La misión de Kaz
«Seguimos sin tener noticias de Hecar», pensó Kaz mientras su mirada recorría el reducido asentamiento. «Reducido» quizá no era ya el término adecuado, pues debían vivir por lo menos sesenta minotauros en las proximidades y otros treinta junto al río. Lo que había comenzado como un hogar para Helati y para él, más Hecar, el hermano de ella, que decidió permanecer cerca de la pareja, había crecido hasta convertirse en un auténtico poblado. La mayoría de los recién llegados se habían integrado en la comunidad a lo largo del último año y medio, y la población aumentaba cada pocas semanas. De algún modo, entre los minotauros decepcionados con el imperio renacido había corrido el rumor de que existía un asentamiento libre. Si el proceso se mantenía a este ritmo, la raza pronto estaría en situación de afirmar que contaba con tres reinos, en lugar de dos.
«Y probablemente intentarán conducirme ante el emperador antes de que eso ocurra». Kaz soltó un bufido, no tanto por lo absurdo de esa posibilidad como por la súbita comprensión de que ya había avanzado mucho en el camino de convertirse en portavoz del grupo. Los demás ya empezaban a considerarlo dirigente. Su reputación, en lugar de empañarse por haberse rebelado contra sus anteriores amos, le había granjeado un gran respeto a los ojos de la mayoría. Sus pasadas glorias en el circo le prestaban además una aureola de fuerza, puesto que era el único de los que alcanzaron su rango que eligió retirarse en lugar de reclamar su derecho a desafiar al emperador para reemplazarlo en el trono.
Kaz lanzó un gruñido. Sabía que debía regresar junto a Helati y contarle que su hermano había faltado a otra cita. Hecar ya tenía que haber retornado de la capital hacía mucho tiempo. Ahora era innegable que debía de haberle ocurrido algo. «¡Que Paladine te proteja, Hecar! ¿Por qué no quisiste escucharme? ¡Regresar a Nethosak era buscarse problemas!».
El alto minotauro de oscuro pelaje emprendió el camino de vuelta a la morada que compartía con su compañera desde hacía dos años. Tal vez habría sido mejor permanecer en el gélido sur, pero después de enfrentarse a los espectros de nieve y a los enanos de la congelada Farahngrad, el norte, más cálido y pacífico, les había resultado extremadamente seductor. Y lo más importante, los meses transcurridos en el sur habían aproximado a Kaz y Helati más deprisa de lo que ni él mismo habría soñado. En lugar de recorrer todo Ansalon, ambos habían decidido de común acuerdo establecerse en una región tranquila y boscosa situada muy al sur de su tierra natal. Hecar, resuelto a no separarse nunca de su hermana, también decidió construirse un hogar en aquel paraje.
Al instalarse en un lugar fijo, Kaz halló la paz de la cual no había podido gozar en toda su vida. En realidad, el combate era lo único que conocía desde que tuvo edad suficiente para entrenarse, y ahora comprendía que la tranquila soledad, compartida además con alguien a quien amaba, era más que preferible. Helati y él habían creado un hogar para ellos solos, comportándose así, en muchos sentidos, más como humanos que como minotauros. Kaz no veía nada deshonroso en ello. Pese a la evidente superioridad de su raza en algunos aspectos, los minotauros padecían verdaderas carencias en casi todas las cuestiones importantes de la vida. Los humanos sabían apreciar cosas de las que la mayoría de los minotauros, sin comprenderlas, se habrían mofado. Los humanos no eran perfectos, pero sí admirables por varias razones.
Naturalmente, Kaz había conocido a uno de los humanos más insignes, de modo que tal vez, admitía el minotauro, su opinión era parcial. Huma de la Lanza, el ahora legendario héroe de la guerra contra Takhisis, la Reina Oscura, fue uno de los guerreros más valientes y honorables con los que Kaz había cabalgado. La suya fue una amistad que no debía haber prosperado, pero lo hizo, finalizando sólo cuando el joven caballero murió venciendo a la Reina de los Dragones. Kaz estaba presente, participando en la épica batalla. Fue testigo de la humanidad que se escondía en el héroe y no había olvidado la lección, que continuaba influyendo en sus decisiones y su conducta. Al igual que Huma, al final sólo deseaba vivir en paz y tranquilidad.
«Pero eso no es lo que suele ocurrir. —Kaz resopló—. Intento vivir en paz y siempre acabo enzarzado en un combate tras otro. Aunque en algunas ocasiones me los haya buscado yo sólito».
Los primeros neófitos se presentaron poco después de que el trío se hubiera instalado en la región. En cuanto llegaron los primeros viajeros, Kaz tuvo la sensación de que los seguía la mitad de los minotauros del imperio. Y lo que era peor, al parecer todos sabían quién era él… y quién había sido. El pasado que Kaz creía haber enterrado parecía más vivo que nunca.
«¡No regresaré a Nethosak! —pensó, gruñendo quedamente—. ¡No volveré allí nunca más!».
Mas si Hecar corría algún peligro, ¿qué otra cosa podía hacer Kaz?
Localizó a Helati justo donde esperaba encontrarla, acunando a los mellizos recién nacidos y procurando que se durmieran cantándoles una nana. Para ser una minotauro, la voz de su compañera era sorprendentemente melodiosa. Le había parecido agradable desde el mismo momento en que la oyó por primera vez. Después, Kaz había caído prisionero de una banda de minotauros, cazadores que habían salido a buscarlo para obligarlo a volver y hacer frente a una cuestión de honor. Los cabecillas de la banda no tenían intención alguna de concederle la oportunidad de defender sus actos, pero unos pocos creyeron en él. Helati y su hermano se encontraban entre ellos. Cuando se resolvió el asunto, permanecieron a su lado. Kaz no podía sentirse más complacido. Helati era la minotauro más hermosa que había visto nunca, y además una excelente compañera de armas.
Sus facciones eran finas y suaves. Erguida en toda su estatura era algo más baja que él. Sus cuernos alcanzaban aproximadamente la mitad de la longitud de los de Kaz. Pero nada de esto significaba que Helati fuera débil: cuando se conocieron ya era una avezada luchadora, y los trucos que él le había enseñado desde entonces habían mejorado su técnica hasta superar a la de casi todos los guerreros más corpulentos y fuertes que ella.
Los mellizos se revolvieron inquietos. Tanto él como ella habían heredado la constitución de Kaz, si bien habían salido a su madre en cuanto a las facciones. Kaz se preguntaba si eso cambiaría a medida que crecieran. Se preguntaba si él estaría allí para presenciar los cambios.
La vivienda que él y Helati se construyeron era sencilla, una cabaña de piedra y madera con tres habitaciones pequeñas. Algunos de los recién llegados construían hogares más grandes, pero Kaz sólo quería poseer lo que necesitaba su familia. Tal vez por eso los demás minotauros acudían a él en busca de consejo. Sabían que la lucha por el poder le traía sin cuidado; simplemente quería vivir como Helati y él deseaban.
Helati alzó la vista cuando Kaz se acercaba. Sólo necesitó ver la expresión de su rostro para adivinarlo todo.
—Te vas, ¿no es cierto?
—Tengo que ir.
—¿Por qué?
—Porque si no voy, Helati, sé que lo harás tú. Aquello era innegable.
—Hecar es mi hermano, Kaz. Por derecho, yo debo ser quien salga en su búsqueda.
—Y si no tuvieras un asunto más importante que atender —replicó él, señalando los dos fardos que se revolvían nerviosamente—, tal vez te permitiría ir. —Pero no era verdad, bajo ningún concepto. De no haber existido los niños, Kaz habría buscado igualmente una excusa para impedir que su compañera ensillara su caballo y emprendiera el viaje rumbo a la traicionera Nethosak.
Helati contempló a los mellizos. Kyri, tenía la cara ancha y unos diminutos brotes en la frente que algún día crecerían hasta convertirse en unos cuernos tan largos como los de su padre. Su hermana, Sekra, era apenas un poco más pequeña y delgada, pero de pelaje más oscuro. Las protuberancias que sobresalían en los puntos de donde brotarían sus cuernos eran casi invisibles, ya que los cuernos de una hembra crecían más tarde y nunca alcanzaban el tamaño de los de un macho. Ambos vástagos eran, ni que decir tiene, perfectos a los ojos de sus padres.
—Tú podrías ocuparte de ellos tan bien como yo —arguyó Helati, aunque en tono vacilante, dividida entre la preocupación por su hermano y el amor hacia sus hijos.
—Sabes que contigo colaboran mucho más que conmigo, Helati. —Eso no podía negarlo. Los pequeños adoraban a su padre, pero su madre parecía poseer una especie de mágico don. Mientras Kaz podía pasarse toda una noche arrullándolos para que se durmieran, Helati sólo necesitaba una hora… o dos. Los mellizos habían heredado la rebeldía natural de su padre, por lo visto—. No podemos llevárnoslos, ¿tengo razón o no? Y menos si algo anda mal en Nethosak.
Helati alzó la cabeza para mirar a Kaz directamente a los ojos.
—Sabes que volver allí puede ser peligroso para ti.
—¿Volver a dónde? —preguntó otra voz.
Un musculoso minotauro, más bajo que Kaz, provisto de un pelaje negro y castaño entremezclado y un largo hocico, se les acercó al trote. Un cuerno roto evocaba su pasado en el Gran Circo. Brogan nunca comentaba las experiencias vividas allí, y en eso se asemejaba a Kaz. Brogan visitaba a la pareja con frecuencia, posiblemente porque no tenía parientes en el poblado, ni siquiera lejanos.
Kaz no vio razón alguna para ocultar la verdad. Los demás advertirían su ausencia tarde o temprano.
—Voy a volver. Hecar no ha regresado de Nethosak. Voy en su busca.
Brogan resolló.
—Reuniré a los otros. Estaremos listos cuando tú lo estés. —Voy a ir solo.
—¿Solo? —El otro minotauro resolló de nuevo. Sus gruesas manos se curvaron hasta cerrarse en puños—. ¡Solo no! No sabes cómo están las cosas allí…
—Brogan. —El tono pausado de Kaz equivalía a una orden de silencio—. Difícilmente puedo presentarme en la capital imperial con un aparatoso grupo armado cabalgando detrás de mí. Un jinete solitario provocará menos revuelo que cincuenta jinetes. Además, ya han pasado más de ocho años. Es poco probable que alguien me reconozca. La guerra y el tiempo transcurrido desde entonces han producido cambios.
—Podemos seguirte.
—No habéis estado ausentes tanto tiempo como yo. La gente os identificará, a ti o a cualquier otro, con más facilidad que a mí. Además, me desenvuelvo mejor solo. —Eso no era enteramente cierto, pero aparte de Helati o Hecar, no confiaba en que nadie siguiera sus indicaciones al pie de la letra. Bueno, había alguien más, pero «confiar» no era exactamente la palabra adecuada para referirse a un kender. «Esperar con desesperación» que siguiera fielmente sus indicaciones era una descripción más precisa. Por fortuna, el kender en cuestión estaba muy lejos de allí.
Brogan no pareció convencido. Se volvió hacia Helati, pero ella desvió la mirada. Helati, más que nadie, sabía cómo se desenvolvía mejor Kaz. La idea no era de su agrado, pero debía admitir que las posibilidades de éxito de su compañero aumentarían sin una compañía que delatara su presencia.
—¿Querías algo, Brogan?
Parpadeando, el minotauro más bajo respondió con un gesto afirmativo.
—Sí, pero puede esperar. Es sólo que algunos de nosotros queremos tu permiso para inscribir tus marcas en nuestras casas. Les he dicho que aguarden hasta saber si a ti te parece bien. Pero puede esperar.
Antes de que Kaz consiguiera reponerse para contestarle, Brogan giró sobre sus talones y se alejó con paso firme. Helati miró de hito en hito a su compañero y reconoció la consternación en su rostro.
—¿Mis marcas en sus viviendas? Se supone que allí deben ir las marcas de sus respectivos clanes.
—Tal vez han decidido que ahora pertenecen a un clan distinto.
Kaz se sintió incómodo al pensar en la imagen de su nombre tallado en las sencillas estructuras. Aquello se reservaba para el nombre del clan, era el modo como los minotauros pedían a sus antepasados que velaran por un nuevo hogar. Sustituyéndolo por las marcas de Kaz, lo reconocían como patriarca del clan, de un modo muy parecido a como había sido elegido, en sus orígenes, el propio Orlig.
Clan Kaziganthi…, o mejor Clan Kaz…, puesto que la tendencia moderna era acortar el título. En un tiempo, Kaz se habría sentido honrado. Ahora estaba amilanado.
—Partiré antes del amanecer, Helati. Eso me permitirá eludir a los otros. No puedo permitir que me acompañen, lo sabes.
—Lo sé. —Helati se puso en pie muy despacio para no sobresaltar a los pequeños, que seguían despiertos—. ¿Te gustaría sostenerlos un rato?
Kaz asintió y tomó en brazos a sus hijos. Para su sorpresa, ambos se acurrucaron contra su pecho y empezaron a deslizarse suavemente hacia el sueño. Era la primera vez que se quedaban dormidos con tanta facilidad. Kaz se sintió casi decepcionado. Esta podía ser la última vez que los veía antes de su marcha.
—Quiero preparar algunas cosas para tu viaje —explicó Helati, de cara a su vivienda—. ¿Quieres acostar a los pequeños o prefieres tenerlos en brazos un rato más?
—Me los quedo hasta que estés lista para hacerte cargo tú.
Helati respondió con un gesto de conformidad y entró en la casa. El corpulento minotauro la contempló hasta que desapareció de su vista y luego se concentró en los mellizos. En ese momento, Kaz no se sentía como un antiguo campeón del circo, un marino veterano o un curtido guerrero. Se sentía como un padre orgulloso, y la sensación era muy agradable.
«Disfrútala mientras puedas —se recordó bruscamente—. Quizá sea la última vez que te sientes así por un tiempo…, o para siempre».
Estrechando a los gemelos contra su pecho, mas sin dejar de acunarlos, Kaz dirigió la vista hacia el norte.
Dos horas faltaban aún para el alba cuando Kaz inició los preparativos finales para la marcha. Su gran caballo de batalla, un apreciado obsequio de los Caballeros de Solamnia, mostraba su impaciencia por partir cuanto antes. Kaz sólo necesitaba un artículo más para completar su equipaje, algo que llevaba mucho tiempo colgado de una de las paredes de su vivienda.
El hacha que retiró de la pared era la que le había regalado un elfo, de nombre Sardal Espina de Cristal, que ya llevaba muerto más de tres años. La larga arma de doble filo relucía incluso en la oscuridad, reflejando en su bruñida hoja cualquier rastro de luz del ambiente. El enano desconocido que la forjó era artífice de una obra maestra. Su equilibrio era perfecto. Le había salvado la vida a Kaz en incontables ocasiones.
Las runas grabadas en el arma proclamaban su nombre: Rostro del Honor. Era un nombre teñido de connotaciones mágicas, pues su superficie, pulida como un espejo, permitía al minotauro saber si podía confiar o no en una persona: quienes planeaban una traición no se reflejaban en ella.
Otras cosas podía hacer Rostro del Honor, pero Kaz no tenía tiempo para reflexionar. Empuñó el arma con una mano y la enganchó a su espalda, con la soltura que sólo proporciona la práctica, en el arnés que se había ceñido al efecto. La sensación se le antojó extraña pero cómoda. No había descolgado el hacha de la pared en tres meses, por lo menos. Para cortar leña utilizaba un hacha doméstica más terrenal, no un arma bien afilada.
Kaz no dudaba de que, en este viaje, encontraría buenas razones para esgrimir su hacha. Helati lo esperaba junto a la entrada. Los niños dormían, por primera vez de un tirón durante toda una noche sin despertar. Kaz se preguntó si podía tratarse de algún tipo de profecía. ¿Dormían despreocupadamente porque sabían que su padre regresaría ileso, o era un presagio de que su misión estaba condenada al desastre?
Se alegró de no poder respondérselo.
—Ya estás preparado.
—Todo lo preparado que puedo estar.
Se estaban abrazando cuando un rumor procedente de la oscuridad los obligó a volverse. Kaz tenía el hacha en la mano y dispuesta para la lucha antes de pensar en ella. El tintineo del metal y el ruido de cascos, acompañados por nerviosos resoplidos de caballos, lo previnieron de que se acercaba un grupo armado.
Los recién llegados constituían meras siluetas entre las sombras, pero resultaba evidente que todo ellos eran minotauros. Uno de los más adelantados espoleó a su montura hasta que estuvo tan cerca que Kaz pudo distinguir claramente un cuerno quebrado.
—¡Brogan! ¡Por la espada de Paladine! ¿Qué significa esto?
—Estamos listos para acompañarte, Kaz.
Detrás de Brogan se alineaba por lo menos una docena de minotauros, quizá más, montados en sendos caballos. La oscuridad hacía casi imposible saber cuántos o quiénes eran.
Tanta lealtad y preocupación conmovieron a Kaz, pero le incomodó que no tuvieran en cuenta sus deseos.
—Te dije que necesito ir solo. Será más fácil así. Un grupo semejante llamará la atención de la guardia antes de que lleguemos a leguas de distancia de las puertas de la ciudad.
—Nethosak es peligrosa, en estos tiempos —insistió otro minotauro sin rostro—. Más peligrosa que nunca.
Para Kaz, que había hecho frente a pavorosos dragones, soldados enloquecidos, magos siniestros y dioses aun más siniestros, Nethosak no era ni mejor ni peor que cualquier otro peligro del pasado. Sabía que sería traicionera, pero también que él no tenía derecho a poner en peligro la vida de nadie, excepto la suya.
Apoyó el astil de Rostro del Honor en el suelo, ofreciendo a todos los presentes una buena vista de su espejeante pala.
—Vuestra lealtad y vuestro valor son encomiables —prosiguió Kaz, haciendo hincapié en las virtudes que más respetaban los minotauros—. Y me siento honrado por vuestro acto. Pero esto es algo que debo solucionar por mi cuenta. Así debe ser, pues en la atestada Nethosak, la discreción me será de mayor utilidad que un ejército. —Inclinó la cabeza en señal de gratitud—. Agradezco vuestro ofrecimiento de ayuda, pero debo rechazarlo.
—Kaz… —Brogan no estaba dispuesto a rendirse.
—Ésas son mis órdenes, Brogan —gruñó Kaz, irguiéndose en toda su estatura.
Los jinetes guardaron silencio. Finalmente, Brogan asintió.
—Entonces te esperaremos…, pero si no has regresado después de un tiempo razonable, acudiremos en tu ayuda. —Los demás corroboraron su afirmación con un gesto o un gruñido. El minotauro de un solo cuerno alzó una mano—. Que la victoria sea el final de tu viaje, Kaziganthi.
Uno por uno, los demás minotauros fueron desfilando detrás de él hasta que todo el grupo hubo saludado a Kaz, quien les devolvió el gesto. Al cabo, con Brogan a la cabeza, los jinetes obligaron a sus monturas a dar media vuelta y se alejaron al paso, rumbo a sus respectivos hogares.
—Eres consciente de que no se conformarán simplemente con colocar tus marcas en la entrada de sus casas, ¿verdad? Has empezado a darles órdenes directas. Al hacerlo, has accedido implícitamente a ser su jefe…, el patriarca de su clan.
Kaz estuvo a punto de dejar caer su hacha.
—¡No es ésa mi intención! Debería ir tras ellos ahora mismo y…
—No harás nada. —Helati suspiró—. Amor mío, tal vez no quieras ser el dirigente de un clan, pero te conozco demasiado bien. No permitirás que otros asuman un riesgo que puedes asumir tú. Para nuestro pueblo, ése es el temple de un verdadero jefe, no como el de los que gobiernan ahora a nuestra raza.
—Así, nuestra raza está formada por un hatajo de estúpidos…, siendo yo el más estúpido de todos.
—Y yo soy aun más estúpida por amarte. —Helati lo rodeó con sus brazos—. Ojalá nos quedara un día más. No quiero perderos a ambos, a ti y a mi hermano.
Kaz lanzó un bufido, intentando que el sonido fuera propio del impetuoso guerrero que fue en otro tiempo.
—No nos perderás. Traeré a Hecar de vuelta. Probablemente se habrá detenido a conversar con todas y cada una de las hembras del reino, nada más.
Dando un paso atrás, el minotauro volvió a enganchar el hacha en su arnés y montó a caballo, evitando deliberadamente la mirada de Helati. La idea de abandonarla le resultaba casi insoportable.
—Que tu padre vele por ti, Kaz.
El minotauro se imaginó a Ganth, en un lugar tan destacado entre los recuerdos de su hijo. Era su ejemplo el que Kaz había seguido durante toda su vida. En aquel momento, Kaz comprendió que se parecía más a su padre ahora que antes de conocer a Huma y a los otros. ¿Habrían regresado a Nethosak su padre o su madre, Kyri, en memoria de la cual había elegido el nombre de su hijo, con un propósito tan descabellado como el que ahora lo animaba a él? Ambos se habían hundido junto con su nave, el Gladiador..
«En realidad no importa lo que harían los demás —resolvió Kaz—. Soy yo quien va».
—Kaz…
Miró a Helati. Incluso en la oscuridad pudo reconocer la determinación que se reflejaba en su rostro.
—Si no regresas pronto, yo también te seguiré. De algún modo, lo haré.
—Volveré.
Obligó a su caballo a dar media vuelta y lo espoleó. El animal emprendió un trote rápido. Kaz no miró hacia atrás. No se atrevió. Si lo hacía, estaba seguro de que giraría en redondo y se quedaría en casa, sin alejarse nunca más del solaz de su amada.
Nada más lo entretuvo cuando abandonó el poblado. Las otras viviendas estaban a oscuras, pero Kaz sabía que no sólo los que habían intentado unirse a él, sino también muchos otros, atisbaban desde las sombras. Nunca deseó ser un dirigente pero, en el fondo, no pudo evitar cierta sensación de orgullo.
Al poco rato no quedaba a la vista nada que revelase la existencia de habitantes en toda aquella región. Kaz no se preocupaba por los visitantes o los transeúntes. Aunque había acabado resignándose a la afluencia de nuevos colonos, le complacía comprobar que no fueran muchos más los que fijaban su residencia, siquiera temporalmente, en ésa áspera tierra. Se había presentado algún mercader ocasional y, una vez, una banda de salteadores temerarios que no comprendían lo que significa robarle a un minotauro, pero por lo demás, su pueblo vivía en paz. Eso cambiaría algún día, mas, con suerte, no demasiado pronto.
Llegó el alba y quedó atrás. El día era frío y el cielo estaba ligeramente encapotado, un tiempo excelente para viajar. Kaz sólo se detuvo para responder a necesidades tales como dar de comer y de beber a su montura. Llegar a la ciudad imperial ya consumiría bastante tiempo; no necesitaba desperdiciar más. Invocó a Paladine y a Kiri-Jolith, rezando para que no le hubiera ocurrido ningún percance al hermano de Helati. Sin embargo, si Hecar estaba herido, Kaz se encargaría de que el culpable se arrepintiera de sus actos durante el resto de su corta existencia. Kaz no se había vuelto tan pacífico como para renunciar a impartir justicia al venerable estilo de los minotauros.
Al anochecer, Kaz tuvo que admitir que le convenía más acampar que prolongar la jornada. La creciente oscuridad de una extraña noche sin estrellas a duras penas le permitía distinguir la silueta de su mano frente a su rostro. Encontró un lugar razonablemente apropiado, dos árboles entrelazados que ofrecían cierto abrigo, al tiempo que disponía de espacio suficiente a su alrededor por si se presentaba la necesidad de luchar, y procedió a ocuparse del caballo y a montar el campamento.
Había cabalgado durante todo un largo día. Mientras se sentaba junto a su modesta hoguera, con Rostro del Honor a su lado, Kaz confió en ser capaz de avanzar a un ritmo similar durante los días siguientes. Al aproximarse a las tierras de los dos reinos de los minotauros, la marcha sería más lenta, pero no veía razón alguna para que el recorrido hasta aquel punto no se desarrollara sin incidentes. El paisaje estaba compuesto básicamente por zonas boscosas que se extendían hasta la prolongada cordillera montañosa que recorría la mitad superior de la región más septentrional de Ansalon. Por fortuna, para cruzar al otro lado era posible cabalgar por las laderas oriental u occidental y evitar las altas cumbres; sólo le crearían algunas dificultades cuando alcanzase la frontera meridional del autoproclamado imperio de su pueblo, pero Kaz, como la mayoría de los minotauros, conocía los mejores senderos.
Kaz sólo esperaba que Hecar no corriera un peligro inminente. Contempló el fuego, absorto en sus pensamientos, y se preguntó cómo le sentaría regresar a su tierra natal.
No fue consciente del momento en que empezó a adormilarse. Sólo supo que se había quedado completamente dormido cuando despertó y vio que el fuego estaba a punto de apagarse. Su mano empuñó el astil del hacha, pero no había señales evidentes de peligro. Kaz resopló, irritado consigo mismo por ser tan aprensivo, y empezó a atizar el fuego.
Acababa de reavivar las llamas cuando oyó el chasquido de una rama al quebrarse.
Kaz se deslizó hasta Rostro del Honor, asió el hacha y la acercó lentamente para tenerla a mano. Tras vagabundear durante varios años antes de aposentarse con Helati, el minotauro estaba más que acostumbrado a los visitantes nocturnos. La noche era el momento ideal para que las fieras y los bandidos hicieran de las suyas, y él se había encontrado con ambos tipos de indeseables en mayor medida de lo que le correspondía, en el transcurso de sus diversos viajes. En una ocasión, incluso se había enfrentado a un monstruo escamoso que recordaba a un dragón, producto del esfuerzo de un mago enloquecido por crear al guerrero perfecto para la Reina de la Oscuridad. Aquél fue el peor de todos, por lo que a Kaz respectaba.
«Monstruo o bandido, ahora no tengo tiempo para estos jueguecitos —pensó Kaz mientras escrutaba las tinieblas—. Si no viene por mí, iré yo».
En realidad no tenía pruebas de que fuera algo distinto de un animal, pero Kaz había descubierto hacía tiempo que poseía una especie de instinto, un sexto sentido que, con más acierto que error, le permitía distinguir un simple ciervo o un mapache de algo peor. Tal vez no fuera una amenaza, pero entonces…
También su caballo estaba alerta, aunque no piafaba debido al largo entrenamiento al que había sido sometido. Kaz se apartó del fuego, intentando identificar exactamente la procedencia del ruido. De la izquierda, decidió. El curtido guerrero se dirigió cautelosamente en aquella dirección, moviéndose con un sigilo considerable, para alguien de su corpulencia. La mayoría de las razas daba por sentado que un minotauro recurriría siempre a la fuerza bruta, y por lo tanto no podía ser ágil ni astuto. Saber que sus adversarios lo subestimaban había resultado ventajoso para Kaz en más de una ocasión.
Cuando pasaba sigilosamente entre dos árboles oyó el chasquido de otra rama, esta vez a su derecha. Kaz se volvió en el acto, manteniendo el hacha baja para evitar que se trabara en una rama. En esta zona, el bosque no era muy tupido, de lo contrario habría recurrido a su cuchillo. Rostro del Honor era su arma de primera elección, pero Kaz tenía experiencia en armas blancas largas y cortas, gruesas y delgadas, por no mencionar una gran diversidad de armas de otro tipo que habían intervenido asimismo en su entrenamiento.
El origen del ruido tenía que hallarse a sólo unos pasos de donde se encontraba Kaz. El minotauro blandió su hacha, calibrando las limitaciones que imponían los distintos árboles y matorrales que distinguía sólo vagamente en la oscuridad. Si había que luchar, sería casi cuerpo a cuerpo, pero no del todo. En el pasado, Kaz había sacado un partido excelente a su hacha en situaciones de combate muy ajustadas.
Otra rama crujió… detrás de él.
«¡Por la espada de Paladine! ¿Es tan ágil esta criatura o estoy rodeado?». Kaz se volvió, cautelosamente esta vez porque no deseaba realizar un movimiento llamativo que lo expusiera a un ataque por la espalda mientras giraba en la nueva dirección.
No se produjo ataque alguno. Exhalando silenciosamente, Kaz siguió moviéndose, ahora en dirección a su campamento. Su corazón latía con fuerza y el minotauro se preguntó si había sido tan ingenuo como para morder un cebo que lo alejaría del fuego mientras los bandidos saqueaban sus pertenencias. Si ése era el caso, estaban a punto de descubrir hasta dónde llegaba la furia de un minotauro…, durante los escasos segundos que duraría su vida.
Olvidando toda cautela, Kaz corrió hacia el campamento, guiándose por las vacilantes llamas de la hoguera.
Lo primero que advirtió, a la luz del fuego, fue una montura, más baja que la suya y atada no muy lejos de ésta. Su semblante se animó de inmediato al distinguir la menuda figura embozada que se hallaba en cuclillas en el punto exacto que el minotauro había dejado vacante unos momentos antes. El viajero se cubría la cabeza con la capucha de su manto, ocultando el rostro que había debajo.
Por la posición que había adoptado el recién llegado, era difícil saber a qué raza pertenecía. Un elfo, quizás, aunque uno muy bajito. Demasiado delgado para tratarse de un enano, pero no de un gnomo, por mucho que a Kaz se le escapaba qué podía estar haciendo allí un gnomo. «Un humano es una posibilidad razonable», pensó Kaz mientras se acercaba al misterioso personaje empuñando su hacha con firmeza. Pero con ese tamaño, tenía que ser un adolescente, no un adulto. Así, sólo quedaba una raza… No, era imposible…
Del interior de la capucha brotó una voz estruendosa.
—¡Saludos, oh, gran guerrero…! —La voz se quebró, pero al punto se convirtió en otra más aguda y jovial, incapaz de contenerse—. Ha sido un juego divertido, ¿verdad que sí?
Unos dedos largos y finos, propios de un ratero, echaron hacia atrás la capucha, dejando al descubierto un rostro atractivo, aunque infantil, coronado por una mata de cabello oscuro. El recién llegado se levantó, poniendo de manifiesto que no alcanzaba siquiera el metro y medio de estatura…, alto para su especie, pero un inconfundible miembro de la raza más enojosa impuesta por los dioses a Krynn.
Un kender.
Un kender llamado Delbin Sauce Nudoso.