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Celada del Camino, Burgos, 1226

Y mientras la reina madre seguía reconquistando territorios a los moros junto a su hijo (ya se había tomado el Muradal, Baeza, Úbeda y Quesada, y estaba clara la intención de ir a la conquista de Córdoba y Sevilla), pensando que su nieto recibía una gélida y estricta educación germanista que le prepararía para convertirse en rey de romanos, el niño pasaba los primeros años en las delicias.

Crecía al amor de la nodriza en Celada del Camino, aldea de tierras fértiles bien regadas por abundantes ríos, cercana a otras poblaciones como Pampliega, Can de Muñó o Villaquirán, y que los padres del infante habían encontrado para apartarle del trasiego de una corte que con tanta frecuencia vivía en los caminos. Y crecía justamente al contrarío de lo que había dispuesto la abuela: sin horarios ni rutinas, revolcándose en el lodo, olisqueando el romero de los montes y comiendo truchas, besando el morro de los becerros, silvestre como un gato, sin más obligaciones que las de trepar a las higueras para buscar nidos de pájaros o salir a cazar libélulas al río, sin más autoridad que la de una mujer que no tenía ninguna gana de tener autoridad.

La madre del niño, doña Beatriz de Suabia, temerosa de las enfermedades y las plagas de las grandes ciudades, había aceptado que su educación más temprana se acometiera en un lugar alejado de la andariega corte, pero nunca se resignó a la idea de no verle hasta que llegara su adolescencia, como pretendía la abuela. Ahora, fortalecida por la maternidad, era una mujer con las ideas claras, cariñosa con sus hijos.

Después de todos estos años en la corte castellana, había llegado a la conclusión de que nunca había conocido a nadie menos sentimental que su suegra, más incapaz para la ternura. De hecho, no llegaba a entender como ella, alemana, era la que tenía que atemperar la frialdad y la distancia que doña Berenguela marcaba con las gentes de la corte, con el pueblo y sobre todo consigo misma. Desde que su suegra había dejado de instigarla para que quedara preñada, sus ojos se llenaron de luz y sus mejillas respiraban vida. Después de tener al infante Alfonso, volvió a parir a los nueve meses exactos, y en los cinco años que habían transcurrido, ya tenía otros cuatro hijos. Y la vaca, le decía con mucho orgullo (y cierto retintín), seguía aguardando en el establo.

Así que en varias ocasiones se había presentado en la casa de Celada del Camino. En estas visitas secretas le llevaba higos y buñuelos y le hablaba con vehemencia de la corte y de sus hermanos. También le explicaba que su padre estaba guerreando en la distancia, y por último siempre salía la corte siciliana, en donde ella se había criado, y su primo el gran Federico II.

—Me gustaría que de mayor fuerais como él —le decía.

Y el niño quedaba pensativo (¿cómo él?).

A continuación venían las palabras: Sicilia, el Papa, los Staufen, güelfos y gibelinos, ¡Anticristo!, el Emperador del fin del mundo; palabras abstractas que sonaban como el viento susurrando entre las flores y los árboles y que componían en su cabeza una danza embrujadora y desprovista de significado. ¿Sabéis que acaban de excomulgar a Federico? ¿Qué es excomulgar? Bueno, mi primo es un hombre rebelde y no está de acuerdo con el papa Gregorio IX. Este se ha enfadado porque... Pero la madre, al observar la cara de desconcierto del niño, callaba.

Solía estar quince días, un mes como mucho, casi siempre en mayo, cuando las mieses de Celada ya estaban espigadas. Luego se marchaba con su enjambre de palabras y deseos, y el niño se quedaba mudo. En junio maduraban los frutos, y con los calores de julio se efectuaba la siega. Poco a poco, mientras se aventaban las parvas, volvía a sumergir la cabeza en su infancia asilvestrada; y en septiembre, cuando él y la nodriza sacudían las nogueras y recogían los higos tempraneros, volvía a ser plenamente feliz.

Todo esto se acabó un día en que la aldea recibía la visita de doña Berenguela. La primera desde que al niño le dejaron allí después de poner fin a la plaga de las langostas.

Celada del Camino emergía entre la alfalfa salpicada de flores y parajes enhebrados por grandes farallones calizos, muchos de ellos horadados por ríos subterráneos que surtían a las fuentes de agua fresca de la zona. Tenía diez o doce casas situadas a ambos lados de una calle que torcía entre cerezos, atravesando la plaza, el crucero y la iglesia. La casa en donde vivía el infante Alfonso con la nodriza Urraca quedaba aislada del resto por un seto de zarzales, en donde un hueco despejado de vegetación hacía las veces de entrada. Al llegar, doña Berenguela pasó por la fuente de agua fresca, en donde dos viejas que estaban lavando se volvieron para observarla. Después de atravesar un prado de frutales y hierba tierna, el caballo ricamente enjaezado con paño carmesí se introdujo a través del hueco.

Se encontró de frente con la casa de tabucos que tenía un establo adosado con nueve vacas, un toro, cinco terneros, ocho cabras y once conejos. Se apeó del caballo, pero, antes de entrar, algo le hizo detenerse.

Al pie de la puerta, junto al pilón para las bestias, vio unos zapatitos de fino cordón, con dibujos y preciosos adornos bordados con perlitas del mejor oriente, sin duda enviados por la madre del niño, la reina doña Beatriz. ¡Eran tan pequeños! Sin saber por qué, sintió que un oleaje de ternura le trepaba desde el hígado a las mejillas.

Ya por entonces estaba magra y consumida. Tenía los ojos hondos y secos, los hombros desmoronados, y sus pechos sin leche colgaban por encima del vientre hinchado. En el fondo de sus sueños, seguía ardiendo la brasa del Sacro Imperio romano germánico, pero la obsesión había consumido los encantos de su juventud y su feminidad —si alguna vez los había tenido—, y no le había dejado otra cosa que una existencia paralizada. El niño tenía que crecer, engordar como un pollo, y hasta que no estuviera en edad casadera, ella seguiría esperando. Su condición, ya de por sí taciturna y desabrida, se había ido acentuando con las idas y venidas, con las incomodidades de los campamentos, con los sustos de la guerra y con los disgustos de la política. Muerto su esposo, ya no volvió a pensar en los hombres, por despecho y sobre todo por miedo a que alguien pudiera herir su sensibilidad. La rutina de la espera le había empedernido los sentimientos.

Miró por la puerta abierta: una cocina de tierra, con chimenea y salida al patio por donde hozaban los cerdos. En la pared había un aparador con una olla, parrilla, fuelle, tenazas y un caldero. Junto al zampedo donde se escurría el queso, había una hornacina con un retablo de la Virgen con manto de terciopelo, encerrada en una urna de cristal. En la habitación contigua, al fondo, junto a un armario medio abierto en donde blanqueaban las sábanas, estaban el infante y doña Urraca. Los observó durante un rato.

¿Qué hacía el niño pegado al pecho de la otra? ¿Qué eran esos ruidos? Miró a su alrededor: ¿cerdos?, ¿hozaban los cerdos? Siguió observando: no, no hozaban los cerdos.

El niño mamaba. Y es que, después de la siesta, el chiquillo corría a un rincón a buscar su taburete. Al primer quejido, doña Urraca Pérez se desabotonaba la camisa, abrazaba al niño y lo incrustaba contra sus pechos largos con sabor a cuajo agrio. Con una resignación más propia de una madre recién parida, con la mirada errada en el valle del Arlazón, la nodriza permanecía inmóvil como un peñasco; sólo de tanto en tanto, cuando el niño le mordía un pezón, pegaba un pequeño respingo.

Y lo peor, se dijo doña Berenguela, era que aquel chiquillo no mamaba para alimentarse.

El cuerpo del niño acogía, abrazaba y desnataba el alimento, ¿y si aquello fuera «la ternura» de la que le había hablado su nuera doña Beatriz? El pensamiento le pasó como una ráfaga por la cabeza. La ternura que ella había desterrado de su reino. La ternura que se había prohibido a sí misma como un dulce demasiado empalagoso. La ternura que había sentido al ver sus zapatitos con perlas del mejor oriente. La ternura que está muy próxima a la crueldad. Se sintió sacudida por un ramalazo de pánico: nadie le había dicho nunca que la ternura podía vivirse como miedo.

Era un día caluroso de verano y una vaca mugió en el establo. Sentado en su taburete, el niño tenía hundida la cara entre las robustas mamaderas de la nodriza mientras enganchaba un dedo entre sus rizos y lo movía haciendo círculos en el aire, al compás de las succiones. La otra mano jugaba con el pecho libre de su benefactora, que, por su parte, le hablaba en susurros de las cosas de la vida, oprimiéndole contra sí, sellándole la frente y el pelo con besos muy cariñosos.

Estaban tan inmersos en la actividad que la abuela tuvo que carraspear varias veces para que se percataran de su presencia. Al alzar la vista y verla allí, los ojos lanzando chispazos, con la rigidez de los gigantes, la nodriza arrancó de cuajo al chiquillo del pezón. Dijo:

—¡En pie, niño! ¡Dadle un beso a..., a vuestra abuela!

El infante se levantó, se limpió el bozo con la manga y la miró atentamente. Luego dio unos pasos hacia delante.

Vestía camisa de cuerda, bragas y calzas. Ya no era tan oscuro como cuando nació; una cascada de rizos rubios caía sobre sus hombros, tenía la tez mohína, las maneras lentas de su madre y un atisbo de locura en la mirada. Pero lo que más le llamó la atención a doña Berenguela fue la nariz: pequeña y respingona, como la de todos los Staufen, con las fosas nasales ligeramente abultadas. Este niño, pensó (y un lento escalofrío le recorrió la espalda), está aquí porque yo lo he querido. De su cuerpecito de cinco años, de sus manos, de sus piernas, de sus cabellos y sus riñones dependen matrimonios, alianzas, extensiones territoriales y hasta un imperio. Era ganado de cría al servicio del reino de Castilla. Y si su madre, doña Beatriz de Suabia, era el cordón umbilical que lo unía a los orígenes de la realeza y del imperio, ella, su abuela (y volvió a estremecerse), era la que había atado ese cordón.

El niño se acercó, se puso de puntillas y frunció los labios; pero antes de que pudiera lanzar el beso, oyó una suerte de ronquido:

—¡No, besos no!

No había conocido nunca a su abuela, pero le habían hablado de ella de una forma mitológica, como se habla del Ave Fénix o de los unicornios. Tenía la edad en que los sentimientos se moldean como la arcilla, edad en que uno puede ser cariñoso y frío a la vez, cruel o piadoso; edad en que uno puede besar y, cinco minutos después, escupir a la cara. En realidad, nadie le había enseñado la diferencia entre el bien y el mal. Simplemente, todo lo que doña Urraca le ordenaba era bueno; lo que le prohibía, malo. Era bueno ufanarse de las cosas, besar, comer, eructar, hacer de cuerpo. Era malo entrar en su habitación ciertos días de la semana o, cuando se hacía matanza, comerse las manitas del puerco que la nodriza se reservaba para sí. El mayor placer de su vida era que la nodriza le tratara con cariño, lo cual era muy fácil de conseguir con tal de que no faltara a estas cosas.

Pero al ver el rechazo de su abuela, surgió en su mente de niño de cinco años la sospecha de que besar pudiera ser algo malo. Algo tan malo como comerse las manitas del cerdo después de la matanza.

Se escrutaron durante un rato, en silencio, como lo harían dos animales salvajes en mitad de un páramo. La abuela estaba paralizada por la emoción. Intentó recordarse a sí misma a esa edad, una Berenguela lejanísima, y, en ese momento, el infante salió corriendo por la puerta de la cocina.

La abuela no había tenido el valor de verle desde que la nodriza Urraca se presentó en el monasterio de las Huelgas buscando su cabra. En su fuero interno era consciente de que no había encontrado la nodriza de buen linaje que había tenido en la cabeza desde que su nuera quedó seca de leche, pero estos cinco años habían sido muy intensos y volver a Celada hubiera sido un problema añadido.

Aquella doña Urraca Pérez no tenía ni un pelo de mujer del norte: era más bien una mujer del sur, cariñosa, apasionada en toda regla, y sabía que eso también se transmite por la leche. Pero nada más nacer, el niño estuvo a punto de morir deshidratado. Y por uno de esos impulsos de la desesperación, tan fértil en desaciertos, el caso es que ahora estaba allí.

—¿Y cómo me las apaño yo para dejar la granja, a mis padres que viven solos? —preguntó doña Urraca nada más saber que acababa de ser nombrada nodriza real.

—¿Y cómo me las apaño yo, muchacha —replicó doña Berenguela—, para criar al futuro emperador de los romanos?

Y los dejaron instalados en aquella casa de Celada del Camino. Es verdad que le había enviado los libros que tenía que empezar a leer, las ropas que debía usar en consonancia con su categoría social, hasta había intentado controlar lo que comía... Pero nunca tuvo el coraje de vigilar el día a día. Ahora le miraba atentamente. Nunca imaginó que tendría los cabellos largos y con bucles..., no, eso tampoco lo había controlado, y menos que seguiría enganchado a los pechos de la nodriza.

Aquello fue suficiente; se retiró a dormir en una habitación del piso de arriba, con una ventana en un vano sobre los tejados, un crucifijo y un colchón relleno de cáscaras de maíz.

A la mañana siguiente, armada de valor, fue hasta donde estaba doña Urraca, que desenvainaba guisantes, y la hizo levantar.

Le explicó que, por si no lo sabía, ese niño estaba llamado a ser uno de los emperadores más importantes de la historia y que ella, con esa dejadez asilvestrada y vulgar, estaba a punto de estropearlo.

—Sí, señoa —dijo tomando uno de los guisantes para metérselo en la boca.

—¿Sabe leer ya?

Pue para min que no, señoa —contestó ella masticando groseramente el guisante; escupió la piel al suelo y se limpió la nariz llena de mocos con la manga.

La reina madre también le dijo que se acababan las mamatorias. Que de ahora en adelante, el niño tomaría leche de vaca. Luego se retiró sin dignarse a compartir la mesa con ellos en ningún momento. Al día siguiente, fue a buscar al infante. Después de inspeccionar toda la casa, comenzó a oír unos gritos procedentes de la habitación de doña Urraca. Ésta hacía esfuerzos sobrehumanos para que el niño bebiese leche de un vaso, y él no entendía por qué le obligaban a semejante cosa, teniendo vuestras tetas aquí, decía adentrándose con las manitas en el escote de la buena mujer. Al ver al niño en la cama, junto a la nodriza, doña Berenguela, optó por desaparecer.

Bajó hasta la huerta y esperó a que el niño se calmara mientras contemplaba la salida del sol. La vaca del establo volvió a mugir. Una mata de madreselvas trepaba por el tronco de un castaño que a su vez servía de tenderete para la ropa mojada. Las flores eran de un blanco rosado y olían bien. Como no había comido desde la mañana del día anterior, tenía un hambre de elefante. Así que cogió una de las flores y, con su mandíbula casi desdentada, mordisqueó el tallo para succionar la miel. A continuación cogió otra, y otra, y otra más. El néctar estaba dulce, ella misma tuvo que poner freno a lo que estaba haciendo. Porque, ¿qué estaba haciendo? Mientras tanto, los gritos del niño habían menguado y todo quedó en silencio.

Cuando se giró para volver a meterse en la casa, vio al niño escondido tras las ramas de una higuera. Estuvo así durante cinco o diez minutos, observándola en silencio.

—¿Qué queréis ser vos en la vida? —le gritó la abuela de pronto—. ¿Emperador?

—No, señora.

—¿Sólo rey?

El niño la miró con cierta turbiedad en la expresión.

—No, señora. Sólo cabrero, como Urraca.

Pero doña Berenguela hizo como si no hubiera oído.

—Pues para ser emperador, hay que empezar por renunciar a los pechos de la nodriza.

El niño avanzó unos pasos hasta salir del escondite y se quedó pensativo. A continuación corrió a la cocina y cogió el vaso de leche. Volvió a salir dando pasitos cortos. Frente a la abuela, el cuerpo rígido y esbozando una mueca desafiante, lo vació.

Un poco más tarde, aprovechando que el niño estaba tranquilo, sentado en una banqueta en el porche de la casa con los brazos bajo las piernas, haciendo figuras con los pies en la tierra, doña Berenguela se dedicó a dar más instrucciones a doña Urraca: nada de besos, ni de suavidades de voz, ni de caricias, ¿comprendéis?, que son el humus de debilidades futuras, ya os lo dije cuando os entregué al príncipe. Luego le habló sobre la comida del príncipe (que no coma con los cinco dedos de la mano ni feamente con toda la boca), sobre la ropa que se tenía que poner el príncipe, que vaya a misa los domingos, que rece por las noches, al mediodía y por las mañanas. Ya he encontrado unos ayos que le instruirán en las primeras letras. El príncipe tiene que leer y que escribir. Somos lo que la educación hace de nosotros. Más adelante empezará a cabalgar contra los moros. El príncipe, el príncipe... Y lo casaremos con una princesa que esté a la altura de las circunstancias. Echó un vistazo al infante, que se había levantado y ahora se dedicaba a transportar piedras de un lado a otro.

—¿Qué hace? —preguntó.

La nodriza explicó que muchas veces hacía eso, llevar piedras de un lado a otro.

—Hace montoncitos de piedras —dijo, y se quedó contemplándole con arrobo.

Pero la reina madre no había terminado: Que tenga mucho cuidado de no ahogarse en el río, que no se caiga de un árbol, que no le embista una vaca, que... De pronto vio que la nodriza se había ido escabullendo hacia la pared, y que pretendía salir por la puerta.

—¡¿Adónde vais?! —le gritó—. ¡No he terminado!

—¿Me pue ir ya? —preguntó— Es que me han entrao ganas.

Doña Berenguela le extendió un cuenco, en el que había un ungüento que ella misma había hecho con hierbas agrias, cenizas y zumo de limón.

—Untaos los pechos con esto —le ordenó—. Ya veréis como el niño no vuelve a mamar en su vida. —Se quedó pensativa—: ¿Ganas de qué, decís?

—Ganas de gibar.