El sumo sacerdote
En el exterior sonó un grito. La entrada del establo se oscureció con nuevas figuras armadas, una de las cuales ladraba órdenes tajantes. Llegaban refuerzos para ayudar a los soldados que ellos tenían cercados.
Ahora, Kaz y su padre no tenían esperanza alguna de escapar, pero existía una ínfima posibilidad de que por lo menos uno de ellos pudiera salvarse.
—¡Delbin, vete de aquí! ¡Corre y ocúltate! La puerta sur sólo está a unos metros de distancia.
—Pero, Kaz…
—¡Hazlo! Yo los mantendré ocupados. ¡Hazlo por mí!
El kender tenía más posibilidades de huir si lo hacía solo. El menudo personaje era astuto y ágil.
—¡Vete! —gritó de nuevo Kaz.
Delbin soltó la horca y obedeció, sin volver la vista atrás. El minotauro que se batía con Kaz se volvió y trató de ensartar al kender, pero Kaz descargó un hachazo y alcanzó a su adversario en el costado con el canto superior del filo. Con un gruñido, su víctima cayó de rodillas, cubriéndose la herida con las manos.
Unos bramidos enfurecidos informaron a Kaz de que Ganth estaba siendo atacado. De pronto, el propio Kaz se vio acorralado por otros tres guerreros, que lo forzaron a recular hacia el pesebre. Cuando el acoso lo empujó cerca de su caballo, el animal caracoleó y, con un fuerte relincho, coceó al miembro de la guardia más cercano. El guerrero, desprevenido, salió despedido hacia atrás por el impacto, pero, casi inmediatamente los otros dos ocuparon su lugar.
El caballo volvió a cocear. Aunque en esta ocasión erró el golpe, sus movimientos impidieron que nadie alcanzara a su amo. El respiro era sólo temporal, en el mejor de los casos, pero Kaz lo agradeció al noble bruto.
—¡Atrás! —ordenó una nueva voz.
Los oponentes de Kaz retrocedieron. Alguien introdujo una antorcha en la construcción. Kaz se encontró frente a un minotauro con el semblante lleno de cicatrices. Era otro rostro familiar, no Angrus, sino un adversario más inteligente.
—Ríndete, criminal.
El recién llegado le resultó totalmente familiar a Kaz, pero su atención estaba centrada de forma más inmediata en la figura encorvada que arrastraban cuatro de los guardias. Era Ganth, y seguía forcejeando. Sangraba por varias heridas superficiales en un brazo y el pecho. También había una mancha de sangre en su cara, pero no parecía ser suya.
—Ríndete, Kaz, o me veré obligado a ejecutar a este viejo, aquí y ahora.
—¡Scurn! —La voz fue el detonante que le hizo recordar.
—Capitán Scurn, de la Guardia Estatal, Kaziganthi de Orlig. —Por el modo como Scurn lo pronunció, el nombre del clan parecía una imprecación soez—. Ríndete inmediatamente. ¿Entiendes?
Para apoyar su determinación, uno de los hombres de Scurn, apoyó la punta de su espada en el cuello de Ganth. El padre de Kaz lanzó un resoplido de desdén.
—¿Ya no hay honor en la guardia, muchacho? —Scurn fingió no oírlo.
—¿Qué decides, Kaz? —Bajando el hacha, el aludido dio un paso al frente.
—De acuerdo. Me entrego.
—Atadlo.
Mientras dos guerreros sujetaban a Kaz, Scurn paseó la mirada por el establo.
—¿Quién era ese condenado kender? —Al no recibir respuesta, montó en cólera. Sus ojos adoptaron un brillo rojizo. A la vacilante luz de la antorcha, su expresión era de enajenado—. ¡Idiotas! ¿Habéis dejado suelto al kender por la ciudad? ¡Registrad la zona inmediatamente!
Casi la mitad de la patrulla abandonó de inmediato los establos para buscar a Delbin. Otros dos soldados empezaron a hurgar con sus espadas en los rincones y montones de paja, ante la posibilidad de que el taimado amiguito de Kaz estuviera oculto entre ellos.
—¿Habéis perdido algo? — preguntó Ganth con sorna.
—No tanto como vas a perder tú, viejo, cuando Su Excelencia acabe de tratar contigo. —Señaló a Kaz—. Dar cobijo a un fugitivo es delito grave.
—¿Qué podría temer el sumo sacerdote de mi muchachito? ¿Qué peligro puede representar él?
—Eso no es asunto tuyo. —Sin embargo, cuando Scurn respondió, Kaz detectó una fugaz expresión de inquietud en su rostro. Evidentemente, a Scurn también le habría gustado conocer la respuesta a esa pregunta. Era obvio que no había alcanzado el rango mínimo necesario para merecer ese derecho, y para alguien como Scurn, eso tenía que escocer.
—No está aquí, capitán. —Anunció uno de los soldados que registraban los establos.
—Pues salid a ayudar a los demás. No quiero que volváis hasta que encontréis a esa sabandija. ¡Y no lo matéis! Puede que el sumo sacerdote lo quiera vivo, puesto que acompaña a este otro. El que meta la pata responderá ante Su Excelencia personalmente.
Aquello era advertencia suficiente para cualquier minotauro. La pareja salió corriendo, dejando solos a Scurn, al portador de la antorcha y a los soldados que custodiaban a los dos prisioneros. El antiguo enemigo de Kaz se paseó ante él, mirando de arriba abajo su hacha, que ahora se hallaba en el suelo, y luego su caballo de batalla.
—No te preocupes por ellos, Kaz. Yo te los guardaré hasta que vuelvas a necesitarlos. —Se echó a reír y luego recogió Rostro del Honor. A la luz de la antorcha, el hacha centelleó. Scurn la sostuvo en alto, admirando su factura, especialmente el acabado espejeante de la pala—. Conmigo, ambos estarán seguros, no lo dudes. —Un gruñido de sorpresa escapó de los labios del capitán. Miró a Kaz con desconfianza—. Esta hoja refleja la luz de la antorcha, ¡pero sólo hay un vago reflejo de mi cuerpo! ¡Qué clase de brujería es ésta!
—Una de poca monta —repuso Kaz. «Y no es de extrañar tampoco», pensó, «descubrir que te queda tan poco honor, Scurn». Estuvo tentado de contarle la verdad, que sólo se reflejaban en la hoja del hacha aquéllos que tenían honor, pero se lo pensó mejor.
—Examinaré esta curiosidad más tarde. —Scurn reparó en las bolsas que colgaban del cinturón del brial de Kaz—. ¿Qué tenemos aquí?
Kaz se contorsionó, pero no pudo impedir que Scurn le arrebatara, no sólo las bolsas, sino también el cuchillo. El capitán introdujo el arma blanca en su propio cinturón y luego inspeccionó el contenido de las bolsas. Arrojó al suelo una de ellas con expresión de asco, sin duda por no haber encontrado nada de valor. De la otra extrajo varias monedas y, finalmente, el medallón que Delbin se trajo de su sueño para entregárselo a Kaz.
—Caramba, un recuerdo de grandeza. —Scurn resolló con desprecio—. No sé por qué guardas esto. Nunca le concediste demasiada importancia.
Si Scurn esperaba una reacción de Kaz, el prisionero estaba más que dispuesto a decepcionarlo. Kaz observó a su captor embolsarse el medallón. A continuación, Scurn ordenó:
—Llevaos a estos dos. El sumo sacerdote desea verlos.
—¿Qué puede querer el sumo sacerdote de personas sencillas como nosotros? —preguntó Ganth, intentando hasta el último momento sonsacar cualquier información.
—De ti, nada. De él… —Scurn empleó Rostro del Honor como puntero para señalar a Kaz—. El lleva cierto tiempo en el punto de mira del sumo sacerdote. —El desfigurado minotauro lanzó una sonora carcajada—. Cuando me dijeron que Hecar venía hacia aquí y que yo debía ponerlo bajo arresto, me alegré de que me lo encargaran a mí, aunque no sabía por qué. Ahora ya lo sé… Era un cebo para ti, Kaz, y has picado como un estúpido pez.
Cuando salían del establo, uno de los minotauros que acababan de registrarlo se acercó a ellos y se cuadró ante Scurn.
—No hay señales del kender todavía, capitán. Es como si se lo hubiera tragado la tierra. Nadie lo ha visto. Hemos interrogado a todo el mundo por los alrededores.
Kaz se animó al oír la noticia. Con una sonrisa traviesa, declaró:
—Parece que el sumo sacerdote se va a enojar un poco contigo, Scurn. Has dejado que un kender se te escurra de entre los dedos, y ahora anda suelto por la ciudad. Nethosak no volverá a ser la misma.
Scurn giró en redondo y abofeteó a Kaz, obligándole a dar un vacilante paso atrás.
—Es posible que se enfade por eso, pero encontraremos a esa rata de alcantarilla. No podrá abandonar Nethosak. —Scurn ordenó al guerrero que acababa de darle novedades—: Regresa con la guardia. Que manden otro escuadrón. Quiero que registren todo el sector sur de la ciudad, puerta por puerta. Intentará atravesar las murallas en algún momento, probablemente antes de que amanezca. Lo quiero vivo.
—A la orden, capitán.
Cuando el guerrero se hubo marchado nuevamente, Scurn estudió a sus dos prisioneros, dedicando especial atención a Ganth.
—Ahora me acuerdo de ti, viejo. Creía que estabas muerto.
—Se me da bien, eso de resucitar.
—Esta vez no. Ni tú, ni tu hijo. —Scurn sonrió torvamente a Kaz—. Ahora responderás por todos tus crímenes.
—El pasado, pasado está. Se solucionó hace mucho tiempo. No te comprendo, Scurn. No te comprendo en absoluto. ¿Continúas pensando en el pasado?
—Traicionaste un sueño, Kaz. Volviste la espalda a nuestro destino. Eres un cobarde. No tienes honor.
—Es curioso —intervino Ganth—, pero yo pensaba lo mismo de ti.
Scurn pareció dispuesto a propinarle otra bofetada, pero decidió no hacerlo. En su lugar, se volvió hacia sus hombres.
—¿Y bien? ¿A qué estáis esperando? El sumo sacerdote quiere ver a estos dos inmediatamente. ¡Moveos!
Mientras se los llevaban a rastras, Kaz inspeccionó rápidamente los alrededores, en busca de alguna señal del kender. No descubrió ninguna. «¡Paladine, escúchame! —pensó Kaz—. Que tenga cuidado si consigue huir y vuelve a casa con Helati».
Tenía que haber un espía en el poblado. Era la única explicación de que estuvieran tan bien informados acerca de él. Por lo menos uno de los refugiados, posiblemente más, era un agente de la guardia. Si Delbin se refugiaba allí, el sumo sacerdote se enteraría. Kaz sabía que no se detendrían ante nada para complacer al sumo sacerdote, aunque eso significara destruir el poblado y ejecutar a todos sus habitantes.
—Helati… —murmuró. Nadie sospechaba el peligro que corrían, y Kaz no podía hacer nada para prevenirlos.
Delbin salió corriendo de los establos, escurriéndose a toda velocidad por detrás de un minotauro que intentaba abatir al padre de Kaz. Se sentía fatal por abandonar a sus dos amigos, pero Kaz había dicho que tenía que marcharse, y él siempre hacía lo que le decía Kaz…, aunque normalmente cambiaba de opinión enseguida y acababa haciendo todo lo contrario. Delbin estaba decidido a rescatar a su compañero, pero antes debía asegurarse de que los minotauros que le pisaban los talones le perdieran el rastro.
«Yo te salvaré, Kaz. ¡Ya lo verás!». Kaz era un verdadero amigo; de hecho, era lo más parecido a una familia que conocía Delbin. Kaz siempre se mostraba incómodo cuando Delbin comentaba cuan buenos amigos eran. Sin embargo, el minotauro lo comprendía mejor que los propios kenders.
A sus espaldas oyó gritar a un minotauro. El grito sonó muy lejano y probablemente no tenía nada que ver con él. Delbin empezó a planear su próximo movimiento. La ciudad de los minotauros era tan fascinante que seguía deseando detenerse a contemplarlo todo, pero sabía que Kaz estaba en apuros, de modo que debía apresurarse.
«¡Tengo que hacer algo para ayudar a Kaz y a Ganth!». Le gustaba Ganth, también, en gran medida porque el anciano minotauro lo trataba casi como a un nieto. Pero ¿qué podía hacer un simple kender?
—¡Por aquí! —rugió una voz gutural, esta vez claramente mucho más cercana.
Delbin miró hacia atrás y vio una silueta inmensa aproximándose. Estaban muy cerca, sin duda. Él contaba con la ventaja de ser pequeño, por lo que resultaba difícil localizarlo en la oscuridad, pero no estaba familiarizado con el terreno. No estaría mal preparar algunas trampas para sus perseguidores, pero tenía prisa. Quizá tendría incluso que matar a unos cuantos, si bien en defensa propia. Kaz estaría orgulloso de él, si lo hacía.
—¡Vigilad esa calle! —aulló la voz.
Ahora estaban casi encima de él. Delbin divisó un callejón oscuro frente a él y dejó escapar una risita. Como todos los kenders, era muy bueno jugando a «esconderse de los malos», un juego que aprendían de niños todos los miembros de su raza, por si acaso. El callejón le dio la impresión de conducir a otro buen escondite. Allí había toda clase de edificios adecuados para esconderse.
Delbin soltó otra risita y luego meneó la cabeza.
—Deberías guardar silencio, Delbin —murmuró para sí—. De lo contrario, los guardias podrían oírte y te atraparían antes de que consiguieras matar a varios…
Avanzó sigilosamente hasta el fondo del estrecho callejón y se escurrió por una rendija, todavía más angosta, que se abría entre dos edificios. Los minotauros no podrían perseguirlo por allí por mucho que se empeñaran. Delbin esbozó una sonrisa y torció otra esquina a la carrera. En el fondo, esto era muy divertido. Sólo deseaba que Kaz hubiera estado aquí para disfrutar del juego.
—¡No te preocupes por eso! —se recordó Delbin, en un susurro—. Busca un buen lugar donde esconderte, luego pensarás en algún plan para rescatar a Kaz.
Estaba seguro de que se le ocurriría algo. Siempre había sido un tipo listo. ¿Acaso no lo decía el propio Kaz? Delbin lo había ayudado a combatir al siniestro elfo Argaen Sombra de Cuervo y a aquellos antipáticos espectros en las frías regiones meridionales. Sin duda podía ayudar a su amigo a luchar contra un puñado de estúpidos minotauros.
—Urdiré un plan realmente bueno, Kaz. ¡Ya lo verás! Os salvaré a ti, a Ganth y a Hecar, y luego volveremos a casa todos juntos. Trazaré un plan perfecto del que te sentirás orgulloso y que sorprenderá a todos los demás minotauros.
Delbin, naturalmente, vivía en la dichosa ignorancia del hecho de que a Kaz, por no mencionar a los demás, se les habría erizado todo el pelo del cuerpo al oír hablar de cualquier plan suyo. El plan de un kender tenía más probabilidades de volverse contra quienes lo ponían en práctica que de verse coronado por el éxito. Naturalmente, para los kenders, eso formaba parte de la diversión.
Simplemente, no entendían que los demás no lo vieran nunca bajo esa perspectiva.
Los guardias arrastraron a Kaz y a Ganth hasta el templo, donde los esperaba el sumo sacerdote. En el interior, los acólitos se mostraron muy solícitos. Uno de ellos se ofreció para guiar al grupo a través del templo. Condujo a Scurn y los otros hasta dos grandes puertas. Allí, otros dos acólitos abrieron las pesadas hojas y se hicieron a un lado. Scurn se detuvo en la entrada, con lo que concedió a Kaz un momento para estudiar el lugar con detalle. La decoración no le interesaba en absoluto al minotauro. Lo que quería era encontrar la forma de escapar, si se le presentaba la ocasión.
Sus ojos recorrieron las tallas. La mayoría, en especial los rostros de Sargas, le resultaban familiares, ya que esculpían copias idénticas en todos los edificios del imperio, pero el dragón era algo poco habitual. Su realismo era asombroso. Lo intimidaba casi tanto como la idea de enfrentarse al sumo sacerdote.
—Vuestro grupo ya puede entrar, capitán Scurn.
La voz resonó por la oscura estancia y Kaz notó que se le erizaba el pelo de la espalda. Como todos los minotauros, él había sido educado con un sano respeto hacia el sumo sacerdote. Pero ahora, frente a él, era presa de un terror irracional. «Eso es una tontería, —se convenció mentalmente—. Un clérigo es tan mortal como cualquiera. Con un hacha en la mano, lo partiría en dos con la misma facilidad que a Scurn».
No obstante, tuvo que hacer un esfuerzo para no echarse a temblar cuando sus guardianes lo obligaron a avanzar de un empujón.
De pronto, se encendieron antorchas, iluminando no sólo la enorme sala, sino también el estrado que se alzaba ante el grupo. Sentado junto al escritorio que reposaba sobre el estrado, se hallaba el sumo sacerdote, que los contempló fríamente.
Las reflexivas facciones del clérigo estaban ocultas entre las sombras que proyectaba su capucha. No era la primera vez que Kaz contemplaba a este minotauro en particular, pero no recordaba cuándo se conocieron. ¿Había resuelto su pasado destruirlo finalmente? Al parecer, todos aquéllos a los que había conocido se le aparecían de nuevo, con intención de acabar con él.
Scurn precedió a los prisioneros hasta el estrado. A Kaz le complació advertir que también su captor estaba nervioso. Todo el mundo tenía miedo de este sumo sacerdote.
El clérigo se inclinó para examinar más de cerca a los dos prisioneros. Repasó con la mirada a Kaz y luego a Ganth, casi como si pretendiera merendarse sus cadáveres. La figura encapuchada los estudió unos segundos más y, por fin, dirigió sus ojos llameantes hacia Scurn.
—Había también un kender, ¿no es verdad? ¿Dónde está?
—La guardia aún lo está persiguiendo, Excelencia —replicó Scurn, cuadrándose—. Escapó durante la confusión que crearon estos dos, ofreciendo resistencia.
—¿Un kender, un mísero kender ha burlado a un escuadrón de la guardia? ¿Tan incompetentes os habéis vuelto? El kender debía ser el menos complicado de los tres.
—No esperábamos a éste —protestó Scurn, señalando a Ganth—. Nos ordenaron vigilar a Kaz, no al viejo.
—¿Y quién es?
—Soy Ganthirogani de-Orlig —proclamó el padre de Kaz, irguiéndose con orgullo—. Soy un fiel hijo del emperador, lo cual es más de lo que puedo decir de esta pandilla de holgazanes. Deberías conocerme…
—No hablarás a menos que así se te indique —interrumpió con voz monótona el sumo sacerdote. Se arrellanó en su asiento y estudió de nuevo a Kaz—. Kaziganthi, del Clan Orlig, hemos estado observando tus actividades desde hace algún tiempo. Tu reputación es a la vez una honra y una vergüenza para la raza minotauro. Has combatido valerosamente contra poderosos enemigos, pero rehúsas compartir el destino de tu pueblo. Te comportas como si fueras independiente, cuando debes desempeñar tu papel en el gran plan. Tu lugar está aquí, trabajando para un futuro que pronto será nuestro, pero te rebelas, fomentas la discordia entre los de tu propia especie. Debido a tu pasado, se te podría perdonar, pero ahora regresas al imperio, con la intención de incrementar tu poder en un momento en que son necesarios todos los minotauros para la gran conquista.
—¡Eso es absurdo! —le espetó Kaz, sorprendiéndose a sí mismo. El sumo sacerdote pasó por alto su insolencia.
—Lo que has conseguido es admirable, en muchos sentidos. Eso es incuestionable, pero me temo que no se debe permitir que sigas adelante. Por el bien del futuro, no se puede tolerar la existencia de un asentamiento como el tuyo. La raza de los minotauros no puede dividirse de ese modo. Debemos ser un solo brazo, fuerte y armado, dispuesto a barrer a todos nuestros enemigos. No se puede permitir que ningún minotauro actúe por su cuenta.
—Siempre creí que nos enorgullecíamos de nuestro individualismo —replicó Kaz, más desafiante que asustado, después de oír las exaltadas palabras del sumo sacerdote—. Somos la única raza en la que cualquiera puede llegar a ser emperador, en la que machos y hembras son iguales, y en la que el honor es individual.
El sumo sacerdote reprimió visiblemente su ira. Con una sonrisa tan falsa como sus palabras, la figura encapuchada meneó la cabeza negativamente.
—Éste es un tiempo de sacrificio, hijo mío. En nombre del de Grandes Cuernos, debemos olvidar parte de nuestras libertades con el fin de adelantar la hora de reclamar el mundo en su nombre. Ya ha llegado el momento. La unidad de la raza es ahora máxima, superior a los deseos personales de un minotauro rebelde. Deberías entenderlo.
—Entiendo muchas cosas.
—¿De veras? —El sumo sacerdote se movió en su asiento—. Te haré una oferta, Kaziganthi; un talento como el tuyo no debería desperdiciarse. En el imperio hay sitio para ti, pero sólo al servicio del imperio. Lo que has conseguido en las tierras agrestes podrá resultarnos de utilidad ahora. Los comandantes que inspiran tanto respeto y lealtad a los guerreros son siempre muy valiosos para la causa. ¡Tú puedes ser el comandante más grande desde Mesonus, quien dirigió el ataque contra los elfos aunque el enemigo superaba en número a sus guerreros en una proporción de tres a uno!
—Mesonus perdió esa batalla, por muy glorioso que se considere desde entonces —intervino Ganth, resollando irónicamente.
—Guarda silencio, Ganthirogani. Piénsalo bien, Kaziganthi. Legiones enteras a tus órdenes. Los humanos te respetan. Del mismo modo, acabarán temiéndote. Conoces sus tácticas mejor que cualquiera de nuestros actuales mandos militares. Tus servicios a tu pueblo podrían conducirte al mismísimo trono en poco tiempo, ya lo sabes.
—No siento deseos de sentarme en ese ajado trozo de mármol.
—Medítalo cuidadosamente. Esta oferta no se te hace a ligera.
Kaz resopló.
—Eso no es una oferta. Es una amenaza. No quiero tener nada que ver con tu inminente fracaso.
A una señal casi imperceptible del clérigo, Scurn abofeteó a Kaz con el dorso de la mano, provocando que su cabeza se bambolease violentamente de lado a lado.
El sumo sacerdote se quedó mirando al orgulloso minotauro durante unos instantes y finalmente se dirigió a Scurn:
—Capitán, el criminal Kaziganthi es culpable de atentar contra la integridad del estado. Se ha convertido en el centro de la oposición y ha socavado la autoridad del propio emperador. El patriarca del Clan Orlig ya ha admitido que existe una deuda de honor tan grande, en este caso, que sólo puede juzgarse en el circo.
—¿Qué significa esto? —bramó Ganth—. ¡Ni siquiera Dastrun accedería a semejante estupidez! ¡No puedes hablar en serio! ¿Qué mosca te ha picado, Jo…?
Un miembro de la guardia de honor golpeó al padre de Kaz en plena cara. Ganth cerró la boca, llena de sangre, pero siguió fulminando al sumo sacerdote con la mirada.
A pesar de lo que acababa de ocurrirle a su padre, Kaz permaneció callado. Escuchaba atentamente lo que decía el clérigo.
—Serán conducidos al circo, donde se enfrentarán a adversarios seleccionados, contra quienes se les concederá la ocasión de recuperar una parte del honor que han mancillado.
—Sí, Excelencia. —Scurn miró de hito en hito a su antiguo rival, con cierta satisfacción—. Ya lo has oído. Acompáñanos voluntariamente o te llevaremos a rastras.
Kaz sonrió largamente, concediendo tiempo al sumo sacerdote y a Scurn para que asimilaran su sonrisa.
—Vamos, acabemos de una vez.
Su actitud desconcertó, no sólo a Scurn, sino, para enorme satisfacción de Kaz, también al sumo sacerdote. No obstante, el clérigo recobró la compostura con celeridad.
—Recordad, hijos míos: lucharéis para recuperar el honor perdido. Reflexionad sobre ello.
«Y al mismo tiempo, recordad que no esperamos que sobreviváis, con honor o sin él», pensó Kaz. Lanzó un bufido ante tanta hipocresía.
—Vamos —masculló el capitán.
—Una cosa más, Kaziganthi —añadió la figura encapuchada—. Siempre es posible que te evites esta sentencia, si reconoces lo erróneo de tu actitud. No solamente tú, sino todos los que te rodean.
—Intentaré recordarlo.
El sumo sacerdote dejó de prestarles atención.
—¡No puedo creer cómo se ha vuelto ese muchacho! —masculló Ganth entre dientes, cuando salían de la sala de audiencias—. ¡Se ha convertido en un ser horrible, horrible de veras!
—¿De qué estás hablando? —preguntó Kaz, que atendía sólo a medias. Pensaba que, pese a su apurada situación, aún disponían de una oportunidad. Hecar también estaría preso en el circo, y Kaz conocía bien aquel terreno, incluyendo los pasadizos subterráneos y las puertas. En cuanto localizaran a Hecar, encontraría la manera de que escaparan los tres. Rostro del Honor se revelaría entonces de un valor incalculable. Scurn podía haberse apropiado ya de su hacha, pero el arma aparecería cuando Kaz la necesitara. Siempre aparecía.
—¡Es él! ¡Jopfer! —siseó Ganth—. Se embarcó en el Gladiador al mismo tiempo que Hecar y luego entró a trabajar para un miembro del Círculo. Era un chico aplicado, a estas alturas debería tener un puesto en el Círculo. ¿Cómo, por el bueno de Sargas, ha llegado a sumo sacerdote? ¿Y por qué se comporta como si no nos conociera?
—¿Jopfer? —Lentamente, el nombre se abrió camino en su memoria. Por eso le había parecido tan familiar el sumo sacerdote. Kaz tenía buena memoria para las caras, incluso para las que sólo veía una vez, pero habían pasado muchos años y Jopfer era ahora mucho mayor.
—En un tiempo fue el mejor amigo de Hecar.
Unas manos empujaron a ambos para que no se detuvieran.
—¡Apresurad el paso, y basta de cháchara!
Kaz lanzó un gruñido, deseando no tener las manos atadas.
—Bueno, ya no son amigos —murmuró finalmente a Ganth.
El sumo sacerdote observó la marcha de los dos prisioneros con cierta aprensión. Kaziganthi era un minotauro con una personalidad imponente, del tipo que constituiría una gran baza en sus planes, si conseguía que el prisionero comprendiese que sus esperanzas más firmes dependían de la cooperación, no del enfrentamiento. Un minotauro como éste, sin embargo, sería difícil de doblegar, y mucho más de quebrantar. Las técnicas que podía emplear con él lo convertirían en un cascarón vacío. Sometido a tortura, alguien como Kaziganthi sólo se volvería más obstinado. El sumo sacerdote lo sabía. Había pasado vidas enteras estudiando la raza.
No, era mejor confinar a Kaziganthi y a su igualmente recalcitrante padre en el circo, por el momento. Si, al final, no lograba convencer al primero para que se uniera a su causa, ni siquiera por el bien de sus compañeros, entonces el sumo sacerdote se encargaría de que su muerte fuera un ejemplo palpable de lo que les ocurría a quienes desafiaban el destino que él había inculcado en las mentes de sus hijos durante tantos años. Su muerte significaría el fin del poblado de Kaziganthi. No habría más deserciones. El plan que llevaba perfilando desde hacía tanto tiempo, primero para su señora y ahora, sorprendentemente, para él mismo, tenía que seguir su curso. Krynn tendría un solo amo, y sería él.
«No permitiré que un minotauro rebelde, ni un vástago potencialmente voluble, destruyan lo que he tardado siglos en construir —pensó—. El minotauro morirá en la arena, si es necesario, y la hembra, mi hembra, será mi invitada permanentemente. Así será».
Pensando en ella, el único ser que revestía una importancia capital en su prolongada existencia, el sumo sacerdote decidió que ya era hora de hacer otra visita a su invitada secreta. Si los necios que obedecían sus órdenes supieran qué era ella, huirían aterrorizados de la fortaleza. Por fortuna, ni siquiera el joven comprendía plenamente la verdad.
Para cuando eso ocurriera, sería su marioneta. Para entonces, Kaziganthi de-Orlig también estaría sometido a su control…, o muerto e incinerado, un rastro de cenizas que pronto se desvanecería del recuerdo de sus hijos.
Sin embargo, existía un asunto que el clérigo encapuchado aún debía resolver. Acercó la mano a la pared y tiró de un cordón apenas visible. Al cabo de unos instantes, se presentó uno de sus acólitos de mayor rango.
—¿Sí, Excelencia?
—Notifica al emperador que deseo verlo…, ahora.
—Sí, Excelencia.
El sumo sacerdote no prestó atención a la partida del acólito; sus pensamientos regresaron a sus planes. Su propio futuro.
«No permitiré que se me escape esta oportunidad. El mundo está maduro para que yo lo coseche…, y el minotauro, si no me obedece, es prescindible, en última instancia».