6

Una reunión imprevista

Nethosak.

Kaz se encontró ante sus altas murallas tan poco tiempo después de dejar atrás a su equivalente del sur, que casi creyó que los dos reinos se habían aproximado el uno al otro en su ausencia. Estaba informado de que la población de Mithas y de Kothas se había multiplicado y que Nethosak, siendo la sede del poder, había crecido a un ritmo aun más acelerado, pero resultaba difícil creer que se hubiera producido un crecimiento tan notorio en el breve lapso transcurrido desde la guerra. Incluso para un pueblo tan emprendedor como el suyo, tales cambios eran asombrosos.

Delbin se mostró absolutamente fascinado por la ciudad, tanto que tendía a olvidar que, supuestamente, era un esclavo. La fingida condición de esclavo de Delbin le impedía formular en voz alta todas las preguntas que se agolpaban en su mente, por lo que Kaz intentaba anticiparse a algunas de ellas, con el fin de evitar que el kender se delatara con su parloteo.

—¿Ves esa estructura del fondo, hacia el centro…, esclavo? —preguntó Kaz, indicando un edificio alto con el tejado a dos aguas—. Es el palacio del emperador. Se parece mucho a los edificios que tenemos ahora a ambos lados, sólo que mucho más grande. Éstas son las casas de los clanes menores. Los grandes clanes se encuentran más al norte, aunque ejercen una gran influencia también en esta parte de la ciudad. —Kaz señaló a continuación el templo del clero estatal y el sencillo edificio rectangular que constituía la sede del Círculo Supremo. Kaz explicó qué era cada grupo y concluyó—: Apréndetelos bien, esclavo, porque ellos deciden la vida y la muerte de todos nosotros y deben ser respetados, sobre todo por los de tu especie inferior. Serán ellos, a las órdenes del emperador, quienes decidirán el destino de todos los demás cuando empecemos a gobernar este mundo.

A Kaz, la retórica le sonaba hueca, pero sabía hasta qué punto creían en eso los minotauros que podían oír su conversación sin proponérselo. Tales conceptos se implantaban en la mente de un minotauro a temprana edad, y aunque no siempre arraigaban bien en unos cuantos, la mayoría de su pueblo estaba bien adoctrinada por medio de los esfuerzos del clero y el Círculo.

Atravesaron una zona que constaba de diversos domicilios funcionales, escasamente atractivos, en los que vivían minotauros de rango inferior. El aire olía a rancio, y las estructuras, si bien no tan deterioradas como las barriadas similares de una ciudad humana, aparecían sucias y necesitadas de reformas. Únicamente las calles, cuyo estado de conservación era responsabilidad del gobierno, se correspondían con la fama de orden y pulcritud característicos de su raza.

Mientras recorría lentamente las bien cuidadas avenidas y se internaba en sectores más antiguos y venerables, Kaz experimentó un involuntario escalofrío. No estaba asustado, pero hallarse allí le provocaba cierta desazón. Recuerdos de su familia, sus años en la arena, su entrenamiento para el combate y las batallas como soldado esclavo al servicio del capricho de ogros y humanos ignominiosos, todo ello se agolpó en su mente. En ocasiones, Kaz estuvo seguro de reconocer una cara, pero no se detuvo ni una sola vez para hablar con nadie. Tarde o temprano, alguien repararía en él, pero hasta que eso ocurriera, prefería conservar el anonimato.

Debatió consigo mismo si encaminarse o no directamente a la gran casa solariega del Clan de Orlig y darse a conocer, pero al final decidió posponer la visita. Haber cortado en mayor o menor medida todos los lazos con el clan significaba que debería montar su centro de operaciones en un albergue, alguno que tolerase la presencia de su «esclavo» kender.

Una pequeña figura adelantó a su caballo a la carrera, y la primera reacción de Kaz fue pensar que Delbin se había vuelto loco y corría atolondradamente por la ciudad. De inmediato, se percató de que la menuda figura era un rechoncho y sucio enano gully con una correa ceñida al cuello: un esclavo auténtico.

A Kaz le costó un verdadero esfuerzo no expresar abiertamente su repugnancia. Si los minotauros empleaban enanos gully como basureros, poseer un kender entrenado para cuidar de su caballo y sus pertenencias casi parecía una conclusión lógica…, o ilógica, pensó Kaz sarcásticamente.

Los edificios eran cada vez más cuidados y elegantes a medida que avanzaba, señal de que pertenecían a minotauros de elevada posición social. La proximidad al circo y al palacio del emperador determinaban la calidad de vida en Nethosak. Al norte del circo se desplegaban las principales haciendas de las grandes Casas y de los clanes considerados los más poderosos del reino… y de todo el imperio. Todos maniobraban para desplazarse hacia el norte. Incluso los clanes menores, cuyas casas solariegas se distribuían por el sector sur, codiciaban los terrenos de los vecindarios situados más al norte. Orlig era uno de los primeros, más antiguos y mayores clanes que extendieron sus dominios al norte del circo.

La parte sur de la ciudad estaba próxima al puerto. Tras recorrer sus calles atestadas durante casi media hora, y luego torcer hacia el este y seguir andando un tiempo similar, Kaz llegó a una zona de Nethosak donde confiaba en que sus necesidades quedarían satisfechas. Un albergue con el pintoresco nombre de El Hacha Ensangrentada se le antojó la mejor opción. Quedaba algo apartado del tránsito y parecía el tipo de local donde se respetaría su intimidad…, por un precio.

Mientras Kaz desmontaba, Delbin, que hasta entonces se había comportado como un auténtico sirviente leal, preguntó con voz queda:

—Kaz, ¿qué es eso?

El minotauro dirigió la vista hacia donde le indicaba el kender y resolló con acritud. El enorme edificio que atraía la atención de Delbin era inconfundible, a pesar de la distancia.

—El Gran Circo, la arena donde se dirimen cuestiones importantes de justicia —pronunció la última palabra con disgusto, sabiendo cómo había cambiado su definición en los últimos tiempos— y de honor. Todos los delitos y afrentas se resuelven en combate, y el más destacado del día se celebra en el Gran Circo. —Miró a su alrededor con desconfianza, pero nadie les prestaba atención—. Ahora, por favor, cállate, Delbin. Se supone que eres un esclavo. Tu vida depende por completo de que no lo olvides.

Cuando Kaz se aproximaba a la puerta principal de El Hacha Ensangrentada, del interior surgió un orondo minotauro, de los pocos con esas hechuras que Kaz recordaba haber visto nunca. Su rostro era tan redondo como su cuerpo.

—Bienvenido en nombre de Sargas, guerrero. ¿Deseas alquilar una habitación?

—Sí, para mí y mi sirviente.

El posadero miró a Delbin de arriba abajo.

—¿Un sirviente kender? Primero enanos gullys y ahora… ¿kenders? ¿Puede estar muy lejos el día de la dominación, si ya hemos alcanzado este estadio? —Sus observaciones encerraban algo más que una pizca de sarcasmo. Mirando de nuevo a Kaz, preguntó—: ¿De dónde vienes?

—De la frontera meridional de Kothas. —Kaz le contó la misma patraña que le había largado a la patrulla. El posadero la escuchó sin preguntar nada y a continuación informó a Kaz de que, en efecto, disponía de una habitación que podían ocupar. Como si acabara de ocurrírsele, el corpulento minotauro preguntó:

—¿Los kenders son buenos esclavos? No me imagino que una ratita ladrona como este desgraciado sirva para nada.

—Es ideal. Pero cuando vuelva a mi hogar, tendrá que empezar a aprender nuevas tareas en los establos.

Era evidente que la idea de poseer un esclavo kender atraía al posadero.

—Si lo has adiestrado para que resulte útil, tal vez me interesaría quitarte este kender de las manos…

—Dudo que lo venda, por ahora, pero no lo olvidaré. «Y si se te ocurre ponerle las manos encima mientras estoy aquí —pensó Kaz—, me encargaré de que no te queden manos para castigar a ningún esclavo».

El posadero se presentó como Kraggor. Kraggor, que indiscutiblemente no era ningún guerrero, infundía poco respeto, a los ojos de los demás minotauros. Desempeñaba una función y lo toleraban, pero su posición en la escala social era insignificante. Un esclavo, sin embargo, tendría que tratarlo como si él fuera el mismísimo emperador. Kaz dio por cierto que, si dejaba a Delbin solo en el albergue, Kraggor intentaría apropiarse del kender. En los establos, Kaz advirtió a Delbin que era preferible que lo acompañara en su misión. El kender, naturalmente, se alegró de que le permitiera acompañarlo, pero Kaz deseó que existiera una alternativa menos peligrosa.

La pareja intercambiaba miradas mientras transitaba por las calles de la ciudad; la mayoría de los minotauros reaccionaba tanto con curiosidad como con indiferencia ante la visión de un esclavo kender. Unos pocos los contemplaron con ligera repugnancia, pero nadie se metió con ellos ni los trató con descortesía.

La noche estaba al caer. Kaz quería volver a familiarizarse con algunas de las zonas más próximas al albergue. En cualquier momento podía presentarse la necesidad de emprender la huida precipitadamente y de forma imprevista.

—No te separes de mí, Delbin —musitó—. Y recuerda: guarda silencio. —Estaba seguro de que, tarde o temprano, Delbin haría alguna de sus travesuras propias de kenders.

Los recuerdos seguían brotando de lo más recóndito de su memoria; recuerdos relativos a todos los aspectos de su vida. Unos niños provistos de palos, enfrascados en un juego que consistía en intentar obligar al adversario a que soltara su palo. Era un precursor del verdadero entrenamiento que iniciarían pronto aquellos futuros guerreros. El juego imponía determinados movimientos y partes del palo que no se podían tocar sin que el agresor sufriera una penalización de un punto. Se animaba a los niños a jugar a éste y a otros juegos competitivos desde que empezaban a andar. Kaz advirtió que ya comenzaba a establecerse una jerarquía entre los participantes en el juego. Detectó a un mozalbete con un gran potencial y a otros dos que también podían convertirse en campeones de renombre.

Kaz y Delbin entraron en un mercado donde todavía se realizaban transacciones. Si existía una constante en el mundo, ésta era el mercado. Observando a su pueblo discutir por el precio de una espada nueva o una pieza recién cazada, Kaz no tuvo dificultades para imaginarse a los humanos en la misma tesitura, haciendo lo mismo, con los mismos gestos y palabras. Él era probablemente uno de los escasos miembros de su especie que habían reparado en lo semejantes que eran las distintas razas. En un mundo ideal, los minotauros, los humanos, los elfos y demás razas vivirían en calidad de iguales, respetando el lugar de cada grupo en el orden general de las cosas.

Soltó un bufido, sabiendo perfectamente que semejante mundo tardaría mucho en convertirse en realidad…, si alguna vez lo conseguía. La raza minotauro era una prueba palpable de eso, aunque sin duda no eran ellos los únicos a quienes encontrar defectos.

—¿Amo? —lo llamó Delbin, sofocando una risita.

—¿Qué ocurre?

—Ese minotauro de allí te está vigilando. —En justicia, Kaz tuvo que reconocer que el kender fue muy discreto señalando.

—¿Mmmm? —Se volvió y dejó vagar la mirada hasta el punto que le indicaba su compañero. No vio a nadie que le resultara familiar o sospechoso.

—Se ha ido —dijo Delbin sin levantar la voz—. Pero estaba observando, K… Amo.

—Has hecho bien. Avísame si vuelves a verlo.

Continuaron andando entre los puestos del mercado y acabaron en la zona donde trabajaban los carpinteros y los herreros. Estos últimos estaban particularmente ajetreados. A esa hora, sus homólogos humanos y enanos ya habrían empezado a prepararse para cerrar durante la noche en la mayoría de sus ciudades. Aquí, por el contrario, la actividad era tanta que resultaba evidente que no tenían intención de concluir hasta bien entrada la noche. Kaz contempló la actividad con cierto interés. En la época de la guerra, los herreros eran muy productivos, al igual que los constructores de barcos y otros con oficios similares o relacionados. Ahora, casi una década después del final de la gran contienda, seguían trabajando como si la guerra no hubiera terminado.

«Esto sí que es interesante —caviló—. Trabajar en estado de guerra cuando no hay guerra».

Varios de los minotauros levantaban la vista de su trabajo mientras Delbin y él pasaban junto a ellos, pero Kaz les prestó poca atención, intrigado como estaba por saber qué se proponía exactamente su pueblo. Como todos los minotauros, sabía que el emperador, todos los emperadores, rezaban por presenciar el día de la dominación. Las herrerías y los astilleros estaban atareados permanentemente, pero ahora trabajaban como si la guerra del destino hubiera estallado por fin y alguien se hubiera olvidado de notificárselo a Kaz.

Kaz estaba perplejo, incrédulo. Pese a los rumores que había oído comentar a los minotauros que se unían a su poblado, apenas podía creer que el emperador, el Círculo, y el sumo sacerdote fueran tan necios. ¿Una guerra, cuando había transcurrido tan poco tiempo desde el final de la anterior? Aun con todo lo que habían conseguido desde el fin de aquella guerra, su raza a duras penas se había recobrado. Los efectos del ansia de poder de la Reina de la Oscuridad perdurarían —en todas las razas— durante más de una generación.

Absorto como nunca en aquella cuestión, Kaz no prestó atención a los tres minotauros que lo observaron al pasar, intercambiaron murmullos y lo siguieron con la mirada hasta mucho después de que casi todos los demás hubieran vuelto a sus quehaceres. Sólo reparó en ellos varias calles y varios minotauros más adelante, cuando el portavoz del trío sujetó a Kaz por el hombro y lo obligó a darse la vuelta.

El cabecilla tenía el hocico chato y romo, un pelaje del color de la arcilla, que raleaba en algunas partes y unos ojos rojos que enrojecieron aun más cuando se clavaron en los de Kaz.

—¡Eres tú! He tenido que seguirte para asegurarme. ¡No podía dejar que te escabulleras otra vez!

—¿Quién…? —empezó a decir Kaz, pero enseguida reconoció, a su vez, al otro minotauro. No consiguió recordar su nombre, pero sí el rostro y su relación con el circo. También recordó su mal carácter y su escasa destreza en combate, basada mayormente en la fuerza bruta.

—¡Soy Angrus, que Sargas te confunda! ¡Angrus! —El hombre-toro resolló con furia. Sus dos acompañantes sonrieron pérfidamente.

Angrus. Ése era el nombre. Removió recuerdos olvidados. Dos veces, durante los primeros tiempos de Kaz en la arena, Angrus se había enfrentado a él; en ambas ocasiones, Kaz lo había humillado con una victoria fácil. Kaz no había pensado más en ello, pero Angrus, que al parecer no había ascendido mucho en todos aquellos años, había dedicado toda su vida, era evidente, a alimentar el rencor contra el minotauro que, en su opinión, lo había humillado. Alcanzar el título de Campeón Supremo le había costado a Kaz más de un enemigo rencoroso, como el hábil Scurn. Una de las pocas cosas que Kaz recordaba del minotauro plantado ante él era el hecho de que Angrus, bestia estúpida, jamás aceptaría la responsabilidad de sus fallos, una característica que, incuestionablemente, era común a todo su pueblo. En el circo siempre existiría quien considerase su propio fracaso como un defecto de otros, que sólo habían vencido porque utilizaban…

—¡Trucos! Utilizaste trucos contra mí en lugar de luchar con honor. Por tu culpa, caí en desgracia.

—Algo que, a estas alturas, ya tendrías que haber superado —replicó Kaz—. No puedo ser el responsable de lo que te ha ocurrido en todo este tiempo. —Hizo ademán de alejarse, pero Angrus lo obligó a girarse nuevamente.

—¡Yo debería ser el Campeón Supremo, no tú! ¡Yo no habría salido corriendo, como tú!

—Suéltame, Angrus. No tengo nada contra ti.

—¡Pero yo sí tengo algo contra ti!

—Entonces lo resolveremos en la arena, cuando haya terminado con los asuntos que me traen a la ciudad. —Kaz mentía, pero confiaba en que Angrus sería lo bastante estúpido como para conformarse.

—¡No puedo regresar a la arena! —le espetó el minotauro con los ojos inyectados en sangre—. ¡Por tu culpa! No me permiten competir en el Gran Circo, ni en ninguna otra arena.

Kaz no tenía la menor idea de a qué se refería su antiguo adversario, pero le vino a la mente un vago recuerdo relacionado con un combate amañado y una acusación de conducta deshonrosa en la arena. No conseguía acordarse de los detalles. Ese día ni siquiera tenía que luchar, por lo que recordaba. Mas, por alguna razón, Angrus había decidido que el segundo incidente también era culpa de Kaz. Los minotauros podían ser muy obtusos.

—Angrus…

Un puñetazo alcanzó a Kaz en el estómago. El minotauro se dobló sobre sí mismo y gruñó. Una rodilla le acertó en el mentón y lo lanzó hacia atrás, trastabillando.

—¡Basta ya! —gritó una voz que el minotauro reconoció como la de Delbin—. ¡Dejadlo en paz! ¡Es amigo mío!

«¡No intervengas, Delbin!», quiso gritar Kaz, pero no pudo hacer otra cosa que gruñir de nuevo cuando Angrus agarró al kender por el brazo.

—¿Qué es esto? ¿Un esclavo kender? —Angrus se echó a reír, con un ruido entrecortado y siniestro.

Kaz, todavía aturdido, se agachó y arremetió contra Angrus, forzándolo a soltar su presa sobre Delbin. Por desgracia, la embestida de Kaz no fue tan contundente como él esperaba. Angrus, ahora con las manos libres, lo sujetó con firmeza, manteniendo apartados los cuernos de Kaz. Al mismo tiempo, los otros dos minotauros lo sujetaron por los brazos.

—¡Nada de trucos esta vez! —gruñó Angrus—. Sólo la fuerza. ¡Mi fuerza!

Propinó un nuevo puñetazo a Kaz. El minotauro intentó encogerse para amortiguar el golpe, pero le resultó imposible. El impacto lo dejó casi sin sentido.

—¡No debisteis hacer eso, muchachos! —espetó una nueva voz, una voz que a Kaz le resultó extrañamente familiar, incluso en su actual estado de confusión.

El minotauro que inmovilizaba su brazo izquierdo lo soltó bruscamente. Kaz se serenó y aprovechó al máximo su limitada libertad de movimientos, girando sobre sí mismo y asestando un puñetazo en la mandíbula del compañero de Angrus. El otro minotauro salió despedido hacia atrás y aterrizó de espaldas.

El recién llegado luchaba con el tercer minotauro, detrás de él, pero Kaz no tuvo tiempo de echar siquiera una ojeada a su inesperado salvador. En su lugar, se enfrentó a Angrus, que ahora parecía un poco menos confiado.

—Un minotauro lucha con honor y destreza, Angrus. Tú no posees ninguna de las dos cosas. Sólo recurres a la fuerza bruta y no conoces el honor. No fui yo el responsable de que amañases el combate. Tú no eres un guerrero, Angrus. Constituyes una deshonra para nuestro pueblo.

Angrus se arrojó sobre Kaz. La potencia de su acometida le proporcionó una ventaja momentánea. No obstante, Kaz recurrió a una maniobra que Huma le había enseñado en cierta ocasión y esquivó el abrazo de su adversario. Acto seguido golpeó a Angrus bajo el mentón con los nudillos. Angrus gimió y retrocedió dos pasos, tambaleante.

Kaz no cejó. Volvió a golpearlo, esta vez en el estómago, y enseguida en el mentón de nuevo.

Angrus se desplomó con la misma facilidad que tantos años atrás.

Detrás de Kaz, otro cuerpo se estrelló contra la calzada. Se volvió y vio al último componente del trío tendido de lado, gimiendo. El otro minotauro se erguía ante su contrincante caído, pero le daba la espalda a Kaz, por lo que a éste le resultó imposible identificar a su salvador.

—¡Lo has conseguido, Kaz! —El kender le dio un rápido abrazo de felicitación—. Creí que ya eras suyo, hasta que apareció él, pero sólo necesitabas un poco de ayuda. Y yo fui el primero en intervenir.

—Gracias por intentar defenderme, Delbin —dijo Kaz, interrumpiéndolo antes de que el kender iniciara un relato demasiado pormenorizado de la lucha—. Pero debiste huir a toda prisa. Querían matarnos. ¿Lo comprendes?

El kender se serenó.

—Sí, Kaz.

—Vaya, esto es algo que jamás pensé que me contarían de ti, muchacho. No eres tan alocado y orgulloso como en otros tiempos.

De nuevo, la voz le resultó familiar a Kaz, pero no conseguía identificarla. Levantó la vista y estudió el rostro del minotauro que había acudido en su ayuda. Era muchos años mayor que él. Advirtió que los años en alta mar habían curtido su tez, aunque sus ojos seguían siendo vivaces. En sus buenos tiempos, el viejo minotauro debió poseer el físico de un campeón, y Kaz sólo pudo desear que su propio aspecto fuera tan imponente si tenía la fortuna suficiente de alcanzar tan provecta edad.

—Me pareció que eras tú, muchacho, pero apenas podía creerme tanta suerte. ¿Tanto he cambiado, que no me reconoces? Supongo que unos cuantos años perdido en el mar produjeron algunos cambios.

¿Perdido en el mar? Ahora que veía de cerca a su salvador, los rasgos le parecían realmente familiares. Si suprimía algunas arrugas de la cara, oscurecía el pelaje, que ahora era parcialmente gris, y conseguía enderezar un poco la espalda…

—¡Por la espada de Paladine!

—No es un nombre que se pueda ir gritando por ahí, muchacho —le advirtió el otro—. Los hijos de Sargas no aceptan de buen grado la competencia. Ni siquiera toleran las comparaciones con Kiri-Jolith…, algo de lo que, al parecer, todavía me culpan a mí.

A Kaz le resultaba imposible creer que el personaje que se hallaba ante él estuviera vivo. Pocos eran los que escapaban a la furia del mar, pero si alguien podía conseguirlo…

—¿Padre?

—Eso es exactamente lo que dijeron tus hermanos y hermanas, incluso en el mismo tono. —El anciano minotauro se concedió una breve sonrisa—. Sí, Ganth ha vuelto. La diosa del mar no se me ha llevado aún. —La sonrisa se esfumó cuando añadió—: Pero no tuvo reparos en llevarse a tu madre.

—¿Padre? —repitió Kaz, incapaz de pronunciar otra palabra.

—Y seguiré siendo tu padre aunque lo digas por tercera vez, muchacho. Ahora espabila y sígueme. Tú y yo tenemos que hablar de muchas cosas, incluyendo a un amigo común que tiene muchos problemas por razones que no deseo airear.

Delbin atisbo desde detrás de Kaz, atrayendo la atención del anciano minotauro por primera vez.

—¡Él es quien te estaba vigilando antes, Kaz!

El canoso marinero sacudió la cabeza.

—Y tendremos que hacer algo con este pequeñajo. Por las barbas de Kiri-Jolith, hijo, siempre encuentras los compinches más problemáticos, vaya que sí. —Tomó a Kaz del brazo—. Ven conmigo. Conozco un escondite tan bueno como el mejor.

Bastante aturdido aún por el repentino encuentro con su padre, que después de todo no había muerto, Kaz permitió al maduro minotauro encabezar la marcha. Ganth los condujo fuera de la zona, internándose por las sinuosas callejuelas de Nethosak con una determinación que finalmente sacudió a Kaz de su estupor. No cabía la menor duda, aquél era su padre, el renombrado marino y explorador. Más viejo, sí, con una leve cojera, pero no tan lejos de su mejor momento. De algún modo había logrado sobrevivir a la destrucción del Gladiador.

Excepto que… Sólo Ganth había regresado, a diferencia de Kyri.

—Ya hemos llegado. —El padre de Kaz los llevó ante una pequeña vivienda. Era una de las propiedades de Orlig, a juzgar por las marcas de la entrada. Orlig, una de las casas mayores, conservaba influencias en todos los rincones del imperio, pero sobre todo en las grandes ciudades de Nethosak y Morthosak. Las casas mayores tenían posesiones en diversos sectores de la ciudad, zonas donde se realizaban transacciones comerciales y donde los miembros del clan podían recluirse cuando la situación lo exigía.

«Nos parecemos más a los humanos de lo que creemos —musitó Kaz—, gracias a los años de dominio de los Señores de la Guerra». Los humanos imprimieron sus valores e intereses en los esclavos soldados. Ahora, el afán por adquirir influencia y beneficios era casi tan grande como la avidez por la guerra.

Dos minotauros flanqueaban la entrada. Kaz no reconoció a ninguno, y eso que, por jóvenes que parecieran los dos guerreros, era posible que los conociera de la niñez.

Los guerreros no pronunciaron ni una palabra cuando Ganth y los demás entraron, aunque uno de ellos miró a Delbin con desconfianza. Kaz y el kender fueron conducidos a una antesala siguiendo un corto pasillo.

—Necesitáis comer algo, ¿verdad, muchachos? —Cuando Kaz asintió, Ganth sonrió y los condujo en una dirección distinta.

Kaz se descubrió sonriendo a su vez. En ocasiones, Ganth se mostraba aun menos inclinado a seguir los usos de su pueblo que él mismo. Durante los largos años de esclavitud para Crynus y los ogros, se había atrevido a protestar por el modo como arrebataban más o menos a los niños de sus padres para que fueran entrenados «adecuadamente» por minotauros debidamente acreditados. Durante los dos años siguientes, el Gladiador fue enviado a una misión suicida. En otra ocasión, Ganth y su tripulación habían sido despojados de su nave y enrolados en las tropas que marchaban hacia el oeste durante la segunda gran campaña contra Solamnia. De algún modo, Ganth perseveró hasta recuperar el Gladiador, sólo para ser enviado a otra misión de gran riesgo.

Ahora había perdido el Gladiador al mismo tiempo que a Kyri, su compañera.

—Dastrun me nombró para este «prestigioso» cargo cuando me trajeron de vuelta junto con otros tres supervivientes, hace un par de años. —Ganth resopló mientras acompañaba a la pareja hasta una mesa y un sencillo banco—. Debe quedar algo de comida por ahí. —Descargó un puñetazo sobre la mesa. Instantes después acudió una joven, cimbreante y de pelo rojizo. Ganth no esperó a que la joven hablara—. Tráeme todo lo que puedas rapiñar, muchacha, luego podrás volver a escuchar por detrás de la puerta.

La minotauro le devolvió una mirada despectiva, pero obedeció sus órdenes. Sus ojos se detuvieron en el kender mientras trabajaba, y Kaz no se sintió cómodo hasta que la joven hubo desaparecido por la puerta.

—Dastrun es ahora el patriarca del clan —comentó Ganth mientras partía un pedazo de pan duro—. Maese Hestrith murió hace un año, pero Dastrun ya lo dirigía todo desde mucho antes, por lo que me han contado. Cuando Hestrith falleció, el emperador intervino y dijo que, debido al rumbo que estaba tomando nuestro pueblo, era necesario que él designara a un patriarca con la vitalidad y la dedicación imprescindibles para contribuir a que dicho rumbo nos condujera a buen fin. El sumo sacerdote y el Círculo ratificaron el nombramiento, y eso fue todo.

—¿El emperador eligió a Dastrun? ¿Como nuestro nuevo patriarca? —Al igual que el emperador, el patriarca del clan (que también podía ser una matriarca, si una minotauro alcanzaba tal posición) era elegido mediante el rito del combate. Un consejo de ancianos del clan solía aprobar tales enfrentamientos. Los emperadores nunca habían osado inmiscuirse en asuntos de tanta trascendencia para el clan.

—El sumo sacerdote y el Círculo lo ratificaron. Eso fue todo. Nadie protestó. Creo que estaban demasiado sorprendidos.

Dastrun era primo de Ganth. Dastrun y su familia eran más partidarios del emperador y del Círculo Supremo de lo que nunca habían sido Ganth y la suya. Muchos años atrás, Hestrith había sugerido que prefería renunciar a su posición en favor de algún miembro del linaje de Ganth, pero tras la desaparición de Kaz y de su padre, era inevitable que Dastrun sucediera al patriarca. Era un campeón del clan cuyos éxitos sólo se habían visto superados por los de Kaz. Sus aspiraciones a gobernar el clan eran legítimas, pero debió existir más debate, además del ritual del combate. Era así como se hacían las cosas.

Kaz sintió una punzada de remordimiento, atribuyéndose parte de la culpa. Su prolongada ausencia había contribuido a que el Clan Orlig cayera en manos de su tío segundo. La leal política que se había instaurado en el imperio desde que recibiera la influencia de los esbirros de la Reina de la Oscuridad era una de las razones que lo habían mantenido alejado. En lugar de alcanzar una posición a través del honor y la fuerza, demasiados minotauros como Dastrun llegaban a ella mediante la astucia y el engaño.

—Tienes la mirada perdida, muchacho. Has cambiado. Antes estabas siempre más dispuesto a intervenir en la refriega. ¿Qué ha sucedido?

Debía ser Kaz quien formulara las preguntas. Quería saber lo que había hecho Ganth en todos esos años y cómo había logrado sobrevivir. Sin embargo, en su lugar, le contó su propia historia, empezando con el combate contra su capitán ogro, su encuentro con Huma y los cambios que introdujo en su vida el legendario caballero. Delbin había oído narrar la mayor parte infinidad de veces, pero lo escuchó igualmente, embelesado. Ganth permaneció en silencio, excepto por algún ocasional gruñido.

Cuando Kaz terminó, su padre se entregó por fin a un sorprendente acceso de risa, tan fuerte que debió oírse hasta en Morthosak.

—Has llevado una vida tranquila, ¿no crees? ¡Por los Cuernos del Justo, Kaz! ¡Haces que me sienta orgulloso de ti! Ojalá hubiese visto yo todo eso, o al menos hubiera conocido a ese caballero. Por lo que cuentas, fue un auténtico guerrero, no como estos títeres que gobiernan hoy a nuestro pueblo.

—Huma fue el guerrero más grande, hombre o minotauro, que jamás he conocido.

Ganth dejó de reír. Entrecerró los ojos y, en un tono más serio añadió:

—Comprendo. Entonces desearía sinceramente haberlo conocido. Ya quedan pocos guerreros así, si mis apreciaciones son correctas.

—Padre, en cuanto a ti…

—Olvídate de mí por ahora, Kaz. Pasé varios años en una isla con media docena de mis marineros, los supervivientes de una buena tripulación. Varios de ellos perecieron allí, pero yo y un par más sobrevivimos…, aunque eso no me importaba mucho, tras la muerte de tu madre. No obstante, seguía pensando en todos vosotros y eso me dio fuerzas para continuar… Y ahora me alegro de haber sobrevivido, pues comprendo que no era mi destino librar la última batalla en el mar. Ya se está librando una demasiado importante aquí mismo, en Nethosak.

—¿A qué te refieres?

—¿No te has preguntado por qué me hallaba tan cerca cuando llegaste?

—Supuse que por casualidad…, pero por tu forma de hablar, entiendo que no fue así.

Ganth sonrió, dejando al descubierto una dentadura perfecta.

—Aprendí hace mucho tiempo que las casualidades no existen. A veces creo que algún dios, probablemente el viejo Sargas en persona, sigue empeñado en hundirme.

Kaz asintió, interesado al descubrir que él y su padre pensaban de modo similar.

—No, no estaba allí por casualidad. Llevo atento a tu llegada más de dos semanas, desde que él fue encarcelado. —Ganth sacudió la cabeza. Sus cuernos eran más largos que los de Kaz, pero los años y el mar habían raído sus pitones hasta dejarlos romos—. Creía que nunca volvería a verte, y de pronto averiguo que la pandilla de Dastrun conocía tu paradero desde hacía dos años.

Si bien no lo sorprendió del todo enterarse de que el clan lo tenía localizado, Kaz sintió una creciente desazón. Si Dastrun vigilaba sus movimientos, posiblemente era porque el nuevo patriarca estaba preocupado y no quería perder de vista a un rival en potencia. Supuso que mientas él permanecía en el poblado, a Dastrun no le molestaba, pero si el patriarca descubría que ahora se encontraba en Nethosak, las cosas podían ponerse feas.

—¿Debería preocuparme por eso?

—Probablemente no. Dastrun no socavará su ya inestable posición actuando en contra de un miembro del clan con tu reputación, muchacho. No directamente, en cualquier caso. Has hecho que el clan se sienta orgulloso de ti, aunque no siempre lo expresen abiertamente. De hecho, te has convertido en una especie de leyenda para otros que no pertenecen al Clan de Orlig.

—Podría vivir sin eso.

—Sí, conozco bien esa sensación. —Ganth bebió un sorbo de vino y luego arrancó de un mordisco un trozo de asado. Ni Kaz ni Delbin podían seguir su ritmo—. Sabía que vendrías. Una cosa que no ha cambiado es que sigues siendo fiel a tus amigos…, mortalmente fiel, aveces. Cuando se lo llevaron, supe que te presentarías aquí sin demasiada tardanza. Naturalmente, yo habría hecho lo mismo.

—¿Hecar? —Kaz se olvidó de la comida y la bebida. Se puso en pie y se inclinó hacia su padre, esperanzado y angustiado a un tiempo—. Estás hablando de Hecar, ¿verdad?

—El mismo Hecar que ambos conocemos. Sí, Kaz. Tu amigo y el mío. Un miembro del clan, además, aunque Dastrun no tiene intención de prestarle ayuda, en especial al no existir entre ambos un verdadero vínculo de sangre. El tiene que saber lo que ha ocurrido, pero no hará ni un puñetero movimiento en contra del emperador o del sumo sacerdote.

—¿Dónde lo tienen encerrado? ¿Dónde está Hecar?

—Siéntate y cálmate, muchacho. Estás dando vueltas como un tiburón-dragón a punto de cenar, después de una sangrienta batalla naval. No tienes tanta paciencia como creía, aunque en realidad no puedo reprochártelo. Pero confía en mí. De todos modos, esta noche no irás a ninguna parte. Por lo menos, no allí.

Kaz se esforzó por serenarse.

—¿Dónde está, padre?

—Lo encerraron en el circo, muchacho, como a un criminal convicto.

—¿El circo? —Kaz sabía lo que eso significaba. En tanto que criminal, se concedería a Hecar la posibilidad de enmendar su deshonra enfrentándose a enemigos insuperables. Lucharía hasta la muerte…, su propia muerte. Las probabilidades en su contra siempre serían excesivas, pero así era como actuaba el sistema. Si Hecar moría valerosamente, no sólo se redimía a sí mismo, sino también al clan que había deshonrado—. Debo sacarlo de allí antes de que sea demasiado tarde.

—Antes de que lo intentes, permíteme decir algo. Ya ha librado tres combates, Kaz. Piensa en ello. Tres.

—¿Tres…? ¡Eso es imposible! —Hecar era bueno, pero no tanto. No en las condiciones que el circo le habría impuesto.

—Tres lides que un buen guerrero como Hecar podía ganar, por adversas que fueran las circunstancias. —Ganth se rascó el mentón sin dejar de mirar a su hijo—. Si yo fuera más desconfiado, muchacho, creería que le están concediendo la posibilidad de sobrevivir. Lo enfrentan al peligro, pero un peligro que él puede manejar. No es así como debería funcionar. Se supone que debían colocarlo en una desventaja imposible de superar y que le permitiera morir heroicamente. Me hace pensar que en realidad desean que viva, por alguna razón.

—¿Qué objetivo podría tener eso?

—Es sólo una idea —respondió Ganth, encogiéndose de hombros.

—Tenemos que sacarlo de allí, padre. —Kaz hizo una pausa—. Tengo que sacarlo de allí.

—Hecar también es amigo mío, Kaz, por no mencionar que fue miembro de mi tripulación. Me molesta que maltraten a mis muchachos, ni el enemigo ni el emperador, que últimamente son casi una misma cosa. Lo sacaremos de allí. —Ganth soltó un bostezo—. Pero nunca han trazado un buen plan de batalla unos locos soñolientos. Debemos descansar un poco. Por el momento, no está previsto que Hecar vaya a combatir. Tengo amigos que se enteran de estas cosas, por si te lo preguntabas. Ya se nos ocurrirá cómo resolver este asunto mañana.

Kaz accedió, a pesar de los irrefrenables deseos que sentía de irrumpir en el circo y matar a cualquiera que se interpusiera en su camino para rescatar al hermano de Helati.

—Mañana, entonces.

—Te alojarás aquí. Puedo encontraros una habitación para ti y para él… Delbin, aquí presente. Estaréis más seguros que en cualquier otro lado, y nos ahorrará tiempo.

—Mis cosas están en el albergue.

—Sí. ¿No puedes prescindir de ellas, muchacho?

—De la mayoría sí, pero no de mi caballo. No tardaré mucho. Volveré enseguida. —Kaz hizo ademán de levantarse.

—Enviaré a alguien.

—Al caballo no le gustará. —Sólo quien Kaz presentaba formalmente al caballo podía acercarse sin peligro al fiero corcel. Delbin era uno de los pocos que Kaz recordaba que no había tenido grandes dificultades para ganarse el reconocimiento del imponente caballo de batalla solámnico—. Debo ir yo.

—¡Te acompaño! —anunció el kender, que hasta el momento había conseguido permanecer otro notable lapso de tiempo en silencio.

—No, tú te quedas aquí —replicó Ganth—. Tu especie no goza de mucho respeto. Yo me quedaré contigo.

—¡Me voy con Kaz! —El kender se cruzó de brazos, mirando ceñudamente a su compañero.

Kaz escrutó el interior de aquellos ojos y supo que, si dejaba al kender allí, Delbin lo seguiría de todos modos, como ya había hecho en las montañas.

—Me lo llevaré conmigo, padre. Si no, puedo prometerte que encontrará la manera de escabullirse. Será mejor que lo mantenga bajo mi protección, por ahora.

Su compañero sonrió. Ganth lanzó un gruñido, pero reprimió sus protestas. Tras unos instantes de reflexión, dijo finalmente:

—Entonces también puedo acompañarte yo y colaborar. Además, aún tenemos cosas de qué hablar. Como supondrás, estarán vigilando a Hecar más que a otros prisioneros, aunque sólo fuera por lo que hizo.

—¿Qué hizo? ¿De qué lo acusaron?

El anciano minotauro pareció desconcertado.

—¿No te lo había dicho? Presuntamente, Hecar mató a un clérigo…, ¡uno del servicio del sumo sacerdote, nada menos!