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Toro, Zamora, 1188

A veces los campos de Castilla se estremecen con un viento enloquecido. Entra por la franja del horizonte levantando hasta arrancar la piel de las espigas, arrojándose sobre los encinares y las sierras peladas, izándose en su aleteo inmenso y bruto hasta las cercanías de un castillo, demorándose en la zanja del foso, en los postigos de las puertas y en las almenas desmochadas; y arrastra yesca y flores, voces de niños, olor a coliflor y a excrementos de rebaño, hasta que comienza su ascenso. Sube aullando por los muros, y enseguida tropieza con los ojos de una joven inmóvil, de piel fina y delicada, cabello color de zanahoria y cuello de corza que revelan la herencia de un exquisito linaje.

Es doña Berenguela, hija de don Alfonso VIII de Castilla y Leonor Plantagenet, que contempla el paisaje desde la ventana del castillo con un mohín de desdén. Ningún calor, ninguna sensualidad emana de esos ojos de ave fríos. Son los ojos de una mujer que no vive en la vida, sino en la obsesión.

Con apenas ocho años, fue dada en matrimonio al príncipe Conrado, un duque alemán enclenque y afeminado, perteneciente a la familia imperial de los Staufen, que tenía el mismo cabello encrespado que su padre, Federico I Barbarroja. 1188. Se celebraron los esponsales en una ceremonia en la que el joven fue armado caballero, tras la cual hubo una fiesta con música y vino, titiriteros, juglares y luna llena. Pero la promesa de matrimonio duró una noche.

A las seis de la mañana del día siguiente, él ya estaba listo para volverse a Alemania: pequeño y enjuto, mal rasurado, pertrechado como para entrar en combate y vestido con todas sus armas. Al ver aparecer a la niña, se atragantó. Luego se puso pálido y comenzó a sudar.

La infantilla tenía el traje de novia preparado en un arcón; pero al ver que el duque se marchaba, no se sintió ni enojada ni afligida. En realidad, no sintió nada.

Tampoco al día siguiente, ni al otro, cuando le dijeron que con la huida de Conrado había perdido toda posibilidad de aspirar al Imperio (pero ¿qué Imperio era ése?). Se limitó a sentarse en el tabuco ventanero para esperarle. Con los ojos dilatados, fijos en ese viento que removía la campiña, decía: volverá. Como si esperar fuera parte de la vida o de aquel árido paisaje de Castilla.

Pero nunca más regresó. Pasó un tiempo y empezó a sentir un hervor en los riñones al atardecer, como doloroso era el recordar. Por la noche gemía en su lecho pensando en aquel muchacho pelirrojo y delicado que le había llamado «mora». No llegaba a entender por qué habían pretendido casarle con ese hombre que ni siquiera se había dignado a dirigirle la palabra, y menos por qué había sido rechazada. Poco a poco, de ser una niña alegre, se fue volviendo adusta y solitaria, como aquella fortaleza amurallada en la que pasaba los días, siempre preparada para la defensa, con muros ciegos y estrechísimos adarves para que nadie la escuchara llorar, con rastrillos y fosos insondables, con rejería en las ventanas y blindajes en las puertas para que nadie traspasara sus pensamientos más íntimos.

Hasta que un día, ella misma se dio cuenta de que el insulto («mora con olor a ajos») había abierto un surco en su corazón. Fue entonces cuando empezó a interesarse por lo que verdaderamente había perdido: el Sacro Imperio romano germánico.

Un tiempo después se desposó con su tío segundo, Alfonso IX, rey de León, un hombre mujeriego y simplón con aliento fragante de ganado —los árabes le llamaban el «Baboso»—, que ya había estado casado una vez y que, en el lecho de muerte, levantó la cabeza para preguntarle al cura que le daba la extremaunción si por ventura sabía cuántos hijos dejaba por el mundo. La boda se celebró en Valladolid con toda la pompa, aunque las jerarquías eclesiásticas andaban divididas en la aprobación del matrimonio, dudoso canónicamente por el grado de parentesco de los cónyuges.

Por entonces Berenguela ya era una mujer madura, así que aceptó al esposo por tres razones. La primera porque era muy consciente de que aquel acuerdo matrimonial que suponía la paz y la concordia entre los reinos de Castilla y León era una decisión política muy calculada por su padre, inamovible. La segunda porque así hacía rabiar a los papas que no aprobaban el matrimonio de pecado entre parientes. Y la tercera porque, aunque el Baboso no tenía derechos imperiales, era un toro miura para darle hijos.

Seis años duró la desigual unión; y la aprovecharon bien para el reino, pues en ellos se dieron siete embarazos de los que quedaron cuatro hijos. Después de tanta preñez sin tregua para el cuerpo, a doña Berenguela le quedaron los tejidos del abdomen y de los pechos tan estirados, las piernas tan hinchadas, la boca tan desdentada, que a los treinta aparentaba cincuenta.

Tal vez antes de casarse había podido sentir alguna curiosidad por el sexo —ese territorio salvaje de lobos y escarcha, se decía—; ahora no le quedaba ninguna.

Durante todos esos años fue desarrollando su rígida moral, que pasaba por atornillarse a sí misma a una rutina consoladora que comenzaba con sus plegarias de las seis de la mañana y acababa a las diez de la noche, y que le impedía disfrutar de un minuto de ociosidad o de holgazanería.

Ya por entonces empezaba a manifestar los primeros síntomas de su enfermedad: destellos de luz que le atravesaban la frente en zigzag, espirales, telarañas de color en la cabeza, ruidos en el fondo del oído. Una sensación de estar viviendo dentro de los ojos.

Lo consultó con los mejores físicos y, después de una larguísima exploración, le dijeron que cabía la posibilidad de que algún pájaro o insecto se le hubiera metido por los ojos, por la nariz o por las orejas. Era algo muy frecuente; los animales penetraban hasta el fondo de la cabeza y quedaban como asuntos sin resolver, acurrucados entre la nebulosa frontera que hay entre la realidad y la fantasía, aleteando débilmente. Este aleteo removía la bilis negra, con la consecuencia de que de sus nocivos vapores ascendían hasta el cerebro y excitaban al enfermo, que quedaba así dominado por un temperamento frío, seco y...

—Fiebre no hay, pero el pulso está alterado y el color de la piel lo dice todo. La exploración podría ser todavía más profunda, pero el caso no ofrece duda. ¿Alguna obsesión?

La tenía; y haciendo memoria, probablemente todo empezó ahí, una tarde en que estaba en su alcoba, cuando era niña, poco después de que en la corte se anunciara el compromiso de su hermana Blanca con el joven infante don Luis de Francia. El preceptor hablaba de Carlomagno, les explicaba a ella y a sus hermanas que en el año 800, en una suntuosa ceremonia en la que vinieron dignatarios del mundo entero, el papa León III convirtió a aquel rey de los francos en sucesor de los emperadores romanos, y que, a partir de entonces, el pueblo le aclamaría tal y como en otros tiempos se hizo con César, Augusto o Tiberio. Desde entonces, siguió explicando el preceptor, aunque cualquier rey cristiano podía aspirar a la corona imperial, sólo los reyes germánicos obtenían la coronación; de modo que el título de la institución vino a llamarse así: Sacro Imperio romano germánico.

Aquello fue como encender una fogata en la oscura cabeza de la joven Berenguela. El fallido matrimonio con el duque de Rothenburg había sido una manera de enlazarla con ese linaje y aspirar al Imperio. Las palabras «emperador», «Augusto», «rey de los romanos» comenzaron a flotar en su cabeza como troncos a la deriva en la inmensidad de un océano, y por primera vez en su vida, empezó a sentir una fuerza interior, una infinita capacidad de triunfo.

Se levantó bruscamente, tiró la silla al suelo y fue hasta la ventana. Allá lejos, junto a la franja del horizonte, el viento comenzaba a rizar las espigas. Preguntó:

—¿Y si soy yo la que caso a un hijo mío con una princesa del norte? —¿Un hijo vuestro, decís? —El preceptor miraba a la joven infanta de quince o dieciséis años y no acababa de entender.

—¡Un hijo! —insistió ella. Doña Berenguela sabía que la decisión de su padre de casarla con el rey de León era inamovible, y que, por tanto, sólo le cabía pensar en la descendencia—. Si caso a mi hijo con una princesa linajunada, mi nieto heredará la dinastía imperial...

—¿Nieto...? Bueno..., eso en el caso de que...

No pudo seguir. En ese momento, el cielo se partió en dos. El viento comenzó a soplar con tanta violencia que se abrieron las ventanas. La estancia quedó en penumbra. Miles de murciélagos como sayas deshechas habían entrado y volaban en zigzag, bajaban hasta el suelo y volvían a subir chocando contra los muebles y las paredes, enredándose entre los cabellos de las niñas, metiéndose por las narices y las orejas. Estas chillaban, el preceptor corría de un lado a otro con los brazos en alto. Hasta que, de pronto, todo se acabó. Cesó el viento y, ante el asombro de todos, los murciélagos desaparecieron.

Se oyó (era la voz de Berenguela, que estaba acuclillada junto al arcón en donde seguía su traje de novia sin estrenar, la cabeza entre las manos):

—No busquéis más; están aquí, en mis ojos.

La rabia contenida, la indignación soterrada, el recuerdo de la niña despechada revivido una y otra vez, salieron aquella tarde como una espoleta, dejando un vacío en su cabeza que dio paso a la obsesión: tener un nieto para convertirlo en emperador del Sacro Imperio romano germánico.

¿Un nieto?, le decían sus mayores cuando le oían hablar en esos términos, qué cosas raras tenéis... Una niña no piensa en sus nietos. Si acaso en el esposo, en los hijos...