Valladolid, en torno a 1235
Después de la cabalgada de Jerez, el chico siguió durante un tiempo inmerso en el «trivio» con sus maestros, instruyéndose en el manejo de las armas y en el aprendizaje de las estrategias de guerra y conquista. Le habían explicado que tenía que ser un gran emperador, y que para convertirse en un gran emperador tenía que leer libros de emperador, Aristóteles, el Libro de Alexandre, las Geórgicas, de Virgilio o la Farsalia, de Lucano. Debía de ser como Carlomagno o como el primo de su madre, el gran Federico II, hombre de gran coraje y valor, que hablaba con sus halcones en nueve idiomas, y quemarse las pestañas a la luz de una vela, leyendo esos libros mientras los demás estaban dormidos.
Pero ahora la madre estaba enferma y nadie supervisaba su educación ni se preocupaba de comprobar sus progresos. La corte había pasado en Burgos el mes de agosto y luego, sin trabas fronterizas, se acercó a Ponferrada. De León viajaron por Campos y el Infantazgo, y en Toro, doña Beatriz comenzó a sentir una desazón y un hormigueo en las piernas que las doncellas de la corte enseguida achacaron a una nueva preñez. En realidad, no estaba grávida. Cuando volvió a Valladolid, se tumbó en la cama y desde entonces no se había vuelto a levantar.
Súbitamente, todas las atenciones que el infante había recibido desde que dejó Celada del Camino desaparecieron. Los hermanos hacían vida aparte, algunos en el extranjero, y el padre estaba siempre guerreando en la distancia. Sentía nostalgia del «otro», del niño del campo, y sobre todo de la proximidad física de la nodriza. Pero en el campo, pensaba, era «el príncipe», y en la ciudad, un «salvaje».
Así que ante este desconcierto de no ser ni una cosa ni la otra, no le quedó más remedio que buscar un asidero emocional en la abuela. Al atardecer iban juntos a la ventana. Ella con sus pasos menudos de mujer nerviosa; él, alargando los trancos para ser el primero en llegar. A la derecha la tierra se abría en amplias planicies, valles estrechos y oteros; a la izquierda había nogales, viñedos, un castillo lejano como un lagarto despanzurrado bajo el sol; más allá, comenzaba la tierra sin verdor, la tierra roja. La tierra amarilla que tanto hace soñar.
En el tabuco ventanero pasaban las horas muertas en espera de que algo rebullera en el horizonte, en un silencio cuajado de gestos y enigmas que por aquel entonces nutría al niño tanto o más que los besos, las caricias y los estrujones de la nodriza o la meticulosa dedicación de la madre. Doña Berenguela solía sacarse del bolsillo un mendrugo de pan y un trozo de cecina y queso para compartir con él, y así pasaban la tarde; comiendo y mirando.
Se entendían con un lenguaje sin palabras, de cambio de miradas y de hondos suspiros. A veces, la abuela abría mucho los ojos, alzaba lentamente un índice tembloroso y apuntaba a un lejano montículo o a una depresión del paisaje; dejaba de masticar y decía:
—Niño.
Y el niño: —¿Sí...?
Y ella, sin dejar de mirar al frente, se humedecía los labios con la punta de la lengua.
—Hay una nube de polvo en el horizonte que avanza hacia nosotros, ¿la veis?
—Oh, sí —mentía don Alfonso, que lo único que deseaba entonces era que nada perturbara esa complicidad—. La veo.
Los ojos de doña Berenguela resbalaban lentamente por los cerros pelados. Estremecida por la emoción, soltaba un suspiro tembloroso: Es la comitiva. Ya pronto estará aquí nuestra princesa...
—Sí... —repetía el niño—, nuestra princesa.
—Nuestra princesa del norte —apostillaba ella.
Y así tarde tras tarde, hasta que el niño se dio cuenta de que ya no necesitaba pensar en la nodriza Urraca, y que comenzaba a sentirse unido a su abuela por un extraño vínculo, en ocasiones contradictorio y variable, oscuro, pero muy poderoso.
Nadie en la corte entendía cómo un niño de doce o trece años podía pasar tantas horas inmóvil frente a una ventana, acompañado de una anciana árida y enteca que apenas le dirigía la palabra. Sentían lástima por él, especialmente su madre, que, ya enferma, había intentado por todos los medios apartarle de la compañía. Doña Beatriz aceptaba todo menos la obstinación de la abuela por inculcar en la cabecita del nieto su propia obsesión imperial. Más que lo que pudiera ocurrir en el futuro, le atormentaba la transformación física que experimentaba el niño, la palidez de su piel, la pesadez de sus miembros, la mirada desorbitada, siempre puesta en la ventana.
Pero lo que nadie sospechaba era que en ese espíritu criado en libertad, la espera inmóvil satisfacía los deseos más soterrados: ganas de correr, de saltar, de tirar piedras a las ranas, de tirar de la cola a los marranos y de trepar a los árboles. Nadie sospechaba que la espera junto a la ventana le llenaba al niño la cabeza de campo y de ranas. Campo de Castilla, y de olor. El olor de la cecina y del queso mucho más fuertes que el olor del recuerdo. Nadie sospechaba que la espera era arrancarse la piel de príncipe para sentarse con su abuela y olvidarse de la enfermedad de su madre, solos, quietos, los maestros esperándole en la sala con los libros abiertos, esconderse un poco en los requiebros del tabuco para que su padre, si es que andaba por ahí, no le viera sin hacer nada. Nadie sospechaba que la espera era llenarse la cabeza de nada.
En compañía de la abuela, no había fórmulas ni obligaciones, ni libros, ni otra rutina que no fuera la de ir a la ventana a esperar. La espera lo había habituado a la franja del horizonte, al olor rancio que exhalaba su piel, a sus manías de vieja, al ritmo anheloso de su respiración y a sus frases truncadas por largos silencios. Poco a poco empezó a poseerle la borrosa conciencia de que sentía por ella un fervor parecido al que había sentido por doña Urraca cuando era muy chico y la veía ordeñar a las cabras con aquellas manos gruesas y hábiles, o retorcer la ropa en el río. Advirtió que esa fascinación emanaba del temperamento recio y vigoroso de su abuela, de su falta de cinismo y de la incapacidad para el asombro, de ese despojamiento de la ternura y del afecto que en el fondo la hacían inmensamente libre y poderosa frente a todos: yo no necesito de nadie, y, a cambio, nadie necesita de mí.
Pero la presencia del nieto también fue haciendo mella en el carácter de la abuela. Hasta ese momento, la vida había pasado resbalándole por el alma como un trozo de hielo entre las manos. Sus hijos siempre habían sido «cría»: niños choto o niñas ternera, linajes para engordar con el fin de ser cruzados con otros linajes; y ni los acontecimientos más sonados de su vida —la batalla de las Navas, la muerte de sus padres o de su hermano Enrique, la conjura de don Álvar Núñez— habían conseguido perturbarla. No había sentido. No «había vivido». Pero ahora, en compañía del infante, un pequeño regusto gratuito estremecía sus entrañas. Al oír hablar al niño, al sentir el calor de su cuerpo junto a ella, su seco corazón, huérfano de afecto, comenzaba a derretirse como hielo bajo el sol, y aunque le costaba admitirlo, sentía un confuso cosquilleo de la sangre, una corriente de placidez que nada tenía que ver con las tierras de Suabia ni con el apellido Hohenstaufen ni con los mapas europeos ni con el Sacro Imperio romano germánico.
Comenzó a asaltarle el miedo de perder lo que tenía. Miedo a que hiciese frío y su nieto pudiera resfriarse. ¡Ella que se jactaba de ser un puro témpano! Miedo a que a su nieto le mordiera un perro, a que la gente sucia y pobre le transmitiera enfermedades, a que se descalabrase por un terraplén, a que las langostas entraran por la ventana y le devoraran el rostro. Poco a poco, sin quererlo, fue poniendo a un lado los asuntos del reino para dedicarse por completo al infante don Alfonso, al que no perdía de vista ni un solo momento.
Le perseguía por todas partes vigilando hasta sus bostezos, le atisbaba por las rendijas de las puertas tan sólo por el placer de verle, recorría las ventanas del castillo para que no entrase aire, se desvelaba oyéndole respirar por las noches con el temor de que pudiera contraer una pulmonía. ¿Dónde estaba ahora su firmeza, su seguridad, su indiferencia?, se decía a veces. Su vida entera era él, y el infante Alfonso no tardaría en darse cuenta.
Y así fue. Un día en que ella no había parado de hablar de puntos y de franjas, de jinetes, de comitivas y princesas en el horizonte para que lleguéis al Sacro Imperio romano germánico, él se quedó mirándola atentamente. Dijo:
—Mi padre me ha contado que de niña se os metieron unos murciélagos en la cabeza, y que por eso decís tantas cosas raras, ¿es verdad?
Ella enarcó una ceja. Respondió:
—Según —y llevándose un dedo retorcido al ojo, se subió el párpado y cacareó—: venid, acercaos al borde, a ver si los veis vos...
El niño se sentó frente a ella y se inclinó para mirar en el interior de sus ojos. Pero no vio nada que no fuera el ojo y sus venas sanguinolentas. La abuela esperaba la respuesta con ansiedad.
—¿Qué? ¿Los veis?
—Pues...
—¡Cómo que no!
—¡No!
—¡Mirad bien!
El infante volvió a inclinarse.
—¿Qué? —insistió la abuela.
El niño guardó silencio durante un rato. Luego dijo:
—Un ojo de vieja. Eso es lo único que veo.
—¡Un ojo de vieja! ¡Un ojo de...!
Pero antes de que doña Berenguela siguiera, el niño prefirió dejar las cosas claras. Últimamente, había estado reflexionando sobre la vida que llevaba, dándose cuenta de lo absurdo que era todo. Porque, en realidad, ¿qué había más allá de aquella estúpida obsesión de mirar por la ventana que no fueran gestos, vaguedades y emociones reprimidas? ¿Qué esperaban de él en la corte? Y sobre todo: ¿por qué estaban esperando a una princesa del norte?
Esa tarde no se dejaría llevar por la palabrería y las absurdas promesas de futuro. Sobre todo, empezaba a cansarse de tanta princesa. Porque aquel hablar y más hablar de ella había hecho que se le volviera odiosa; la princesa no iba a venir y les dejaría hundidos en el desconsuelo más ruin, como esos castillos moros abandonados por sus habitantes antes de que entraran los cristianos, habitados por zarzas y pájaros, lagartijas y silencio. No vendría y entonces el futuro quedaría en nada. ¡Nada!
—Tampoco veo la nube del horizonte de la que siempre me habláis —dijo—. ¡Ni los jinetes de la comitiva ni la princesa! ¡No veo nada de lo que vos pretendéis que vea porque me pedís que vea cosas que no existen! —Y la rabia comenzó a extenderse por su pecho—. ¡Y no las veré nunca!
La abuela dejó que acabase de hablar mientras le escrutaba en silencio. Luego dijo:
—No veis nada porque lo esperáis todo de fuera. Pero pronto lo arreglaremos, hijo. Ya lo arreglaremos...