Valladolid, en torno a 1235
—¿Qué es el Sacro Imperio romano germánico? —se le ocurrió preguntar un día al infante a uno de sus preceptores.
Todo el mundo le hablaba del «Imperio» con admiración enfermiza, los maestros, su madre, su abuela, sobre todo su abuela. En su mente de niño siempre había sido una inmensa mancha en el mapa sin sentido alguno, situada entre los reinos de Francia, Polonia y Hungría, una mancha que, sin embargo, levantaba las pasiones más encendidas, era causa de excomuniones y rivalidades lacerantes y —y esto era lo que más le impresionaba, a medida que se iba dando cuenta— que había convertido la vida de su abuela en una obsesión.
—Bueno... —dijo el preceptor que sin duda buscaba en su cabeza la manera de empezar a explicarle todo aquel tinglado—, vos sabéis que a lo largo de la historia, las relaciones entre los papas y los emperadores siempre han sido complejas...
—Malas —dijo el chico.
El preceptor comenzó explicando que el territorio que más problemas planteaba en estas relaciones era el de Italia, pues en él se habían establecido diversas comunas que estaban sujetas al emperador exclusivamente, y que se había abierto un enfrentamiento en esas tierras entre dos grupos.
—¿Habéis oído hablar de los güelfos y de los gibelinos? —le preguntó.
Gibelino era Federico II, su madre y todos los Staufen, eso lo sabía el infante, pero ¿cuál es la diferencia?
—Muy sencilla —siguió explicando el preceptor—, los güelfos son partidarios de los pontífices romanos; los gibelinos son defensores a ultranza de los emperadores germánicos.
Con estos dos conceptos claros, el preceptor siguió explicando que al frente del Imperio germánico, institución que había reavivado Carlomagno en el año 800 haciéndose coronar como emperador, estaba el primo carnal de su madre, Federico II Staufen, un personaje tan singular como vuestra abuela Berenguela, excomulgado por el Papa y que, por de pronto, había sumado a su condición de emperador a la de rey de Sicilia. Supongo que todos esperan que vos sigáis su ejemplo...
—Pero ¿por qué yo? —quiso saber él.
—Porque aunque en principio cualquier rey cristiano puede aspirar a la coronación, sólo los reyes germánicos la obtienen, por eso hablamos del «Sacro Imperio romano germánico».
—Pero yo no soy germano.
—¡Oh, sí! —le corrigió el preceptor—. ¡Claro que lo sois! Vuestra abuela se preocupó de que lo fuerais..., ¡vaya si lo hizo! La conexión directa con el Imperio romano germánico y la fuerza de su derecho a la corona imperial os viene de vuestra madre. Como heredera del ducado de Suabia, los descendientes de doña Beatriz, es decir, vos y vuestros hermanos, tenéis un derecho adquirido. El único inconveniente es que vuestra familia no cuenta con el apoyo de los papas...
El infante escuchaba anonadado. Por primera vez, alguien le explicaba las cosas con un poco de orden y cordura.
—¿Y Noruega? —aprovechó para preguntar—. He oído que el arzobispo de Toledo anda buscando a la hermana de una abadesa de las Huelgas ya fallecida, porque mi abuela les prometió a las monjas que lo haría.
—Sí —dijo el preceptor—, en realidad, según tengo entendido, es un trato; ellos buscan a la hermana de la abadesa; a cambio, las monjas rezan para que no resurja la plaga de langostas.
—Pero mi abuela se excita mucho cada vez que sale el tema de Noruega —añadió el infante—, ¿no tendrá ese reino que ver con todo este asunto del Imperio germánico?
Noruega. Ni siquiera el preceptor podía decirle gran cosa de ese reino lejano, salvo que era un pueblo de bárbaros, tribus encabezadas por reyes y jefes guerreros que se habían dedicado a saquear las tierras al oeste y al este de Escandinavia durante siglos. El resto había que imaginarlo. No a través de lo que contaba doña Berenguela, a la que le bailaba la noción de la geografía pensando que ese reino estaba a la vuelta de la esquina, con una ciudad portuaria, Bergen, que debía de ser parecida a Bilbao o Santander, sino más bien a través de lo que no contaba, de los suspiros y las vaguedades, de las emociones reprimidas, del silencio junto a la ventana.
—Bueno... —el preceptor alzó la vista hacia el frente—, Noruega puede interpretarse como una apertura del Imperio hacia el norte escandinavo, con el que las ciudades bálticas alemanas mantienen un estrecho contacto comercial, pero... —La reflexión quedó ahí, porque realmente el preceptor no sabía cómo seguir.
Poco después de que tuviera lugar esta conversación, una noche de luna llena y mucho frío, doña Berenguela irrumpió en la habitación del infante. Le gritó desde la puerta:
—¡Levantaos, llegó la hora!
El infante se incorporó y se quedó sentado, jadeante, sobre el lecho.
—Llegó la hora de ir —le repitió su abuela lanzándole las ropas a la cara—. ¡Vestíos!
—¿Ir adonde? —dijo él frotándose los párpados con los nudillos.
—¡Vestíos! —volvió a ordenarle ella.
Don Alfonso se quitó la camisa de dormir y se puso un toquete azul y un ropón carmesí sin mangas y cuello escotado. Se lavó con un poco de agua que quedaba en la palangana, se peinó apresuradamente y salió al pasillo en donde ya esperaba la impaciente doña Berenguela.
—¿Vamos hasta la línea del horizonte? —preguntó.
Pero la abuela ya trotaba escalera abajo y no le oyó. Los moradores del castillo dormían aún, y de puntillas, en silencio sepulcral, descendieron hasta el patio de armas y salieron por el portón principal. El frío horadaba los huesos, y durante más de media hora anduvieron campo a través hasta llegar a una zona de pinares. Doña Berenguela, embozada en una capa negra y lanzando nubes de vapor, zanqueaba por delante con un candil en la mano, esquivando conejos y matorrales sin decir ni una sola palabra ni preocuparse de si su nieto seguía detrás o no. A lo lejos, en la ciudad, las campanas empezaban a repicar y tenues columnas de humo brotaban sobre los tejados. Por fin llegaron a un calvero del bosque, en donde al infante le pareció avistar una casa destartalada de adobe, rodeada de extraños tenderetes y corrales.
—Es aquí —dijo la abuela casi sin resuello.
Llamó varias veces, pero nadie abrió; un poco más allá se desgañitaban los grillos, y las mariposas nocturnas giraban en círculos alrededor del candil. Doña Berenguela le propinó un puntapié a la puerta y entró.
—¡Soy yo! —gritó, y, esquivando a un par de gallinas que andaban picoteando por el suelo, se situó en medio de una estancia abarrotada de objetos—. ¡He venido con el niño!
Aterido, asustado, don Alfonso echó un vistazo a su alrededor. El ambiente estaba tan cargado que resultaba difícil respirar. A la luz del candil, le pareció distinguir una mesa pringosa sobre la que había pilas de ollas y restos de comida, así como extrañísimos objetos, imágenes de cera y piedras brillantes, aves decapitadas, manojos de hierbas, espejos y montones de piedras.
Como no hubo respuesta, la reina madre volvió a gritar:
—¡Soy yo, he venido con mi nieto! ¡Salid de una vez, puta!
De la húmeda penumbra de la casa pareció surgir algo parecido a un mugido bestial, pero nada se entendió. Doña Berenguela avanzó abriéndose paso entre unas cuantas gallinas y, tras situarse junto a una puerta, dijo:
—¡Salid de una vez, vieja bruja! ¡Sé que estáis ahí!
Volvió a oírse el mugido, y ahora una especie de barullo, un revolver abrupto de ramas o de pajas secas y luego unos pies arrastrándose por la piedra del suelo. Se oyó:
—Os dije que era pronto.
Al oír esta voz, un cacareo de mujer parecido al de las gallinas que por allí pululaban, el infante se asió fuertemente el brazo de su abuela.
—No me dijisteis que era pronto —dijo ella desembarazándose del niño—, me dijisteis que era joven, que no es lo mismo.
La casa volvió a sumirse en el silencio. Una gallina se enarcó sobre la mesa, ahuecó las plumas y estiró el pescuezo. Afuera, un viento gélido mecía las ramas de los pinos. Empezaba a clarear.
—¡Hace frío! —gritó la voz de dentro—. Volved más tarde. Estoy durmiendo.
—¡Salid, puta! Que os creéis, ¿qué he venido a ver a las gallinas?
De nuevo sobrevino el silencio y doña Berenguela comenzó a aporrear la puerta.
—Si no salís, entraré yo misma.
Entonces se abrió la puerta y apareció un engendro de mujer vestida con harapos. Dijo:
—Al menos son ponedoras. ¿Queréis comprar huevos?
Doña Berenguela echó un vistazo a su alrededor.
—¿Cómo van a poner huevos si no hay gallo? —replicó.
Mientras tanto, la mujer se acercaba al infante. Al ver aquel rostro picado de viruelas, con greñas sucias y pelos negros en las mejillas, don Alfonso reculó. Ella le clavó sus ojos pequeños y con el índice retorcido comenzó a recorrerle el cuerpo. Cuando llegó a la cabeza se entretuvo haciendo círculos con el dedo, enganchando el cabello y tirando de él (así que éste es nuestro príncipe de Castilla y León...); por fin lo soltó. A continuación, se dirigió arrastrando sus pies menudos hasta una mesa junto a la ventana.
—Estoy cansada y soy vieja —dijo tomando un manojo de hierbas. Y tras levantar lentamente la vista, preguntó a la reina madre—: ¿Traéis oro?
—Traigo oro.
—¿El oro y el moro? —dijo esbozando una sonrisita sarcástica.
—Sólo el oro —dijo la reina madre muy seria.
—¿Es que no sabéis reír, Berenguela?
La reina madre se quedó confusa.
—¡Pues claro que sí! —dijo.
—Entonces, ¿por qué no reís? Echaos una buena carcajada. Os sentaría bien al bajo vientre.
Doña Berenguela la observaba con hosquedad. Dijo:
—No he venido a eso.
Pero la mujer estaba ocupada en sacar dos sillas.
—Sin risa y sin llanto la vida puede ser horrible como una pesadilla. ¡Ni eso! —gritó de pronto—. Sin risa y sin llanto, la vida no es nada... En fin, que yo lo intento, aunque ya os digo que es pronto. —Y disponiendo una silla frente a la otra, ordenó a la abuela y al niño que se sentaran.
Con movimientos lentos, la mujer comenzó a arrancar las raíces de una mandrágora, que iba arrojando en un cuenco con agua sucia. De pronto dijo:
—Seréis reina, pero sois una ignorante, ¿acaso no sabéis que no hace falta gallo para que las gallinas pongan?
A continuación, sin esperar la respuesta, se volvió, tomó una gallina de las patas y comenzó a moverla en círculos sobre la cabeza del infante, que, asustado, trataba de esquivarla. Por fin la lanzó contra la puerta y de un saco de arpillera, extrajo tósigo y bellino, cogió hojas de toronjil secas que colgaban de la pared, unos cueros viejos, unas cuantas plumas del suelo y un buen puñado de pimienta roja. Lo echó todo en un cuenco y lo revolvió con una cuchara de madera. Luego, situándose entre las dos sillas, se inclinó sobre doña Berenguela, le tiró de un párpado hacia arriba y se quedó observándole un ojo.
—Cómo mueven las alas los muy revoltosos —musitó—. Son pequeñitos, pero no paran... —Miró al niño y renegó con la cabeza—. ¿Por qué no esperáis unos años? Todavía es un crío. Son muy inquietos, a ver si se le van a subir al cerebro...
—No.
Entonces la hechicera volvió a sacudir la cabeza, tomó el cuenco y lo acercó a la nariz de doña Berenguela; instintivamente, ésta apartó la cabeza.
—¡Huele a rayos!
— ¡Os fastidiáis! —le gritó la vieja—. Ya os expliqué que la única manera de sacarlos era con los estornudos.
Volvió a acercarle el cuenco a la nariz de doña Berenguela y, al cabo de un rato, ésta comenzó a estornudar. Estornudó con la fuerza de un caballo, sacando flemas, bilis y salivas hasta el punto de que su cuerpecito escuálido casi se descoyunta. Sentado en su silla, silencioso, el infante Alfonso observaba la escena perplejo. Estaba deseando terminar, salir corriendo por la puerta, pero el miedo le paralizaba.
—Unos años, hay que esperar unos años —insistió la hechicera apartando el cuenco.
—¡Dádmelo! —exclamó doña Berenguela, que se lo arrebató de las manos y se lo volvió a situar bajo su nariz—. No puedo esperar más. Lo que pasa es que tengo que cerrar la boca para que no me salgan las entrañas.
Estuvo un rato aspirando el aroma picante del cuenco, los labios sellados, aguantando las ganas de llorar y de estornudar, y entonces el muchacho se dio cuenta de que mudaba de color, los ojos se le anegaban de lágrimas e iba poniéndose más y más colorada, amarilla —¡ya, ya va!, gritaba la hechicera—, luego verde —¡ya salen!—, hasta que de pronto ocurrió algo realmente asqueroso: a doña Berenguela comenzó a inflársele la nariz. Al cabo de diez minutos, tenía aspecto de pera o de pelota deforme.
Cuando la vio así, la mujer salió huyendo y se encerró en su habitación.
Ya había clareado y comenzaba a llover. A través de los sucios cristales, se divisaba el espeso pinar y gruesas gotas de lluvia caían sobre la tierra. Sonaban huecas al estamparse contra las ramas de los pinos. En algún lugar cercano a la casa, maulló un gato imitando el llanto de un niño.
Por fin la reina madre rebulló. Desde la nariz comenzó a escurrírsele un bulto hasta que le salió por la boca, una ráfaga veloz y oscura, y luego otra, y otra más. Doña Berenguela escupía sombras, manchas negras que pasaban frente a los ojos del infante, chocaban contra el cristal, caían al suelo, remontaban el vuelo y zigzagueaban por la estancia. Fueron unos minutos de confusión, en los que la abuela permaneció inmóvil en su silla, los flacos brazos desmayados a lo largo del cuerpo. Hasta que, de pronto, el niño se llevó las manos a la cabeza y comenzó a gritar. Decía que no veía, que un pájaro le había entrado por los ojos y le arañaba, le arañaba la cabeza, abuela. ¡Abuela!