17

Celada del Camino, Burgos, 1231

Dos días después de que llegara doña Berenguela a la aldea, entró la nodriza doña Urraca a la habitación del infante mientras éste dormía. Se sentó en la orilla de la cama y se quedó mirándole con arrobo, las manos entrelazadas sobre la falda, hasta que el niño abrió los ojos. Nada más vislumbrar ese rostro —pómulos congestionados, ojeras, párpados enrojecidos—, el niño supo que venía a despedirse. Se incorporó, quiso darle la mano, pero ella hizo un brusco ademán para desasirse.

Comenzó a extender sobre el lecho las ropas que doña Berenguela le había entregado la noche anterior, un pellote, calzas, bragas, una aljuba abierta al costado izquierdo y un manto con labor de castillos y leones cuartelados. En ningún momento levantó los ojos y, sin embargo, sentía clavada en la nuca la mirada del niño. Le tomó de los hombros para hacerle girar sobre sus talones y se dispuso a desenredarle el cabello. Con el corazón quebrantado, sin mover ni un solo músculo de la cara y haciendo gala de una fortaleza emocional que ni por asomo tenía, le sacó las flores y las pajas enrolladas entre los rizos, una a una, y los aplastó entre las manos con aceite de almendras para poder colocarle el birrete. Le sonó los mocos, le pintó los labios con barniz, le cubrió la cara con una costra de harina de arroz, le perfumó, y sólo cuando le vio con esas ropas tiesas y ese aire de hombrecito prematuro, demasiado pesadas para un niño de esa edad, sintió la cosquilla de las lágrimas deslizándose por las mejillas.

Fue hasta el alféizar para coger los zapatos y, al volverse con ellos en la mano y ver la cara de desesperación del niño, prorrumpió en desconsolado llanto.

El infante se arrojó en sus brazos y entonces ella lo besó, lo estrechó contra su costillar con todas sus fuerzas y con la yema de los dedos comenzó a palparle la nariz, las pestañas, el pelo, como si necesitara comprobar que todo seguía ahí y que seguía teniendo entre sus brazos el niño que había criado. El infante escuchaba los susurros: ay, hio, ay hio, tu abuela no nos deja que hagamos esto, palabras que le llenaban de calor y de frío al mismo tiempo, mientras que respiraba por última vez el olor a leche y a hembra, a gata, que le trasladaban a ese lugar, el lugar de la ternura al que ya nunca —ahora sólo lo intuía— volvería. La nodriza también tuvo un pálpito parecido. Porque si bien al principio, ese contacto barrió como un vendaval toda la angustia, el tacto áspero de las ropas le hizo separarse un poco.

Hasta que oyeron un ruido procedente de la puerta. Doña Urraca volvió a abrir los ojos. Primero uno y luego el otro, lentamente.

Doña Berenguela estaba ahí, frente a ellos. Había presenciado la escena desde que la nodriza entró en la habitación, sintiendo en sus propios huesos los chasquidos de los besos, su calor. Parecía un animal disecado. En torno a ella no se movía nada, ni más acá ni más allá, ni dentro ni fuera. Pero sus ojos relampagueaban y le palpitaban las venas de las sienes. El infante Alfonso se deshizo del abrazo.

—La nodriza se va —dijo doña Berenguela. Carraspeó, hizo un silencio y luego añadió—. Va a casarse.

La sonrisa del niño se apagó lentamente. Comenzó a mirar a doña Urraca y a su abuela, como pidiendo una explicación.

Doña Urraca también se había puesto de pie y, sin saber qué hacer, la vista puesta en el suelo, se planchaba el delantal con las manos.

—Ay, hio, ay, hio —fue todo lo que acertó a decir.

Entonces doña Berenguela comenzó a escrutarla con fiereza, la barbilla temblona de ira. Roncó antes de poder hablar:

—No sé si os dará la vida para enmendar el estropicio que habéis hecho en este niño durante estos diez años. —Y alzando el brazo para apuntar hacia la puerta, añadió—: ¡Fuera de aquí, guarra! ¡No quiero veros nunca más!

Doña Urraca se enderezó, se dirigió hacia la puerta y, cuando estaba a punto de salir, se giró. Y dirigiéndose a doña Berenguela, dijo con mucha serenidad:

—Yo ya sé que vos sois la reina, y que una reina no pue hacer ciertas cosas. Pero digo que tambié sois abuela y que una abuela tie un deber de amor casi tan grande como el de una madre. El niño se ha criao entre berros y conejos, entre besos y abrazos y estrujones, y quitarle to eso de golpe, pues me parece que no tie que ser muy bueno. Y digo yo que algo gordo os ha tenido que ocurrir a vos pa que no sepáis lo que to el mundo sabe: que en este mundo no importa mucho lo que uno ama, pero hay que amar a alguien, aunque sólo sea a un pájaro o a un gato; algo os ha ocurrido pa que no podáis besar, con lo bien que le sienta a uno besar...

Doña Berenguela escuchaba imperturbable.

—¿Habéis terminado? —dijo.

La nodriza se volvió y mirando hacia la puerta, añadió:

—No, no he terminao, sólo una cosa más. ¿Sabéis lo que de verda me parece a mí? Pue que sí tenéis gana de hombre... Eso es lo que me parece, y que si no os dais el gusto es porque no hay hombre que tenga gana de revolcarse con un trozo de hielo como vos...

Echó un último vistazo al infante. Fue una mirada distinta, una mezcla de desconcierto y rabia, de ternura y desprecio, una mirada en la que el orgullo no era capaz de ocultar la tristeza, una mirada que el niño llevaría colgada de su corazón durante toda su vida. Con el paso del tiempo llegó a convertirse en el sustrato de muchos sus pensamientos, de sus decisiones, de todas sus creaciones, de su ambición sin límites, de su capacidad de trabajo y de su ingenio irracional, mudable, doblado, imbécil.

Después se marchó sin volverse, con pasos decididos y haciendo crujir la gravilla de la entrada.

—¡Yo tampoco quiero veros nunca más! —le gritó el infante cuando ya era un punto en el horizonte; pero ella no lo oyó.

Nieto y abuela quedaron solos, mirándose como dos extraños. Por fin doña Berenguela se acercó y le posó una mano en el hombro.

Pero de aquella saya oscura que cubría un cuerpecito tembloroso, emergió otra mano con áspero gesto de rechazo.