Castillo del Milagro, Toledo, 1230
El problema era ese, existir. Sistere ex, estar fuera. Lo que estaba fuera, a la vista, al alcance de la mano o del olfato, existía; lo que estaba en el interior, los sueños, los deseos, los proyectos y los fantasmas, las obsesiones, no existía. Y si Noruega no era más que una sensación, el balbuceo de una reina, para una humilde monja castellana del siglo XIII que vive encerrada entre los muros de un convento, no era nada.
Para doña Berenguela, algo más instruida que ellas, estaba en algún lugar lejano, a medio camino entre su corazón y la distancia infinita, pero era. Existía.
Más le valía; y más le valía cumplir su promesa porque, tal y como habían predicho las monjas, la abadesa doña Sancha no tardó en hacer llegar su venganza. Pocos días después del sepelio, algunos vieron descender del cielo una lluvia bermeja de langostas que se fue posando lentamente sobre las lomas peladas, los olivos y la alfalfa, los campos y las áridas montañas de Castilla, y pobló ciudades enteras con sus plazas y caminos, con sus calles estrechas y tortuosas, y zumbó por las cocinas de las casas, y pululó por los sobrados, y se ahogó en el vino de las bodegas, y asustó a los animales de los establos.
El propio arzobispo de Toledo fue testigo de ello un día de septiembre, cuando sorbía sopas de ajo con pan en el jardín de su castillo toledano del Milagro.
Ese día se había despertado calado de sudor y, al poner un pie en la piedra del suelo, vio que su camisa de dormir yacía por el suelo. Se palpó de arriba abajo: pelo. Al encontrarse completamente desnudo, se pegó un susto de muerte. Recordaba haberse puesto la camisa antes de dormir luego, ¿quién se la había quitado?
«Yo mismo —pensó a continuación, para no dar pie a ningún otro pensamiento—, por lo visto, tenía calor, y en sueños me la quité. Esas cosas ocurren. La naturaleza es sabia, el organismo se regula solo.»
Se había levantado temprano para desayunar con calma. Hacía tiempo que no se permitía el lujo de degustar el desayuno. La construcción de la catedral de Burgos y la opinión encontrada de otros muchos prelados, el viaje a Noruega y la muerte de doña Sancha, las monjas bigotudas insistiéndole en que la abadesa no estaba enterrada en donde se había prometido, la enfermedad del rey de León y los problemas sucesorios que se anunciaban, sumados a sus ocupaciones habituales y a ese empeño personal de no pararse para no «pensar», le habían dejado flojo.
En todo caso, aquel día sería distinto; tenía tiempo hasta la misa de doce. Él era un hombre libre, por mucho que doña Berenguela se empeñara en lo contrario. Abrió la ventana y, abandonándose a un turbio placer, se rascó las partes pudendas. Luego se dejó inundar por el aire fresco: el olor de las higueras, junto a la visión de los montes de Toledo le recordaron a su madre.
Obró en un excusado muy alto, instalado en una de las estancias que tenía el fundamento y la talladura de trono y al que subía y bajaba solemnemente por una escalera, como si se tratara de un púlpito. Junto a él, tenía un libro de medicina que le gustaba hojear mientras buscaba la inspiración. Abrió por donde se había quedado el día anterior: «La salud se debe al equilibrio de las potencias, lo húmedo y lo seco, lo frío y lo caliente, lo amargo y lo dulce y lo demás...».
Y qué razón tiene, se dijo cuando terminó de subirse el braguero y de abotonarse la sotana. Entonces le gritó a la criada que hoy quería desayunar en el jardín.
—No hay jardín —le contestó ésta al cabo de un rato, desde el otro lado de la puerta—, sólo abrojos y matorrales.
«Puta», pensó él, pero no lo dijo.
—Junto al tiesto con el geranio. Ayer puse allí una mesa y una silla —gimió en tono bajo, y echó un vistazo rápido a la estatua de la Gloriosa que tenía en el dormitorio—. Soy libre, hoy no rezo.
Tomó el libro de medicina con intención de seguir leyendo fuera y recorrió los corredores fríos y desnudos. Atravesó estancias vacías con ingentes chimeneas sin encender, bajó la escalinata, abrió el portón y se introdujo en el jardín. Tanto castillo para él solo iba acabar con su salud. Pero don Alfonso VIII se lo había donado junto al vasto territorio cercano a las hoces del Guadiana, casas, tierras calmas cerealeras, olivar, viñedo, huerta y molinos por su participación en la batalla de las Navas de Tolosa.
El recinto exterior era casi circular, con robusta sillería almenada, sin aspilleras ni torreones de flanqueo, rodeado de un ancho foso. Dos puertas principales, formadas por triples arcos entre los que se deslizaban los rastrillos, daban paso a la gran plaza de armas. A través de una de ellas emergió la criada con las sopas calientes, despeinada y en enagua blanca. Las dejó sobre la mesa sin decir nada. El arzobispo, que estaba leyendo, apartó la vista del libro para seguir su trasero bamboleante con la mirada. Cuando estaba a punto de meterse, la volvió a llamar.
Era una mora rapaz de grandes ojos negros y cabello rizado, de una belleza perversa. Tenía los dientes blanquísimos, la tez de aceituna y los ademanes silenciosos. Había echado raíces en la provincia de al-Ándalus, pero tras aguantar continuas algaras y razias de una crueldad despiadada por parte de las tropas castellanas de don Fernando, había optado por lo más práctico: convertirse a la religión católica y buscar empleo en casa de algún castellano acaudalado. Y como el arzobispo buscaba criada para sus nuevos dominios, entró a servir allí. Había mucho trabajo en aquel castillo solitario. Antes de que el día clareara, ya estaba aireando las habitaciones. Luego limpiaba, se deshacía de la paja vieja de los colchones y los volvía a llenar con nueva; conseguía leña para las cocinas y las alcobas; se proveía de velas y antorchas y encendía la de la puerta principal para señalizar la entrada. Por la tarde iba hasta el río a lavar la ropa, limpiaba, fregaba el suelo con el fin de matar a las pulgas y expulsar a los gatos de los sitios calientes.
Cada vez que don Rodrigo la tenía delante, ocupada en alguno de estos menesteres, un escalofrío le recorría el espinazo, como si fueran de otro las piernas que temblaban, de otro las manos incapaces de seguir abotonándose la sotana y de otro los músculos contraídos de la mandíbula.
Ella asomó su rostro por la puerta.
—¿Mandasteis algo?
El arzobispo hizo gancho con el dedo.
—Acercaos —dijo.
La mora se acercó. Al pasarle revista (cabellos despeinados, rostro sin maquillar, enagua transparente), don Rodrigo paró mientes en su calzado: unos escarpines altos con el talón al aire, delicadamente decorados, que desentonaban con el resto de la indumentaria.
—¿Y esas sandalias tan lujosas? —le preguntó.
La mora arrancó una brizna de paja y comenzó a chuparla.
—Las encontré lavando junto al río, medio enterradas en la orilla —dijo—. ¿Qué pasa, que no os parecen dignos de mí?
—¡Oh, sí, sí...!
Quedó pensativo unos instantes.
—De eso mismo quería hablaros... ¿Vos creéis que si yo me quitara esta sotana seguiría pareciendo un arzobispo? —dijo de pronto.
Era una pregunta que le rondaba la cabeza desde hacía tiempo, pero que nunca se había atrevido a hacer. ¿Era él un arzobispo o tan sólo un deseo, el deseo de su madre? Pero esa mañana se sentía con fuerzas para todo y, además, había despertado desnudo.
Volviendo a llevarse la brizna a la boca, la criada dijo: Vos tenéis pinta de cura, con o sin sotana, y se fue bamboleando el trasero. El arzobispo fijó la vista en la ventana y, durante un rato, pareció dedicarle su perplejidad al infinito; después se dio cuenta de que esa franqueza espontánea de la mora, teñida de ironía cruel, le había ofendido. Pero volvió a llamarla para decirle que a las sopas le faltaba el huevo cascado, y que a él le gustaban con huevo.
—Pues decidle a las gallinas que lo pongan —gritó ella con desprecio. Y comenzó a musitar en árabe juicios desdeñosos contra él.
Don Rodrigo se dispuso a comer. Frente a él se extendían sus posesiones, territorio comprendido entre el puerto de los Yébenes y el puerto Marches y de ahí hasta el río Estena, Abenójar y las hoces del Guadiana, tierras ganadas con el sudor de su frente. Tierras áridas. Porque era verdad lo que decía la criada: allí no había jardín. Matorral bajo, amapolas, ortigas y dientes de león que crecían a la buena de Dios. Un poco más allá, yacía una vieja higuera seca como un navío de guerra. Nadie se había preocupado de retirarla y sus ramas como huesos se habían cubierto de moho amarillo. Él mismo se había empeñado en que no hubiera jardín.
Le hubiera encantado plantar flores y frutales, oh, sí, cultivar allí sus ciruelos, verlos crecer y llenarse de frutos, injertarlos de especies superiores como lo había hecho en los viejos tiempos en el huerto de doña Berenguela. Pero no podía. El jardín y sus placeres le llenaban la cabeza de pensamientos. «Pensar.» Mientras terminaba las sopas, volvió a abrir el libro: «Siendo la enfermedad el desequilibrio producido en el organismo por el predomino de una de las potencias, el exceso de calor —y se estremecía un poco con el pensamiento de la criada en enagua— o frío que se concentra en la sangre, médula o encéfalo».
Alzó la vista y vio como entraba un gato en un hueco de la maleza y se tumbaba en la sombra, con los ojos guiñados al sol. No le gustaban los gatos. Le recordaban los últimos días de su madre. Cuando estaba loca y los paseaba por la plaza del pueblo atados de una correa. Quince o veinte, y las carcajadas de las gentes. También había faisanes sueltos por el jardín. Siguió sorbiendo la sopa, que le pasaba caliente por el gaznate y bajaba hasta el estómago, mezclándose con aquel estremecimiento que ahora era hervor de la sangre. Los gatos eran ruines y egoístas. Los faisanes no. Cerró el libro de golpe.
—¡Pan! —le gritó a la criada—. ¡Esto está muy salado!
Y mientras esperó a que viniera, tomó una margarita del suelo y comenzó a deshojarla frenéticamente. Tal vez, se dijo, en su organismo también había un desequilibrio, un exceso de calor. Un gato se restregó por sus tobillos y él se lo quitó de en medio con un puntapié. Alzó la vista para volver a contemplar sus posesiones.
Se consoló un poco pensando que, al menos, si su madre le estaba viendo desde el Cielo, estaría contenta. Un día, cuando todavía era niño, ella estaba sentada frente a él, en el salón de la casa, junto a la ventana salediza. Le preguntó qué quería ser en la vida. El dijo que pensaba estudiar medicina y casarse. Ella, embutida en su luto negro, levantó los ojos de su labor y le dijo: Tú no tienes que pensar en las mujeres; tú sólo tienes que pensar en Dios. En cuanto a la medicina... No volvieron a hablar del tema. Pasaron los años, fue a estudiar a Bolonia, luego a París, y sin darse cuenta, cuando volvió a Castilla, el comentario había arraigado en sus entrañas. Con una facilidad pasmosa se convirtió en el nuevo arzobispo de Toledo.
Desde entonces era un hombre abnegado, con el celo de que su arzobispado fuera el mejor de España, con el aire de estar siempre agotado por el trabajo, con la barbilla pegada al pecho y los ojos puestos en el suelo, pero por dentro ardía.
—¡Pan! —volvió a gritar, y los dedos que deshojaban la margarita eran cada vez más rápidos. Uno de los gatos se subió a la mesa y él lo empujó con furia.
Porque en realidad seguía hambriento, tenía un apetito de vida devorador.
La criada no venía. Volvió a mirar a su alrededor: tres o cuatro felinos más. Negros. Con las colas levantadas y abrojos en la pelambre, con ese afán de despreciarlo todo. Tiró la margarita al suelo y se puso en pie. Con un gesto brusco, apartó la mesa, y la sopa cayó al suelo. Gritaba: ¡criada!, ¡criada!, y ni él mismo sabía muy bien por qué la llamaba ahora. Se acercó a la puerta y cogió una pala. Alzándose la sotana con la otra mano, se puso a perseguir a uno de los gatos por el jardín. Y cuando lo tuvo cerca, le arreó un palazo tal que lo dejó en el sitio. Lo recogió moribundo, lo sopesó entre ambas manos y lo volvió a dejar en el suelo.
En ese momento apareció la criada, ya vestida y con los escarpines. Echó un vistazo al gato y, renegando con la cabeza, dijo:
—Tanta santidad para esto...
—¡Vuestra culpa! Por no venir.
La mora pensó que aquel era un día extraño. El arzobispo gritándole y matando gatos sin motivo alguno, y desde que se levantó, una lluvia espesa y bermeja que no había dejado de caer. Tanto que llegó a oscurecer el cielo en una franca vertical, por la fachada norte del castillo, justo donde colgaban las sábanas. El jardín de don Rodrigo estaba al sur, así que pensó que probablemente no se habría dado cuenta. Pero luego se dijo que a lo mejor la llamaba por eso, por la lluvia, porque acababa de ensuciar sus sábanas y sus calzones.
Vio que se recogía la sotana por encima de las rodillas y salía trotando por el jardín. Cuando llegó a la altura de la higuera, tronchó una rama y se puso a perseguir al resto de los gatos. Ayúdame, criada, decía, ayúdame a espantar a Lucifer. La mora le ayudó con los brazos abiertos en cruz. En realidad, los gatos no tardaron mucho en irse, pero don Rodrigo se empeñaba en que seguían ahí. De pronto, se detuvo y se volvió hacia la mujer con el gesto crispado, jadeante. El pecho le subía y le bajaba. Fue todo visto y no visto.
De un empujón, la tumbó. A continuación echó un pie a tierra, se desabotonó la sotana, se la quitó, la lanzó a un lado y, tras abalanzarse sobre ella, comenzó a besarla en el cuello mientras le intentaba arrancar el vestido. Pero la mora era fuerte, tenía costumbre de montar a pelo, y enseguida consiguió ponerse a horcajadas sobre su espalda. Al cabo de un rato, él quedó quieto, sin resuello, ofuscado, tratando de quitarse con la lengua la tierra que le había entrado por la boca; en realidad, no sabía bien lo que había pasado, ¿qué hacía la mora en su grupa? Aprovechando la confusión, la criada se lanzó al suelo, se recogió las rodillas entre los brazos y se quedó mirándole en silencio.
Y ese silencio seco, esa hostilidad indiferente y helada, fue lo que le hizo sentirse verdaderamente imbécil a don Rodrigo.
—¡Decid algo! —chilló—. ¡No os quedéis ahí callada!
Tapándose el pecho con lo que quedaba de vestido, la mora se incorporó un poco. Dijo:
—Menos mal que tuvisteis la delicadeza de quitaros la sotana.
Don Rodrigo la consideró un momento con un deseo brutal de estrangularla. Tenía una sensación extraña: la piel se le agrietaba y de ella escapaban burbujas. Burbujas hirvientes del pecho, de los brazos, de la mano, de los dedos. Marchaos, quería decir, pero no pudo. Todavía sentado en el suelo, se giró en bloque para coger la pala. Luego buscó a la mora, volvió a tumbarla en el suelo y le arreó un golpe. Uno sólo. Seco.
En ese momento, por ese lado del castillo, el aire se pobló de cuerpos. Don Rodrigo miró hacia arriba, dio unos cuantos pasos, alzó el brazo y atrapó un puñado de langostas. «Langosta venganza divina —pensó—, langosta venganza divina.» Volvió a vestirse, tomó a la mora muerta por las muñecas y la arrastró hasta los cobertizos del castillo. La observó durante un rato. Pensó en taparla con una manta, pero luego se dijo que era mejor dejarla tal cual. Así que, quitándole los escarpines, que era lo único valioso que tenía, y metiéndoselos en el morral, se fue.
Cuando, solo en los establos, enjaezaba al caballo para marcharse, todos sus nervios se relajaron.
Con debilidad de mujer, la cabeza contra la grupa de la bestia, rompió a llorar.
Al día siguiente se presentó en la corte de Valladolid. Tenía un solo deseo: confesar lo que acababa de hacer a doña Berenguela, que ésta le perdonase y que le permitiese volver a su sede toledana para seguir con lo que siempre había hecho. Encontró a la reina madre preparándose para salir hacia León. Su ex esposo yacía en el lecho de muerte y quería verle por última vez.
—Han vuelto las langostas —le anunció el arzobispo.
—Lo sé —contestó ella—. Pero tiene remedio, ya tengo todo previsto.
Don Rodrigo se acercó. Le temblaban las manos y la voz, y ella lo notó.
—Yo... —titubeó. Se quedó mirándola con sus ojos ardientes como fuegos negros—. Necesito deciros algo...
La reina madre se sonrojó impetuosamente: de pronto, en el flujo de la sangre notó que algo grande, oscuro y extraordinario, estaba a punto de ocurrir. Sólo unos minutos antes, mientras preparaba su equipaje, todo era indiferencia y resignación en su frío corazón de mujer cuya vida ya empezaba a declinar. ¿Qué estaba a punto de decirle el arzobispo? Sus carnes, enmagrecidas a fuerza de años y trabajos, poco codiciadas por su sabor bravío, acaban de reblandecerse.
—¿Sí...?
Pero el arzobispo había enmudecido. Doña Berenguela, que tampoco estaba preparada para escuchar nada en ese momento, le sacó del aprieto.
—Muy pronto me reuniré en Celada del Camino con mi nieto y quiero que vos también estéis ahí. Hablaremos de todo con calma... Antes tengo cosas que arreglar en Villanueva del Sarria...
Al cabo de unos días, una calurosa madrugada de septiembre, con mano silenciosa, apenas audible, llamó al portón del castillo un hombre. Desde la maciza torre del homenaje, los cortesanos habían vislumbrado la silueta que avanzaba por entre el caserío de Valladolid: un moro con buena facha, tez morena y dientes de resplandeciente blancura, arrastrando su albornoz blanco, en veste talar y con sandalias negras, tarareando cancioncillas estúpidas. Montado sobre un mulo de pelaje amarillo, cruzó la plaza Mayor, todavía desierta, avanzó por delante de las casas apiñadas a la orilla del Pisuerga, dejó atrás las huertas, tomó uno de los senderos y se encaminó al castillo.
Cuando por fin llegó a la puerta y se apeó del mulo, observó durante un rato la fortaleza. Luego, sin muchas ceremonias, se anunció a los criados como enviado del arzobispo de Toledo. Estas palabras fueron suficientes para que la reina madre le dejara entrar sin pedir explicaciones.
Desde el día anterior, pensando en la frase inacabada de don Rodrigo, su seco corazón, huérfano de ternura, se derretía como hielo bajo el sol. Esa mañana había dormido más de lo habitual, se había levantado de buen humor y con voz dulce y cantarina, sin gritar a las criadas como era habitual, había pedido que le trajeran el desayuno a la cama. No es que se sintiese especialmente feliz, no, no era eso. Más bien, sentía en sus entrañas un resurgir de flujos, un movimiento y un calor que creía muertos.
Desayunó con calma, tostadas con confitura y no su frugal cuenco de papas, contemplando los rostros de las criadas que arreglaban el cuarto, escuchando sus voces. Más tarde, olvidándose del trabajo, bajó a pasear por los jardines. De pronto, como si algo se hubiese despertado en su rígido mecanismo mental, acababa de descubrir que había una belleza en el viento fresco de las mañanas, en el lejano ladrido de un perro, en el florecer de las glicinias del muro del castillo, en el entrechocar de los platos de la cocina. Y es que, en lo más hondo de su ser, había renacido una esperanza.
—¿Y qué noticias podéis traer vos de don Rodrigo Jiménez de Rada? —quiso saber nada más tenerle delante, esponjándose como una gallina—. Ayer mismo estuvo aquí...
El moro echó un vistazo a su alrededor. Le habían conducido hasta una estancia espaciosa con suelo de baldosa roja y muros enjalbegados, con una mesa de madera labrada, sobre la cual había candelabros, cubiertos y hermosos platos de peltre. Al fondo, sobre la chimenea que calentaba la sala, estaba colgado el pendón que el rey Alfonso VIII había traído como trofeo de la batalla de las Navas de Tolosa.
—Hermoso todo esto —dijo— y lujoso..., muy lujoso..., tanto o más que nuestras casas... Me he fijado en la nueva arquitectura, ¿qué pasó con los antiguos muros ciegos? ¿Es que ya no sentís la amenaza mora?
—Las ventanas se han ensanchado sólo ligeramente para mejorar la ventilación y la iluminación. Era necesario.
—Ya veo... Pequeñas concesiones a la cotidianidad doméstica, balbuceos de un calor y un lujo que vendrá después, sí, señor. Nosotros, los moros, tarde o temprano, lo perderemos todo en Córdoba. Los hay que ya se han hecho amigos de los cristianos, precisamente para eso, para no tener que perder más...
Doña Berenguela posó en él una mirada que lo abarcó de la cabeza a los pies.
—No os he dejado entrar para hablarme de moros de Córdoba, sino del arzobispo de Toledo. ¿Qué tenéis que decirme sobre él?
—Iré al grano —contestó él—. Vuestro valeroso arzobispo tenía una criada mora. Una de las criaturas más bellas de Córdoba, que se marchó a Castilla en busca de empleo. Según tengo entendido, el último sitio donde estuvo trabajando fue en el castillo del Milagro, que, como sabéis, es propiedad del arzobispo.
—Puede ser —dijo ella.
—Resulta que esa mora está muerta.
Doña Berenguela se encogió de hombros. En el esfuerzo por dominarse, la cara se le empezaba a poner dura y desagradable.
—Todos tenemos que morir —dijo con la voz temblorosa.
—Cierto —prosiguió el hombre—. Pero no asesinados por un arzobispo. —Hizo una pausa para tomar aire—. Un campesino dijo haber visto a don Rodrigo arrastrando el cuerpo de la mora hasta los establos del castillo.
—¡Alabado sea el Señor! —clamó doña Berenguela——. ¿Sabéis de quién estáis hablando?
—Probablemente —prosiguió el otro haciendo caso omiso—, intentó abusar de ella, tenía señales en...
A doña Berenguela le temblaban las piernas y le daba vueltas la cabeza.
—¿Para qué habéis venido? —dijo con un hilo de voz.
—Resulta que en Córdoba todos pertenecemos a la misma familia... —dijo él—. Yo soy el único que sabe que fue asesinada, ayer mismo me lo dijeron, pero en cuanto lo cuente por ahí, el resto de los miembros pedirán venganza, que no os quepa la menor duda. Yo, en cambio —se posó la mano en el pecho y volvió a echar un vistazo a su alrededor—, no quiero venganza. Aunque tengo una debilidad: me gustan los castillos..., los castillos como éste.
La reina madre se dirigió hasta la ventana. Luego eso era lo que le tenía que confesar el arzobispo; toda la esperanza de amor renacida se había desvanecido de golpe. La tristeza y el desencanto dieron inmediatamente paso a la ira. ¿Qué hacer? ¿Esperar a que la familia del moro se vengase? No, ella misma lo haría. En cuanto a ese moro, si quería un castillo, tendría que ofrecer algo más aparte de su silencio.
—¿Y decís que algunos de los vuestros se están haciendo amigos de los cristianos para no perderlo todo? —De pronto, había recuperado todo su vigor.
—Eso parece.
Doña Berenguela hizo un gesto a una criada para que les sirviese vino. Al rato apareció ésta con una bandeja y unas copas.
—Pues no es mala táctica. —Le miró fijamente a los ojos. —¿No creéis?
El moro calló unos instantes.
—No —dijo.
Ella seguía escrutándole sin parpadear.
—¿Habéis oído hablar del castillo de Iznatoraf?
Él asintió con un leve movimiento de cabeza.
—Vuestro hijo acaba de conquistarlo —dijo.
—Exacto. Una fortaleza recia, ahora deshabitada, desde la que se domina toda la loma del Úbeda, con once fortines...
—Veo que nos vamos entendiendo —le cortó él— y que os agrada mi silencio.
—Sí —contestó la reina madre—, pero necesito algo más que silencio. —Hizo una pausa para meditar sus palabras—. Se oye hablar mucho últimamente de un barrio llamado Ajarquía en Córdoba. Por lo visto, es inexpugnable. También he oído decir que si los cristianos lograran entrar en él, caería el resto de la ciudad...
El moro sonrió.
—La cuarta ciudad del mundo, la mayor después de Roma, Constantinopla y Sevilla... Sí, y sólo dependiente de un barrio.
A continuación tomó una de las copas de vino y la alzó hacia doña Berenguela.
—Estoy seguro de que podré complaceros —dijo, y después de pegar un sorbo, añadió—: ¡Por la conquista de Córdoba!