Cabalgada contra Jerez, 1231
Cuando llegó a Burgos, una fría tarde de octubre, grandes cuervos hacían círculos en el aire, deformes como viejas enlutadas. Puesto que hacía tiempo que había llegado la noticia de la incorporación del príncipe a la corte castellano-leonesa, los cortesanos le esperaban en el patio de armas con antorchas y hacían apuestas sobre cómo sería. Hartos del humor desabrido y siempre zafio de doña Berenguela, ansiaban encontrarse con un joven extrovertido y cariñoso como la reina doña Beatriz. Sabían que durante estos diez años, el chico no había tenido otra compañía que el de una nodriza que le había alimentado con su propia teta hasta los cinco años, y corrían leyendas sobre el estado de abandono físico y moral en el que se encontraba, sobre si era un niño sucio y piojoso con olor a perro mojado que comía tronchas de berza; con todo, siempre había esperanzas...
Cuando el séquito penetró el portón, los cortesanos se fueron agrupando a su alrededor y su madre y sus hermanos avanzaron hacia el centro. Al ver a tanta gente, el infante detuvo el caballo. Uno a uno, desde lo alto de su displicencia, los fue recorriendo a todos con sus ojitos atónitos y brillantes: los prelados diocesanos y abaciales, el mayordomo mayor, el alférez, los preceptores, el capellán, el escribano, el contador y los porteros, los reposteros, los despenseros y los cocineros, las criadas, muchas criadas, hasta el chico de la letrina estaba allí. Poco a poco el círculo se fue estrechando; de todos lados brotaban murmullos, algunos le sonreían y alargaban un brazo para acariciarle un pie o le estrujaban el sayo.
Su madre se abrió camino hasta él a empellones y esperó a que se apeara. Cuando lo tuvo cerca, le dedicó una amplia sonrisa que él tuvo a bien corresponder; luego hizo ademán de abrazarlo, pero al extender los brazos, inesperadamente, algo hizo que el niño la apartara. Tenía la vista fija en la puerta y se le había helado la sonrisa. Doña Berenguela estaba ahí, hierática, una araña medio seca que se balancea en su tejido mientras contempla lo que tiene delante.
Sin apartar la vista del frente ni un solo momento, el doncel avanzó por el empedrado, penetró la puerta y se sumergió en las oscuras entrañas del castillo para ir al encuentro de su abuela.
Desde el primer día comprendió que nada de lo que había aprendido en Celada del Camino le serviría allí. Las flores tenían otro olor, los pájaros cantaban de otra manera, los perros no mordían y las frutas sabían a cuero roído. Ni las vacas eran las mismas: perdidas en el horizonte, parecían trozos refulgentes de metal. Sobre todo comprendió que aquel universo de besos y cariños, de abrazos y abundantes tetas al amanecer que tanto había amado, no sólo no le iban a servir, sino que un día se podían trocar en grave inconveniente.
Embutido en su nueva piel de príncipe, no tardó en aficionarse a ese nuevo modo de sentir, de pensar y de vivir. En su pertinaz empeño por convertirse en el emperador del que tanto le habían hablado, enseguida rompió con aquella infancia tibia y atolondrada: refinó sus formas vulgares conversando con los nobles y haciendo amigos, se ataviaba esmeradamente, bebía los mejores vinos, comía con mucha dignidad; aprendió a montar con destreza, a cazar, a justar, a correr lanzas, a tomar parte en los torneos y a cazar ciervos, osos y jabalíes. Todo lo absorbía; aprendió a leer y leía como un obseso, hasta el punto de que, en el primer año en la corte, ya había leído todo lo que otros príncipes de la época leían en toda su vida. Pasó del mundo campesino al humanístico como del calor al frío.
Sólo a veces, cuando llegaba la noche y oía gemir o hablar sola a su abuela dos habitaciones más allá, una gran tristeza caía sobre él. Se derrumbaba sobre la cama y daba rienda suelta al pensamiento. En su mente surgían vibrantes imágenes de Celada del Camino, los lechones colgados de la teta de la madre; o los troncos retorcidos y musgosos de la huerta, agujereados de escondrijos para los lagartos y sobre todo la nodriza. La nodriza rascándose la entrepierna junto a la lumbre, riendo a carcajada limpia o trasportando el cántaro en la cabeza para coger agua en el río, el calor que desprendía su cuerpo que era como el aliento de un buey, el sabor de su leche, dulce como la miel de la madreselva. Entonces le apremiaban unos atosigadores deseos de llorar, de estar llorando toda una vida, de vaciarse de la vida.
Como príncipe de la corte castellana, el primer asunto que tuvo que atender fue una incursión en tierra de moros, experiencia militar que consistía en una cabalgada dirigida hacia tierras andaluzas y a cuyo frente se encontraba el destacado magnate nobiliario Álvar Pérez de Castro.
Mientras el rey don Fernando preparaba con detalle la campaña, dando toda la importancia a las máquinas de guerra para batir muros y torres, doña Beatriz se ocupó personalmente de dirigir la instrucción militar del hijo. El infante Alfonso tenía que aprender cosas tan nimias y a la vez importantes como ponerse la armadura y cabalgar con su peso. Algunas tardes, cada vez con más asiduidad, cuando hacía sus prácticas en una explanada cercana castillo, venía a verlos la abuela. Le habían confirmado que don Rodrigo Jiménez de Rada había cogido un barco en Santander y que desde allí había zarpado con rumbo a Noruega, desde donde había prometido escribir enviando noticias.
De este modo, se fue asentando en la vida de la reina madre una nueva espera; todas las tardes, a la hora de la siesta, salía de su habitación, recorría los pasillos muy pegada a la pared y se sentaba en el tabuco ventanero de la torre del homenaje para esperar al jinete que le traería la primera carta del arzobispo de Toledo.
Entre tanto, la participación del nieto en la cabalgada contra los moros cada vez le convencía menos. Mientras observaba las prácticas, su viejo corazón le decía que era demasiado pronto para soltar a un niño en un campo de batalla y, a veces, con aires de misterio, bajaba a traerle dulces y hablar con él. Miraba a un lado y a otro para cerciorarse de que nadie le observaba y le decía:
—¿Os dije que don Rodrigo está buscando? Ya pronto tendremos noticias sobre vuestra princesa.
O:
—Ya va quedando menos para tenerla entre nosotros.
Comentarios que no hacían más que confundir al niño. Un día se le acercó doña Beatriz. Hacía mucho que no intercambiaban impresiones, pero tenía la esperanza de que el corazón de su suegra se hubiera ablandado un poco con el paso de los años. Empezó hablándole del infante Alfonso, de lo mayor que estaba, de lo rápido que aprendía, de que sería un buen rey y un buen emperador, no me cabe duda, de su ingenio agudo, de su diligencia en el estudio, de su discreción y su elocuencia, de su modestia en la risa, de su sobriedad en el comer, de....
Al rayar el alba, una doncella entraba al dormitorio del infante agitando una campanilla: el chico saltaba de la cama, se enfundaba las calzas y las bragas, rezaba. Después de un desayuno frugal, con frutas y pan, la propia madre le ayudaba a vestirse con el yelmo, la brafonera, la malla de escamas de hierro, el perpunte y el escudo. Luego, una vez que estaba sobre el caballo, los quijotes, las grebas y las rodilleras: el niño no había visto tanto hierro junto en su vida. Comenzaba el día trotando y galopando. A la hora en que antaño solía empezar a morder los pechos de doña Urraca, tenía ya el cuerpo molido. En poco tiempo aprendió a cabalgar con soltura, manejando arco, lanza, espada y porra al mismo tiempo.
Doña Berenguela miraba a su nuera con su característica expresión de desapego.
—Al grano —le espetó.
—Veo que seguís igual —contestó doña Beatriz soltando un suspiro fatigoso—. Pero yo tengo que intentarlo. Primero os diré que no entiendo cómo mi esposo, el rey más religioso de España, no ha querido que su primogénito fuera educado al abrigo de un monasterio, bajo la tutela de algún insigne prelado o por los grandes maestros de la escolástica parisina... No lo entiendo, y me parece que vos habéis tenido mucho que decir en todo esto.
La alemana buscó una respuesta en el rostro de su interlocutora, pero no había manera de sacarla de su silencio.
—Últimamente —prosiguió—, mientras ayudo a preparar a mi hijo para esa cabalgada contra los moros, a medida que se acerca el momento, tengo la sensación de que es demasiado pequeño para ver y vivir lo que va a encontrarse en un campo de batalla. No sé si su corazón está preparado para una vivencia tan fuerte... Os veo observar de lejos, día tras día, y sé que a vos también os rondan los mismos pensamientos.
Doña Berenguela se azoró un poco.
—Salgo todas las mañanas a pasear —se excusó.
—Sí —contestó la otra—. Y no tiene nada de malo observar las prácticas de vuestro nieto.
—No observo las...
—¿Y qué es eso que le decís de que va a venir una princesa?
Pero la reina madre, que se violentaba cada vez más, hizo ademán de irse.
—¡Esperad! —le rogó doña Beatriz—. ¿Vos creéis que su corazón está preparado para la cabalgada de Jerez?
Cuando el infante regresaba al castillo, el almuerzo ya estaba preparado: codornices asadas con verdura, vino, pan. De postre, un poco de queso curado. Después del almuerzo, se dirigía a la capilla en donde le esperaba el capellán para hablarle de las tentaciones del diablo, del pecado y de las altísimas llamas del Infierno. Después podía tumbarse a la sombra de los árboles de la huerta o jugar a ferir con una pelota de vellón de lana y crines con otros donceles, o los días que hacía malo, al ajedrez o las tablas. Antes de las cuatro, ya estaba en la sala de estudios y bajo la dirección de su maestro Ponce de Provenza —discreto, siempre tímido y colorado—, aprendía el arte de escribir cartas. Eso era los lunes y los miércoles.
—Su corazón «tiene» que estar preparado —sentenció doña Berenguela.
—¿Quién lo dice? —preguntó la alemana.
—La razón.
Doña Beatriz quedó pensativa.
—No corresponde a la razón engendrar las emociones... —contestó—. Lo que yo os pido es que las dejéis libres por una vez, Berenguela, porque si la sangre no calienta al corazón, éste se convierte en despojo humano. Los sentimientos no se gobiernan, no son cosas de quitar y poner según el momento. Reconoced que os aqueja la misma preocupación. El niño tiene mucho seso y se dará cuenta de todo.
Los martes, los jueves y los viernes, aprendía gramática, retórica, dialéctica, aritmética, geometría, música y astrología. Al atardecer, volvía a la capilla en donde le esperaban sus hermanos para rezar el rosario y cenar con él. Ése era el único momento en que le dejaban verlos. La cena era mucho más frugal que el almuerzo.
—La inteligencia siempre fue un inconveniente en un mundo como éste, en que predomina la violencia...
—Ay, vos siempre con esas respuestas tan frías e indiferentes. ¿Pues sabéis qué? Ahora sé que esa indiferencia no es más que una coraza... —Doña Beatriz se quedó mirando el paisaje, pensativa—. Poco después de llegar a esta corte, me sentía aterrada. Pensé que se debía a las langostas, siempre pululando por todas partes... Por las noches, en verano, me costaba conciliar el sueño. Cuando estaban las puertas abiertas sentía sus patitas blandas corriendo por el pasillo, oía a los gatos comérselas haciéndolas crujir en la boca como si tuvieran huesos de pollo. Me moría del miedo pensando que podrían trepar por las cortinas, saltar hasta mi cama y devorarme el rostro. Nunca os lo dije, porque vos no estáis en este mundo para escuchar las debilidades ajenas, sois inmune a las pequeñeces que sobrecogen los corazones de las gentes y ese miedo mío era una pequeñez. Estáis sólo para las buenas noticias, para el triunfo: sólo. Luego, poco a poco, me fui dando cuenta de que las langostas no eran el objeto de mis temores.
»Porque, en realidad, la que de verdad me daba miedo erais vos —se quedó callada durante rato, como buscando las palabras—, o más bien: vuestra coraza. En cierto modo, durante estos diez años en que el niño ha estado apartado de nosotros en Celada del Camino..., yo también me he ido haciendo mi propia coraza. La coraza impide querer por temor a que la persona elegida pueda hacernos sufrir, y yo tenía miedo de que mi hijo, en algún momento, me reprochara el haber pasado la infancia con una cabrera en esa aldea. Ahora está aquí, cerca de mí, y vuelve a asaltarme la duda..., creo que con este asunto de la cabalgada, el corazón del niño no podrá soportarlo.
Durante todo este discurso, doña Berenguela había permanecido rígida, sin alterarse lo más mínimo.
—El corazón es un mapamundi —dijo cuando su nuera terminó de hablar—. En él hay muchos reinos, lugares lejanos que nos resultan desconocidos. Al no conocerlos, pensamos que no existen. Hasta que el dolor se cuela en ellos... para que sí existan...
—Veréis a Santiago luchando junto a la milicia celeste entre los guerreros cristianos —le explicó don Álvar Pérez de Castro al infante un mes después, justo antes de partir a la batalla.
Y, aunque el niño no sabía muy bien adónde iba, así fue; en un campo de amapolas cercano a Jerez, armado con una espada, una maza y un arco, camuflado entre las tropas cristianas, cabalgó contra los hombres de Ibn Hud de Murcia. Iban precedidos de cruces procesionales y estandartes religiosos y, al igual que sus compañeros, gritaba con fervor: ¡Santiago!, et a las vezes ¡Castiella!
Aunque el objetivo de la campaña militar era tan sólo mantener el control de las plazas conquistadas, el choque fue brutal y el combate de una extraordinaria violencia. Pero el niño, que en todo momento había permanecido junto a don Álvar, no pareció inmutarse. Sólo al final, cuando los cristianos, cuchillo en mano, procedieron al «descabezamiento» de una veintena de prisioneros moros, el niño comenzó a gritar:
—¡Oh, don Álvar, mirad allí!
—Sí, majestad, no miréis si no queréis. Acaban de decapitar a un hombre y ahora le toca al siguiente. Es lo que suele hacerse después de las batallas victoriosas. No miréis. Es duro para un niño. No miréis si no lo deseáis. Pero el niño no miraba el «descabezamiento». O sí lo miraba pero sin mirar, porque su vista, por mediación de ese sabio instinto que tienen los niños de no observar lo que les puede herir, abarcaba los pinos y el viento que susurraba entre ellos, atravesaba al grupo de escuderos y a las fornidas mulas, a los palafrenes que piafaban impacientes, pasaba por encima de los cadáveres y se detenía en una bestia vistosamente enjalbegada. Iba de un lado a otro de aquel paraje pedregoso y absurdo, en medio de la refriega y los gritos, zarandeando los estribos entre los cuerpos de los muertos, mientras la tarde se cernía y unas nubes grandes y espesas corrían hacia el este.
—Ahí, don Álvar, ¿no lo veis? ¿Qué animal es ese con pelaje amarillo como los gatos, bultos en la espalda y el cuello tan retorcido?
—¡Ah, eso! Es una camella. Ibn Hud de Murcia viaja siempre con ella para tener leche fresca por las mañanas. Por lo visto está ligeramente más salada que la leche de vacas, pero es un excelente tónico contra las enfermedades. Se dice que incluso ha llegado a curar a gente moribunda.
Ésa fue, aparentemente, la experiencia del niño en la «cabalgada de Jerez», una camella que daba leche fresca por las mañanas. Eso ocurrió en 1231 ó 1232. Los años se confunden. Días fugaces, de mucho calor y mucho frío, años que saltan y galopan como palafrenes impacientes ante la batalla, hasta que un día de noviembre de 1240, doña Berenguela irrumpió en una de las estancias del castillo. Preguntó por el infante don Alfonso, y las doncellas le dijeron que estaba en la sala capitular.
Traía en una mano, agitándola en el aire, la primera carta de don Rodrigo Jiménez de Rada.