Un prisionera secreto
—Me has decepcionado, capitán Scurn.
Scurn temblaba ante el sumo sacerdote cuando informó que el condenado kender seguía libre. Scurn no era ningún cobarde y, al margen de su elevada posición, el sumo sacerdote era más del tipo estudioso que del guerrero. En combate singular, el soldado estaba seguro de derrotar con facilidad al personaje que lo contemplaba desde lo alto del estrado. Naturalmente, jamás se atrevería a exponer esa opinión en voz alta.
El sumo sacerdote no estaba solo. Sus acólitos se alineaban formando un pasillo hasta el estrado, fuertes hijos de Sargas que Scurn sabía que se arrojarían voluntariamente sobre él, incluso desarmados, si su amo así lo ordenaba. Tenían la mirada fija ante sí, pero el capitán sabía muy bien que vigilaban todos sus movimientos.
—Excelencia, la guardia sigue buscándolo. De todos modos, sólo es un kender. ¡Un especialista en travesuras, nada más! Mi superior…
—No tiene nada que ver con esto, capitán. Te presentaste a mis subalternos como alguien que ansiaba ascender en el escalafón y que comprendía, sabiamente, que tal camino debe hallarse en armonía con mis metas. Te has beneficiado de mi buena voluntad, pero a cambio no me has correspondido entregándome lo que te pedía. —El sumo sacerdote inclinó el torso con expresión furiosa—. Quiero que encuentres al kender. Esa criatura es leal a Kaziganthi. No sólo podría crear problemas innecesarios y políticamente embarazosos, en un típico intento kender de rescatar a su camarada, sino que se me ha ocurrido que, de todos ellos, él es el único que podría ser utilizado contra el prisionero. Creo que ese Kaziganthi se considera una especie de paladín del pequeño. Por eso quiero que lo encontréis. No puede haber abandonado la ciudad. Las puertas están demasiado bien vigiladas. Encuéntralo. ¿Lo entiendes, o debo comprobar si alguno de tus hombres puede hacerlo mejor?
—No, Su Excelencia. Encontraré a esa alimaña. Lo haré. —El sumo sacerdote recobró la compostura y se arrellanó en su asiento.
—Más te vale. —Con un gesto displicente, dio el asunto por zanjado—. Te complacerá saber que, por la mañana, los criminales afrontarán retos distintos, que les brindarán la oportunidad de lavar el honor de su clan… y pondrán fin al menos a uno de ellos, si Kaziganthi no colabora.
—¿Mañana? —Scurn fue incapaz de disimular su sorpresa. El máximo dirigente del Templo actuaba con rapidez—. ¿Cuál?
—Eso todavía está por decidir, pero creo que será el que llaman Hecar. Su función ya ha terminado, pero siendo hermano de la compañera de Kaziganthi, su muerte causará un profundo impacto en éste. Tal vez sea suficiente.
—Es una buena noticia, Excelencia.
—No será tan buena si acabas haciéndoles compañía, capitán. Todavía quiero al kender. Si es necesario, haré ejecutar a la familia y a los amigos de Kaz, uno por uno, hasta que admita su error de juicio. —El sumo sacerdote formó un pináculo uniendo los dedos de ambas manos y suspiró—. El destino de la causa compensa de sobra lo mucho que lamento verme forzado a adoptar medidas tan drásticas. Kaziganthi es un símbolo para muchos, capitán, un símbolo que todavía puede enarbolarse para mayor gloria de la raza de los minotauros…, pero sólo si podemos doblegarlo.
Scurn captó la insinuación.
—Doblaré el número de efectivos que participan en la búsqueda. Tendremos al kender antes de mañana…, aunque nunca entenderé por qué esa criatura parece ser tan importante para Kaz.
—No necesitas entenderlo. Eso es asunto mío. Limítate a encontrar a ese valioso personajillo. Y hazlo pronto, a menos que desees compartir el destino de los criminales en la arena.
El capitán tragó saliva. Después, cayendo en la cuenta de que le habían ordenado retirarse, hizo una reverencia y salió rápidamente de la estancia.
Una vez se hubo marchado, el sumo sacerdote miró a sus subordinados. Cuando éstos le devolvieron la mirada, el respeto y el miedo se mezclaban en sus ojos.
—¿Qué noticias hay de los nuestros?
—No han averiguado nada hasta ahora, Excelencia —respondió el acólito que se hallaba más próximo por su izquierda—. Nadie ha visto ni rastro del kender.
—Es indudable que no se ha transportado fuera de Nethosak mediante poderes mágicos. Creo que yo habría percibido algo así. —El sumo sacerdote se permitió expresar mínimamente su frustración—. Aunque no espero que un kender entienda de magia.
—Excelencia, corren rumores… —se atrevió a decir un acólito situado frente al primero.
—¿Rumores? ¿De qué?
—Al parecer, alguien ha visto a un kender por las calles. El rumor aún no ha sido confirmado. No se ha encontrado ninguna huella de dicha criatura…
—Pero no es el tipo de rumor que surge sin fundamento alguno. —Se frotó la mandíbula, reflexionando—. Me pregunto si… Sí, el kender haría algo así, probablemente. Si es tan leal como aseguran mis informes, es poco probable que provoque grandes estragos. Es más posible que intente emular a su valeroso amigo. Eso está bien. Permitiremos que el kender campe a sus anchas.
—¿Señor? —preguntó el segundo acólito, sin llegar a comprender.
—Si la guardia y los nuestros no encuentran al kender, quizás él nos revele su paradero por sí solo. —El sumo sacerdote sonrió por fin—. Un kender resuelto suele encontrar lo que busca, y éste en particular, creo, busca a su camarada minotauro. Ordenaré que cuelguen carteles, recordando a todo el mundo que los criminales contra el estado se batirán en el circo por la mañana.
—Pero ¿cómo nos ayudará eso a encontrar al kender, Excelencia? —preguntó el primer acólito. El sumo sacerdote se enojó visiblemente.
—El kender ha demostrado su empeño en velar por su compañero, el gran guerrero minotauro. Intentará, a su manera, liberar a su amigo. Debemos procurar que se anime a explorar el circo, por si acaso no se ha enterado de que están retenidos allí. Incluso hay que dejarle una entrada expedita, así será tanto más fácil atrapar a esa insulsa criatura. Los guardias del circo deben estar prevenidos. Tú, Merriq, por preguntar tanto te has ofrecido voluntario para dirigir un grupo de los nuestros que registrará el circo de arriba abajo, después de lo cual coordinarás la inexcusable captura de esa rata de alcantarilla.
Merriq contestó con una reverencia y no hizo más preguntas, comprendiendo que ya había abusado de su suerte. El sumo sacerdote se irguió y se apoyó en su escritorio.
—Creo que algunos de vosotros quizás os hayáis relajado un poco en vuestro celo y, tal vez, también en vuestra fe. Nos han confiado desde tiempo inmemorial la ardua tarea de mantener viva una visión, de predicar a las masas el sueño del destino que nos impuso Sargas cuando eligió a unos cuantos ogros merecedores de ello y los transformó en los primeros minotauros. El Círculo Supremo es el brazo que convierte en realidad las funciones imperiales en el plano físico. El emperador es el corazón, el símbolo de perfección por el que todos nos consagramos al combate. Nosotros, por otra parte, somos el alma, y ése es el más importante de los tres elementos. Si el pueblo pierde la fe en su destino, habremos fracasado. El brazo se debilitará y el corazón dejará de latir. Por eso todos debemos ser fuertes, firmes en nuestras labores y creencias. No puede haber sitio para los débiles.
Los acólitos asintieron, pero permanecieron silenciosos.
El sumo sacerdote rodeó el escritorio y alzó las manos al cielo, en actitud implorante.
—Representamos a los guerreros en el circo del alma. Debemos triunfar, pues de lo contrario toda nuestra raza caerá en la degradación que afligió a los ogros. Merriq, inicia tú la letanía.
El veterano acólito le dedicó una profunda reverencia y, tras aclararse la garganta, empezó a recitar:
—Hemos sido esclavizados, pero siempre nos hemos librado de nuestros grilletes…
A su alrededor, los demás repitieron sus palabras. Todos cerraron los ojos y, en imitación del sumo sacerdote, alzaron las manos al cielo.
La figura que ocupaba el estrado bajó las manos y contempló a los minotauros que se hallaban a sus pies, satisfecho de que no se hubiera producido vacilación alguna, con independencia de las órdenes que recibieran. Se habían consagrado a un sueño, aunque no sabían que él había alterado ese sueño. Harían cualquier cosa en nombre de Sargas, pero en realidad era a él a quien adoraban. Él era su dios, aunque no se dieran cuenta.
Dentro de poco tiempo, sin embargo, todos lo sabrían… y entonces ya sería demasiado tarde.
La noche cayó lentamente, pero en las celdas excavadas bajo el circo era difícil distinguir entre el día y la noche. Sólo el relevo de la guardia, y el hecho de que les habían llevado la cena por lo menos una hora antes, proporcionaron a Kaz y a sus compañeros cierta idea de lo tarde que era.
—Me siento como si llevara pudriéndome aquí abajo toda la vida —rezongó Hecar—. Si no hubierais venido cuando lo hicisteis, es muy probable que yo hubiera perdido el próximo combate, nada más por poner fin a esta infernal monotonía.
—No hables así. Un guerrero siempre debe perseguir la victoria.
—Este lugar consigue enfriar esa clase de entusiasmo, maestro Ganth. Créeme.
—Todavía debemos esperar varias horas más. Para entonces, habrán relajado la guardia. Nadie ha escapado jamás de estas celdas. —Kaz intentó que su voz sonara animosa—. Seremos los primeros.
Ganth gruñó.
—Quizá tú puedas decirme cómo escaparemos, aun contando con tu prodigiosa arma, muchacho. Aquí dentro no podrás manejarla con mucha comodidad.
—Padre, no conoces el poder de Rostro del Honor. Confía en mí.
—Prometo no apartarme de tu lado, para que puedas demostrarme que estoy equivocado. —El anciano minotauro soltó una risa corta y cascada y luego guardó silencio.
Transcurrieron los minutos. Kaz mataba el tiempo girando las muñecas hacia uno y otro lado, intentando encontrar los mejores ángulos para lo que tenía en mente. Su descabellado plan sólo surtiría efecto contando con el hacha mágica. Cualquier otra arma no estaría lo bastante bruñida y afilada, o resultaría inútil. Sólo su mágica hacha de combate tenía la capacidad de atravesar casi cualquier material como si de agua se tratase.
Alimentaba la sospecha de que, al día siguiente, Polik se hallaría entre el público del circo. Conocía al Polik de antes demasiado bien, para no saber que el emperador desearía presenciar en directo la muerte de su antiguo rival. Aquello convenía a Kaz. Había aprendido a lanzar su hacha a gran distancia con una puntería asombrosa. Después de eso, los minotauros necesitarían un emperador…, algo que, en opinión de Kaz, ya se demoraba en exceso.
Naturalmente, si el sumo sacerdote también se encontraba presente, Polik tal vez sobreviviría, después de todo. Kaz tenía una idea clara de quién detentaba el verdadero poder, y si sólo disponía de una oportunidad de lanzar su hacha, Jopfer sería su blanco.
En el pasillo, al otro lado de la puerta de la celda, resonaron el entrechocar metálico de armas y el rítmico batir de pasos marciales. Junto a Kaz, Ganth se agitó y Hecar, que se había adormilado, despertó en el acto. Escucharon consternados cómo los guardias proseguían su marcha, dejando atrás su puerta.
—¡Hay que registrar todos los corredores! ¡Iluminad todas las celdas! ¡No dejéis sin registrar ningún hueco lo bastante grande para que se esconda ni una rata!
—En nombre de Kiri-Jolith, ¿qué está ocurriendo ahí fuera? —susurró Hecar—. ¿Por qué están tan activos de repente?
—No lo sé —respondió Kaz—, pero es algún tipo de registro. Quizás haya escapado un prisionero. —Lanzó un bufido—. No podía haber elegido peor momento.
—Tal vez se marchen pronto y las cosas se calmen, muchacho.
—Tal vez.
Sin embargo, no se trataba de un registro ordinario. Por el ruido, parecía que estuvieran apostando guardias, además de registrar las celdas.
En efecto, la puerta de su celda se abrió de golpe y por ella entraron varios miembros de la guardia estatal, con las espadas desenvainadas. Cada uno portaba una antorcha.
—Debisteis avisarnos de que veníais, muchachos —exclamó Ganth—. Nos habríamos preparado mejor. Lamento no poder ofreceros nada de comida o bebida.
—¡Cállate, viejo! —ladró uno de los recién llegados. Dos de ellos hurgaron con sus espadas en los rincones oscuros y, a continuación, volvieron a inspeccionarlos a la luz de sus antorchas.
—Yo iría con más cuidado —añadió Kaz—. Las ratas se ponen de mal humor cuando las importunan.
Uno de los guardias le dirigió una mirada torva.
—La única rata que buscamos tiene dos piernas, y la encontraremos tarde o temprano.
Los guardias salieron de la celda, cerrando con llave la puerta una vez más. No obstante, la actividad prosiguió en el exterior.
—En el nombre del infernal Sargas, ¿qué ocurre aquí, Kaz? —Hecar se puso de puntillas para espiar mejor. Una cabeza o un hacha pasaban ocasionalmente ante la puerta.
—No lo sé, pero ojalá se tranquilicen y se marchen pronto, o frustrarán nuestro intento de fuga. Ni siquiera Rostro del Honor bastaría para lidiar con tantos soldados.
Una hora más tarde, sin embargo, era evidente que el registro continuaría un rato más. Kaz rebulló inquieto. Sabía que iba a resultar más difícil preparar la huida para ninguno de ellos si tenían que hacerlo desde la arena. Pero no parecía haber elección.
«Entonces que así sea. Haré lo que pueda por ellos y moriré, si es necesario. —Kaz compuso una mueca de disgusto—. ¡Y pensar que juré que no permitiría que me mataran en el circo, ni para complacer al emperador!».
Ahora Kaz pronunció un nuevo juramento, por el cual se comprometía a que ni Polik ni Jopfer encontraran placer en su muerte.
La noche se iba acabando. Ya no podían faltar más de dos o tres horas para el amanecer. Kaz y los otros estaban a punto de perder la esperanza de que el registro acabase cuando, de improviso, reinó el silencio en los pasillos y la luz de las antorchas disminuyó. Hecar despertó de un codazo a Ganth, que se había quedado dormido. Kaz se contorsionó, en un esfuerzo por ver algo más del pasillo, pero el reducido tramo que su vista abarcaba no le reveló nada. Podía haber una legión entera de centinelas al otro lado de la puerta, pero también podría no haber nadie.
—¿Vas a intentarlo, muchacho? —le susurró su padre—. Se nos acaba el tiempo.
—Quizá dentro de un momento… —Cortó la frase en seco al oír un tintineo que advirtió a los tres ocupantes de la celda que la puerta se estaba abriendo. Kaz la observó, preguntándose quién o por qué…
La puerta basculó lentamente y se detuvo antes de abrirse lo suficiente para que pudiera colarse ni siquiera una liebre. Una respiración agitada precedió al menudo personaje que asomó por la rendija y sonrió al trío de minotauros.
—¡Delbin! —Kaz consiguió a duras penas que su voz no fuera más que un murmullo.
—¡Hola, Kaz! —Naturalmente, la situación entera era probablemente, para Delbin, como un extraño juego del escondite—. ¡Te he encontrado! Sabía que debías de estar aquí cuando oí decir que habían arrestado a un guerrero que no demostró el buen juicio de rendirse a todo un pelotón de la guardia…
—Delbin, ¿qué estás…? —El enjuto personaje apoyó un dedo sobre sus labios.
—¡Chist! Ahora no puedo salvaros, Kaz, porque los guardias ya vuelven y vosotros no podéis escabulliros por los sitios donde quepo yo, y eso que los registran, pero no se fijan mucho, o no muy bien, y de todos modos tampoco querríais ocultaros en algunos de esos lugares… —Se calló de golpe y luego, mucho más despacio, añadió—: Sólo quería decirte que creo haber encontrado una buena forma de rescataros…
—¡Delbin! Márchate de aquí. ¡Quiero que salgas de Nethosak, como te dije la primera vez! —Sólo Paladine sabía cómo había conseguido el kender llegar hasta allí, pero Delbin sólo estaba exponiéndose al peligro. No tenía posibilidad alguna de ayudar a Kaz—. ¡Vete ya!
—Pero quería explicarte cómo os liberaré de…
—Márchate —añadió Ganth, aguzando el oído al detectar el regreso de la Guardia Estatal—. De lo contrario, por la mañana puedes acabar ayudándonos a entretener a la multitud desde la arena.
—¿Estaréis en la arena? —El tono del kender era tan jovial que hizo rechinar de dientes a los minotauros—. ¡Eso me facilitará mucho las cosas! ¡Espera y verás!
Para su sorpresa, el kender retrocedió y empezó a cerrar la puerta.
—¡Delbin! —llamó Kaz, levantando la voz lo máximo que se atrevió—. ¡Abandona la ciudad!
La puerta se cerró, pero un instante después, el diminuto amigo del minotauro se aupó para atisbar a través de los barrotes de la mirilla enrejada. Sin dejar de sonreír, Delbin replicó:
—¡Oh, no te preocupes, Kaz! No pienso marcharme sin vosotros tres. Os rescataré mañana, de una manera realmente espectacular, cuando os halléis en la arena.
Antes de que Kaz pudiera añadir nada, Delbin desapareció bruscamente de su vista. Al cabo de unos instantes, un centinela introdujo su feo hocico entre los barrotes de la mirilla.
—¡Basta de ruido! ¡Que Sargas os confunda, necios! Deberíais descansar un poco para que, al menos, deis un espectáculo medio decente antes de que os maten a todos. —Lanzó un desdeñoso bufido—. Y ahora, silencio. Pronto será de día.
Se apartó de los barrotes cuando uno de sus camaradas de armas llegó hasta él.
—¡Ha venido un representante del sumo sacerdote! Ha traído a sus hombres y se dirigen hacia aquí para registrar la zona y comprobar el estado de los prisioneros.
El primer guardia resolló con incredulidad.
—¡Acabamos de registrar este lugar de arriba abajo por orden del Círculo! ¿Qué va a encontrar un clérigo que no haya encontrado ya la guardia?
—Tal vez no encontremos nada, hijo mío. Pero también es posible que sí —le respondió una tercera voz—. No nos corresponde a nosotros dudar de las sabías decisiones de Su Excelencia.
—Yo… ¡Os pido disculpas! No quería decir…
Kaz y los demás intercambiaron miradas. ¿Uno de los acólitos de Jopfer? ¿Con un nuevo destacamento para registrar las celdas? Era evidente que no habían descubierto a Delbin, pues en tal caso, alguien lo habría comentado ya. Aquello supuso un gran alivio para Kaz.
—Soy el hermano Merriq. Nos prestaréis toda la ayuda necesaria. Esta orden procede de vuestros superiores y del despacho del sumo sacerdote.
—Sí, hermano Merriq.
—Registrad allí y allí —oyeron ordenar al clérigo los prisioneros—. Tú busca por allá.
—Nos han fastidiado, chicos —comentó amargamente Ganth—. No piensan marcharse, por el momento. Nadie nos libra de la arena. ¡Al menos les demostraremos cómo lucha un verdadero guerrero!
Kaz negó con la cabeza.
—También he ideado un plan para eso. Es más arriesgado, pero parece ser la única opción que nos queda.
—Muchacho, ¿qué esperas que hagamos, una vez en la arena? ¿Tiene algo que ver con ese kender?
Kaz se había olvidado momentáneamente del plan de Delbin…, lo más probable es que no quisiera pensar en la clase de idea descabellada en que se basaría.
—No, nada que ver con él. Pero ahora no podemos hablar de eso.
Sus palabras eran más ciertas de lo que creía. Un nuevo rostro asomó de pronto por la mirilla enrejada. Unos ojos calculadores estudiaron a los tres prisioneros.
—¿Son ellos?
—Sí, hermano Merriq. —El representante arrugó el hocico.
—No parecen gran cosa…, y aun parecerán menos cuando se haga de día. ¿Ya están programados sus respectivos combates?
—Sí, señor. Molus tiene la lista definitiva, pero creo que el primero será el que lleva aquí más tiempo, después el viejo y por fin el que llaman Kaz.
—Cambia el orden. —Los ojos de Merriq se clavaron en Kaz, quien le devolvió la mirada, decidido a no perder este pequeño pero crucial duelo de voluntades—. Su Excelencia preferiría que Kaziganthi, del Clan Orlig, fuera el primero de los tres en librar el combate. Éstas son mis órdenes.
«¿Cuanto antes me quites de en medio, mejor? ¿O acaso sigues creyendo que me asustarás para que renuncie a mi vida y me convierta en un símbolo tuyo para adocenar a las masas?».
Estaba claro que Merriq esperaba alguna reacción por parte de Kaz, pero como el prisionero no cumplió con sus expectativas, el personaje de la túnica se apartó de la mirilla.
—Confío en que no habrá problemas para que se efectúen oportunamente los cambios en el programa.
—¡No, hermano Merriq! Alertaré al maestro de armas ahora mismo, si lo deseas.
—Simplemente comunícaselo cuando llegue. Con eso debería bastar, ¿no crees? No discutirá mucho una orden, ¿o sí?
—Como desees, hermano Merriq. —Abre la puerta de la celda.
—Sí, hermano Merriq. —La puerta traqueteó y se abrió lo suficiente para franquear la entrada al representante del sumo sacerdote y a uno de los centinelas. Nada más entrar, Merriq miró en derredor.
—¿Esta celda ha sido registrada desde las vigas hasta el suelo? ¿Todos los rincones?
—Sí, hermano.
—Entonces será segura, supongo. —La alta figura de la toga se plantó ante los cautivos y miró fijamente a Kaz—. Tú eres Kaziganthi de-Orlig.
—Considerando que estabas presente cuando me llevaron ante tu amo, eso no debería sorprenderte, ni siquiera a ti.
—Una lengua afilada, típico de un hereje y un traidor.
Típico también de un necio. Cualquiera habría dicho que a estas horas estarías suplicando clemencia. Kaz resopló.
—¿Y de qué me serviría? Tu amo jamás la concedería, y ambos lo sabemos.
—Cierto, pero podías intentarlo igualmente. —Merriq se agachó para mirar a Kaz a los ojos con más comodidad—. Las cosas serían mucho más fáciles para ti y para tus amigos si cambiaras de opinión. Su Excelencia te ha ofrecido lo que la mayoría de los guerreros sueña con conseguir. Sólo un necio o un loco rechazaría tamaña gloria.
—Sólo puedo responderte del mismo modo que a tu amo. No soy el títere de nadie. Eso atentaría contra mi honor…, algo que tú quizá nunca comprendas, hermano Merriq.
El clérigo lo fulminó con la mirada, pero no respondió a la pulla.
—Sería prudente también que nos indicaras dónde se halla el kender. Si no se le somete a custodia para protegerlo, no hará más que empeorar su situación.
—Esperemos que se encuentre lejos de Nethosak y fuera de tu alcance.
—Permanece en la ciudad —repuso Merriq—. De eso estamos seguros. Le harías un gran favor revelándonos su paradero. Existen muchas maneras de morir.
—Creo que este tipo debe de ser sordo, Kaz. —Ganth sacudió la cabeza—. Pregunta algo, le responden y vuelve a preguntar lo mismo.
Kaz lanzó un gruñido.
—Como si a tu amo le importara la seguridad del kender —espetó a su interrogador.
—Al sumo sacerdote le importan todos los hijos de Sargas, incluso los de razas inferiores.
El sumo sacerdote quería a Delbin vivo, sin duda para utilizarlo como amenaza contra Kaz. Con creciente curiosidad, Kaz se preguntó a qué estaba jugando Jopfer. Quizá ni el propio emperador, ni el Círculo Supremo conocían sus planes.
—Veo que no sirve de nada tratar de inculcarte un poco de sentido común —observó Merriq—. Muy bien. Así, por voluntad de Sargas, lava con la muerte tu honor perdido, a los ojos de los tuyos. Lucha bien y puede que tu recuerdo aún sea honrado.
Merriq se marchó sin mirar atrás. El guerrero que le había franqueado la entrada miró a Kaz y a los otros casi con simpatía, antes de salir rápidamente detrás del clérigo.
—Debemos registrar de nuevo todo este corredor. Si el kender se presenta, tendrá que utilizar una de esas salidas —expuso Merriq a alguien invisible para los prisioneros. Su voz fue disminuyendo de intensidad a medida que se alejaba. Sin embargo, continuaron oyendo guardias que recorrían los pasillos, y Kaz distinguió los cuernos de un centinela apostado ante la puerta de su celda. Sospechó que se trataba de un soldado del templo, en lugar de uno de los miembros de la guardia estatal.
—Bien, esto es el final, muchachos. Ahora sí que acabaremos en la arena.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Hecar—. Kaz será el primero. Ya habéis oído a esa serpiente de la toga. Quieren que sea el primero para quitárselo de en medio lo antes posible. ¿Por qué no se limitan a asesinarnos aquí mismo?
—¡Pero eso no sería jugar limpio, Hecar! Nuestro sumo sacerdote tiene que guardar las apariencias. Además, creo que su intención es que tú vivas, Kaz. Es más probable que Hecar y yo le sirvamos para dar un escarmiento. No obstante, puedo equivocarme. Estoy seguro de que no serán pocos los que recuerden a mi hijo y la última vez que bajó a la arena. Tal vez esto sea, además, un intento de demostrar que nadie puede desafiar al emperador y al resto de la pandilla. —Ganth sacudió la cabeza—. No sé qué pensar.
—¿El emperador? En realidad no es necesario desafiarlo. —Hecar lanzó un gruñido—. Polik es el títere del sumo sacerdote. Eso resulta evidente.
—Es peor aun —replicó Kaz, saliendo finalmente de su ensimismamiento—. Yo diría que Jopfer tiene también al Círculo Supremo comiendo de la palma de su mano. Lo cual supongo que ahora no importa. Lo que importa es salir de aquí. —Forzó una sonrisa que esperaba que pareciera astucia—. Vosotros estad preparados para actuar mañana.
No me perdáis de vista. En cuanto yo actúe, debéis dirigiros a cierto túnel que yo os indicaré, al otro lado de la plaza. Es la salida más rápida y directa. En esa zona encierran a los animales que se emplean en el circo. Allí habrá menos centinelas de guardia. En un momento de gran confusión, no os resultará demasiado difícil abriros paso hasta la calle.
—¿Y qué hay de ti, muchacho?
—Yo seré la gran confusión —respondió pícaramente—. Y estaré justo detrás de vosotros —añadió, pero mentía.
Hecar mantenía el entrecejo fruncido.
—¿Cómo se puede crear la confusión suficiente para que todos se olviden de nosotros?
—Es preferible que no lo sepas. Tú simplemente confía en mí. Funcionará. —Kaz tenía sus dudas, pero no las aireó.
—Pero ¿qué pasará con Delbin, Kaz? Ha dicho que se le había ocurrido algo. ¿Y si pone en práctica cualquier idea descabellada, justo cuando tú te dispones a ejecutar tu plan?
Kaz no quería plantearse ese problema en concreto. Con suerte, Delbin habría cumplido sus deseos y ya no estaría en Nethosak. De lo contrario…
—Ruega para que Paladine y Kiri-Jolith dispongan de algunos buenos guerreros en su bando, porque, de lo contrario, el viejo Sargas va a ser quien ría el último en la otra vida.
Delbin regresó a su escondite cuando aún quedaba poco más de dos horas de oscuridad.
—Bueno, los he encontrado —se explicó a sí mismo, en voz baja pero firme, para imponer orden a sus pensamientos del mismo modo como, según su imaginación, lo haría Kaz—. Están en una celda, bajo el circo, pero no es un lugar muy bonito, y en algunos sitios hay ratas, lo cual resulta extraño, porque a nivel del suelo todo está la mar de limpio. Están encerrados, y yo los habría liberado, de no haber sido por aquellos tipos vestidos con curiosas túnicas de color negro y rojo, a los que oí invocar a Sargas, un dios muy peculiar para adorarlo, ya que no es muy agradable, que llegaron y empezaron a buscarme. Pude hablar largo y tendido con Kaz y le dije que volvería, porque cuando estaba allí se me ocurrió una gran idea para crear una distracción realmente grande, que mantendrá ocupado a todo el mundo mientras ellos escapan. —Sonrió en la oscuridad, satisfecho con su personal visión anticipada de los acontecimientos. Kaz estaría orgulloso de él, Delbin estaba convencido de ello, pese a que el minotauro le había aconsejado abandonar el reino.
El kender se puso a trabajar en su magistral plan. Todo empezaba a encajar.
El sumo sacerdote no dormía como los demás ocupantes del templo. A veces pensaba y conspiraba; otras, simplemente paseaba por la habitación. Pronto podría revelar la gloriosa verdad a sus hijos. Hasta entonces, sin embargo…
Aquella oscura mañana, oscura porque faltaba por lo menos una hora para el alba, tenía que visitar a su invitada. Últimamente se mostraba muy inquieta, lo que a su vez inquietaba al sumo sacerdote. En el breve espacio de tiempo transcurrido desde que era su huésped, una decisión que no había tomado ella, por cierto, casi siempre permanecía silenciosa y asustada. El sumo sacerdote lo prefería así. Fomentaba aquellas emociones, al tiempo que se aseguraba de que no sufriera daños. Era vital que gozara de buena salud. Había que mantenerla encerrada, pero aparte de eso, él se aseguraba de que no pasara hambre en exceso ni enfermara.
A gran profundidad bajo la estructura principal del templo, en las celdas especiales que en un tiempo albergaron a los reos de herejía, ella aguardaba. El clérigo circuló sin escolta ante celdas vacías, doblando una esquina tras otra, hasta que finalmente llegó a la única que en la actualidad se hallaba ocupada.
Algo se apartó bruscamente de la puerta de la celda, una figura menuda y rechoncha cuya presencia repugnó al clérigo.
—¡Perdón, gran señor! ¡Perdón! ¡Galump no pretende nada!
—¡Fuera de aquí! ¡Regresa a tu basura! Si vuelvo a verte por aquí… —Dejó la amenaza inacabada al ver que el enano gully se escabullía por el pasillo. Si la pequeña criatura no hubiera sido entrenada para realizar determinados actos de espionaje para el clero, el sumo sacerdote se habría ocupado de él en ese mismo instante.
Un leve tintineo metálico procedente del interior de la celda lo informó de que su invitada estaba despierta. ¿Había hablado con el inmundo enano? Aparte de él mismo, los únicos a quienes ella veía eran los guardias que vigilaban los corredores. Pero a éstos les estaba estrictamente prohibido conversar con ella. Nadie, salvo él, podía hablarle.
Acercándose a la puerta, el clérigo escudriñó las tinieblas.
—Estás despierta, pequeña, así que no finjas lo contrario.
En la oscuridad de la celda se oyó un ruido de cadenas al ser arrastradas. Al cabo de un momento, la prisionera salió de las sombras.
En Solamnia, Ergoth o cualquiera de las tierras humanas, la joven no estaría en absoluto fuera de lugar. En el imperio, representaba una incongruencia. Aquí, los humanos no se veían a menudo, ni se apreciaban demasiado, sobre todo después de años de dominación bajo el yugo de los Señores de la Guerra. Crynus les había legado una herencia de odio.
—¿Qué quieres de mí? ¿Por qué no puedo volver a mi casa?
Parecía joven, quizá de unos quince o dieciséis veranos, si él era buen juez del aspecto humano, pero el clérigo sabía que las apariencias engañan, y la chica era tal vez la reina del engaño. Su rostro inocente, enmarcado por una larga melena plateada más propia de un elfo que de un humano, ocultaba la verdad que él y sólo él sabía: había un gran poder en ella.
—Ésta es tu casa, hembra. Siempre será tu casa. Entiéndelo desde ahora, y todo lo demás te resultará mucho más fácil de aceptar. —Señaló el interior de la celda—. Vives en una cómoda estancia. Me he ocupado de ello. Las cadenas son necesarias porque aún tienes que aceptar que soy tu amo. Mi voluntad es la tuya. Cuando lo hayas admitido plenamente, podremos quitártelas.
—¡Quiero irme a casa!
—¿De qué casa hablas? ¿Qué vida recuerdas, aparte de vagar en solitario, sobrevivir por tus propios medios, en las montañas y los bosques? Huir de otros que comprendían aun menos que tú. Sobreviviendo de lo que conseguías rapiñar. —Sin poder evitarlo, el sumo sacerdote se estaba enojando—. ¿Es así como crees que debería ser tu vida? ¿No te das cuenta del peligro al que te enfrentas, por no haber educado tus facultades? Podrían matarte, sea intencionada o accidentalmente. ¿Y sabes lo que eso significaría?
La aterrada y, no obstante, perpleja expresión de la joven enfureció al sumo sacerdote. Era mucho lo que deseaba contarle, mucha la información que necesitaba que ella conociera, a fin de que lo comprendiera mejor a él. Pero revelársela tan pronto suponía aumentar el potencial de una amenaza mortífera.
—No entiendo nada de lo que dices —insistió la joven—. Hablas sin cesar, como si me consideraras muy importante. ¿Qué importancia puedo tener para ti? Ni siquiera te conozco.
—Eres muy inteligente, hembra, a pesar de tu falta de educación. Siempre has sabido más cosas, y las has aprendido con más facilidad, que los que te rodeaban. Mira en tu interior, y escruta en mis ojos, y verás lo estrechamente vinculados que nos hallamos. Mira atentamente…
La joven alzó las manos abiertas, con las palmas hacia él.
—¡No!
Sus manos se cubrieron de un blanco fulgor. Las cadenas resplandecieron con un fulgor azul.
Con un jadeo, la joven cayó de rodillas y evitó a duras penas desplomarse por el suelo. Cuando sus manos dejaron de brillar, lo mismo les ocurrió a las cadenas.
—Esto ha sido una lección práctica. Debes cesar en tu insolencia. No me gusta tener que hacerte daño, pero me obedecerás. Hay demasiado en juego. He dedicado demasiado tiempo a esto para que tú o un minotauro recalcitrante lo alteréis ahora.
La joven no le respondió. El sumo sacerdote frunció el entrecejo, decidiendo que aquello era una pérdida de su valioso tiempo. La hembra ya había sufrido antes rabietas como ésta. Constituían un signo de su inmadurez. Bajo la tutela del sumo sacerdote, tales arrebatos pronto serían cosa del pasado.
—Ahora duerme —le ordenó finalmente—. Mañana hablaremos otra vez. Mañana empezaremos nuevas lecciones.
Mientras daba media vuelta y se alejaba, oyó que la joven empezaba a llorar. El llanto le dio ánimos. Por fin empezaba a derrumbarse. Pronto sería su abnegada servidora…, y el poder de ambos, combinado, haría imparable su sueño.