazo a la puerta de la cámara de su madre, ante la que había mucha gente congregada.

—¿Y de quién es hija?

Pero don Alfonso, pendiente de lo que ocurría un poco más allá, no contestó.

—¡Que de quién es hija! —gritó la abuela.

—De un noble.

—¿Noble?

—¿Es que no sabéis que don Guillén Pérez de Guzmán trabaja para mi padre?

—Claro que lo sé. Y también sé que es un pobre muerto de hambre. —Volvió a acercar su rostro tembloroso al de su nieto y bajó el tono—: ¿Y qué haces con la hembra en la cámara de los Obispos?

—Hablamos.

—¿De qué?

—De la diarrea de las vacas y de los guarros de Celada. Pero ahora no es momento de explicaros más. Mi madre...

—¿Y qué más hacéis aparte de hablar?

—Reímos —contestó él con impaciencia. Entonces, apuntando a la habitación, añadió con un nudo en la garganta—: Mi madre se muere ahí dentro, otro día hablamos de esto, abuela.

Doña Berenguela se pasó la lengua por los labios resecos y se quedó un rato pensando. Mientras tanto, el infante se había desembarazado del brazo y se había ido escabullendo a lo largo de la pared. De pronto oyó:

—¡No os vayáis...! ¿De qué os reís ahí dentro?

—De muchas cosas.

—Muchas cosas, muchas cosas. ¿Y ella qué hace? Porque, aparte de boca para hablar y reír, tendrá manos y piernas.

—Ni me toca ni se deja tocar.

—¿No os toca? Con la boca también se puede tocar...

—Dice que quiere llegar virgen al matrimonio.

—¡Matrimonio! —rebuznó doña Berenguela—. No me digáis más. Tenéis una calentura. Una calentura que sólo se cura con baños de tina helada. Mirad, hoy, esa muchacha es bella, pero, dentro de veinte años, será un adefesio. Tendrá manchas en la piel, se le caerán los dientes, uno a uno, y tendrá todo el aspecto de una mojama. Eso si no se pone gorda, le sale chepa y se le dispara el culo.

—¡Callaos! —le interrumpió don Alfonso—. ¡Callaos ya! ¿No veis que no es el momento? Acabo de saber que mi madre se muere a tres pasos de aquí y vos me habláis de mojamas. Tiene razón ella, tenéis hielo en la sangre. Pero ¿cómo os iba a importar la muerte de mi madre si no llorasteis ni con la muerte de vuestros propios hijos? Sabréis mucho de estrategia política y matrimonial, pero no sabéis nada de los sentimientos humanos. Y lo que es peor, os importan un rábano.

De un empellón, consiguió liberarse de su abuela, que quedó inmóvil en medio del pasillo, turbada, jadeante. En la habitación dominaba la muda presencia de doña Beatriz, inmóvil, sobre la cama, y al entrar el infante, todos los rostros se giraron para lanzarle una mirada de reproche. Lo primero que vio el infante al entrar fue a sus hermanos rodeando la cama. Fadrique sujetaba la mano exangüe de la reina, y al otro lado, sollozando amargamente, estaban los otros tres: Fernando, Felipe y Enrique. Estaba también el médico y un sacerdote, así como otros familiares que entraban y salían.

—Ya se ha avisado al rey en tierras de al-Ándalus —le anunciaron.

Flotaba un silencio aterrador, sólo perturbado por el susurro del cura, que intentaba consolar a los más jóvenes; al oír su ronroneo funerario, el infante experimentó unos atropellados deseos de llorar. Tenía frente a él los mundos que había conocido: tumbado sobre el lecho yacía el mundo cálido y acogedor de su madre, que también había sido el de la nodriza; un poco más allá, en la puerta, estaba el mundo de su abuela, punzante, gélido y afilado como un cálamo.

Quedó paralizado. De la boca del clérigo, salían palabras incomprensibles (cielo, paz, rostro del Señor, misericordia divina) y no sabía si su deber era mirar hacia otro lado o, por el contrario, mirar fijamente el rostro de su madre sin dar muestras de inquietud ni de dolor. Porque estaba seguro de una cosa: podía aguantar el dolor que le producía ver a su madre tan enferma, pero no la vergüenza de llorar delante de su abuela.

Entonces, doña Beatriz le hizo un gesto para que acercara su rostro al de ella. Con un esfuerzo ímprobo, la reina acercó la boca al oído de su hijo: junto al río Tajo, en los páramos de Toledo, a... leguas de..., hay enterrados unos escarpines, le susurró. ¿Unos escarpines?, dijo el infante, confuso. Chis, la madre le hizo un gesto con la mano, no chilléis. Unos escarpines con la punta ligeramente curva, a modo de pico de ave. ¿Y por qué me habláis de eso ahora? Están ahí desde el día en que os parí, dijo la madre con un hilo de voz. Los escondí pensando que, en ese momento de debilidad mía, vuestra abuela podría hacerse con ellos. Me los entregó una mujer justo cuando llegué a la corte de Castilla, allá por el 1219. Dijo que pertenecían a vuestra bisabuela, doña Leonor Plantagenet. Son muy importantes. Buscadlos, traedlos y calzádmelos en mi entierro.

El infante quiso preguntar algo más acerca de esos escarpines, pero no pudo; en ese momento, ocurrió algo totalmente inesperado por todos: abriéndose paso a empellones entre la gente, doña Berenguela entró en la cámara y se acercó a él, se inclinó hacia delante, frunció los labios y con la boca dura, le propinó un beso. Le dijo: No sufráis; me tenéis a mí. Pero al infante, acostumbrado a la frialdad de su abuela, aquel picotazo de tábano no le gustó en absoluto. Salió por la puerta de la alcoba. Tenía una sola idea: ocupar el pensamiento, salir de allí, hacer lo que fuera para que doña Berenguela no se diera cuenta de que estaba sufriendo, porque si se quedaba dentro, empezaría a llorar.

En el pasillo se congregaba un buen número de morbosos pendientes de la enfermedad: dueñas, criadas, clérigos, damas de corte.

—Buscad a alguien que pueda proporcionarme leche de camella —les ordenó.

Entre tanto, doña Berenguela respiraba agitadamente en una esquina de la alcoba. Tampoco ella podía dar crédito a lo que acababa de ocurrir. ¿Qué había hecho? El beso había pasado por la mejilla de su nieto como un vendaval. Un vendaval que había arrasado con todo, su entereza, su autoridad, su dominio sobre las personas y las cosas. Con ese beso involuntario acababa de ceder a las pretensiones del nieto, perdiendo todo lo ganado hasta el momento; ya nunca podría seguir siendo la misma ante el infante.

Entonces, impulsada por la rabia y el despecho, se acercó al lecho de doña Beatriz.

—Hija de Dios —le dijo con retintín—, no tenéis nada que temer. El niño queda a buen recaudo. Ya encontré una vaca para él..., que me diga, una mujer.

Dos lucecitas vivas le miraban con espanto. Doña Beatriz era incapaz de articular palabra.

—Una mujer de buen linaje —aclaró su suegra dándole unas palmaditas en la mano.

Y al ver que la otra seguía perpleja y muda, y que empezaba a mover los ojos de un lado a otro en busca de auxilio, sentenció:

—Una vaca del norte, mujer. O, para ser exactos, una ternerilla, porque ahora, según tengo entendido, la niña que he encontrado, una hermosa princesa del norte, no tiene más que dos años.