Compañía bienvenida
—¿Qué haces aquí, Delbin?
—Vengo a verte, Kaz. —El kender le dedicó una radiante sonrisa.
Tras apoyar el hacha sobre su hombro, el minotauro observó a su compañero con desconfianza. Se parecía a Delbin, pero las apariencias, como sabía por experiencia, son engañosas.
—¿Estabas casualmente en medio de la nada, esperándome?
El kender se echó a reír.
—En realidad, he tenido que perseguirte, porque cuando me presenté en tu casa, Helati me dijo que habías partido rumbo a un lugar llamado Nethosak, que, si no recuerdo mal, se encuentra en algún lugar del país de los minotauros, pero nunca he estado allí, de modo que pensé en seguir tus pasos, porque…
—Haz una pausa, Delbin. —Kaz se relajó un poco. El visitante era su viejo compañero de siempre, no cabía la menor duda. Era imposible confundir aquella voz, cuando empezaba a perorar sobre todo lo habido y por haber. Delbin formaba parte de una reducida secta kender cuyos miembros compartían la descabellada pretensión de escribir la historia del moderno Krynn, lo cual estaría bien si algún día se decidían a empezar. Por añadidura, prácticamente cada vez que Delbin introducía una mano en su bolsa en busca del supuesto libro, se las ingeniaba para extraer algo distinto, que en otro tiempo perteneció a otra persona.
Con todo, Kaz no podía negar que el kender había resultado ser un camarada valioso en más de una ocasión, capaz incluso de arriesgar su vida para salvar la del minotauro. No ardía en deseos de admitirlo ante nadie, con excepción de Helati, pero Kaz había acabado tomando afecto al pequeño ser. Aunque, naturalmente, eso no significaba que deseara la compañía del kender en aquel viaje.
—Cuando amanezca, te volverás por donde has venido y te quedarás allí. Lo que debo hacer, debo hacerlo solo.
—Pero, Kaz, nunca he visto un imperio entero de minotauros, y Helati parecía tan preocupada, de lo cual no la culpo, y menos después del sueño que tuve…, por el que me enteré de que habías emprendido un viaje, para empezar, y como estás de viaje, necesitas que alguien te acompañe, y ése debería ser yo, por supuesto…
Kaz se preguntó, y no por primera vez, si el kender lo seguía porque ni siquiera los de su propia raza soportaban su incesante parloteo. De pronto, algo de lo que acababa de decir Delbin reclamó su atención.
—¿Qué era eso de un sueño que dices que tuviste?
—Tuve un sueño y… —Delbin titubeó al ver la expresión del minotauro y siguió hablando mucho más despacio—: ¡Era acerca de ti, Kaz! Cabalgabas hacia un gran lugar, donde una multitud vitoreaba a otros minotauros que luchaban. Después, algo grande, más grande que un ave, pasó volando y…
—¿Eso fue todo?
—No, luego eras tú quien luchaba en aquel lugar, supongo que era la arena de un circo, mientras un minotauro alto, realmente muy alto, vestido con la indumentaria de los clérigos, contemplaba impasible la escena. Entonces se transformó en un pájaro y se alejó volando. —Delbin sonrió—. ¿A que es un sueño de lo más interesante? Ah…, ¡me olvidaba del hombre gris!
—¿Qué hombre gris? —Kaz se arrepintió de haber pedido al locuaz kender que le contara su sueño. ¿De qué podía servirle esa información al minotauro? Sin embargo, continuó escuchando.
—¡Era totalmente gris, Kaz! Incluso su rostro y su barba eran grises. Vestía de gris y llevaba un bastón gris. Nunca había visto a un humano tan, tan, pero tan gris.
La descripción despertó un vago recuerdo en Kaz. Alguien más le había hablado al minotauro de ese hombre gris, mucho tiempo atrás. No obstante, muy a su pesar, Kaz no consiguió evocar el fantasmagórico recuerdo.
—¿Totalmente gris, dices?
—Sí, y dijo que tú partirías pronto, por lo que tenía que apresurarme a localizarte, y cuando desperté supe que lo mejor era hacerle caso, aunque fuera un sueño… Sólo sabía que tenía que ir.
Pocas veces había visto el minotauro al kender tan empecinado. Pero permitir que Delbin lo acompañara al corazón del reino de los minotauros era firmar la sentencia de muerte de la criatura. Los minotauros no eran seres tolerantes, en especial en lo referente a los kenders. Se consideraba que el pueblo de Delbin se hallaba a la altura de las ratas y otras sabandijas.
—No. No puedes acompañarme, Delbin. Es por tu propio bien. No sabes cómo es el imperio, y mucho menos Nethosak. Mandarían ejecutarte sólo por ser quien eres.
Delbin Sauce Nudoso se miró de arriba abajo.
—¿Qué hay de malo en como soy? ¡Si soy bastante grande, para ser un kender!
—No es por tu estatura, y tú lo sabes, Delbin. Aunque no sea mi caso, la mayor parte de los minotauros se muestran muy poco tolerantes con los kenders. En su mayoría, se apresurarían a cortar en rodajas a un kender para convertirlo en cebo de pesca… —Kaz se despreciaba por hablar tanto, pero quería atemorizar a su amigo para que desistiera de su empeño—. Regresa.
—El hombre de gris dijo que debo ir. —Delbin se cruzó de brazos, componiendo la expresión más seria y decidida que podía adoptar un kender—. Y aquí estoy.
—Sólo fue un sueño.
—Un gran sueño. —Delbin dejó escapar una risita infantil—. Y dime, Kaz, ¿cómo es Nethosak? ¿Viven muchos minotauros, allí? ¿Por qué hay dos reinos llamados Mithas y Kothas? ¿Son idénticos o no? —Antes de que Kaz pudiera pronunciar una palabra más, Delbin metió la mano en el morral que colgaba de su costado—. ¡Necesito mi libro! Tengo que escribirlo todo… ¡Vaya! Me pregunto de dónde habrá salido esto.
El objeto que el kender sostenía en la mano era difícil de identificar, a la vacilante luz del fuego. Kaz se acercó para examinarlo, olvidando por un momento su enfado y su frustración. El objeto le resultaba vagamente familiar, parecido a una especie de medallón.
Al principio, Kaz tuvo la extraña sensación de que era el medallón de Paladine que él había tomado de la mano de Huma tras la derrota de Takhisis, pero había colgado aquel medallón de la rama de un árbol, no muy lejos de la tumba del gran caballero. Además, el medallón de Huma llevaba el símbolo de Paladine, mientras que en éste se representaba a otro dios, uno tan familiar para Kaz como la deidad de Huma, si bien no tan respetado por él como este último.
Sargas. Sin embargo, no parecía el medallón de un clérigo.
—Permíteme ver eso, Delbin.
El kender le tendió el objeto redondo. Kaz lo sostuvo ante las llamas. Los recuerdos empezaron a inundar su mente hasta que por fin reconoció lo que era el medallón. El mismo había llevado uno igual, años atrás.
—«Campeón de campeones» —musitó, leyendo la inscripción que rodeaba el canto—. «Héroe del pueblo». ¿Dónde lo has conseguido, Delbin? Vamos, piensa. Haz un esfuerzo.
El kender hizo una mueca, plenamente concentrado, y al fin sonrió jovialmente.
—¡Ya me acuerdo! ¡Me lo dio el hombre de gris!
—¿Te lo dio un hombre que aparecía en un sueño? Sabes que eso es imposible.
—¡Pues lo hizo! ¡Lo recuerdo! Después de pedirme que fuera en tu busca, me entregó el medallón. Creo recordar que mencionó que lo habías perdido. ¿No es perfecto? A eso me refería, cuando hablaba del sueño. Es importante. Nunca había tenido un sueño como éste.
Kaz estuvo tentado de arrojar el medallón a la hoguera. En efecto, en un tiempo poseyó uno muy parecido…, hasta el día en que decidió que no viviría —o perdería la vida— en la arena del circo. Luchar como soldado esclavo a las órdenes de ogros y humanos le pareció preferible a la locura y la hipocresía del circo.
No podía tratarse del mismo medallón…, ¿o sí?
—¿Sabes qué es, Kaz? —preguntó Delbin.
Kaz sabía exactamente lo que era: la medalla que se concedía al supremo campeón de los juegos, al guerrero más insigne de todas las arenas, incluyendo, naturalmente, el Gran Circo. El Campeón Supremo podía desafiar al emperador a un combate singular por el trono, y el emperador debería aceptar el reto o caer en el deshonor. Cuando ambos se enfrentaban, la lucha era siempre a muerte. Los contendientes no dejaban con vida a sus adversarios, para que fomentasen la discordia o volvieran a desafiarlos y tal vez ganaran a la siguiente oportunidad.
El Gran Circo era un glorioso entretenimiento para las masas.
—No —respondió finalmente Kaz, guardando el medallón en la bolsa de cuero que colgaba del cinturón de su brial. Sus ojos observaron las vertiginosas llamas de la hoguera—. No lo sé.
Se sentó junto al fuego y depositó su hacha junto a sí. Delbin lo observó con expresión solemne pero, prudentemente, no dijo nada. Kaz se había olvidado por completo del kender. Los danzantes tentáculos del fuego resucitaban imágenes de contrincantes del pasado, enfrentados en un duelo incesante. Kaz se veía a sí mismo luchando contra un minotauro rojinegro, más alto que él, hasta tumbarlo en el suelo; pero de pronto ese adversario se transformaba en otro más bajo, pero más musculoso y provisto de un hacha más larga que Rostro del Honor. Kaz desviaba el golpe con su propia hacha y contraatacaba con un tajo capaz de cortar un hueso por la mitad. Las imágenes se sucedían interminablemente, combate tras combate, hasta que en algún momento de la refriega, Kaz se quedó dormido.
Al día siguiente, Kaz no comentó nada al kender acerca de su conversación de la noche anterior. Por el momento, permitiría que Delbin cabalgara a su lado. Seguía sin querer que el kender corriera riesgos, pero agradecía en silencio su compañía. Delbin podía ser una distracción que permitiera a Kaz olvidar, siquiera por un tiempo, los peligros que le aguardaban en la capital imperial del reino minotauro de Mithas.
Durante los dos días siguientes, viajaron con una tranquilidad relativa, constituyendo el único fastidio las implacables preguntas del kender sobre la tierra de los minotauros. Kaz ya había respondido a muchas de ellas en más de una ocasión, a lo largo de los años transcurridos desde que conoció a Delbin en un puerto de la región meridional de Ansalon. De vez en cuando, el kender formulaba una pregunta sobre la vida personal del minotauro, que Kaz eludía contándole algo fascinante de su tierra natal.
—Una cosa que nunca he logrado entender: ¿por qué hay dos reinos? —preguntó Delbin, por enésima vez.
—Porque así hay más competencia. Cada reino se esmera por entrenar a los mejores campeones. —Aunque existía un solo emperador, el país de los minotauros estaba dividido entre los reinos de Mithas y Kothas. Mithas, en cuyo territorio se hallaba la capital imperial, llevaba cierta ventaja, pero Kothas era famosa por contribuir con su propia cuota de emperadores.
—Estuviste en el circo, ¿verdad?
—Todos los minotauros van al circo.
—¡Pero tú mucho más! ¿No se convierten en emperadores los campeones que derrotan al viejo emperador? Porque eso es lo que he oído comentar, y tú dijiste algo parecido en cierta ocasión, conque si fuiste un gran campeón, entonces podías haber llegado a emperador, lo cual…
—Respira un poco, Delbin —le espetó súbitamente Kaz. Procuraba tener paciencia con el kender, pero no podía evitar algún estallido de furia ocasional. El kender lo abrumaba con preguntas y repetía incansablemente sus favoritas. Esta vez, Delbin cerró el pico y permaneció en silencio durante casi una legua, algo que rayaba el milagro.
La cuarta noche acamparon cerca de una cadena de colinas. El bosque era allí más frondoso. Los árboles tapizaban el paisaje entero. La configuración del terreno le resultaba vagamente familiar a Kaz, pero su avance sufrió un cierto retraso. Tanto mejor: con cada día de viaje, Kaz se aproximaba más a un lugar al que no deseaba regresar, un lugar que, en cierto sentido, temía.
Una vez atados los caballos, Kaz decidió que era hora de informar a Delbin de que no podía acompañarlo más allá. Su vida correría un grave peligro. El minotauro se sorprendió de sentirse tan culpable por haber permitido que su menudo compañero llegara tan lejos. Pero los bosques serían un buen refugio para él, cuando diera media vuelta y buscara otros kenders a los que unirse.
—Delbin… —empezó a decir, girándose hacia él, pero el kender no estaba a la vista. Su montura seguía bien amarrada y varias de sus pertenencias se hallaban diseminadas junto al fuego, pero el propio Delbin se había esfumado.
La luna Solinari parecía apenas un hilo curvo en el cielo pero, aquella noche, las estrellas eran perfectamente visibles. Muy propio de Delbin salir a explorar en tales condiciones. Kaz soltó un bufido de fastidio y procedió a inspeccionar el terreno en busca de huellas que le indicaran qué dirección había tomado el kender. La raza de Delbin se destacaba por la ligereza de sus pies. El minotauro se arrodilló para examinar las huellas de cerca.
—¡Kaz! Mira lo que he enc… ¿Qué haces ahí? ¿Has perdido algo? ¿Puedo ayudarte? —Delbin se materializó de la nada junto al minotauro, se hincó de rodillas y empezó a buscar por el suelo lo que fuera que se le hubiese caído a Kaz.
—¡Te buscaba a ti! —Incorporándose, el hombre-toro fulminó con la mirada a su pequeño camarada—. ¡Se acabó! —Fingió estar muy enojado, exagerando sus verdaderos sentimientos—. ¡En cuanto amanezca, Delbin, volverás con los de tu especie! No puedes salir corriendo en plena noche, en medio de la nada…, ¡ni durante el día, para el caso!
—Sentía curiosidad…
Kaz amenazó al kender con el índice extendido.
—En Nethosak, o en cualquier otro lugar de mi patria, exhibir esa clase de curiosidad equivale a que te maten, Delbin…, ¡y a mí contigo, por cierto! ¡Quiero que me prometas que regresarás junto a tu gente con las primeras luces!
Delbin Sauce Nudoso bajó la vista. En aquel momento parecía muy pequeño y vulnerable, tan contrito que Kaz, para su sorpresa, se sintió culpable nuevamente.
—Yo… No quiero irme. ¡Todos me consideran demasiado serio! ¡Todos mis amigos me evitan!
—¿Qué? ¿Por qué?
—¡Porque me aburro en su compañía! No son tan divertidos como tú y Helati, Kaz. ¡No del mismo modo! A ti siempre se te ocurren cosas interesantes que hacer, lugares interesantes que ver. Les conté todo lo que hicimos, y al principio se mostraron interesados, pero luego se cansaron de oír hablar de minotauros y sólo querían hablar de otras cosas, y Noppel incluso llegó a burlarse de ti, y a mí no me gustó, así que…
—Haz una pausa, Delbin. —El minotauro parpadeó repetidamente—. ¿Y dices que ese… Noppel… habló mal de mí y tú te enfadaste por eso?
Una amplia sonrisa se extendió por los infantiles rasgos del kender.
—Eres mi amigo, Kaz.
«Y, evidentemente, una mala influencia para ti, peor de lo que me podía imaginar», pensó el minotauro. Sintió un asomo de vergüenza por haber convertido al kender en un verdadero extraño para los de su propia especie. No podía desembarazarse de él, así sin más, no después de enterarse de que Delbin lo había defendido… Bueno, al menos no podía hacerlo inmediatamente.
—¿Qué has descubierto? —preguntó Kaz.
Sonriendo, Delbin introdujo la mano en su bolsa lateral.
—¡Tienes que ver esto! Creo que sé lo que es, pero… ¡Eh, pero si es mi libro! ¡Justo lo que buscaba!
Era una de las contadas ocasiones que Kaz recordaba haber visto el renombrado libro con sus propios ojos. Estaba muy ajado y rebosaba de hojas sueltas de papel que, sospechó el minotauro, el kender «tomaba prestadas» de cada lugar que visitaba. De algún modo, las hojas conseguían permanecer entre las vapuleadas cubiertas de piel del libro. Sin embargo, antes de que Kaz pudiera distinguir la escritura, Delbin volvió a guardar el minúsculo artículo en la bolsa y sacó otro objeto.
—¡Aquí está!
La adquisición más reciente del kender fue casi tan turbadora para Kaz como el medallón. Todos los músculos del cuerpo del minotauro se tensaron. De repente, el bosque parecía aun más oscuro, más repleto de peligros que antes.
—¿No es un cuchillo precioso? Ya sabes, creo que el mango es de hueso, un material bastante sólido para la empuñadura, supongo, porque los huesos aguantan nuestro cuerpo bastante bien, ¿no crees?
—¡Cállate, Delbin! —susurró el guerrero. Cogió el cuchillo y le dio la vuelta. El mango era de hueso, como afirmaba su compañero. Pero lo que Delbin no sabía era que el hueso procedía, con toda probabilidad, de un ser pensante, posiblemente un humano o incluso un minotauro.
Los ogros, a fin de cuentas, también tienen sus preferencias.
El cuchillo se hallaba en muy buen estado y apenas estaba oxidado.
—¿Lo has limpiado?
—No, lo encontré tal cual…
Kaz le indicó con un gesto que guardara silencio y recorrió con la mirada el sombrío bosque. El cuchillo podía llevar perdido algún tiempo, dependiendo de la humedad, pero la mera idea de que unos ogros se habían aventurado tan hacia el sur impelía a Kaz a querer volverse atrás para prevenir a los otros. No obstante, se le antojaba que, dado el actual número de minotauros que vivían en el poblado, los ogros requerirían unas nutridas fuerzas para atacarlos. Y una tropa tan cuantiosa no habría pasado desapercibida en esta región. Los ogros eran demasiado torpes para no dejar rastro de su paso.
—Muéstrame dónde lo has encontrado.
El kender así lo hizo. El lugar estaba sorprendentemente cerca del claro que habían elegido para acampar. Delbin había encontrado el cuchillo en el suelo, al pie de un árbol. Era una prueba de hasta qué punto era superior la visión nocturna de la menuda criatura, para haber sido capaz de detectarlo. Kaz no encontró otras huellas de ogros, pero sabía que la oscuridad podía ocultar alguna evidencia. Cuando despertara, al alba, realizaría una exploración sistemática de los alrededores.
Regresaron junto al fuego, Kaz empuñando todavía el arma. Primero el medallón…, su medallón…, y ahora esta arma de ogro. Era imposible que existiese conexión alguna entre ambos objetos, al margen de que los hubiera encontrado Delbin, y sin embargo, el minotauro no pudo evitar la preocupante sospecha de que sí.
Delbin se sentó, con expresión esperanzada, cerca del fuego. Kaz comprendió que el kender quería recuperar el cuchillo. Era un tesoro para él. El minotauro hizo ademán de tendérselo, pero de pronto vaciló y soltó un gruñido.
—Te lo devolveré con una condición, Delbin.
—¿Cuál?
—No encuentres nada más durante un rato, ¿de acuerdo? —La sonrisa del kender se ensanchó.
—Lo intentaré, Kaz, con todas mis fuerzas.
Resollando, Kaz le entregó el cuchillo y a continuación dirigió su atención a la comida, pues su estómago le recordaba que ya había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que ingiriera algo sólido. El minotauro esperaba con ansiedad su frugal cena. La comida conseguía borrar temporalmente sus preocupaciones.
A menudo, en el pasado, había mascullado para sí mismo y para los demás que los dioses, sin duda, habían decidido ponerlo a prueba. ¿Cómo, si no, explicar el intrincado camino que había recorrido en el transcurso de los últimos siete años? A su entender, Kaz había sufrido más penas y tribulaciones de la cuenta. La breve temporada que había pasado en el hogar que Helati y él habían construido era la única época tranquila de toda su vida que atinaba a recordar. Mas ese respiro había llegado a su fin. Una vez más, al parecer, se había convertido en una ficha del ajedrez de los dioses.
«Acaso sea simple cansancio —pensó mientras le alcanzaba un pedazo de pan a Delbin—. Acaso sean sólo imaginaciones mías, que los dioses me estén empujando hacia alguna espantosa aventura».
Su brazo se apoyó sobre su bolsa lateral, en el interior de la cual había depositado el medallón que supuestamente le había entregado a Delbin el hombre gris. Apartó la mano bruscamente y, haciendo caso omiso de la mirada de curiosidad que le dirigió el kender, siguió masticando la comida como si estuviera peleándose con ella.
Toc, toc, sonó el bastón del hombre que se sentaba sobre la alta roca.
—Otra vez en marcha…, pero ¿conoces el camino?
Kaz se hallaba en el centro de un sendero de montaña. Empinadas cumbres se erguían a ambos lados de él. Más adelante, el sendero parecía estrecho, apenas de la anchura suficiente para permitirle el paso. Detrás de él, era ancho y llano. En esa dirección, el minotauro podía divisar un hermoso bosque, y en ese bosque, una vivienda que reconoció como propia.
Desde las montañas situadas en la otra dirección oyó lo que le pareció el llanto de un niño.
—Aquél que duda está perdido, dicen. ¿Estás perdido? —El hombre formuló la pregunta acompañada de un nuevo golpeteo de su bastón. Era un humano alto y viejo…, viejo pero, a todas luces, no débil. Vestía un manto con capucha que cubría casi toda su figura, y se tapaba las manos con largos guantes que ascendían por sus muñecas hasta desaparecer bajo sus mangas. El humano calzaba sus pies con unas botas que le llegaban casi a la altura de las rodillas.
Una larga barba gris cubría un rostro sin rasgos destacados pero con un aire de inteligencia. La barba gris se confundía con un rostro gris, que a su vez se fundía con el color gris del manto.
Kaz entornó los párpados. Todo en aquel hombre era gris, incluidos los dientes, la lengua y los ojos.
El llanto proseguía.
—¿No cesará nunca ese llanto? —exclamó Kaz en voz alta.
—Ha perdido el equilibrio. —Aparentemente, la explicación satisfizo al hombre gris, pese a su ambigüedad—. Yo te saludo, Campeón Supremo.
—¡No! —Rugió Kaz, agitando la mano en señal de rechazo—. No he utilizado ese título ni… —De pronto advirtió que el medallón colgaba de su cuello. Con una de sus recias manos, arrancó el objeto metálico de su cadena y lo arrojó todo lo lejos de sí que pudo. El hombre gris lo observaba con el semblante perfectamente relajado—. No he utilizado ese título ni ese medallón desde que abandoné Nethosak. ¡Reniego de lo que representa!
—Pero lo que bascula en un sentido debe bascular siempre en el otro. Lo que uno rechaza ahora, deberá aceptarlo más tarde…, si desea mantener el equilibrio.
El llanto se hizo más agudo, como si reclamara ser escuchado. Kaz intentó hacer oídos sordos.
—¡No pienso aguantar semejante tontería! ¡Me voy a casa!
Al volverse hacia el camino que se internaba en el bosque, empero, descubrió que, en lugar de árboles, tenía enfrente el Gran Circo de Nethosak. De su interior se elevaban fuertes vítores, y una fila de minotauros aguardaba su llegada en posición de firmes.
Kaz dio un paso atrás, pero cuando su pie se apoyaba en el suelo, el sendero de montaña se transformó en el liso y arenoso suelo del circo. En lugar del hombre gris y la roca, una plataforma elevada sobre pilares de madera se erguía ahora ante él La plataforma medía varios metros de anchura y lo superaba con mucho en altura. Una docena de congéneres de Kaz forcejeaban con palancas, provocando con sus esfuerzos que la estructura girase lentamente sobre su eje.
Petrificado, Kaz descubrió una figura que penetraba en su campo de visión. La figura fue aumentando de tamaño, a medida que la estructura giratoria la iba acercando.
El niño seguía llorando, pero ahora parecía mayor…, no un adulto…, pero definitivamente mayor.
El rostro de la figura montada sobre la plataforma se hizo visible finalmente.
Era su propio rostro.
—Ya era hora de que llegaras —dijo el otro Kaz.
Kaz intentó hablar, pero cuando abrió la boca, una inmensa sombra oscureció el cielo. El otro Kaz levantó la vista… Y fue engullido por aquella oscuridad. El circo había desaparecido.
—Definitivamente, ha perdido el equilibrio —insistió el hombre gris, ahora de pie junto a Kaz—. El pasado debería haber pasado, a estas alturas.
Sobreponiéndose a la sorpresa, el minotauro miró hoscamente a su peculiar interlocutor gris.
—Te conozco, ¿verdad? Me he olvidado de ti, no sé cómo. Me acuerdo de Huma y… —Su locución fue cortada en seco por un brusco aumento en el llanto de la ya aguda voz. Aquello fue demasiado para el aguante del minotauro—. ¡Por Paladine y Kiri-Jolith! ¿No se puede hacer nada para que se calle?
—Yo no puedo hacer nada. —El hombre gris alzó las manos, que se unían sobre lo que parecía una versión retorcida de su bastón. Su expresión era indiferente—. Debes completar lo que dejaste inacabado.
Kaz no se molestó en preguntar al hombre gris a qué se refería; su mirada ya se había clavado en la empinada senda. El angustioso llanto era ahora más fuerte, estaba más cerca. Deseó tener su hacha y en el acto advirtió que la empuñaba con ambas manos. Aquello fue lo único que, hasta ahora, no le extrañó; Rostro del Honor siempre regresaba a sus manos cuando más la necesitaba. Era una de sus mágicas virtudes.
—¡Que Paladine me proteja! —masculló Kaz, iniciando el ascenso por el sendero.
—Tal vez lo haga —replicó el hombre gris a sus espaldas—. Él comprende la necesidad de equilibrio.
Estas palabras impulsaron al minotauro a volverse, pero cuando lo hizo, el hombre de gris había desaparecido. Con un bufido de frustración, Kaz aguzó el oído hasta que oyó nuevamente el llanto. Sonaba más fuerte, más cercano, pero ahora le pareció oír además el ruido de unos pasos apresurados y la respiración jadeante de unos perseguidores resueltos. Alguien perseguía a la voz.
—¿Has oído eso, Kaz? —preguntó Delbin. Pero el kender no aparecía por ningún lado.
Blandiendo el hacha en actitud de alerta, el minotauro reanudó su avance. Si eran más de uno, tenía que darse prisa. En cualquier momento podían dar alcance a su presa.
Sin embargo, a pesar de sus esfuerzos por ir más deprisa, parecía como si caminara entre efluvios mefíticos. Con toda lentitud, Kaz avanzó por el sendero, pero el renovado llanto le confirmaba que llegaría demasiado tarde.
De pronto volvió a oírlo, tan cerca que sólo podía proceder de un punto que quedaba fuera de su campo de visión. Lo único que tenía que hacer era llegar a la curva de la derecha que describía el sendero. Aún quedaba tiempo.
De repente, Kaz llegó a la curva. Alzó Rostro del Honor, preparándose para descargar un golpe, y siguió la nueva trayectoria del camino.
Una sombra se cernió sobre él.
Era un dragón.
Kaz se despertó con un sobresalto, apenas consciente de que todo había sido un simple sueño. El minotauro soltó una maldición. La oscuridad seguía siendo completa. Kaz calculó que habría dormido alrededor de una hora, posiblemente dos, pero no más. Recorrió con la mirada todo el campamento, refunfuñando con inquietud, y se tumbó de nuevo para intentar dormir.
No reparó en la solitaria figura que observaba el campamento cuando por fin se alejó y se perdió en la noche.
—Esa historia ya te la he contado.
—Cuéntamela otra vez.
—Ahora no, Delbin.
—¡Por favor! Nos ayudará a matar el tiempo, y además, siempre me gusta oírla, sobre todo cuando…
—Está bien. —Sería más fácil repetir la historia… una vez más.
—¡Gracias, Kaz! —exclamó Delbin con voz cantarina. Hurgó en el interior de su bolsa—. ¡Esta vez debería anotarla! Siempre me olvido. Sería… Oye, ¿de dónde ha salido esto?
Kaz contempló el objeto recién descubierto con cierta inquietud, pero resultó ser solamente una de las esquirlas de pedernal del propio Kaz. Con una fría mirada al kender, el minotauro tendió la mano y recuperó su pertenencia.
—Olvídate del libro por ahora, Delbin, o no te contaré la historia.
La amenaza sirvió para que el kender se calmase. Kaz suspiró y comenzó la narración.
—Al principio existían los ogros. No eran las bestias que conocemos hoy, sino unos seres hermosos, la envidia de las demás razas, incluyendo a los elfos. Construyeron gloriosas ciudades y crearon grandes obras en todos los campos. Todo el mundo respetaba sus logros y habilidades.
—¿Qué les ocurrió? —preguntó Delbin. Repetía las mismas preguntas, y en los mismos momentos, cada vez que Kaz relataba algo.
—Eran decadentes, fatuos. Desaprovecharon sus logros, ejerciendo el poder de mala manera en lugar de cultivarlo con el fin de cimentar su grandeza. No obstante, algunos de ellos anticiparon que, de seguir por aquel camino, se estaban condenando a la barbarie y trataron de persuadir de ello a sus hermanos. Los demás se negaron a escucharlos, y la raza se hundió progresivamente en la depravación. Perdieron el favor de Sargas, el de grandes cuernos, así lo cuenta la historia, hasta que finalmente él expulsó a los ogros, condenándolos a ser los animales que en el fondo eran. Te hablo de los ogros actuales, monstruos degenerados que ni siquiera recuerdan los prodigios de sus propios antepasados. —Pero los minotauros…
—Se dice que Sargas se apiadó de los que habían intentado atenerse al sendero de la gloria. —A Kaz no le gustaba mencionar a Sargas; ya no rendía culto a aquel dios, que según muchos era conocido también como Sargonnas, el consorte de la Reina de la Oscuridad. Aun así, ésta era la historia tal y como siempre se había contado, y Kaz creía fervientemente en las tradiciones—. Con su propia mano recogió a los más dignos y los depositó muy lejos de los demás ogros. A fin de distinguirlos como sus verdaderos hijos, remodeló su forma exterior, concediéndoles su propio aspecto.
Kaz se inclinó para que el kender disfrutara de una buena perspectiva de sus facciones. Era un hábito teatral que había heredado de su padre, quien le contó la historia, una y otra vez, cuando era pequeño. El kender se estremeció, pero más de placer por escuchar el relato que porque estuviera realmente asustado.
—Nosotros aceptamos el destino que los ogros rehusaron. —Kaz cerró los ojos—. «Hemos sido esclavizados, pero siempre nos hemos liberado de nuestros grilletes. Hemos sido repelidos, pero siempre regresamos a la contienda más fuertes que antes. Nos hemos remontado a nuevas alturas cuando todas las demás razas han sucumbido a la decadencia. Somos el futuro de Krynn, estamos predestinados a ser los amos del mundo entero. Somos los hijos del destino». Es un antiguo dicho minotauro.
—Me han contado que fue la Gema Gris lo que convirtió a los ogros en minotauros —intervino animadamente Delbin—. Se limitó a recorrer la zona, y cuando se marchó había ogros y había…
Kaz soltó un gruñido.
—¡Los minotauros no fueron creados por una circunstancia mágica fortuita! —Fulminó al kender con la mirada—. Si quieres que vuelva contarte esta historia, no repitas jamás esa estupidez, ¿entendido?
—Sí, Kaz. Lo siento.
—Bien. Ahora intenta estar callado un rato. Nos espera un día muy largo.
—¿Cómo es el reino de los minotauros? —preguntó su compañero al punto, haciendo caso omiso de su orden de guardar silencio.
—Ahora no, Delbin. Más tarde.
Su tono era amenazador, y el kender obedeció. El resto de la jornada transcurrió sin incidentes, al igual que la noche que la siguió. A la mañana siguiente, consiguieron levantarse muy temprano. El minotauro apenas podía creer que los acompañaba la suerte. Normalmente, sus viajes parecían estar plagados de peligros cotidianos.
—¿Ves esas montañas, a lo lejos? —preguntó Kaz, de mejor humor que el día anterior—. Son los primeros signos de que nos estamos acercando al reino de los minotauros. Aunque todavía nos queda la última etapa del viaje.
—Me gustan las montañas —comentó su compañero, contemplando las distantes cimas—. Sobre todo si hay cavernas.
Kaz se estremeció. A él no le gustaban las cavernas. Le habían sucedido demasiadas cosas desagradables, en cavernas.
—No creo que debamos preocuparnos por eso.
—Tú te tropezaste con un dragón en una caverna, ¿no es cierto? —Delbin se animaba por momentos—. Fue justo después de la guerra contra la Reina Oscura, cuando se suponía que los dragones se habían retirado, pero tú descubriste accidentalmente un dragón entero, una hembra, por añadidura, que estaba prisionera de un malvado hechicero que…
—Haz una pausa, Delbin. —Kaz ya le había contado aquel episodio al kender en otra ocasión, mucho tiempo atrás, pero desde entonces se había negado a repetirla. Pensar en dragones siempre le hacía acordarse de la hembra Plateada que, bajo una apariencia humana, había amado a Huma de la Lanza. El recuerdo de Huma era doloroso, pues el caballero fue (y siempre sería) el mejor amigo de Kaz—. Ahora no quiero hablar de eso.
—Pero tú volaste una vez a lomos de un dragón, ¿no? Recuerdo que eso también lo comentaste.
Muy a su pesar, el minotauro esbozó una sonrisa al recordar aquel dragón en particular.
—Volé con uno durante la batalla en la que Takhisis fue derrotada. Su nombre era Relámpago. Joven, atolondrado y ansioso por entrar en batalla, como yo. Era un Dragón de Bronce, impetuoso pero valiente. —Kaz dejó escapar un involuntario gruñido; el recuerdo se tornaba sombrío una vez más—. Todos desaparecieron cuando acabó la guerra, tanto los Dragones de la Luz como sus opuestos de las Tinieblas.
—Pero tú encontraste otro después de eso.
Viendo que el kender no se rendiría, lo cual no suponía ningún cambio en su relación habitual, Kaz asintió finalmente con un suspiro.
—Fue muy poco tiempo después de la guerra. Todos los dragones se habían marchado. Yo acababa de abandonar Solamnia —había partido de Solamnia tras presentar sus respetos por última vez a su difunto amigo y camarada de armas— y me limitaba a viajar. No obstante, seguían siendo tiempos peligrosos, y pocos confiaban en los de mi especie, ya que habíamos servido como soldados esclavos a las órdenes de la Reina de la Oscuridad. Yo me vi obligado a huir con frecuencia, para no lastimar a inocentes sin seso.
—¡No te olvides del monstruo! —canturreó el kender.
No era un monstruo, Delbin.
—¡Dijiste que era un hombre-dragón! Eso suena totalmente a monstruo. Ojalá lo hubiera visto. Dijiste que era más alto que tú y que estaba cubierto de escamas de arriba abajo. Fue creado por el mago que apresó a la hembra de dragón con sus huevos… —El kender puso punto en boca al ver que el minotauro volvía a fulminarlo con la mirada—. Lo siento.
—¿Por qué me pides que te cuente historias? Al parecer, te las sabes todas de memoria.
—¡Por favor, cuéntala otra vez! Me encanta oírla de tus labios, Kaz. ¡Tú las has vivido!
Sí, él las había vivido. Las imágenes del pasado cruzaron su mente a un ritmo vertiginoso. Kaz narró el breve combate entre él y la criatura, que había escapado al amparo de la noche, y luego su propia captura, no mucho tiempo después, por parte de un siniestro mago. El mago, un humano llamado Brenn, había apresado efectivamente a un dragón, una gran hembra Plateada. La había cazado robándole sus huevos y atrayendo a la desesperada madre hasta una trampa, empleando los huevos como cebo.
—Estaba convirtiendo los huevos en monstruos, ¿verdad Kaz? ¡Creando más hombres-dragón! —De nuevo, fue necesaria una severa mirada del minotauro para silenciar al ansioso kender, que aun así logró intercalar una pregunta más—: ¿Por qué no se lo impidió el dragón?
Kaz lo recordaba con demasiada claridad.
—Una ilusión. El mago amenazaba los huevos creando una ilusión óptica que siempre se hallaba fuera de su alcance. A cambio de garantizar su seguridad, exigía que la hembra de dragón sumara su magia a la del mago para completar un experimento. Ella no podía saber que su magia se utilizaba sobre sus propios huevos, transformándolos en engendros.
—¿Qué ocurrió?
—Con su ayuda, maté a Brenn y a su monstruo, pero ella murió. —La abnegación de aquella hembra le recordaba la que había demostrado la plateada compañera de Huma—. Recogí todos los huevos que encontré y los llevé a un lugar al que me pareció probable que acudiera su compañero, que también había retrasado su partida. —Kaz expelió todo el aire de sus pulmones. La historia sacaba a la luz otros recuerdos—. Esperé casi tres semanas hasta que se presentó, cuando llegó, creí que también él iba a morir. —Kaz miró de reojo al kender, como si lo desafiara a interrumpir.
Delbin guardó un prudente silencio.
—El y su compañera no eran los únicos dragones que quedaban, al final. Lo que no sé es cómo llegó hasta allí otro, pero era grande, un Negro, uno de los dragones más malvados. El Plateado luchó contra el Negro y lo mató, con un poco de ayuda por mi parte, pero resultó herido de tan gravedad que apenas si podía transportar los huevos. Verás, una vez libres del hechizo del mago, las crías maduraron a ritmo normal. Cuando llegó el macho, ya estaban a punto de romper el cascarón.
El kender abrió la boca, lleno de admiración.
—¿El macho sobrevivió? —preguntó abruptamente.
—La última vez que lo vi, se alejaba volando, creo que hacia el norte, con los huevos en una eslinga que yo había confeccionado para él. Ni siquiera podía cambiar de aspecto. Su magia apenas actuaba. —Kaz se rascó el mentón—. Nunca supe el nombre de la hembra, pero el macho se llamaba Tiberion, creo.
—¡Es una historia excelente! —Delbin introdujo la mano en su bolsa—. ¡Caramba! Debería escribirla para que no se me olvide.
Kaz, que no tenía la menor intención de averiguar lo que Delbin sacaría esta vez de la bolsa, lo interrumpió en seco.
—Olvida eso ahora. Tenemos que apretar el paso. Quiero llegar a esas lomas al anochecer. Además, conoces la historia casi tan bien como yo. Siempre puedes escribirla en otro momento.
Delbin hizo un puchero, pero obedeció.
Consiguieron alcanzar las colinas al anochecer, si bien a duras penas. Kaz agradeció que el viaje se hubiera prolongado un día más sin incidentes y confió en que eso fuera una buena señal. En cuanto penetraran en el territorio de los minotauros, tendría que estar más en guardia, pero hasta entonces, quería relajarse y reservar sus fuerzas.
Localizaron un lugar adecuado para acampar y desmontaron. Kaz se encargó de los animales mientras Delbin despejaba el terreno.
—Delbin, a ver si encuentras algo comestible. Yo encenderé el fuego. —Al margen de sus otras características, el kender era un experto recolector y trampero, cuando aplicaba su errática mente a la tarea. Siete de cada diez veces regresaba, con toda seguridad, cargado de frutas y carne, además de unos cuantos productos que Kaz no probaba sin una considerable dosis de persuasión.
El kender se escabulló entre la espesura. No estaría ausente más de una hora. Cuando él y Kaz viajaban juntos, a menudo preparaban trampas con la esperanza de cazar presas que pudieran consumir a lo largo de todo el día siguiente. Kaz montaba varias por su cuenta antes de que cayera la noche, pero había vivido tantos años de lo que obtenía del terreno sobre la marcha, que raramente se demoraba mucho en ello. Hasta ahora podían considerarse afortunados por haber cazado una buena provisión de conejos y algún pájaro que otro. Bayas y moras completaban su dieta.
Kaz terminaba su labor cuando reapareció el kender. La hoguera ardía alegremente y el campamento estaba en perfecto orden.
—¡Kaz! ¡Mira lo que he cazado! ¡Prácticamente han saltado solos a mis manos!
El minotauro resolló. La típica suerte del kender. Traía dos conejos —principalmente por consideración a Kaz— colgando de un cordel, además de un saco lleno de lo que probablemente eran frutas y cualesquiera otras plantas que Delbin considerase comestibles.
Se dispusieron a dormir poco después de cenar. Kaz se sentía tan relajado que se durmió en el acto.
Despertó al cabo de un rato a causa de un ruido que no consiguió identificar, excepto porque parecía fuera de lugar en aquel entorno. Una ominosa sensación de peligro invadió su cuerpo.
—¿Has oído eso, Kaz? —preguntó Delbin, incorporándose al otro lado de la hoguera.
—¡Silencio! —susurró el minotauro, irguiéndose al mismo tiempo. Asió la gran hacha de combate por el astil—. Quédate aquí, Delbin.
—Pero, Kaz… —El kender cerró el pico al ver el fiero semblante de su compañero.
Mientras escudriñaba el oscuro bosque, Kaz calculó dónde se había originado el ruido, cualquiera que fuese su naturaleza. Se dirigió hacia allí a pie. Las actuales circunstancias le recordaron su reciente sueño. Bueno, sí, se hallaba en el bosque, más que en las montañas, pero por lo demás, tenía la impresión de que ambos lugares guardaban cierta relación.
En eso estaba pensando, cuando una figura casi tan alta como el minotauro chocó contra él.
El ogro se quedó tan sorprendido como Kaz, posiblemente aun más. Armado con un garrote erizado de tachas, miró boquiabierto al guerrero con cuernos, lanzó un gruñido y atacó.
Kaz paró el golpe con su hacha. Rostro del Honor atravesó el garrote con toda facilidad, lanzando por los aires un buen tercio del arma que empuñaba el ogro. Sin embargo, aquel ogro resultó ser particularmente testarudo, porque echó hacia atrás su arma para descargar otro garrotazo. A pesar de que la luz de la luna era muy débil, Kaz pudo adivinar las intenciones asesinas en el chato y bestial rostro de su adversario. El ogro gruñó, dejando al descubierto unos largos y mortíferos dientes, acostumbrados a desgarrar por igual la carne de una presa recién abatida que la de un guerrero enemigo…, dos cosas que, a menudo para los de su especie, eran una misma.
Kaz no se entretuvo. Incluso antes de que el ogro completase su segundo golpe, Rostro del Honor asestó un hachazo por debajo de la guardia del monstruo, enterrándose profundamente en su torso.
Con un grito, el enemigo de Kaz se desplomó de espaldas, dejando caer el garrote, ahora inservible, de entre sus dedos exánimes. Había dejado de respirar antes de que su cuerpo llegara al suelo.
Se produjo cierto revuelo en el bosque y otras figuras avanzaron en dirección a Kaz. El minotauro efectuó un apresurado cálculo, basándose en las repeticiones de los sonidos, y contó por lo menos otros cuatro ogros, todos dirigiéndose hacia él. Uno ya era bastante malo, con dos era peor, pero si tenía que hacer frente a tres, posiblemente cuatro, todos a la vez, era minotauro muerto.
Kaz varió su posición abriéndose más a la izquierda. Desde allí podía oír los movimientos de al menos uno de los acechantes…, o eso esperaba, en cualquier caso. Y no dudaba de que, contra un solo ogro, saldría airoso.
El recién llegado seguía avanzando ruidosamente por el bosque. A los ogros les preocupaba menos la discreción que a los minotauros. La fuerza bruta era lo único que importaba a la mayoría de ellos, aunque nunca era prudente subestimarles. Kaz se había visto forzado a servir a las órdenes de ogros cuando era soldado esclavo en los ejércitos de la Reina de la Oscuridad, y era plenamente consciente de lo astutos y traicioneros que podían mostrarse.
Una confusa silueta se materializó frente a él, una masa informe que enseguida se condensó hasta convertirse en un ogro, provisto de un hacha casi tan alta como la de Kaz. El ogro jadeaba pesadamente. Se detuvo y olfateó el aire.
Kaz no le dio cuartel. El guerrero minotauro salió de su escondite con el hacha ya en movimiento. Para su honra, el ogro consiguió esquivar el golpe.
—Minotauro —farfulló el monstruo dentudo—. ¿Qué rayos te propones?
—Me parece que es evidente. —Kaz no deseaba perder el tiempo charlando, pero la actitud del ogro lo había desconcertado.
—No hemos fallado —insistió el ogro—. El campamento está cerca.
Fueron interrumpidos por la repentina llegada de un segundo ogro, éste de mirada enloquecida.
—Minotauro…
Ahora eran dos. Kaz cambió de postura para compensar el aumento en el número de sus enemigos. El segundo ogro llevaba una espada y una red, esta última de las que algunas razas lanzan sobre sus presas cuando cazan.
El ogro recién llegado miró con avidez el hacha de Kaz.
—Squallin está muerto… Por un hacha.
—Tú no eres de Nethosak —espetó el primero al minotauro, blandiendo su hacha.
Sus palabras fueron interrumpidas por un rugido de dolor cuando Rostro del Honor alcanzó el brazo armado, produciéndole una enorme brecha. El hacha cayó de la mano del ogro. Mientras la criatura se aferraba el brazo herido, Kaz se revolvió contra la segunda, que ya se abalanzaba sobre él.
Una red lo envolvió. Más rápido que su compañero, el segundo ogro había arrojado la malla con precisión, cubriendo por completo al minotauro. Su posición impedía a Kaz esgrimir bien su hacha, con lo que se hallaba casi indefenso. Los labios del ogro dibujaron una sonrisa de triunfo. Alzó la espada para propinarle el golpe de gracia.
Agachando la cabeza, Kaz embistió.
Un ataque no era lo que el ogro esperaba. Los cuernos de Kaz se clavaron en el ancho torso de su enemigo, impelidos por una fuerza más que suficiente para perforar el grueso pellejo del monstruo. El jadeo del ogro se debió tanto a la sorpresa como al dolor. Cuando Kaz se separó de él, volvió a jadear y trató de contener la hemorragia.
El primer ogro había recuperado su hacha, pero su intento de acabar de un solo golpe con el minotauro atrapado bajo la red se vio frustrado por la torpeza de su movimiento. Kaz esquivó el hacha y reculó, al tiempo que utilizaba una mano para desembarazarse de la red. El ogro al que había ensartado se desplomó sin vida.
Se había desembarazado a medias de la red cuando el otro ogro volvió a la carga. Aunque consiguió alzar su propia arma para defenderse, lo hizo en un ángulo que propició que el hacha de su contrincante se estrellara contra el astil de la suya con un estruendo metálico y resbalara hacia la empuñadura. Kaz gruñó de dolor cuando el filo enemigo arañó su mano, casi obligándole a soltar su arma.
Una vez más, el ogro blandió su hacha, pero resultaba evidente que estaba más habituado a emplear la otra mano, porque se movió con demasiada lentitud y sin precisión. Eso concedió tiempo al minotauro para liberarse por completo y además alzar Rostro del Honor a tiempo para desviar el siguiente ataque.
A su derecha, Kaz oyó un ronco grito lejano. Aprovechando la distracción de su oponente, el minotauro embistió, asestando un rápido golpe bajo con el hacha. El ogro bajó su arma velozmente, en un intento de trabar la de Kaz contra el suelo, pero aplicó demasiada fuerza. El hacha del ogro se clavó en la tierra y, antes de que su dueño pudiera extraerla, Rostro del Honor le seccionó ambas piernas.
Las extremidades cercenadas cayeron al suelo debajo del ogro cuando éste se desplomó de bruces. Kaz se apartó. Incapaz de detenerse, el ogro acabó empalándose en una punta de su hacha de doble filo.
Kaz se volvió para enfrentarse a cualquier otro enemigo. Para su sorpresa, no sólo se ahorró un nuevo atacante, sino que los demás, al parecer, se estaban retirando.
Se dirigían hacia el campamento.
Delbin estaba allí, solo.
Profiriendo reniegos dedicados a los dioses al azar, Kaz corrió con toda la velocidad que le fue posible, temiendo que ya fuera demasiado tarde.