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Monasterio de las Huelgas, Burgos, 1221

Era doña Sancha una mujer viejísima que caminaba mirando hacia el suelo, como las ovejas o las vacas, con unos ojos atónitos y verdes que le conferían un carácter un tanto trágico. Su figura enjuta, enfundada en un hábito color crema, rezumaba dulzura y cercanía. Pero a la vez infundía un tremendo respeto, la autoridad que emana del que nunca ha sido desobedecido, porque en su persona confluían la grandeza de la mujer imponente y la humildad de una santa que ha dedicado toda su vida a Dios y al olvido de las cosas terrenales. Había pasado su juventud, su madurez y ahora su vejez en las Huelgas desde los memorables tiempos en que Alfonso VIII y doña Leonor de Plantagenet, padres de doña Berenguela, fundaron la abadía de monjas, panteón de reyes y lugar de retiro de mujeres pertenecientes a la más alta aristocracia, y lo dotaron de copiosas rentas y diversas heredades para que las monjas vivieran sin estrecheces.

Después de muchas complicaciones para poner bajo cintura a monasterios fundados con anterioridad como Perales, Gradefes y Cañas, que se negaban a acatar sus órdenes, la abadesa Sancha había adquirido fama de conseguir lo imposible por medio de súplicas y oraciones dirigidas a Dios. Y no sólo por convertir a las Huelgas en cabeza y matriz de todos los conventos femeninos cistercienses, así como en panteón, residencia y escenario de los actos sociales más sobresalientes de la familia real, sino también porque a ella venían, en busca de solución y consuelo, las gentes aquejadas de los males más diversos: una mujer que no conseguía quedarse encinta, un tuerto que empezaba a ver por el ojo que le faltaba, la hija de un campesino que tenía al diablo metido en un riñón.

A cambio de una pequeña donación para el monasterio, doña Sancha se encomendaba a Dios, ponía al resto de las monjas a rezar y esos males desaparecían.

Nada más tocar, unos pasitos por el empedrado y se abrió la puerta del convento, un hábito blanquísimo, quién va, es el rey y la reina con su hijo recién nacido, también la reina madre, no puede ser, una cara enjuta que mira al suelo, ¿no nos reconocéis?, un gritito, sí claro, ¡pero qué de visitas hoy! El Señor es bondadoso, pasad, pasad.

Al ver a doña Berenguela, a la que conocía desde niña, doña Sancha le lanzó los brazos al cuello y la colmó de besos.

—¿Ya tenéis nieto?

—Ahí está.

—¡Alabado sea el Señor! ¿Y vive? ¿Habéis comprobado si caga y todo eso...?

Pero las mejillas de la otra no estaban hechas para la dulzura y se deshizo del abrazo (¡pues claro que caga!).

Recorrieron los pasillos de la abadía, que exhalaban deliciosos olores a moho y a bizcocho de limón, para atravesar el claustro románico e introducirse en la sala capitular. Allí estaba también, recién llegado de una nueva gira por los reinos bálticos, el arzobispo de Toledo, don Rodrigo Jiménez de Rada, al que acababan de comunicar el nacimiento del infante.

Al ver a los reyes se recogió la dalmática blanca de seda natural, les hizo una genuflexión y bendijo al recién nacido. A continuación le extendió la mano para que doña Berenguela le besara la piedra del anillo y, tras inclinarse un poco, le susurró al oído:

—Luego, ya tenemos «la ciruela» en el huerto del Señor...

Aquel comentario le sentó mal a doña Berenguela.

—¿Otra vez huyendo? —le rebatió—, Porque, ¿dónde habéis estado durante todo este tiempo?

—En Noruega —dijo el otro con orgullo—. Por cierto, que es un reino precioso. Verde, frío, gente amorosa y...

—Bárbaros —atajó la reina madre.

Estaba muy enfadada con él. Sabía que había vuelto a ver al Papa y que no sólo no se había molestado en interceder por su matrimonio, tal y como había prometido, sino que además, para ganarse la simpatía del Pontífice, había llegado a comentar en su presencia que la declaración de nulidad de los reyes de León era el mejor ejemplo para todos los reyes de Europa. Así que trazó en el aire un gesto para que la dejaran a solas con la abadesa. Sin perder un solo segundo, después de hacer crujir una langosta con la punta del zapato, se dispuso a tratar el asunto de la plaga.

A cambio de acabar con los insectos, los reyes sufragarían la ampliación del ala suroeste del monasterio; ése era el trato. Se trataba de construir un espacio más amplio, un nuevo y grandioso monasterio de mayor empaque monumental, sin estrecheces, dijo la voz cacareante de doña Sancha, más preparado para ceremonias de investidura o de toma de armas, o tal vez para coronaciones, que enlazara con el anterior monasterio en su costado suroriental. Era algo de lo que ya se había hablado en otras muchas ocasiones, pero que nunca cuajó por falta de presupuesto o quizá por falta de voluntad.

Pero ahora que quedaban a solas, los ojitos tristes de la abadesa parecían reclamar algo más a cambio de la erradicación de la plaga.

—Tened en cuenta que son insectos que se reproducen muy a su sabor —dijo—. Después del apareamiento, la hembra pone los huevos en rendijas, o entre las vetas de la madera. Del huevo sale una larva, y si las condiciones son propicias, si hay humedad, por ejemplo, las larvas se convierten en enjambres en dos o tres semanas. Mudan la cutícula entre cinco y quince veces antes de alcanzar la madurez. Y cuando son adultas, comen su propio peso de alimento al día. Son bichos que gustan del sol y del sosiego..., pero, en fin, no voy a entrar en más detalles, en el Antiguo Testamento hay langostas para aburrirse; lo que las hace difíciles de exterminar —y aquí hizo un esfuerzo sobrehumano por alzar la cabeza y mirar a su interlocutora— son los caparazones.

Fue al grano con su especial petición: tenía ya casi ochenta años, había tenido una vida dulce y feliz y el Señor le había llamado a su lado. Estaba convencida de ello, no sólo porque le pesaban las vísceras tres o cuatro quintales de más, como si tuviera agua o sopa en las tripas, sino también porque todo le inspiraba una alegría muy próxima a la pena. De vez en cuando, le venían a la cabeza imágenes del pasado y le invadían deseos de ver a gente de su infancia, gente que probablemente ya estuviera muerta. Su casa, sus padres, su hermana...

—Vos no lo recordaréis, señora Berenguela, porque todavía erais una niña, pero yo tenía una hermana a la que estaba muy unida. Mis padres nos obligaron a tomar el hábito y a ingresar en este convento. Pero mi hermana Constanza, más amiga de los placeres de la vida, se negó y se escapó a las tierras del norte con un cruzado. Durante todos estos años pensamos que había muerto, pero hace medio año, llegó una misiva del reino de Noruega que me colmó el ánimo de gozo. Era mi propia hermana la que me escribía. Me contaba que había huido hasta la costa norte y que allí se había embarcado en una nave gruesa que transportaba arenques, pescado seco y maderas, y que la había llevado hasta la ciudad de Bergen, lugar en el que se había instalado.

»Así que, sabiendo que el arzobispo de Toledo ya había viajado otras veces por los reinos bálticos, le encargué que la buscara. ¡Y ahora mismito acaba de darme la noticia de que está ahí! ¡Qué regocijo!

Se sentó.

—Pero lo que quería contaros es otra cosa —dijo.

Resultaba incomprensible, pero en su ánimo había nacido, en medio de su enorme alegría ante la hora de reunirse con el Señor, un sentimiento misterioso y punzante. Tantos años dedicados a Él, tantos años diciéndole a la gente que....

—Tengo miedo —cacareó.

—¿Miedo de qué? —le preguntó doña Berenguela—. Vos tenéis ganada la gloria del Paraíso, está claro que al Infierno no iréis.

—Al Infierno no iré, no creo, pero.... —volvió a quedarse pensativa—. Pero ¿quién me dice que nos hayamos conseguido librar de las langostas antes de que a mí me entierren?

Doña Berenguela no acababa de entender.

—Pero entonces, vos —dijo—, ¿qué es lo que queréis aparte de la ampliación del ala suroeste?

La abadesa se quedó un rato pensativa, como midiendo sus palabras. Como hacía frío en la sala capitular, habían pasado a la biblioteca, una dependencia amplia, abarrotada de códices, antifonarios y martirologios que, al igual que las celdas, se abría a las claustrillas y a un patio central en donde las monjas cultivaban nabos y cebollas. Avanzó muy lentamente hacia la ventana desde donde se divisaba la iglesia y se aclaró la garganta:

—Como os decía, majestad —dijo mientras barría unas cuantas langostas del alféizar con el dorso de la mano—, he tenido una vida muy placentera. Y lo que no desearía ahora es que ese miedo que se ha apoderado de mí destruya la felicidad en la que he vivido a lo largo de todos estos años. Porque siento que si a la hora de la muerte tengo miedo, será como si hubiera tenido miedo durante toda la vida... Quiero que me entierren en el coro —sentenció.

—¿El coro de la iglesia de la abadía? Pero ese lugar está reservado a la familia real —contestó la otra inmediatamente—, y está prohibido enterrar a nadie que no pertenezca a la realeza. Hay incluso penas contra los transgresores...

—Tengo miedo —insistió la abadesa—, y el coro de las monjas es el único sitio adonde nunca llegarían las langostas. Tengo entendido que cuando tienen mucha hambre, empiezan a devorarle a uno por los pies.

—Llegarían igual, madre Sancha, no os engañéis. Lo que ocurre es que, como todos, queréis morir bien. Sabéis que un enterramiento en el coro garantiza la proximidad a Dios y, por tanto, la salvación eterna.

—Pero tened en cuenta que me estáis pidiendo dos mercedes: liberar al reino de insectos y... buscar una nodriza para el infante Alfonso, que tenga leche bastante porque la madre está seca como la paja. Quiero que me deis permiso para empezar con las excavaciones pertinentes.

Doña Berenguela acabó de escucharla en silencio consciente de que jamás le haría un hueco en el coro a una monja, por muy Sancha Gutiérrez que fuera. Sus padres le habían firmado un documento de donación del monasterio a la Orden del Císter, con lo que había adquirido desde entonces la categoría de «cementerio real», es decir, panteón estable de la corona y «nada más» que de la corona. Además, se estaban yendo por las ramas. Su prioridad absoluta —¡su destino!— era buscar una nodriza para el infante Alfonso, engordarlo, casarlo con una princesa del norte y convertirlo en emperador de romanos. Había que liberar al reino de la plaga de langostas, sí, pero eso no era más que un pequeño obstáculo en el camino. ¡El camino hacia el Sacro Imperio romano germánico! Así que, por muy ilustre que fuera la monja Sancha, ella no estaba ahí ni en ninguna parte para pensar en enterramientos sofisticados. Permiso para excavar en el coro, ¡qué barbaridad! ¡Que no pidiese nada más! ¡Ya había accedido a ampliar el monasterio, qué caramba! ¡A rezar!

Esa noche, justo antes de dormirse, le vino a la cabeza el viaje de don Rodrigo. Noruega... —se dijo con un escalofrío de emoción—, ¡qué princesas linajudas tiene que haber en ese reino!

Y en su celda del monasterio de las Huelgas, mientras llegaba el sueño, se sintió invadida por un extraño silencio.