Por insistencia de Toron y, cosa sorprendente, de Delbin, Hecar y los demás se dirigieron al circo en lugar de regresar al templo. Rodeados por otros minotauros del Clan de Orlig, parecían simplemente uno más de los grupos de guerreros interesados que llegaban tarde al importante anuncio.

—¡Sigue sin gustarme! —refunfuñó Fliara, dirigiéndose a Hecar—. No me importa lo que Toron diga que debemos hacer…, y está claro que tampoco me importa lo que diga ese pequeño monstruo por mucho que insista. ¡Deberíamos volver! Hay que tener en cuenta a Scurn, como mínimo. Ese odia a mi hermano desde hace muchos años.

—Dejando aparte lo que diga Toron —replicó Hecar—, Delbin hablaba en serio al decir que no debíamos regresar, más en serio de lo que jamás lo he visto. Sé que la palabra de un kender no suele valer mucho, pero conozco a éste lo suficiente para comprender que su insistencia significa algo importante. Yo también me hallaba junto a Kaz…, o a ése que se parecía a Kaz, si he entendido bien a Delbin…, antes del rescate. Se comportaba de un modo extraño. No lo sé. No sé por qué, pero creo que deberíamos ir al circo.

—¿Y qué podemos solucionar allí? ¡Somos sólo un puñado entre una multitud!

—¿Es eso lo que crees? —preguntó Toron, situándose junto a ellos. Aun siendo más alto que el propio Kaz, se movía con gran sigilo, para ser un minotauro. Sonrió torvamente—. Espera a que oigáis lo que ha planeado Helati. —Su sonrisa se ensanchó—. Lástima que quizá no sea necesario, si Kaz no viene aquí, después de todo, y estando libres todos vosotros. Por lo que me han contado, Hecar, tu hermana es toda una oradora. Le dio un buen rapapolvo a Dastrun.

—Pero yo creía que no estaba aquí. ¿Qué quieres decir?

—Te lo explicaré más tarde… —fue lo único que consiguió decir Toron, cuando el grupo entero oyó el estallido.

El ruido recordó a Hecar la guerra, cuando las armas de asedio podían arrasar media ciudad en nombre de Takhisis. Como parte de la avanzadilla, había contemplado más de una roca aplastando edificios y derribando murallas, matando a defensores y civiles por igual. A Hecar nunca le habían gustado las armas de asedio; no establecían diferencias entre adversarios dignos y niños inocentes.

—Por los cuernos de Kiri-Jolith, ¿qué es eso? —rugió Toron, alzando la vista bruscamente—. No puede ser un…

Pero lo era. Hecar y los otros sabían qué palabra no se decidía a pronunciar el hermano de Kaz. Conocían la palabra, pero fueron tan incapaces de pronunciarla como el guerrero de oscuro pelaje, anonadados como se habían quedado por lo que veían.

Un dragón. Un Dragón Rojo que surcaba el cielo a gran altura, internándose entre las nubes.

No reaccionaron, intentando hallarle algún sentido, pero cuando al fin se reponían de la conmoción inicial, oyeron un estruendo menor pero no menos significativo.

Esta vez, un dragón más pequeño y esbelto, del color de la plata refulgente, se elevó a gran velocidad. Había algo sobre su lomo, algo que a Hecar le pareció, casi con toda seguridad, un jinete.

—Plateado y Rojo —murmuró. Jamás olvidaría las batallas que había contemplado en el cielo durante la guerra—. Enemigos mortales. Lucharán a muerte. El jinete… —Se interrumpió como si una voz le hablara desde el interior de su cabeza. Asintió para sí, sin importarle si los demás le oían o no—. Sí, es Kaz. No podía ser otro.

En el último momento se percató de que ambos dragones volaban en la dirección aproximada del circo.

Las nubes se habían congregado encima de algunos puntos de Nethosak, y Kaz sabía que entre ellas se ocultaba Inferno. Ni por un momento se le ocurrió pensar que el Dragón Rojo se escondía por miedo. Por el contrario, Inferno se limitaba a aprovechar el cielo del modo más conveniente para él, teniendo en cuenta la inexperiencia de Tiberia. Era la primera vez que la hembra de Dragón Plateado volaba y, aunque el vuelo era algo natural en los dragones, las inestables evoluciones de Tiberia hasta entonces eran reveladoras de hasta qué punto necesitaba practicar.

—¿Qué hago ahora, Kaz? —preguntó jadeando la hembra Plateada, aleteando con fuerza para ganar altura. Resultaba evidente que estaba aterrorizada, pero confiaba en el criterio de Kaz—. ¡No lo veo!

—Está entre las nubes, justo encima de aquella torre. —Inferno podía ser un maestro del combate aéreo, pero el minotauro había aprendido unas cuantas cosas en su época de jinete de dragones. Una criatura de las dimensiones de un Dragón Rojo no podía ocultarse eternamente—. ¡Asciende! ¡Ahora!

Arqueando el lomo de una manera forzada, Tiberia se elevó. Kaz se aferró a ella y a la lanza con todas sus fuerzas, esperando atravesar las nubes sin ser atacados. Inferno no pensaba escapar. Tenía que derrotar a la pareja, si confiaba en salvar lo que quedaba de su plan. Por fortuna para Tiberia, el Dragón Rojo padecía la desventaja de su obligación de mantener con vida a la joven Plateada. Eso no significaba que Inferno tuviera intención alguna de respetar la vida de Kaz. El minotauro estaba convencido de que su muerte era una prioridad para el monstruo.

Atravesaron las nubes… sin encontrar nada.

Kaz torció el cuello, buscando.

—Sigue adelante, pero despacio.

—¿Subo más alto?

—No, tenemos… —De repente se imaginó lo que había hecho Inferno—. ¡Sí, sube! ¡Elévate, ahora!

Desconcertada, Tiberia reaccionó con lentitud.

Inferno surgió de entre las nubes, justo debajo de ellas, y embistió contra el lado de la joven. En cuanto chocaron, el Dragón Rojo se contorsionó para poder clavar sus garras en los flancos de su congénere.

Por pura suerte logró Kaz mantenerse aferrado. Se maldijo por ser tan ingenuo. Inferno había descendido y remontado el vuelo por debajo de ellos. Era una táctica simple que él debió prever. Evidentemente, llevaba demasiado tiempo alejado de la guerra.

—¡Yo te desmontaré de ahí, insecto! —rugió Inferno, obligando al otro dragón a retorcerse a su vez. Su mayor envergadura le proporcionaba un mayor control. Tiberia intentó contrarrestar el peso del otro, pero no lo consiguió—. ¡Veré cómo te precipitas hacia tu muerte, como tan bien lo hizo el capitán Scurn!

Era imposible situar la Dragonlance en posición. Un largo tentáculo casi derribó a Kaz de su ya de por sí precaria posición. El minotauro miró en derredor y vio que lo que estuvo a punto de sacudirlo no era un tentáculo, sino una de las sogas que quedaban del intento de los guardias por amarrar a Inferno. Por lo menos dos de ellas azotaban el aire como si estuvieran vivas.

La soga volvió a pasarle rozando. Kaz la observó unos instantes y luego se acurrucó con firmeza contra Tiberia y gritó:

—¡La soga! ¡Agarra la soga con la boca y retrocede!

Tiberia no lo entendió de inmediato. Después, mientras Inferno aumentaba la velocidad de sus giros, la hembra Plateada intentó atrapar la cuerda. Falló, pero el cabo seguía a su alcance. Tiberia calculó mejor en su siguiente intento y cogió un buen tramo de la soga. En el acto, siguió el resto de las instrucciones de Kaz.

El arpeo se había alojado profundamente en las escamas del cuello del Dragón Flojo. Cuando Tiberia retrocedió, los garfios desgarraron la carne, enterrándose más. El brusco tirón de la hembra de dragón contrarrestó en parte la inercia que llevaba Inferno, que aflojó su presa. Rápidamente se desplazó para recuperar la ventaja.

Kaz observó las alas, ahora más próximas, y calculó mentalmente la longitud del cuello y las mandíbulas de Tiberia.

—¡El ala! ¡Suelta la cuerda y muérdele el ala!

Debajo de ellos, Inferno había decidido, a todas luces, emplear la misma táctica, pero Tiberia era pequeña y sus alas, que se agitaban un tanto erráticamente, constituían un blanco mucho más difícil que las grandiosas del Dragón Rojo. Inferno no podía echar sus alas hacia atrás lo suficiente. El Dragón Plateado tiró de la cuerda cuanto pudo, de pronto abrió la boca y mordió.

Su enemigo se estremeció y, por un momento, los tres empezaron a caer a plomo. Las mandíbulas de Tiberia permanecieron cerradas sobre el ala.

Con un gruñido, Inferno elevó las garras posteriores y, recurriendo a la increíble fuerza de sus patas, logró que ambos leviatanes se separaran. Al hacerlo sólo consiguió lesionarse más el ala, pues Tiberia no lo soltó voluntariamente. El Dragón Rojo intentó virar, aleteando torpemente para compensar la terrible herida.

Menos castigado, el Dragón Plateado recuperó el control casi de inmediato. Kaz se incorporó. Tenía que atacar ahora, antes de que Inferno consiguiera equilibrarse. Bajó la Dragonlance, apuntó y gritó:

—¡Vuela hacia él, Tiberia! ¡Vuela hacia él lo más rápido que puedas!

Su compañera asintió, desplegó las alas en su máxima envergadura y se impulsó en dirección a su enemigo.

Estaban demasiado cerca para que el Dragón Plateado alcanzara una velocidad considerable, pero por la misma razón, el Rojo no podía maniobrar en ninguna dirección sin que su congénere más joven corrigiera de inmediato su trayectoria.

Kaz apretó los dientes, preparándose para la colisión.

La Dragonlance alcanzó a su blanco en la parte izquierda del pecho. Inferno lanzó un rugido agónico y, por simple reflejo, se aferró a Tiberia. Incapaz de concentrarse plenamente en el vuelo, el Dragón Rojo empezó a caer…, arrastrando consigo a sus adversarios.

Una y otra vez giraron sobre sí mismos mientras se precipitaban entre las nubes. Tiberia batía las alas con todas sus fuerzas, intentando mitigar, si no detener, su caída. Kaz comprendió que la hembra Plateada jamás podría sostener el peso de los tres, y que Inferno no tenía intención de soltar su presa. El minotauro trató de arrancar la Dragonlance del pecho del Dragón Rojo, pero la lanza se le resistió. Estaba decidida a permanecer incrustada en su blanco, tanto como éste estaba decidido a no soltar a Tiberia.

«¡Vamos a morir! —pensó Kaz cuando los primeros techos de torres aparecieron ante su vista por debajo de ellos—. Vamos a morir. Maldito seas, hombre gris, vamos a morir. Espero que tú y tu equilibrio estéis satisfechos».

—¡No… dejaré… que… te haga… daño…, Kaz! —bramó la joven hembra—. ¡Jamás!

En su desesperación, Tiberia extendió el cuello hacia abajo cuanto pudo, concentrándose en su objetivo. Una bola de fuego casi de la mitad del tamaño de Kaz golpeó una de las garras heridas del Dragón Rojo. En otras circunstancias, Inferno la habría apartado de un manotazo. Herido como estaba, sin embargo, el monstruo carmesí reaccionó profiriendo un alarido de infinito sufrimiento.

Tiberia aleteó con todas las fuerzas que consiguió reunir, al tiempo que se apartaba de su oscuro congénere empujándolo con las patas y la cola. Inferno intentó aferraría de nuevo, pero no logró mantenerse sujeto con la otra garra delantera herida.

El Dragón Rojo cayó de espaldas. De haber contado con más tiempo, Inferno podría haber rectificado su postura, pero ya estaban demasiado cerca del suelo.

Sólo entonces advirtió Kaz que volaban justo por encima del circo.

Las calles y las gradas ya estaban repletas de figuras que corrían y se arremolinaban, todas intentando evitar que aquellas inmensas moles cayeran a plomo sobre ellas. Tiberia consiguió recuperar el control antes de llegar al circo, pero Kaz vio que Inferno iba a aterrizar, mitad sobre la arena, mitad sobre las gradas, aplastando a cientos de espectadores.

—¡Tiberia! ¡Empújalo hacia la arena! —Allí había espacio suficiente para albergar a cuatro bestias del tamaño de Inferno, si conseguía desplazarlo hacia un lado.

Se podía haber ahorrado la saliva, porque la joven hembra Plateada ya se lanzaba en picado, evidentemente por haber llegado a la misma conclusión que el minotauro. Tiberia extendió sus garras, intentando sujetar de algún modo al desventurado y convulso Rojo. Inferno no pareció darse cuenta de lo que iba a ocurrirle. Se limitó a tratar de morder al dragón más pequeño y herirlo en una pata con sus garras.

El Dragón Plateado alzó la extremidad. Inferno le clavó las garras en la mano. Tiberia no profirió ni un gemido. Varió la inclinación de sus alas.

Inferno se estrelló contra el suelo. Tiberia aterrizó encima de él y rodó sobre sí misma. Kaz salió despedido hacia el Dragón Rojo.

Rebotó contra Inferno y resbaló sin poder evitarlo por el lado del terror carmesí. En el último instante, Kaz advirtió que Tiberia había evitado una verdadera catástrofe. Había conseguido que tanto ella como el Rojo aterrizaran en la arena.

Pero ¿qué le había ocurrido a la Plateada? Kaz se puso en pie trabajosamente y miró en derredor, al tiempo que intentaba orientarse. Su pierna izquierda estaba a punto de negarse a seguir sosteniéndolo, el brazo herido estaba casi insensible y le dolían las costillas, pero se negó a permitir que el dolor lo abrumara mientras seguía buscando. Pero no vio por ningún lado la inmensa mole del Dragón Plateado.

Entonces divisó la pequeña figura, definitivamente humana, tendida junto a uno de los muros interiores del circo. Tan acostumbrada estaba Tiberia a la forma humana que había vuelto a ella al perder el sentido.

Kaz rezó porque la joven hembra estuviera sólo inconsciente.

Un repentino movimiento a sus espaldas le recordó que había otro dragón del que preocuparse. Inferno había llevado la peor parte en la caída y estaba gravemente herido, pero el leviatán rojo era extremadamente fuerte…, lo bastante para alzarse con la victoria aun al borde de la derrota.

Sólo quedaba Kaz para impedírselo. Las gradas estaban abarrotadas de minotauros, pero todos permanecían indecisos, claramente desconcertados por el espectáculo. Para cuando decidieran actuar, podría ser demasiado tarde.

Kaz buscó a su alrededor alguna clase de arma, algo que pudiera utilizar para rematar al dragón. Para su sorpresa, no muy lejos halló precisamente lo que necesitaba. Era un regalo del cielo, en especial teniendo en cuenta la forma que tenía la última vez que lo había visto.

Rostro del Honor ya no era una Dragonlance y se hallaba a unos pocos pasos de él. No podía haber llegado hasta allí por sí sola, y sin embargo, allí estaba. Kaz no se cuestionó cómo lo había conseguido. La empuñó con renovadas esperanzas, echó un último vistazo a la figura inerte de Ty y arremetió contra Inferno.

El dragón logró enderezarse bruscamente, girando sobre su vientre, casi aplastando a Kaz, de paso. Pero Inferno aún no se había recobrado lo suficiente como para ponerse en pie, y mucho menos para volar. Sin embargo, no tardaría mucho en conseguirlo. Kaz tenía que actuar con rapidez.

Saltó. El dragón lo vio, pero ya era demasiado tarde. El minotauro aterrizó en el borde superior de un ala y trepó hasta el hombro del Dragón Rojo. Unas feroces mandíbulas intentaron atraparlo, pero Inferno no podía torcer el cuello lo bastante para morder al minotauro. El Dragón Rojo intentó encorvarse para alzar una pata, pero sus heridas y su forzada postura no se lo permitieron.

Kaz llegó al cuello. Inferno trató de sacudírselo, pero Kaz enganchó los pies entre las escamas y se sujetó con firmeza. Sin perder tiempo, blandió su hacha.

—¡Suéltame, insecto, o te aplastaré! ¡Te lo ordeno!

—¡Se han acabado las órdenes, Inferno, ni como sumo sacerdote ni como dragón! ¡Es hora de que se nos permita seguir nuestro propio camino en el mundo!

—¡Estúpido ingrato! —bramó el dragón herido, con una voz mucho más propia del sumo sacerdote que retumbó por todo el circo—. ¡He guiado a tu raza hasta la gloria que ha alcanzado! ¡Os he moldeado hasta convertiros en los mejores guerreros! ¡Os he entregado a la esclavitud una y otra vez, para cribar mejor a los débiles y sacar a la luz la obstinación, el orgullo y la fuerza que ahora exhibís! ¡Lo único que pido a cambio es vuestra lealtad! ¡Nosotros gobernaremos el mundo!

—Quieres decir que tú gobernarás el mundo…, nosotros sólo haremos el trabajo sucio por ti. —Kaz alzó su hacha de combate.

—¡Tu especie no era nada antes de mí y no será nada sin mí! —Inferno apostilló su declaración lanzando una dentellada a Kaz. Resultaba evidente que el Dragón Rojo estaba débil; por suerte demasiado débil para utilizar un conjuro, al parecer.

—Nos arriesgaremos. —Kaz apuntó.

Repentinamente, Inferno empezó a incorporarse. En el mismo instante en que el minotauro descargaba un hachazo con todas sus fuerzas, el monstruo rojo intentó aplastarlo rodando sobre sí mismo.

—¡Soy vuestro amo! —rugió el terror rojo—. ¡Soy vuestro destino!

Kaz empezó a perder pie, pero no cedió. Rostro del Honor golpeó el cuello del dragón, enterrándose profundamente. Inferno, siseando como un condenado, insistió en su movimiento. Kaz levantó nuevamente su arma, sabiendo que tal vez no lograra descargar otro golpe.

—¡Paladine, que este golpe sea definitivo! —barbotó con los dientes apretados. Kaz empezó a ladearse, y sólo un pie bien sujeto evitó que cayera dando tumbos bajo la bestia que giraba sin cesar.

Una vez más, Kaz descargó el hacha mágica.

Una vez más, el hacha cambió de forma. Parecía mayor, más larga, y sus hojas crecían hasta superar en tamaño al propio Kaz. Sin embargo, no costaba más sostener aquella arma desmesuradamente grande ni dirigirla a su objetivo. De hecho, fue casi como si el propio Rostro del Honor condujera su mano hacia el punto más vital del cuello del dragón.

La espejeante hoja se clavó profundamente en Inferno… y siguió cortando. Increíblemente, el corte se ensanchó, extendiéndose a todo el cuello. Inferno bramó y todo su cuerpo se sacudió. Kaz se vio forzado a soltar el hacha y, finalmente, su asidero. Resbaló hacia atrás y habría caído de cabeza al suelo de no ser por el arpeo que seguía clavado al cuello del dragón. Más por suerte que por maña, el minotauro consiguió aferrarse a la soga. Se bamboleó incontrolablemente, pero frenó su caída.

El Dragón Rojo había dejado de temblar. Todavía balanceándose, Kaz aguardó. Inferno volvió a estremecerse, pero el movimiento cesó al cabo de unos segundos. Kaz aguardó un rato más y luego empezó a descender.

Lo primero que vio fue Rostro del Honor. El hacha se hallaba sobre la parte superior del hombro del dragón; había recuperado sus dimensiones normales. Su bruñida hoja estaba tan reluciente como de costumbre.

Lo segundo que vio fue que la cabeza y el cuello de Inferno habían sido seccionados limpiamente y separados del cuerpo.

Demasiado exhausto para celebrar con grandes vítores la muerte del monstruo rojo, Kaz se arrastró hasta el hacha y la recogió. Su vapuleado reflejo le devolvió la mirada.

—Ojalá hubiera sabido antes que podías hacer eso —masculló—. Me habría venido muy bien, de vez en cuando.

A su alrededor empezó a tronar. No, se corrigió Kaz, no eran truenos, sino el pataleo de centenares de pies de minotauro.

Aplausos y ovaciones se sumaron al pataleo. Kaz oyó que alguien gritaba su nombre, alguien cuya voz le resultaba familiar. Otros integrantes del público, bien siguiendo el ejemplo de aquella voz o bien por haberlo reconocido por sí mismos, también gritaron su nombre. Pronto se convirtió en un cántico que, no le cupo la menor duda, podía oírse en todo Nethosak.

Entonces llegó la guardia. Contemplaron la zona donde se hallaban Kaz y el dragón, pero antes de que pudieran llegar muy lejos, empezaron a bajar minotauros de las gradas como una riada. Venían por todos lados. Kaz preparó su hacha, pensando en eliminar a unos cuantos enemigos, cuando de pronto advirtió que los recién llegados no pretendían atacarlo. Formaban un círculo defensivo alrededor del inmenso cadáver y del minotauro, esgrimiendo sus armas contra la guardia.

Sólo entonces reconoció Kaz a varios de ellos como miembros del Clan Orlig.

—¡Kaz! —gritó un guerrero. Se abrió paso entre los otros y se encaramó al dragón como si fuera algo que hiciera todos los días. La multitud continuó con su letanía y sus aplausos.

—¿Hecar? ¿Cómo se ha producido todo esto?

—Puedes agradecérselo a Helati y a Brogan.

Parecía como si no solamente Orlig hubiera acudido en su ayuda. No era posible que estuviera allí todo el clan, ya que muchos de sus miembros vivían lejos de Nethosak, lo cual significaba que un buen número de los minotauros que defendían su posición tenían que proceder de otros clanes.

—Helati mantuvo una pequeña conversación con Dastrun y el clan… Más tarde te contaré cómo lo hizo. Ni siquiera estoy seguro de entenderlo yo mismo. Descubrió lo que te proponías y el pacto que habías sido tan necio de proponer. Después averiguó que supuestamente ibas a morir hoy en el circo, por lo que recordó al clan lo que significa el honor. Finalmente, ellos accedieron a ayudar. —Hecar echó un vistazo a la multitud y sonrió. Era obvio que estaba disfrutando de aquel momento—. Se suponía que debíamos invadir la arena en cuanto te sacaran a la luz…, ¡pero nadie esperaba una entrada semejante! Es algo que tendré que describirte con detalle en algún momento. —Sus ojos se abrieron como platos—. Fliara y los demás…

—Están aquí. —Kaz señaló hacia una de las entradas. Fliara, Delbin… y, si Kaz no se equivocaba, su propio hermano, Toron, a quien no veía desde hacía más tiempo que a Fliara. Aquella franja de pelo que le cruzaba el rostro era inconfundible.

Se preguntó si Toron estaría informado sobre la muerte de su padre.

—Creo que quieren nombrarte emperador, Kaz.

—Polik quizá tenga algo que objetar al respecto.

—Lo dudo. Se halla en la plataforma recibiendo los aplausos por su victoria cuando cayeron los dragones. —Hecar sacudió la cabeza con desaprobación—. Y nunca había visto un combate tan patético. Cualquiera que no se preguntara por la lentitud de su oponente es que ya sabía que el combate estaba amañado. Cuanto más duraba (y creo que hasta al propio Polik le pareció que duraba demasiado), más penoso resultaba. Era más el espectáculo de una carnicería que un combate.

Parpadeando, Kaz dirigió la vista hacia la arena. Cerca del extremo posterior de la gigantesca bestia distinguió una parte de la plataforma, convertida en astillas y excesivamente aplanada, donde solían celebrarse los duelos imperiales. No había ni rastro de un cadáver en el reducido pedazo visible de la plataforma, y Kaz no sentía deseos de ir a comprobar las palabras de su amigo. Lo que quedaba del difunto emperador sería algo que no resultaría atractivo ni para sus ojos ni para su estómago.

—De modo que ya lo ves, nada impide nombrarte emperador. Después de todo, ¿cuántos minotauros combaten y matan dragones, sobre todo uno de semejante tamaño y en especial uno al que todos han oído afirmar que era su amo y su destino? —El otro minotauro resopló—. ¡Como si estuviéramos dispuestos a aceptar a una bestia como amo!

Kaz recorrió el gentío con la mirada. Probablemente, Hecar estaba en lo cierto y la multitud quería coronarlo. Incluso entre los miembros del Círculo, existía una evidente simpatía por Kaz. Uno o dos de ellos fruncían el entrecejo o fingían indiferencia, pero con la excepción de aquellos pocos y de un puñado de clérigos, todo el mundo saludaba al verdugo del dragón.

¿Dragón? Con las consecuencias de la muerte del terror rojo, Kaz se había olvidado momentáneamente del otro dragón, la valiente jovencita que Kaz consideraba más responsable de la destrucción del Rojo que él.

Apartándose de Hecar, saltó del enorme cadáver y se dirigió en línea recta hacia donde había visto por última vez a la joven hembra.

Ty seguía allí, aún inmóvil. Kaz atravesó a empujones el círculo defensivo y se precipitó hasta su lado. Se arrodilló y volvió con suavidad el cuerpo de Ty. Tiberia respiraba. Dando gracias a Paladine, Kaz la levantó en brazos. Mientras lo hacía, ella abrió los ojos.

—¿Kaz?

—Calla, Ty. Todo va bien. Lo hemos derrotado. Inferno está muerto.

—¿Lo he hecho bien?

El minotauro soltó un bufido.

—Has hecho lo mejor que nadie podía haber hecho en estas circunstancias. Estoy orgulloso de ti. Tus padres también habrían estado orgullosos de ti.

Ty sonrió y luego cerró nuevamente los ojos.

—El equilibrio ha sido casi restablecido. Cuentas con la gratitud de muchos, Kaz —dijo una voz a su espalda.

Todavía cargando con la transformada Ty, Kaz se giró. El hombre gris, bastón en mano, se hallaba detrás de él.

—Creía que había roto este bastón —comentó el minotauro—. ¿Y qué decías del equilibrio que casi se ha restaurado? Inferno está muerto. El peligro ha pasado. Cuando se calmen las cosas comprenderán que esta invasión sólo iba a reportarnos la ruina.

—La invasión carece de importancia sin Inferno, Kaz. Si atacan, los minotauros fracasarán. No ha llegado su momento…, si es que algún día tiene que llegar ese momento. Eso puedo prometértelo. —El mago contempló su bastón—. En cuanto a esto, es más resistente de lo que apa-renta.

—¿Y qué hay del equilibrio? ¿A qué te refieres?

El personaje de gris suspiró desde debajo de su capucha.

—El Dragón Rojo ha muerto, pero el Plateado sigue vivo. Si se queda demasiado tiempo, uno dé los reptiles de la Reina Oscura despertará. Aunque cueste creerlo, hay dragones peores que Inferno. Si ambos dragones permaneciesen demasiado tiempo en este mundo, la alianza establecida al final de la guerra se disolvería. Se ha estado deshaciendo durante los últimos ocho años. He estado atareado, muy atareado, pero durante mucho tiempo ni siquiera yo sabía la verdad. No obstante, si no se resuelve inmediatamente lo de la cría, ello permitiría a Takhisis renovar su afán de conquista demasiado pronto.

—Creo que eso ya me lo habías dicho, pero ¿qué puedo hacer yo?

—Existen dos opciones, Kaz. —El hombre de gris estudió a Ty—. Puedo llevarla a donde debe ir. Sin embargo, sólo puedo hacerlo si ella desea realmente marcharse.

—¿Y la otra opción?

—Debe morir, minotauro. Tendrás que matarla, pues a mí me está prohibido hacerlo. Debe morir o el mundo volverá a desequilibrarse, y miles de seres deberán morir en los conflictos resultantes.

—¡No pienso matarla! ¡Has perdido el juicio, mago! —Kaz retrocedió, apartándose de la figura gris.

—Entonces debe marcharse. Tiene que venir conmigo.

—¿A qué? ¿Adónde? Es evidente que no sabe nada sobre el lugar adonde quieres llevarla. Sólo conoce este mundo. —Al minotauro le parecía injusto que Ty tuviera que ser separada de todos y de todo lo que conocía porque algunos dioses decidieran hacer un pacto. Ty formaba parte de este mundo. Kaz habría permitido más que de buena gana que ella se quedara en el poblado. En el breve lapso de tiempo transcurrido desde que la conocía, había demostrado ser una compañera valiente y honorable.

—¿Kaz?

Bajó la vista para comprobar que Ty había abierto otra vez los ojos. Por su expresión, la joven había oído todo lo que acababan de decir.

—Ty, yo…

—Kaz, iré con él.

—¡Escucha! ¡Los dioses no tienen por qué salirse con la suya! Ellos…

Ty se deshizo de su abrazo. Se sostenía con inseguridad, pero rechazó la ayuda del minotauro. Su mirada pasó de Kaz al hombre gris.

—Sé que no tengo elección, de veras, Kaz. Tengo que irme. —Ty se irguió con más firmeza—. No deseo otra guerra como ésa de la que me has hablado, Kaz. Luchar contra Inferno me ha demostrado lo terrible que sería otra contienda.

—¿Lo dices en serio? —A Kaz seguía pareciéndole injusto, pero ella parecía resuelta.

—Sí. Si me quedo mucho tiempo más, otro dragón despertará. Eso no podría soportarlo. Demasiada gente saldría lastimada o moriría, incluyéndoos quizás a ti y a Delbin.

—Entonces, la decisión está tomada —declaró el hombre gris. Su expresión se suavizó—. Por si te sirve de consuelo, Tiberia, lamento que deba ser así. Mereces vivir como deseas. Sólo puedo decir que, donde vas, te reunirás por fin con tu padre y tus hermanos y hermanas.

Ty se animó.

—¿Los veré?

—Te lo prometo. —El mago sonrió—. Después todos disfrutaréis de un agradable sueño.

El sueño era algo que, definitivamente, Ty necesitaba. La hembra precisaba tiempo para que sus heridas sanaran. Cerró los ojos y preguntó:

—¿Está lejos? No creo que pueda volar mucho.

—No necesitarás volar. —Alzando el bastón, el hombre gris miró a sus espaldas. Apareció un agujero que brillaba intensamente por dentro—. Iremos andando. No está tan lejos, yendo por aquí. —Extendió la mano libre en dirección a la hembra de dragón transformada—. Si estás lista, deberíamos marcharnos enseguida.

Ty se volvió hacia Kaz.

—¿Puedes…, puedes despedirte de Delbin por mí? Ojalá dispusiera de más tiempo, pero… No quiero que venga otro dragón como Inferno.

—Me despediré de Delbin de tu parte.

Ty se abalanzó sobre el minotauro y lo abrazó con fuerza. Kaz se quedó petrificado, y luego le devolvió suavemente el abrazo.

—¡Nunca te olvidaré, Kaz! Gracias por todo.

Kaz le levantó la barbilla para mirarla a los ojos.

—Eres una guerrera honorable, Tiberia, y una muchacha excelente, como habría dicho mi padre. Ty bajó la vista.

—Lamento lo de Ganth, Kaz. De no haber sido por mí…

—No pienses eso. Inferno fue el responsable. Ganth te estaría agradecido. No sólo los has vengado a él y a mi madre, sino también a todos los minotauros que murieron para que Inferno pudiera modelarnos de acuerdo con su plan y el de la maldita Reina de la Oscuridad.

Desde detrás de Ty, el hombre gris la llamó.

—Tiberia. Debemos apresurarnos. Ya empieza a haber agitación.

Separándose bruscamente de Kaz, la joven de apariencia humana se reunió con el mago. Ty miró una vez más a Kaz y sonrió.

—Que Paladine vele por ti, Kaz… Pensaré en ti.

—Y yo en ti.

—Cuentas también con mi gratitud, Kaz —añadió el personaje gris, con cierta tristeza—. Y mis disculpas por lo que tuve que hacer. Que sepas que tu padre… y tu madre… velan por ti.

—Lo comprendo. Y gracias, mago.

Dicho esto, la pareja se introdujo, andando, en el agujero. Cuando penetraban, Ty saludó por última vez con la mano. El agujero desapareció mientras la mano descendía.

Se acabó, así de fácil. Kaz se sintió estafado. Tiberia apenas había tenido tiempo de recobrarse y disfrutar de un poco de paz con sus amigos recién encontrados. Apenas había tenido tiempo para ver el mundo. Pero, por otra parte, siendo un dragón, algún día podría ver un mundo que existiría mucho después de que Kaz hubiera muerto.

—¡Kaz! —Era, inconfundiblemente, la voz de Delbin—. ¡Kaz! ¿Ty está bien? ¿Dónde está? Creí que estaba por aquí, pero…

—Haz una pausa, Delbin —dijo Hecar.

Kaz se volvió hacia sus amigos y su familia. Hecar se hallaba junto a Delbin y los hermanos de Kaz. Tampoco ellos estaban solos. Había todo un contingente de minotauros, no todos del clan de Orlig. Un grupo en particular le interesó y lo preocupó al mismo tiempo. Eran miembros del Círculo Supremo. También había un puñado de clérigos.

—Hablaremos de Ty más tarde, Delbin —dijo, observando con inquietud a los minotauros que se aproximaban por todas partes—. Te lo prometo.

Los miembros del Círculo prestaron escasa atención a los amigos y parientes de Kaz, irrumpiendo en la reunión sin hacer comentarios. Kaz los repasó con la mirada y comprobó que estaban presentes los ocho miembros, con sus respectivas identidades señaladas en los broches de sus capas. Conocía a tres personalmente, pero los otros le eran desconocidos.

—¡Saludos, Kaziganthi de-Orlig! —gritó un guerrero cubierto de cicatrices, con el pelaje gris en la cabeza y un ojo tapado por un parche. Su nombre era Athus, y Kaz lo recordaba de la guerra. Athus nunca se le había antojado alguien que acataría las órdenes del sumo sacerdote, pero era difícil saber cómo había cambiado el viejo guerrero con el paso de los años.

—Saludos, Athus. —Kaz inspeccionó a los congregados—. ¿Venís a detenerme personalmente esta vez?

—Su Excelencia… —empezó a decir un clérigo.

—Ahí está vuestro sumo sacerdote. —Athus señaló la inmensa mole del Dragón Rojo—. Todos hemos oído su voz. Todos conocíamos esa voz y ese tono, aunque la forma fuera distinta. ¿Tengo razón, Kaziganthi?

—La tienes.

—¡Eso es mentira! —El clérigo que había hablado primero dio un paso al frente—. Cuando venga el sumo sacerdote…

Kaz lanzó un resoplido.

—Deberías empezar a pensar más en cuál de vosotros va a ser el próximo sumo sacerdote, en lugar de perder el tiempo con inútiles protestas. Jopfer, o al menos así es como lo conocíais, ha muerto. Eso deja una vacante que alguien debe ocupar, ¿no te parece?

El clérigo guardó silencio. Kaz observó divertido a los encumbrados personajes intercambiar miradas desconfiadas. Se trataba de los servidores de mayor rango del Dragón Rojo. Cualquiera de ellos podía reclamar el derecho de sucesión. Antes de que concluyera la semana se producirían algunos duelos, lo cual no entristeció lo más mínimo a Kaz.

Athus también parecía disfrutar con la súbita comprensión de la situación de los clérigos. Finalmente sacudió la cabeza, respondiendo negativamente a la anterior pregunta de Kaz.

—No, Kaziganthi, no venimos a detenerte. Nada más le jos de nuestras intenciones. En todo caso, creo que la mayoría de los presentes nos alegramos de verte.

Eso era exactamente lo que Kaz se estaba temiendo. Permaneció inmóvil, a la espera.

—El emperador Polik ha muerto. —A Athus se le escapó un amago de sonrisa—. Decididamente muerto. Como su oponente murió antes que él, existe un vacío que debe llenarse, un vacío más importante incluso que el que debe afrontar el clero. —El canoso minotauro hizo caso omiso de las siniestras miradas que le dirigió más de un clérigo—. Creo que todos hemos visto y oído lo suficiente en el día de hoy para saber quién es el vivo ejemplo de lo que la mayoría buscamos en un emperador. Honor, valentía, resolución para enfrentarse a cualquier adversidad en el cumplimiento del deber y, por supuesto, la astucia y la fuerza necesarias para obtener la victoria en combate.

—Escucha a cuantos te rodean, Kaziganthi —intervino uno de los otros miembros, un minotauro más bajo y rechoncho con un cuerno torcido y, para pertenecer a su especie, lo que se consideraría un hocico chato—. Siguen entonando tu nombre. ¡Te quieren a ti, Kaziganthi! ¡Todos te queremos!

Athus asintió.

—¡Te saludamos, emperador Kaziganthi, exterminador de dragones y campeón del pueblo!

Los miembros del Clan de Orlig que permanecían en las proximidades prorrumpieron en vítores, sobre todo los hermanos y hermanas de Kaz. Pero Hecar no parecía tan entusiasta. Se sentía orgulloso del compañero de su hermana, pero conocía a Kaz mejor que los demás. Probablemente era el único de los presentes que conocía verdaderamente lo que Kaz opinaba al respecto.

Kaz se enfrentó al Círculo y a los clérigos. No podía negar que se sentía orgulloso de haber sido elegido de aquel modo. Era el mayor homenaje que podía haberle rendido su pueblo.

—Como nombre, prefiero Kaz —respondió, irguiéndose en toda su estatura. El cuerpo le pedía tumbarse a dormir durante un mes entero, pero no le prestó oídos, todavía no—. Y prefiero declinar vuestra oferta. No soy la clase de emperador que buscáis, y nunca lo seré. Eso tendréis que resolverlo luchando entre vosotros.

En cuanto hubo terminado de hablar, Kaz atravesó el círculo de perplejos y boquiabiertos dirigentes de la raza de los minotauros, se reunió con sus parientes y amigos, y juntos se encaminaron hacia la salida del circo más cercana.