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1230

Tan sólo un día después de brindar con el moro cordobés, doña Berenguela estaba en León para despedir a su ex esposo. Durante los últimos años de su vida, don Alfonso IX, el Baboso, se había concentrado en su política de conquistas en el sur peninsular. Tras haber tomado las plazas de Cáceres, Badajoz, Mérida y Montánchez, las tropas leonesas realizaron numerosas incursiones en Extremadura. Y con el propósito de agradecer a Dios tantas victorias, el rey emprendió una peregrinación a Santiago de Compostela. Pero cuando regresaba de ésta, tuvo un nuevo e intensísimo trastorno humoral que obligó a los físicos a practicarle una sangría que le dejó más muerto que vivo.

Al verle en su lecho de Villanueva de Sarria, doña Berenguela pidió que los dejaran solos. Acercó su rostro al de él, que asomaba la nariz por el embozo y le dijo:

—Alfonso, vengo a despedirme; no quiero que os vayáis guardándome rencor.

Ella miró en silencio. Llevaba días sin comer y estaba muy débil para replicar. Durante cinco o diez minutos permaneció inmóvil. Sólo su pecho subía y bajaba lentamente, haciendo crujir la camisola de seda. Pero después de un rato, en sus ojos aleteó una llamita.

—Vos no venís para despediros —cacareó—, venís para que nombre heredero de León a nuestro hijo Fernando.

No había venido para eso, aunque sí se le pasó por la cabeza comentárselo. Era verdad que desde 1217, don Alfonso IX, el Baboso, se había excusado del compromiso adquirido por el Tratado de Cabreros, y había instalado en León como herederas a sus hijas doña Sancha y doña Dulce, habidas de su primer matrimonio con Teresa de Portugal. Pero doña Berenguela ya había meditado sobre cómo convertir a su hijo en rey de Castilla y León. Negociaría con las infantas y con doña Teresa; estaba convencida de que se comprometerían a renunciar a la sucesión del reino leonés a cambio de una cuantiosa renta vitalicia.

—En todo caso —prosiguió él con mucha dificultad—, eso del rencor... es lo más hermoso que me habéis dicho nunca...

Se incorporó un poco y pidió a su ex esposa que le descorriera las cortinas. La luz entró a raudales en la estancia.

—¿Os acordáis que un día me preguntasteis si sabía qué hay después de la muerte?

—Lo recuerdo perfectamente.

—Pues no hay nada.

—No digáis esas cosas —le increpó doña Berenguela—. ¿Sabéis lo terrible que es morir sin Dios? Hay que ser fuerte. Más allá, os espera la salvación eterna.

Don Alfonso volvió a mirar por la ventana.

—Me importa un rábano la salvación eterna. Tengo los higadillos encharcados —añadió con un hilo de voz.

—Eso no es novedad —dijo ella por decir algo.

—No me voy a ir guardándoos rencor. El rencor está para hacerlo estallar contra algo, contra los muebles, contra las personas... ¿Qué haría yo con el rencor en un lugar en donde no hay nada más que muertos...? —Extendió un brazo, y con el dedo apuntó hacia la ventana—. Pero quiero que me ayudéis a llegar hasta ahí. Yo sólo no puedo.

La reina miró por la ventana. Fuera no había más que un pozo con polea y brocal de piedra que surtía de agua al castillo.

—¿Al pozo?

—Al pozo.

—¿Y qué tiene el pozo que no tenga la cama?

—En el pozo hay castillos, espada, vino, moros y mujeres. En la cama no hay más que muerte.

De pronto, doña Berenguela comprendió lo que le estaba pidiendo. Su gesto se crispó.

—¡Nunca! —le dijo—. El momento de la muerte sólo lo decide Dios.

—Pensadlo por un momento —contestó él—. ¿Qué hace en el mundo alguien como yo? Soy viejo, tengo los higadillos encharcados y un dolor que me consume poco a poco... Sólo tendríais que darme un empujoncín... —No pudo terminar porque el dolor le hizo derrumbarse sobre la almohada.

No accedió a la petición de su ex esposo; pero aquellas palabras, aquel último deseo fueron suficientes para hacerle comprender dos cosas. La primera que el hombre que ahora tenía delante, a punto de morir, no era el que había convivido con ella durante todos esos años. Tenía los mismos ojos, el mismo pelo, las mismas manos, las mismas uñas, pero era distinto. La segunda cosa que comprendió tenía que ver con ella misma.

Por primera vez en su vida, doña Berenguela sintió lástima. No era lástima por él, sino por ella, por no haber sabido disfrutar de la vida con él. Porque nunca antes lo había visto como aquel día, es decir, como a un hombre. Siempre había sido un instrumento. La pieza de ajedrez, torpe pero imprescindible. Primero el instrumento para la unión entre Castilla y León; luego el instrumento de su obsesión de tener descendencia; más tarde el instrumento para que su hijo heredara el reino de León. Se quedó cavilando otro rato, mirando en derredor, hasta que la vista se detuvo en un hatillo que ella misma había dejado sobre una silla al entrar. Tuvo una idea.

—¿De verdad queréis volver a ver los castillos, la espada y los moros? —dijo—. ¿Queréis que os traiga a las mujeres más hermosas del mundo?

Don Alfonso IX, el Baboso, abrió un ojo con dificultad.

—¿Moras?——acertó a decir con un hilo de voz.

—Moras.

Con manos presurosas deshizo el hatillo del que sacó una cachimba. Su cachimba. La que fumaba a escondidas por las noches, metida en su habitación del castillo. La que le había ofrecido a su nuera a punto de parir, cuando se retorcía de dolor en los inhóspitos páramos de Toledo. Con cuidado de que nada cayera al suelo, sacó también una cajita de hojalata con leche de amapola y un raspador para hacer fuego. El mundo puede ser muy hermoso, decía mientras metía el ungüento en la cápsula de la cachimba. Don Alfonso volvió a abrir un ojo.

—¿Me vais a lanzar al pozo? —preguntó esperanzado.

—No —contestó doña Berenguela encendiendo la pipa, y aspiró una primera bocanada—. Os voy a sacar de él.

No mentía. Porque durante todas aquellas noches en que se habían oído cánticos celestiales y carreras por los pasillos del castillo, ella también había salido del pozo para subir hasta un lugar en que los hombres, todos los hombres, eran buenos y olían bien, un pozo de aire, de vida, de flores.

Porque mientras fumaba de su cachimba, todo tomaba otro aspecto y otro color. Una serenidad alegre envolvía las cosas, los problemas no eran problemas, lo húmedo estaba seco y la hiedra le brotaba de las orejas. Mientras fumaba y expulsaba el aire, los muslos se restregaban bajo las faldas como grandes pedazos de carne blanca y la sangre helada de sus venas se calentaba a fuego lento.

Don Alfonso IX de León, el Baboso, aspiró de la boquilla de la cachimba. Poco a poco, su cuerpo, tenso por el dolor, se fue relajando y su rostro crispado se dulcificó.

—Ya veo la espada y el vino —exclamó—, ah, sí, y los castillos. ¡Ya veo a la mora!

Entonó una cancioncilla picante, levantó las manos y comenzó a moverlas en el aire. Pero de pronto calló. Abrió los ojos, bajó los brazos y dirigió la mirada hacia la que había sido su esposa. Dijo tristemente:

—Pero a mí siempre me gustaron más las cristianas.

Al oír esto, doña Berenguela sintió alfileres en las mejillas. Quedó inmóvil, sin saber qué hacer, mientras el rey de León volvía a cerrar los ojos. Unos días después, los cerró para siempre.

Para entonces la reina madre ya estaba con su nieto. Era su segunda visita a Celada del Camino y el niño estaba a punto de cumplir diez años. Además de su intención de comunicarle personalmente la muerte de su abuelo, así como la importantísima unión de las coronas de Castilla y León (y su nueva condición de heredero a ese trono), tenía otras cosas que disponer.

La primera era echar a la nodriza de la casa. Hubiera querido hacerlo después de su primera visita, pero en Castilla las cosas se complicaron con la plaga de las langostas y nunca encontró el momento de volver.

—Doña Urraca —le dijo al poco de llegar, cuando el niño ya estaba acostado—, ¿os acordáis de la cabra que perdisteis?

La nodriza estaba en el cobertizo, repartiendo nabos a las cabras a la luz de una vela. Al oírla, las manos se detuvieron. Levantó la vista.

—¿La que perdí...?

—La que perdisteis cuando llamasteis a la puerta del monasterio de las Huelgas. Es hora de que sigáis buscándola.

Doña Urraca volvió a meter los nabos en el cubo. Durante un rato quedó sólida, inmóvil, impávida ante las gallinas y las cabras que le rozaban los muslos y le mordían la falda y le cagaban los pies. No tenía un pelo de tonta y enseguida comprendió lo que le insinuaban.

—Pero eso fue hace diez años...

—Pues con más motivo.

Sólo pidió a cambio una sola cosa: que le dejaran despedirse del infante. Doña Berenguela accedió a cambio de otra condición: ni un solo beso, ni una sola caricia, ni un solo susurro. Se acabaron los dengues y los remilgos. Si quería volver a ver al niño, no podía tocarlo. Y otra cosa más: no era la abuela quien ordenaba esa partida. Ella misma había decidido irse para casarse.

Por la mañana, tal y como habían acordado, apareció don Rodrigo Jiménez de Rada. El viaje desde Toledo había sido un tormento. Caminos cortados al paso y las posadas cerradas. La plaga había vuelto con tanta violencia que muchos campesinos decidieron prender fuego a los campos y pastizales para impedir que las langostas penetraran los burgos y las aldeas. Pero ahora, cuando por fin había alcanzado el asiento de paja trenzada junto a la chimenea del humilde salón de Celada del Camino, sorbiendo un caldo de gallina, no eran los caminos cortados ni las posadas cerradas ni la ira de la gente. No era el fuego de los pastizales lo que le molestaba. Era el fuego interior. El que se había desatado en sus vísceras casi al mismo tiempo que descendía la lluvia bermeja de langostas, la sotana no tiene nada que ver con vuestra condición de cura, no pararse para «no» pensar. Oía el crepitar de las ramas, sentía en sus propias tripas el chisporroteo de los caparazones, mientras el remordimiento se iba sobreponiendo a la vergüenza, el desvalimiento a la imbecilidad, madre. Madre, yo lo que quiero es estudiar medicina y casarme.

—Estáis colorado, arzobispo, tal vez os convenga apartaros un poco del fuego.

Era doña Berenguela, que le había invitado a sentarse para comentar los asuntos pendientes. En la cocina, doña Urraca trajinaba con las ollas, y la reina se dio cuenta de que el arzobispo hacía esfuerzos por no desviar la mirada hacia ella.

—Sí —dijo—, tal vez me convenga... Tanto como a vos apartaros de ese frío asiento...

—Mi más sentido pésame por la muerte de vuestro ex esposo.

La reina madre cerró los ojos y asintió.

—¿Vos creéis posible que Dios nos conceda la salvación eterna sin haber amado en la vida? —dijo de pronto.

El arzobispo reflexionó unos instantes.

—Pero vuestro esposo sí amó en vida... Si me permitís, creo que no hizo otra cosa que «amar».

—¡No estoy hablando de mi esposo!

—En ese caso no. Creo que no.

Después de saludar al niño, que tuvo que besarle la mano ensortijada, tuvieron una entrevista extraña. La reina madre le convocaba para que supieran cuál sería su modo de proceder con respecto a los planes que los reyes habían dispuesto para el futuro del infante. Quiere que participe en la cabalgada dirigida a tierras andaluzas y que vaya a descabezar moros, un niño de diez años, bueno, pues que participe y que descabece. Quieren que se incorpore a la vida de la corte, que aprenda modales junto a los clérigos y escribanos y que desarrolle aficiones dignas de un príncipe, bueno, pues que se incorpore. Quieren casarlo con Blanca de Champaña, hija de Teobaldo de Navarra; el rey don Fernando ofrece a cambio Guipúzcoa y otras tierras, bueno, pues ¡no se casará con ésa! Los reyes no lo saben pero ya he movido mis hilos para que jamás se case con una princesa navarra. He hablado con el conde de Bretaña que tiene un hijo; se me ocurre que éstos tienen mucho más que ofrecer a Teobaldo.

Luego le contó su promesa hecha a las monjas de las Huelgas cuatro años atrás, en el sentido de que enviaría a alguien a Noruega para buscar a la hermana de la abadesa doña Sancha. A cambio, ellas volverían a rezar, ya están rezando para exterminar a las langostas y la plaga está contenida, ya sabéis que incumplimos la primera vez y que por eso... Estoy pensando que tal vez pueda ir algún embajador que conozca aquellas tierras...

—¿Un embajador...? —dijo él confuso.

Al igual que las monjas de las Huelgas, doña Berenguela ignoraba que el arzobispo le había dicho a la abadesa que su hermana estaba muerta. En realidad, sólo se lo había contado a doña Sancha y, al parecer, ésta había muerto sin decir nada a nadie.

—Un embajador no me parece buena idea —balbuceó—. No hay ninguno que conozca esas tierras.

La reina madre le miró unos instantes.

—¿Y vos?

—¿Yo? Yo estoy muy ocupado —dijo él inmediatamente—. Acaba de llegar a Toledo un nuevo grupo de traductores a los que debo coordinar. Además, acabo de volver de Noruega. No me podéis pedir que vuelva. ¡Hace mucho frío en esas tierras!

Doña Berenguela sonrió.

—No os vendría mal un poco de frío... —dijo.

Don Rodrigo le miró asustado.

—¿Frío? —preguntó, y tragó saliva.

—Lo «húmedo» con lo «seco», lo «frío» con lo «cálido». La desproporción, el predominio del calor sobre el frío que acaba concentrándose en la sangre. ¿No recordáis? Sosiego de tripas. El hombre expulsado del Paraíso. La batalla entre el espíritu y la carne. Fuisteis vos mismo quien me habló de todo eso...

El arzobispo se puso del color de la grana.

—La criada mora que teníais en el castillo del Milagro —dijo doña Berenguela fríamente—. ¿Dónde está?

Pero no hubo respuesta. Don Rodrigo tenía la vista clavada en el suelo.

—Veo que sí, que os conviene el frío. Antes de ir a Noruega habéis de arreglarlo todo —dijo ella— y pasar por el monasterio de las Huelgas. Las monjas tienen que seguir rezando. Les explicáis quién os envía y les contáis que, esta misma semana, tenéis intención de partir para Bergen para buscar y traer a doña Constanza. Hacéis noche allí y os aseguráis de que las monjas siguen rezando por la erradicación de la plaga. Luego viajáis hasta el norte y tomáis un barco. ¡Abrigaos bien porque los de sangre caliente no estáis acostumbrados al frío...!

El arzobispo estaba encogido, con la cabeza gacha como un pajarillo. El fuego interior estaba sofocado, pero ahora tenía que enfrentarse a su futuro: volver a emprender el largo viaje a Noruega, ausentarse durante un periodo que podía ser de años, olvidarse de la tan ansiada primacía del arzobispado de Toledo, de su Escuela de Traductores, de su labor histórica, de su vida confortable para buscar..., ¿qué era exactamente lo que doña Berenguela quería que buscase?

—¡Por cierto, arzobispo! —añadió ella—. Ese tal Haakon que ahora es rey... ¿tiene alguna hija casadera?