Los reinos de los minotauros
Un chorro de agua azotó el rostro de Hecar. El joven minotauro soltó un respingo y tosió, pero no pudo hacer nada más: sus manos estaban encadenadas. Al cabo de unos instantes, sin embargo, había parpadeado lo suficiente para que su vista se aclarase…, aunque no había nada a su alrededor que mereciera la pena ver. Se hallaba en la misma celda mugrienta y con el mismo minotauro achaparrado y lleno de cicatrices, muchos años mayor que Hecar, que sonreía al prisionero tumbado con una boca en la que sólo quedaban la mitad de los dientes.
Molus, tan viejo que su pelaje se había vuelto completamente gris, era un carcelero entusiasta, que incluso se deleitaba experimentando nuevas formas de despojar a sus prisioneros de su dignidad.
—Es hora de volver a luchar, criminal. Hoy te tengo preparado un rival digno de ti.
Detrás de Molus aguardaban cuatro miembros de la Guardia Estatal, armados hasta los dientes. Scurn no se encontraba entre ellos. Hecar no veía a Scurn desde que fue capturado, aunque estaba bastante seguro de que el desfigurado minotauro había honrado las gradas con su presencia por lo menos en una ocasión.
Le dolía hasta el último músculo de su cuerpo, lo cual al menos le recordaba que seguía vivo. En justicia, debería estar muerto. Los combates en los que participaban reos de crímenes contra el estado solían equilibrarse de modo que el resultado fuera adverso para el convicto.
Hasta ahora, Hecar había librado dos combates, uno contra dos avezados guerreros y el otro frente a un oso muy hambriento al que sus domadores, a todas luces, habían mortificado hasta la locura. Ganó ambos combates, en parte gracias a los trucos que había aprendido de Kaz, pero sus carceleros, por alguna razón, todavía le reservaban lo peor. Sabía que muchos prisioneros se enfrentaban a perspectivas aun más infortunadas. Hecar no era un campeón del nivel que en un tiempo alcanzó Kaz; era bueno, mejor incluso que la media de su especie, pero no genial.
Aparentemente, le estaban ofreciendo la posibilidad de vivir más tiempo, y eso lo preocupaba. Significaba que querían algo y creían que él podía proporcionárselo.
—Quítale esos grilletes —ordenó Molus. Mientras uno de los guardias obedecía, añadió, dirigiéndose a Hecar—: Hoy lucharás contra un ogro. Luego, si sobrevives, el capitán Scurn quiere tener unas palabras contigo.
Otro combate amañado, éste más asequible que los anteriores. ¿Qué querían?
«Debí hacerte caso, Kaz. Debí hacerte caso…».
¿Kaz? Mientras los soldados lo agarraban para obligarlo a ponerse en pie, Hecar se preguntó si habría dado con la respuesta por casualidad. ¿Le concedían alguna posibilidad de sobrevivir a causa de su relación con Kaz?
Scurn podía contestar a eso, siempre que Hecar sobreviviera a su próximo combate. Tal vez hoy fuera el día en que todo empezara a cobrar sentido. Hecar lanzó un resoplido, sabiendo que estaba obligado a vencer, aunque sólo fuera para satisfacer su creciente curiosidad.
Casi sintió lástima por el ogro.
Kaz permitió que Delbin continuara durmiendo mientras él lo preparaba todo para el viaje. Estaba claro que no podía desprenderse del kender. La herida, que había resultado ser poco más que un arañazo en la pierna izquierda de Delbin, era consecuencia de un tropiezo con un explorador minotauro errante que persiguió al kender durante varias leguas. Previsiblemente, Delbin confesó que iba siguiendo el rastro de Kaz, esperando reunirse con él más adelante. Kaz se rindió ante el hecho de que tendría que permitir a Delbin acompañarlo en su viaje, o bien pasarse la vida sin perder ojo para vigilar al irrefrenable kender.
La tormenta había escampado justo antes del amanecer, pero el cielo seguía cubierto de nubes en buena parte. Kaz tenía el caballo ensillado y dispuesto cuando Delbin consiguió despertar. El kender se frotó los ojos, miró a su alrededor, momentáneamente desconcertado, y después sonrió a Kaz.
—Ha dejado de llover.
—En efecto. ¿Cómo te encuentras?
—Mejor.
La mayoría de los kenders, por naturaleza, poseían una constitución robusta. Delbin parecía haberse recobrado casi por completo. Kaz, que aún notaba algunos dolores y molestias, se maravilló de la capacidad de recuperación de su compañero.
—¿Recuerdas ahora cómo me encontraste?
—Simplemente, lo sabía. —El rostro del kender era la viva imagen de la inocencia. Kaz cambió de tema.
—Se suponía que tenías que volver con Helati y los demás minotauros. ¡Por el escudo de Paladine! ¡Si te quedas conmigo, es probable que estés desafiando a la muerte!
—No pienso volver —replicó Delbin, cruzándose de brazos y tratando de parecer resuelto—. Quiero ir contigo.
—¡Oh, vendrás conmigo, de acuerdo! En realidad, ya no tengo elección. Cualquier pérdida de tiempo significa que Hecar podría morir…, si no ha muerto ya. Debiste ir hacia el sur, pero ahora que estás conmigo, entiende una cosa: no te despistes. Obedece todas las órdenes que te dé, aunque te parezcan degradantes o confusas. Mientras nos hallemos en los dos reinos de los minotauros, te comportarás como si fueras mi esclavo. Tendré que tratarte como si lo fueras. Es tu única posibilidad de salir de ésta vivo y de una pieza. ¿Lo has entendido, Delbin?
El kender se mantuvo impasible.
—Lo he entendido. Y no tengo miedo. No si tú estás a mi lado, Kaz. —El aludido suspiró.
—Tienes demasiada confianza en mí…, ¿o es que tu hombre de gris te contó algo más?
—No, en el sueño no dijo nada más.
—¿Soñaste con él cuando te dirigías al sur? ¿Por eso diste media vuelta y me seguiste?
—Sólo he soñado con él una vez. —Delbin parecía genuinamente perplejo.
—¿No lo viste durante la tormenta?
—No, Kaz.
El minotauro se rindió.
—De acuerdo. Monta. Conduciré el caballo por la brida hasta que el camino mejore, luego cabalgaremos juntos un rato. Recuerda lo que te he dicho. Es posible que empecemos a encontrarnos con los de mi raza, en especial una patrulla fronteriza o algo parecido.
—Lo haré bien, Kaz. Ya verás.
—Tendrás que hacerlo.
El cielo no terminó de despejarse por completo, pero no volvió a llover. El buen tiempo los acompañó durante todo aquel día y los dos siguientes, y para entonces ya habían llegado a la frontera meridional del imperio. Tuvieron la suerte, al menos por lo que respectaba a Kaz, de no tropezarse con nadie más, pero la situación cambió en cuanto la pareja, ambos a caballo, intentaba cruzar el primer paso fronterizo. Un grupo armado se acercaba en dirección contraria. Rápidamente, Kaz obligó a Delbin a desmontar. A continuación pasó por la cabeza del kender un dogal que había preparado de antemano, pero lo apretó sólo lo suficiente para guardar las apariencias.
—Creo que es una patrulla, Delbin. Recuerda lo que hemos hablado. Permanece en silencio, muéstrate asustado y sumiso. Finge que llevas un buen rato caminando.
—Está bien, Kaz. —Ni la risita del kender ni su en absoluto disimulada sonrisa alimentaron la confianza de Kaz.
Fueron detectados instantes más tarde. El otro grupo se dirigió inmediatamente hacia ellos, cerrándoles el paso. Los recién llegados eran, efectivamente, miembros de una patrulla que llevaba cierto tiempo recorriendo aquellos agrestes parajes. Su cabecilla, una hembra entrada en años a la que le faltaban dos dedos de la mano derecha, les dio el alto.
—¿Quién eres y por qué cruzas la frontera por este paso?
—Me llamo Edder, del Clan Mascun. —Se trataba de un oscuro clan que Kaz sólo conocía por uno de sus camaradas más allegados en los años de servicio como soldado esclavo, que pertenecía a él. Edder fue un competente guerrero cuya falta de cautela le había costado finalmente la muerte, traspasado por un lancero de Solamnia. Nadie, ni siquiera un minotauro, debería plantar cara a un caballero bien entrenado que arremete montado en un caballo de batalla y apuntando al pecho de su oponente con una larga y recia lanza. En su excitación, Edder olvidó esa decisiva pizca de sentido común.
La hembra pareció conformarse con la respuesta, pero miró hoscamente al acompañante de Kaz. Con su mano mutilada, señaló a Delbin.
—En nombre de Sargas, ¿por qué llevas eso?
—Lo sorprendí intentando robar comida de mi campamento. Me pareció que estaba en buena forma y cerramos un trato. O se pone a mi servicio, o lo mato. Ha descubierto que es más seguro servirme. Como debe ser. Al fin y al cabo, nuestro destino es convertirnos en los amos de todo. Ya no falta mucho, ¿verdad? —Kaz lanzó una significativa mirada a los otros. Todos habían servido como soldados esclavos. Llegar a ser amos de esclavos sería sin duda muy de su agrado, si se correspondían con los típicos minotauros que Kaz recordaba por experiencia.
Los demás minotauros expresaron su conformidad con gestos o gruñidos. La hembra sonrió.
—Muy pronto, todos podríamos poseer uno de ésos.
—¿Un kender? ¿Por qué molestarse? —exclamó despectivamente otro guerrero—. Acabemos con todos ellos y punto. ¡Acabemos con todas las razas inferiores! ¡Entonces todo Krynn será nuestro! Deberíamos empezar por este mismo. El único kender bueno es el kender muerto, ¿eh?
Más de un miembro de la patrulla dio muestras de considerar aceptable la idea. Kaz decidió zanjar la cuestión antes de que el agresivo minotauro recabara más apoyo.
—¿Te apetece barrer las calles o recoger la basura? ¿Y fregar los muelles? ¿Por qué tenemos que hacerlo nosotros, habiendo razas inferiores para sustituirnos? ¡Estamos hechos para el combate y la aventura, no para tareas denigrantes como ésas! Si queremos ser los amos de Krynn, debemos disponer de sirvientes a nuestras órdenes.
—Me gusta la idea de poseer varios esclavos —coincidió la cabecilla de la patrulla—. ¡Antes me pasaba la vida obedeciendo las órdenes de humanos y ogros a los que podía haber estrujado hasta la muerte únicamente con esta mano! —Extendió la de tres dedos para que Kaz la observara bien, mientras sonreía aviesamente—. La idea me agrada mucho.
—Y pronto será una realidad, ¿verdad, Telia? —intervino uno de sus camaradas. La minotauro asintió sin desviar su atención de Kaz.
—Pero no lo bastante pronto, para mi gusto, ¿sabes?
Kaz le devolvió la sonrisa.
—Te vendería éste, pero me parece que lo he entrenado la mar de bien. Tal vez en el viaje de regreso… Si para entonces me he cansado de él. —Kaz espoleó a su caballo—. Que tus antepasados te guíen.
—Y los tuyos a ti —respondió Telia, para su secreto alivio. La hembra sacudió la cabeza—. Pero ten cuidado con el kender. A mí dame un esclavo humano, antes que uno de ésos. Yo no me fiaría de un artero kender.
—Ha aprendido lo que le ocurre cuando desobedece. —Kaz les mostró la herida de la pierna de Delbin—. ¡Vámonos! —gruñó al kender—. Aún nos queda un largo camino por recorrer.
El aludido, con la boca herméticamente cerrada, se apresuró a seguir sus pasos.
—¡Y tú también cuídate, Edder! —gritó la cabecilla de la patrulla—. Los clérigos están muy susceptibles, desde hace unas semanas. Han ordenado a la guardia cargar de cadenas a más de uno y más de dos por no colaborar con ellos. Haz 1o que te digan, y hazlo deprisa, y quizá no tengas problemas.
—Te agradezco el consejo. —Kaz saludó con la mano y se volvió para que ninguno de ellos pudiera verle la cara. En un susurro, advirtió a Delbin—: Tendrás que aguantar hasta que nos alejemos lo suficiente para que no nos vean. Después te dejaré montar un rato. Pero dentro de un par de días, ambos tendremos que ir a pie la mayor parte del día. El camino describe una curva.
El kender no dijo nada, pero inclinó levemente la cabeza. Kaz estaba impresionado. Delbin era lo bastante listo para saber cuándo mantener la boca cerrada, y trotaba junto a su montura como podía haberlo hecho durante toda la jornada.
Aquel día no sufrieron nuevos percances, aunque en cierto momento divisaron un trío de jinetes que se dirigían hacia el sur. Kaz se puso a cubierto para estudiarlos sin ser visto. Alimentaba la insensata esperanza de que uno de ellos fuera Hecar, pero no hubo suerte. Los jinetes no se apartaron del sendero que habían tomado y pronto desaparecieron de la vista. Kaz permitió a Delbin montar durante un tiempo, sabiendo que pronto no tendría otro remedio que obligarlo a caminar de sol a sol.
Al tercer día de su recorrido por las montañas, durante el almuerzo, Delbin contempló las altas cumbres y exclamó, con el típico temor reverencial de los kenders:
—¡Nunca había visto montañas tan altas, Kaz!
—Ésas son de las más altas.
—¿Hubo dragones ahí, alguna vez?
Kaz soltó un bufido.
—¡Oh, sí, ahí hubo dragones, sin duda! La mayoría era Negros, Rojos y Azules. Durante la guerra, este territorio era uno de sus preferidos. Aunque más al norte. Allí fue donde Crynus, un Señor de la Guerra, tenía acantonado el grueso de su ejército. Ahora bien, había un verdadero monstruo, peor que cualquier dragón. ¿Recuerdas lo que te conté de él?
Delbin asintió y Kaz rememoró la historia que le había narrado al kender. Hasta su muerte, Crynus, un humano, fue el comandante favorito de la Reina de la Oscuridad. Comandadas por Crynus, las huestes de las tinieblas habían traído la desolación a gran parte de las regiones septentrional y oriental de Ansalon. De no haber sido por Huma, la hembra de Dragón Plateado, Gwyneth, y el propio Kaz, Crynus probablemente habría aplastado a la caballería y sometido todo Ansalon al yugo de su señora. Sin embargo, Huma decapitó al Señor de la Guerra en un combate épico…, y luego tuvo que encontrar otra forma de matarlo, cuando la primera demostró no ser óbice suficiente para las intenciones del siniestro personaje.
Kaz se estremeció al recordarlo. Habían requerido el fuego de un dragón para librar finalmente a Ansalon del inmortal Crynus.
—¿Las montañas rodean por completo los reinos? —preguntó su compañero, rompiendo el hechizo de los recuerdos de Kaz.
—No, en su mayoría recorren la zona occidental y gran parte de la meridional. Al norte de aquí se encuentran abiertas, y al este se extienden las llanuras, pero el viaje se prolongaría demasiado si diéramos un rodeo por el este. —De pronto acudió a su mente un recuerdo de su juventud—. Dicen que fue el propio Sargas quien erigió las montañas justo después de elegir a los ogros que lo merecían y convertirlos en minotauros. Las montañas servían para proteger a sus hijos mientras recuperaban las fuerzas y trabajaban para ocupar el lugar que les correspondía como amos de todo Krynn. —Kaz no había olvidado sus años como soldado esclavo, ni con cuánta frecuencia los minotauros habían sido esclavos, no amos, de otras razas. Las montañas no habían cumplido con demasiado celo su cometido—. No nos protegió muy bien, teniendo en cuenta que es un dios, ¿verdad?
El mal tiempo les ocasionó un retraso de aproximadamente una jornada de viaje, pero dos días más tarde dejaban atrás las montañas y se adentraban en el territorio de los minotauros. A primera vista, el paisaje no era distinto del que habían elegido Kaz y Helati como entorno donde construir su casa. Lo único que cambiaba era un perceptible olor a mar en el aire y un viento constante que soplaba del este. Además, la temperatura era ligeramente inferior, y aunque eso no molestaba demasiado al peludo minotauro, Delbin tenía que taparse mucho más por las noches.
Al día siguiente divisaron una gran ciudad al este.
—¿Qué lugar es ése? —preguntó el kender. Se había puesto a mirarlo todo con los ojos muy abiertos, a pesar de que el propio Kaz no conseguía ver nada digno de encomio en la región. Naturalmente, el kender tendía a encontrar casi nuevo y digno de mención todo lo que veía, aunque sólo lo hubiera visto antes un par de docenas de veces.
—Eso es Morthosak, la sede del poder del reino de Kothas. Con excepción de Nethosak, es la ciudad más grande de los dos reinos de los minotauros. Se extiende hasta el mar. El puerto es, de hecho, más grande que el de Nethosak, pero como el gobierno imperial actúa desde Mithas, allí hay más tráfico naval.
—¿Iremos allí?
Kaz negó con la cabeza.
—No, y alégrate. Nethosak tiene sus peligros, pero Morthosak posee varios de cosecha propia y en régimen exclusivo. En la capital ya habrá suficiente de lo que preocuparse.
Delbin no pudo disimular por completo su decepción por no ver la ciudad portuaria, pero Kaz no se dejó ablandar. Todavía albergaba la esperanza, a decir verdad cada vez más débil, de que Hecar siguiera con vida y de una pieza en Nethosak. Aún quedaban por delante varios días de camino, y el viaje sería más lento que antes, al tener que fingir que su compañero era un esclavo.
Pronto, el terreno que recorrían empezó a mostrarse cada vez más poblado. Aldeas y pueblos más y más grandes se alineaban casi uno junto al otro, a medida que la pareja proseguía su camino hacia el norte. Pese a las bajas sufridas en la guerra, la población de los minotauros no se había visto en absoluto mermada. Una raza acostumbrada a los rigores de la lucha constante solía ocuparse de que sus pérdidas se compensaran con la mayor rapidez posible. En sólo dos generaciones, la población sería casi la que era a mediados de la guerra, cuando Crynus empezó a mandar oleadas de soldados esclavos al frente de batalla sin contemplación alguna, sin que le inmutara sacrificarlos si de ese modo preservaba su fiel guardia personal.
Con todo, si lo que Kaz había oído comentar era cierto, el emperador no pensaba esperar a que su pueblo se hubiera recobrado por completo.
No todos los minotauros consideraban la lucha el único objetivo en la vida. Era necesario contar con alimentos para sustentar a toda la especie, por lo que Kaz estaba preparado para encontrarse las granjas que pronto empezaron a cruzar. Sin embargo, las granjas de los minotauros no eran como las de otras razas, pues el estado controlaba su explotación. Se distribuían uniformemente en una larga hilera, unas muy próximas a otras. Un director supervisaba la administración de cada sector de la comunidad de granjas. Cada una de ellas competía con las demás por obtener la mejor producción, ya se tratara de verduras, de frutas o de ganado. Se otorgaban honores y ascensos a quienes cosechaban los mejores resultados. Existía una profusa normativa gubernamental que determinaba cómo dirigir las granjas y qué recursos asignar a cada una de ellas. Todo muy organizado y eficiente.
Todo muy propio del estilo de vida de los minotauros.
Delbin se lo quedaba mirando todo con ojos brillantes, pero pocos jornaleros le prestaron atención, ni tampoco a Kaz, absortos como estaban en procurar que su granja se situase en los primeros puestos de su distrito. El maíz ya crecía más alto y grueso que la mayoría del que Kaz había visto en sus años de viajes. Las ovejas de cierto sector eran tan grandes que, desde lejos, podrían haberse confundido con terneras, de no ser por sus mantos de lana.
—¡Todo es inmenso, Kaz! ¿Has visto esa vaca?
—Calma, Delbin. —Kaz asintió, orgulloso a pesar de sus sentimientos hacia los actuales dirigentes del imperio—. Mi raza necesita nutrientes en todo momento. Un niño sano se convierte en un poderoso guerrero.
El kender observó a los minotauros que trabajaban en los campos.
—Creía que todos los minotauros eran luchadores.
—Y lo son. Incluso ésos, que algunos consideran los más débiles, pese a que llenan nuestros estómagos mientras luchamos en el campo de batalla. Un combatiente minotauro es superior a cualquier combatiente humano o élfico. —Si su pueblo conquistaba algún día a las demás razas, Kaz sospechaba que los más aptos de los nuevos esclavos serían conducidos a las granjas para que trabajaran la tierra, exonerando de esas tareas a numerosos minotauros. Habría que vigilar a los esclavos, por supuesto, pero pocos minotauros elegirían una vida como agricultor durante la expansión del imperio.
En su mayoría, las granjas se hallaban atareadas con las labores agrícolas, y en más de una ocasión transitaron por zonas donde la tierra aparecía yerma y abandonada. Kaz lanzó un gruñido cuando identificó el primero de estos pequeños eriales.
—El precio de una competencia excesiva. Han agotado el suelo. —Reparó en otras granjas, prósperas y activas—. Los demás harían bien aprendiendo de la experiencia ajena, si esperan sobrevivir. No puedes conquistar un mundo si eres incapaz de alimentar a tus ejércitos.
De noche, Kaz evitaba las aldeas y los pueblos, y optaba por las tierras boscosas, que los ocultaban de la vista desde los caminos. Sólo encendía pequeñas hogueras, lo cual les permitía pasar desapercibidos. Con el fin de mantener entretenido a su compañero, ya que un kender aburrido era una criatura especialmente preocupante, Kaz le contaba historias y cuentos siempre que podía. No pocos los contó mezclando tanto la leyenda con los hechos, que ni él mismo estaba seguro de qué era verdad y qué había sido exagerado por los narradores anteriores.
Le habló a Delbin de la supuesta esclavitud de los minotauros en beneficio de los enanos de Kal-Thax. Los enanos mantuvieron a la raza de Kaz esclavizada durante años, según la leyenda, hasta que los minotauros finalmente los derrocaron y destruyeron. Otras razas no solían conceder crédito a esta versión de los hechos. Entre las leyendas de aquella época se contaba una sobre un minotauro, Belim, que mató a docenas de enanos y liberó al número suficiente de sus congéneres para iniciar la rebelión final, antes de perecer bajo los hachazos de otra media docena de guerreros enanos. Tales actos heroicos eran la salsa de las historias favoritas del pueblo de Kaz.
Sin embargo, las preferidas del kender, tal vez por la emoción con que las relataba Kaz, eran las relacionadas con Ganth, el capitán del Gladiador. En su primer viaje, Kaz navegó con Ganth y Kyri, y desembarcó en una isla que parecía toda de oro. No era oro auténtico, lo cual resultó decepcionante, pero el viaje propiamente dicho hizo que todo mereciera la pena. Lo que a Delbin le parecía especialmente emocionante era una aventura anterior de Ganth, cuando él y su nave, en uno de sus primeros viajes, se aproximaron a una misteriosa isla poblada por serpientes gigantes y grandes aves. Allí, Ganth y Kyri conocieron, presuntamente, a Sargas y a su hija Zeboim, la tempestuosa diosa del mar. Sargas no deseaba que los minotauros abandonasen la misteriosa isla, pero Kiri-Jolith intervino y Ganth mató un ave gigante en su lucha por escapar. Kyri y él se casaron poco tiempo después. Ganth afirmaba que este episodio era la principal razón por la que rechazó al de grandes cuernos y se hizo seguidor de Kiri-Jolith.
—Tuvieron hijos poco después de esa aventura. Yo soy su primogénito —concluyó Kaz, orgulloso.
—¿Cómo eran?
—Ganth era un poco rebelde, alguien que siempre discutía el modo establecido de hacer las cosas. —Kaz rio entre dientes—. Supongo que de ahí me viene mi rebeldía innata. Kyri era más clásica, una buena camarada de armas. Ahora bien, eligió a Ganth como compañero sentimental de por vida, de modo que supongo que también ella era un poco rebelde. Nos criaron bien, nos mantuvieron sanos y en forma, nos proporcionaron afecto. —La mirada del minotauro se perdió en la distancia—. Cuando el Gladiador se hundió, los lloré amargamente.
—Oh. —Delbin bajó la vista, momentáneamente abatido. Enseguida alzó la cabeza, más animado—. Pero has dicho «hijos». ¿Tuvieron otros, aparte de ti? ¡Nunca me habías contado que tienes hermanos!
—Éramos seis. Cuatro machos y dos hembras. —Kaz titubeó; hacía años que no pensaba en sus hermanos. Desde que rompiera con su gente, no se había puesto en contacto con nadie que le importase en el pasado, ni amigos ni parientes.
—¿Iremos a ver a alguno de ellos?
Kaz se mostró reacio a contestar.
—No lo sé… A Raud, seguro que no, está… —Su mano descendió y tocó la bolsa donde guardaba el medallón—. A Raud no.
—¿Quién…?
—Es tarde. —Levantándose bruscamente, Kaz empezó a reunir sus enseres—. Nos queda mucho camino por andar. Iremos a pie los dos. Tendrás que llevar la correa otra vez, Delbin. Lo siento.
El menudo personaje obedeció en silencio, intuyendo que Kaz no deseaba seguir conversando sobre su familia. Algunos recuerdos eran demasiado dolorosos para evocarlos siquiera años después.
«Temía que acudieras a mi mente si yo regresaba, Raud —reconoció Kaz para sus adentros—. Temía que volvieras a atormentarme».
Habría ocurrido con independencia de que Delbin le preguntara o no por su familia. Fue en Nethosak donde él y Raud se reunieron por última vez. En Nethosak, donde una decisión crítica cambió para siempre la vida de Kaz.
Donde Raud murió.
Muy lejos de allí, en el corazón de Nethosak, la muerte también ocupaba los pensamientos de dos fatigados minotauros que ahora aguardaban una audiencia con el sumo sacerdote. Habían cabalgado raudos como el viento después del reciente fiasco, dejando atrás al último de los ogros, que probablemente ya estaría muerto, a estas alturas, debido a la amputación de una extremidad. El otro ogro desertó una noche y regresó con los de su especie, temeroso de enfrentarse a la ira del sumo sacerdote. En el fondo de su corazón, los minotauros sabían que les esperaba un castigo por su fracaso absoluto, pero el orgullo, tan arraigado en la mayoría de los de su raza, les impidió limitarse a no retornar nunca más a la capital imperial. Ahora ambos se arrepentían de aquel arrebato de orgullo.
La antesala en la que aguardaban no contribuía a tranquilizar su imaginación. Tapices con imágenes del poder de Sargas, en especial su castigo para quienes se desviaban del camino recto, cubrían las paredes entre altas columnas de mármol. En cada columna aparecía en relieve el rostro de Sargas en su manifestación como el de grandes cuernos. Todas las caras estaban talladas de modo que miraban hacia abajo, juzgando a los que se hallaban ante la entrada de las dependencias del sumo sacerdote.
Las enormes puertas de hierro se abrieron girando sobre sus goznes, y un solemne acólito ataviado con las vestiduras rojas y negras de su oficio salió a recibir a la pareja.
—Su Excelencia os recibirá ahora. Sólo hablaréis cuando se os pregunte y responderéis a todas las preguntas sin reservas. ¿Ha quedado perfectamente claro?
Conscientes de que toda discusión resultaría inútil, ambos minotauros asintieron. El acólito se volvió hacia la puerta abierta.
—Seguidme.
Así lo hicieron, con creciente nerviosismo, uno de ellos deteniéndose sólo lo suficiente para mirar fugazmente el enorme relieve que coronaba el portal. La talla, un gran dragón, parecía mirar con expresión famélica a cualquiera que pasase bajo sus fauces. El minotauro sintió un escalofrío y se apresuró a seguir al otro.
La estancia en la que penetraron tenía las dimensiones de la arena de un pequeño circo y estaba sorprendentemente desprovista de toda decoración. No había ventanas, y la única iluminación procedía de dos antorchas encendidas a escasos metros, una a cada lado de la espaciosa sala. El techo —la parte que resultaba visible— se perdía en las alturas, contribuyendo a la sensación de los recién llegados de hallarse fuera de lugar. Aquí no eran nada más que fichas en la gran partida de Sargas, minúsculas piezas que podían, en caso necesario, ser reemplazadas con facilidad.
—Acercaos.
La voz era enérgica, imperiosa, y resonó en toda la estancia. El acólito se apartó, indicándoles que siguieran adelante solos.
No habían avanzado más de tres o cuatro pasos cuando unas altas llamas se elevaron a izquierda y derecha, iluminando bruscamente la sala. Una fila de antorchas, repentinamente encendidas, conducían a un amplio estrado de una altura que doblaba la de cualquier minotauro. Sobre el estrado reposaba un gran escritorio de piedra, en cuya parte delantera también aparecía el rostro de Sargas.
Detrás del escritorio, sujetando una pluma de ave con una mano, se sentaba el sumo sacerdote del estado. Su capucha y su toga eran muy similares a las de sus acólitos, pero estaban adornadas con una orla dorada a lo largo del borde de la capucha, los puños y toda la parte delantera. Bajo la capucha se intuía un rostro enjuto, de estudioso, más apropiado para las tareas eclesiásticas que para los rigores del combate.
Ninguno de los dos se sentía más cómodo por ello. Todos conocían el brutal poder del sumo sacerdote.
—Que nadie nos moleste —ordenó al acólito el sumo sacerdote.
—Sí, Su Excelencia. —El acólito hizo una reverencia y se retiró. Un instante después, las puertas se cerraron, dejando a los dos recién llegados a solas con el sumo sacerdote.
—Os fue encomendada una misión.
Necesitaron un momento para caer en la cuenta de que uno de ellos debía responder. El más alto de los dos asintió, y añadió precipitadamente:
—Sí, Su Excelencia.
—¿Cómo te llamas?
—Tosher, Su Excelencia. Este es Cinmac. —A la mención de su nombre, el aludido alzó una mano, vendada toscamente, en un solemne saludo. La sangre teñía de rojo la mayor parte del vendaje.
—¿Dónde están los demás? —La pluma no se movía.
Tosher tragó saliva, incapaz de responder. Finalmente, Cinmac musitó:
—Muertos, Su Excelencia.
—¿Todos?
—Sí, Su Excelencia…, excepto un ogro, que salió huyendo.
Tosher recuperó finalmente la voz.
—¡Nos rodearon por todos lados, Su Excelencia! —farfulló—. Nos superaban en número, y esos malditos ogros se dejaron llevar por el pánico. Nos habrían aniquilado. Nosotros…
—Silencio. —El sumo sacerdote miró fijamente a los dos minotauros—. No sucedió de ese modo, ¿verdad, Cinmac?
—No, Su Excelencia. —Cinmac aferró su mano herida—. No puedo explicarlo. Estaba en todas partes. Era como si supiera de antemano que nos acercábamos. Nunca había visto un guerrero tan eficaz.
—¿Y el objeto que os proporcioné? ¿Por qué no lo capturasteis con eso? ¿Quién decidió no utilizarlo? Dímelo.
El minotauro herido miró de reojo a su compañero antes de responder.
—No me pareció bien. Magia no. ¡Somos guerreros! ¡Entendemos de espadas y hachas, no de talismanes! —Cinmac se maldijo en silencio por haberse ofrecido voluntario para la misión, pero entonces pensaba que obtener el favor del sumo sacerdote le reportaría incalculables beneficios. Lo que él y los demás olvidaron era que perder su favor era mucho más peligroso—. Esos condenados ogros lo rodearon con redes y nosotros nos abalanzamos sobre él. No sé qué sucedió a continuación. Varios de los ogros nos dejaron en la estacada.
—El talismán mágico…
Tosher resopló.
—Al final lo utilicé, pero el maldito fue demasiado astuto. Conseguí que los árboles lo apresaran, pero trepó por uno de ellos y saltó sobre mí. El artefacto salió despedido de mi mano. A los árboles no parecía importarles a quién se llevaban por delante. Casi me atrapan a mí por equivocación. Probablemente lo capturaron.
La pluma descendió bruscamente hasta estrellarse sobre el escritorio. Tosher y Cinmac vieron cómo rebotaba y su punta salía disparada. El sumo sacerdote miró a Tosher con ojos llameantes.
—Espero que eso no haya ocurrido. Lo quiero vivo…, por el momento. Vosotros dos habéis embrollado las cosas muchísimo más de lo que creía posible.
Como Tosher no replicó, Cinmac intentó explicar su fracaso.
—Es un campeón del circo, Su Excelencia. Vos mismo lo dijisteis. Jamás me había enfrentado a un guerrero como él. Pero dadnos más soldados, minotauros en lugar de esos ogros indignos de confianza, y esta vez lo capturaremos. Sólo cuenta con un… —el guerrero sacudió la cabeza con incredulidad—, un kender, por toda ayuda.
Tosher resolló.
—¿Qué clase de minotauro es el que acepta la compañía de una de esas sabandijas?
—Un minotauro interesante —contestó inesperada-mente el sumo sacerdote—. Muy interesante.
—Caeremos sobre ellos durante la noche —añadió Cinmac—, pero esta vez con más sigilo. Si todavía lo queréis vivo…
—Inexcusablemente. —El sumo sacerdote imprimió un tono de amenaza a la palabra.
—Bien, está vez será diferente, entonces, sobre todo ahora que estamos prevenidos. ¡Su hacha, por ejemplo! ¡Tenía que ser mágica también! Juraría por el propio Sargas que no tenía ninguna cuando reveló su presencia, pero sí justo antes de abatir a uno de los ogros.
—¡Eso! —Tosher se atrevió a intervenir de nuevo—. ¡Surgió de la nada, Su Excelencia! ¡Un hacha que brillaba incluso en plena noche!
—¿De veras? Vaya, qué interesante. —El sumo sacerdote se rascó la parte inferior del hocico—. Basta de charla. A pesar del hacha, todavía me resulta asombroso que un solo guerrero os obligara a poner pies en polvorosa a vosotros dos. ¿Es así como os entrenáis los guerreros? Yo diría que no. Huisteis de la batalla cuando debíais estar ansiosos por morir de pie.
Ninguno de los dos personajes que se hallaban ante el sumo sacerdote osó pronunciar una palabra más. Sabían que lo que decía era cierto. Ni siquiera la terrible herida de Cinmac era excusa suficiente.
—Os envié a buscar a un minotauro cuya presencia requiero, pero al cual no quiero que vuelva a ver nadie más en todo el reino. Sois incapaces de encontrar su rastro, aunque os digo dónde vive, y luego permitís que este guerrero…, ¡un solo guerrero!, diezme vuestras filas como si fuerais niños que apenas están aprendiendo a caminar. —El sumo sacerdote se puso en pie. Superaba en estatura a cualquiera de sus sicarios, aunque su constitución no era tan robusta. Sus ojos centellearon al mirar a la pareja—. Me habéis fallado. A eso se reducen todas vuestras excusas. Pese a disponer de vuestra propia magia, que a regañadientes decidí que necesitabais, habéis fracasado miserablemente.
—¡Fue por culpa del hacha! ¡Su magia era superior! —insistió Tosher—. Lo habríamos capturado si no hubiera contado con el hacha. ¡No sabíamos que nos enfrentaríamos a un poder semejante!
—Eso, al menos, os lo concedo. Mis fuentes no fueron bastante precisas. —La delgada figura echó hacia atrás su capucha—. Pero eso no disculpa vuestro fracaso. El resultado es que Kaziganthi de-Orlig se dirigirá, sin duda alguna, hacia el corazón del imperio y desde allí dará a conocer su presencia a otros. —Sacudió la cabeza—. Eso complica mi trabajo mucho más de lo que cabía esperar. En mi imperio no hay lugar para tamaña ineptitud, como la que habéis demostrado. —Los ojos del sumo sacerdote llamearon—. No hay lugar alguno…
Una campanilla convocó al acólito a los aposentos del sumo sacerdote unos segundos después. El sicario entró en las dependencias de su amo, pero se detuvo nada más cruzar la puerta. El sumo sacerdote se hallaba sentado junto a su escritorio, con la cabeza apoyada en una mano, en actitud contemplativa. No había señales visibles de ninguno de los dos cazadores que el mismo acólito había conducido hasta allí.
—Entra de una vez.
El acólito obedeció, pero al acercarse al estrado, su pie tropezó con algo. Bajó la vista y descubrió que era una mano, medio envuelta por una venda manchada de sangre. A su lado distinguió algo parecido a un pie y la empuñadura de una espada. El resto del cuerpo había desaparecido.
Intentando olvidar la macabra visión, el acólito pasó por su lado, se arrodilló ante su amo y esperó sus órdenes.
—En la guardia estatal hay un capitán llamado Scurn. Manda llamarlo. Tengo algunas preguntas y creo que él podrá contestarlas.
—Sí, Excelencia.
—Y llévate esa basura cuando salgas.
El acólito se enderezó y obedeció. El sumo sacerdote lo observó y, cuando su esbirro se hubo retirado, volvió a sumirse en sus cavilaciones.
—He esperado demasiado tiempo —musitó—. He esperado demasiado para que ahora me retrase un estúpido minotauro. Cuando regreses a mi imperio, Kaziganthi, deberás elegir. Unirte a mi gran proyecto…, o morir aplastado por él.