La cría de plata
La caída, cuando no la conmoción, debió acabar con la vida de Kaz. El minotauro lo sabía muy bien. Debió estrellarse contra la pared o el suelo con la fuerza necesaria para fracturarse su dura cabeza o romperse el cuello. Habría sido lo normal. Habría muerto casi exactamente igual que su padre.
Sin embargo, aunque le dolía la cabeza como si estuvieran redoblando todos los tambores de la patria, Kaz estaba muy lejos de la muerte. Sentía los músculos doloridos, pero aquello no era nada comparado con unos huesos rotos y un cuerpo magullado.
—¡Kaz! ¡No te mueras! ¡No lo hagas!
—Yo… —El minotauro intentó incorporarse con demasiada rapidez y sólo consiguió un dolor lacerante—. Estoy vivo, Ty, pero creo que lamentaré tanta buena suerte durante varios minutos más.
—¡Creí que ibas a morir! Intenté con todas mis fuerzas que no te golpearas con demasiada violencia.
Los sentidos de Kaz empezaban a despejarse. Por fin, su visión se aclaró lo suficiente para observar que Ty seguía presa, pero el conjuro que la retenía se había debilitado mucho: el escudo era ahora casi rosado y no latía cada vez que su cautiva respiraba. Las palabras de la chica empezaban a tener sentido…, pensó Kaz.
—¿Estás diciendo…, estás diciendo que tú has evitado que me rompa el cuello?
—¡No podía permitir que eso ocurriera! No después…, no después de… —Ty luchó por contener las lágrimas—. ¡No después de no haber podido salvar a Ganth!
—No pasa nada, Ty. —Kaz se irguió lentamente. La dolorosa punzada se mitigó, pero su brazo, el mismo que había resultado herido en el bosque, le dolía ahora de una forma insoportable—. No puedes culparte por no haberlo salvado. Culpa a Inferno, en todo caso.
—¡Lo odio! ¡Ojalá pudiera hacer algo!
Kaz se frotó el mentón, más para apartar de su mente el dolor que porque necesitara hacerlo para pensar.
—Tal vez puedas hacerlo, Ty. ¿Recuerdas al hombre gris de tus sueños? Habló conmigo. Me dijo que posees un gran poder. Lo único que tienes que hacer es recordar lo que significa ser un dragón, un Dragón Plateado.
Ty cerró los ojos, concentrándose visiblemente. Transcurrieron unos preciosos segundos, pero no hubo señales de éxito. Al cabo de unos cuantos segundos más, la joven abrió los ojos y sacudió la cabeza.
—Lo siento, Kaz. Lo he intentado. Llevo intentándolo desde que me encerraron aquí. Lo intenté con más empeño cuando el hombre de gris dijo que vendrías a rescatarme, pero sigo sin conseguirlo. ¡Sólo me acuerdo de ser humana!
Por lo que Kaz recordaba de los dragones, nacían con una inteligencia excepcional, de acuerdo con los baremos de los minotauros. Sabían de forma innata cómo utilizar sus alas y sus habilidades más básicas, tanto físicas como mágicas. La magia era tan natural en ellos que realizaban los trucos más sencillos a los pocos días de salir del huevo. De pequeños eran muy adaptables, y sólo se definían en su carácter después de alcanzar la edad adulta.
—Está en ti, Ty. Es la única manera de frustrar a Inferno. Quiere que seas un dragón por tu forma, pero no mentalmente. Quiere que seas una niña aterrada, que lo obedezcas. Además, te necesita viva, así que acuérdate de que tienes cierta ascendencia sobre él.
Ty lo intentó de nuevo. Por un momento pareció que iba a conseguirlo, pero enseguida se echó hacia atrás, respirando con dificultad. La hembra sacudió la cabeza de nuevo, sin decir nada.
—Tal vez si antes consigo sacarte de aquí… —Kaz buscó su bastón por la celda; al detectar unos restos de cenizas, recordó lo que le había sucedido. Se preguntó si al hombre gris le habría ocurrido algo al mismo tiempo. Se suponía que los bastones de los iniciados en la magia eran muy importantes para ellos, pues a menudo estaban protegidos por conjuros que los magos dedicaban años a crear. A veces, los bastones están vinculados incluso a la propia vida de sus propietarios. ¿Había lastimado Kaz sin querer al hombre gris?
Ahora no podía preocuparse por él. Si no contaba con un bastón de mago, entonces necesitaba encontrar otro objeto mágico, algo para salir del paso.
¿Un objeto mágico?
La esfera en la que se visualizaba lo que sucedía en el circo seguía flotando en el mismo lugar que antes del intento de rescate de Kaz. Su magia procedía de la misma fuente: Inferno. Era arriesgado, sobre todo para el minotauro, ya que el poder de Ty la protegía mejor que a él, pero se le ocurría otro instrumento posible.
—Ty, voy a intentar algo. ¿Crees que puedes protegernos a ambos de un poco de magia? —Señaló la esfera.
La joven cautiva comprendió en el acto lo que pretendía Kaz.
—Haré cuanto pueda. Creo que lo lograré, Kaz.
—Bien. Ahora confiemos en que pueda tocar eso.
—Inferno lo toqueteó mucho.
—Eso me anima, por lo menos. —Kaz alargó la mano a regañadientes hacia la esfera, confiando en que la capacidad de manipularla que había demostrado el dragón no se debiera simplemente a que él mismo la había creado.
Sintió un hormigueo en las manos cuando las acercó a la esfera mágica. Tocarla fue tocar algo suave y flexible, pero sólido. Estaba un poco caliente. Más animado, Kaz la asió con más fuerza, elevándola a la altura de su pecho.
Por fin, Kaz subió la esfera por encima de su cabeza.
—Prepárate, Ty.
Arrojó el artefacto mágico contra la prisión de Ty, retrocediendo al mismo tiempo con toda la celeridad que pudo. No ocurrió nada, pues justo antes de entrar en contacto con la jaula mágica, la esfera se desvaneció repentinamente en el aire.
—Eres una molestia muy persistente, minotauro.
Inferno se hallaba junto a la ventana. Sus ojos rojos llameaban de indignación. El artefacto estaba suspendido en el aire por encima de su mano. Sin apartar la vista de Kaz, el Dragón Rojo hizo desaparecer su artilugio.
—No eres el primero que lo dice —replicó Kaz, deseando empuñar Rostro del Honor. Al menos con el hacha mágica dispondría de una oportunidad de dejar a Inferno un recuerdo permanente de su encuentro—. La mayoría de los que lo creían están muertos.
El falso minotauro se echó a reír.
—¿Crees en serio que tus palabras me inquietan, Kaziganthi de-Orlig? ¿Me imaginas temblando de miedo por tu amenaza implícita? No eres para mí una amenaza mayor que el aguijón de una abeja o una gota de lluvia. ¡Yo soy Inferno! ¡Soy la encarnación del poder! ¡Soy un Dragón!
—Cuidado, tus leales seguidores de ahí fuera podrían oírte.
—Estas habitaciones están insonorizadas, minotauro. En ocasiones me he encargado de quienes me han fallado o han intentado contrariar mi voluntad. Los cazadores que no lograron atraparte. Un clérigo que se quejaba de mis métodos, calificándolos de deshonrosos. Un estúpido general que creyó que podría intimidar a un sumo sacerdote recién nombrado para convertirlo en su servidor. —La figura de la toga indicó sus dominios con un amplio gesto—. Todos me desafiaron de un modo u otro y pagaron por su locura…, como pagarás tú ahora.
Inferno señaló al minotauro.
Una oleada de roca fundida cayó sobre Kaz antes de que pudiera moverse siquiera. Al principio, el calor era abrasador. La roca se derramaba sobre él desde todas direcciones. Kaz no dudó que iba a morir allí y en ese preciso momento.
No murió. La roca se enfrió en cuanto lo tocó, y se volvió tan quebradiza que lo único que tuvo que hacer fue moverse para que se desmigajara y él se encontrara libre.
—¡Imposible! —rugió el dragón—. Es imposible…, ¡a menos que sea obra tuya!
Sus últimas palabras iban dirigidas a Ty, que mantenía su actitud desafiante aunque siguiera prisionera. El daño que el bastón había infligido a su celda carmesí le había concedido un respiro. Ty había podido reunir parte de sus fuerzas.
—¡No permitiré que le hagas daño!
—¿Ah, no? ¿Tú, que eres una amenaza menor que él? Pequeña, si tu voluntad fuera tan firme como la de este minotauro, tal vez yo otorgaría alguna importancia a tus palabras, pero no eres nada. Eres una niña que aún no está familiarizada apenas con algo más que respirar y comer. Conoces algunos rudimentos de magia y crees que puedes hacerme frente. Tengo siglos de edad, soy mucho más viejo y mucho más peligroso que nadie. No vuelvas a entrometerte, pequeña. Te necesito viva, pero no necesariamente entera. Simplemente viva.
Ty lo fulminó con la mirada.
Una ráfaga de viento azotó al dragón disfrazado, pero no produjo un gran efecto. Inferno sonrió y agitó una mano. El viento se extinguió. El dragón le devolvió la gélida mirada a la desafiante humana.
La jaula empezó a crepitar con renovadas energías. Las piernas de Ty se combaron pero, para su honra, ella no gritó.
Enfurecido por la agresión del sumo sacerdote a Ty, y sabiendo que sería su mejor oportunidad de atacar, Kaz saltó sobre Inferno. Por desgracia, Inferno era mucho más ágil de lo que sería jamás un minotauro. Reaccionó antes de que Kaz completara el salto, y clavó los ojos en el guerrero. Kaz se encontró flotando en pleno aire, totalmente indefenso. El sumo sacerdote se le acercó lentamente, con una expresión que cada vez se asemejaba menos a la de un minotauro y más a la que se dibujaría en el reptilesco semblante de un dragón.
—¡Basta! ¡Ya es hora de acabar con esto! Con toda seguridad, el emperador Polik acaba de iniciar su duelo, el que reafirmará su derecho a dirigir a la raza en la gran campaña. Vencerá, naturalmente, aunque el plan es que el duelo dure varios minutos, simplemente por amor a la espectacularidad. Mi presencia será requerida entonces para proclamar la gran noticia. —Sus labios se tensaron de un modo imposible, dejando al descubierto demasiados dientes—. Considérate afortunado. Eso significa que me aseguraré de que tu muerte sea rápida. No indolora, pero sí rápida.
Kaz apenas pudo contener un grito cuando sus brazos, piernas y cabeza se estiraron en direcciones opuestas. Sus músculos se tensaron y sintió como si le fueran a arrancar los huesos. Luchó contra la tensión, pero sus esfuerzos resultaron inútiles. Lenta pero inexorablemente, iba a ser descuartizado miembro a miembro.
—¡Suéltalo! —oyó gritar a Ty—. ¡Déjalo en paz!
Inferno se limitó a reírse.
—¡He dicho que lo sueltes!
Un alarido cruzó la habitación, pero no lo había proferido Kaz. El minotauro cayó sin previo aviso al duro suelo, evitando con una brusca torsión en el último momento romperse un brazo en la caída. Se dio un golpe en la pierna izquierda y se le quedó insensible.
—Tú… me has… lastimado…, pequeña… —Inferno se recostó en una columna, jadeando pesadamente y con los ojos desmesuradamente abiertos por la rabia y la sorpresa. No había huellas físicas de lo que Ty le había hecho al Dragón Rojo, pero la reacción del personaje de la túnica bastó para indicar que había sido un golpe realmente contundente.
Levantándose del suelo, Kaz avanzó en silencio hacia Inferno. Cada músculo del cuerpo del minotauro gritaba de dolor.
—Veo… que tu educación… exigirá un replanteamiento. El minotauro estaba ya lo bastante cerca.
—¿Inferno?
El Dragón Rojo se volvió hacia él, aún no recuperado por completo.
Kaz le propinó un puñetazo.
Tuvo la satisfacción de ver a Inferno caer de espaldas, pues el golpe fue tan repentino que el sumo sacerdote fue incapaz de reaccionar a tiempo. El personaje de la toga se desplomó blandamente y rodó por el suelo.
Ojalá tuviera Rostro del Honor, deseó Kaz. Probablemente podría poner fin a esto ahora mismo.
Hasta que hubo completado este pensamiento no cayó en la cuenta de que el hacha había aparecido en su mano, de algún modo. La voluntad del Dragón Rojo se había debilitado hasta el punto de que su poder sobre el arma mágica se había esfumado. Una vez más, Rostro del Honor obedeció la orden de su amo.
Kaz sonrió torvamente, acercándose a la figura caída. Inferno se estaba incorporando, apoyándose en manos y rodillas, cuando Kaz llegó a su lado. El minotauro se detuvo, alzó el hacha y dijo:
—¡Esto es por mi padre y por todos los demás minotauros, dragón!
Una serpiente del color de la sangre le hizo perder el equilibrio. Kaz cayó hacia atrás, aunque consiguió mantener el hacha en la mano, y comprendió que su primera observación era inexacta. No era una serpiente lo que lo había atacado, sino una larga y escamosa cola.
La cola de un dragón.
Inferno estaba mutando, despojándose de la forma de minotauro. La túnica se rasgó en jirones, incapaz de contener a la figura que aumentaba de tamaño. Unas alas plegadas surgieron de la espalda de la prenda; acto seguido, se desplegaron y estiraron. Los últimos vestigios de las vestiduras del sumo sacerdote se desparramaron por el suelo a medida que el Dragón Rojo se expandía. Casi había alcanzado sus dimensiones normales antes de que Kaz tuviera tiempo de levantarse.
El dragontino semblante se volvió hacia él.
—¡Criatura insufrible! ¡Insecto temerario! ¿Cómo osas atacarme? ¿Cómo te atreves a pensar que puedes destruirme?
—Te gusta oírte hablar, ¿no es cierto? —lo desafió Kaz, intentando desconcertar al dragón—. Hablas demasiado, Inferno.
Sus palabras enfurecieron aun más al monstruo, justo lo que esperaba Kaz. Cuanto más furioso estuviera el dragón, menos pensaría. El minotauro recordaba de la guerra que los Dragones Rojos tenían un genio terrible que a menudo los conducía a la derrota en la batalla.
—¡Te aplastaré! —Inferno alzó una inmensa garra y la dejó caer con gran violencia.
Kaz saltó hacia un lado. El dragón erró el golpe por un gran margen. El minotauro empuñó con firmeza Rostro del Honor y esperó. Si Inferno repetía el ataque, él estaría preparado.
—¡Tu raza no era nada hasta que llegué yo, minotauro! —gritó el colosal dragón—. Bestias comparables a las vacas a las que os parecéis. ¡Yo os convertí en la raza dominante! ¡Tú mismo no eres más que el producto de mi cuidadosa selección para eliminar a los débiles! ¡Deberías estarme agradecido! ¡Sin mi intervención, esta raza se habría extinguido hace mucho tiempo! —siseó Inferno—. Lo único que pido ahora es el reconocimiento que merezco.
Inferno alzó nuevamente una garra y volvió a descargarla. Esta vez, el golpe fue más certero, pero Kaz consiguió echarse a un lado también en esta ocasión. Mientras se apartaba, contraatacó blandiendo Rostro del Honor de modo que el hacha describió un arco ascendente. La centelleante pala se enterró profundamente en la garra del dragón.
Con un rugido de ira, Inferno retiró la extremidad herida, arrancándole el hacha de la mano a Kaz con su brusco movimiento. La sangre salpicó el suelo y al minotauro cuando el dragón sacudió su garra. El minotauro se puso en pie trabajosamente y recuperó su arma. Sin vacilar, se dirigió hacia la otra zarpa delantera del monstruo carmesí, con el hacha a punto, dispuesto a rematarlo.
Su monstruoso adversario lo vio venir demasiado tarde. Inferno sólo tuvo tiempo de registrar la nueva posición del minotauro antes de que Kaz descargara de nuevo un mortífero hachazo.
Si el primer grito fue ensordecedor, el segundo amenazó con hacer estallar la cabeza de Kaz. Parecía imposible que los de fuera no oyeran los rugidos del dragón, a pesar de los conjuros o argucias que empleara el reptil para ahogar los ruidos.
—¡Insecto! Te devoraré lentamente, en lugar de matarte enseguida. Primero una mano, después un pie, utilizaré mi magia para mantenerte con vida y consciente hasta que te arranque la cabeza del torso desmembrado. ¡Te infligiré un dolor como jamás habías imaginado!
—Vuelves a hablar demasiado —señaló Kaz—. Al parecer, lo único que haces es hablar.
—¡Ja! —Los ojos de Inferno centellearon. Su boca se abrió. Una gran llamarada brotó de sus fauces y se dirigió hacia el minotauro. Era demasiado grande para esquivarla. Kaz rodó por el suelo, rezando para que las llamas pasaran por encima de su cabeza.
En su lugar, la lengua de fuego se curvó hacia arriba en un ángulo imposible justo antes de alcanzar a Kaz. Los tapices que adornaban las paredes se incendiaron y el techo empezó a ennegrecerse por el humo.
El dragón se volvió hacia su prisionera.
—¡Otra vez tú! ¡Me estás creando más problemas de lo que vales! Veo que antes de apartar de mi vista a este minotauro, primero debo ocuparme de ti.
Ante el horror del minotauro, la jaula mágica empezó a desvanecerse.
—¡Kaz!
—¡Ty! ¡Resístelo! ¡Eres un dragón, igual que él! ¡Tus poderes son igualmente grandes, tanto como los suyos! ¡Ya lo has comprobado! ¡No permitas que se te lleve, muchacha!
—Ka… —La última y borrosa imagen de Ty se disipó.
—¡Bueno, ya está! —rugió Inferno, volviendo el rostro para concentrarse nuevamente en el minotauro—. Ahora verás. Esto ha durado demasiado, insecto. El emperador Polik ya debe haber iniciado el duelo. Mi pueblo me necesita. Es hora de que mueras.
—¿Eso crees? —Kaz sostuvo Rostro del Honor ante sí. Le había resultado muy útil en el pasado, pero dudaba de que fuera lo bastante poderosa para desviar la increíble magia del dragón.
Inferno soltó una risita.
—Oh, sí, insecto. Lo creo.
El dragón levantó la cabeza. No había esperanzas de que el hacha, incluso con sus poderes, pudiera detener el fuego de un dragón tan descomunal y malvado.
De repente, el suelo empezó a temblar. El Dragón Rojo se balanceó adelante y atrás, aturdido por el inesperado terremoto. Rugió de ira, pero no podía hacer nada, habiendo perdido el equilibrio. Aleteó furiosamente, pero las dimensiones de la sala no le permitían remontar el vuelo. Al final se limitó a trastabillar y caer, afortunadamente no en la dirección de Kaz.
El minotauro se alejó a rastras del centro del terremoto. Kaz no tenía ni idea de cuál podía ser la causa del suceso natural, pero se lo agradeció a Paladine, Kiri-Jolith, Habbakuk y cualquier otro dios que pudiera haber intervenido en él.
Del piso de la habitación, que se combaba y agrietaba de forma imparable, brotó un rugido desafiante. Volaron cascotes en todas direcciones a medida que el suelo se elevaba. Inferno bregó para rodar sobre sí mismo y así ponerse de pie, pero las vibraciones lo sacudían hasta hacerle perder el equilibrio cada vez que conseguía incorporarse.
De pronto, la causa del terremoto atravesó el suelo, elevándose rápidamente y desembarazándose de los cascotes. Su cabeza plateada refulgía, y sus alas, lisas como el hielo, se extendieron por primera vez. A pesar de las similitudes físicas entre ambos rostros de reptil, había nobleza en la expresión del segundo dragón, un palpable sentido del honor. Tal era el único contraste entre los dos leviatanes.
La hembra de Dragón Plateado miró en derredor, localizando finalmente a Kaz, que sólo podía mirarla con una mezcla de temor y admiración.
—¡Kaaazzz! ¡No podía permitir que te lastimara!
—Ty…, Tiberia.
—¡De modo que la cría se ha encontrado a sí misma! —se mofó Inferno, enderezando su imponente cuerpo—. No es el momento más oportuno, pero ya me las arreglaré. Eso significa que podré iniciar tu educación antes de lo previsto.
—¡No! —Tiberia giró sobre sus talones para hacer frente a su congénere—. ¡No! ¡No te importa nadie más que tú! ¡Haces daño a los demás y esperas que todo el mundo te obedezca! —La hembra Plateada alzó la cabeza hasta que casi pudo mirar a Inferno directamente a los ojos—. ¡Yo no tengo por qué obedecerte, y voy a asegurarme de que nadie más tenga que hacerlo tampoco, nunca!
Por poderosa que fuera la joven hembra, Kaz dudaba de que Tiberia sola fuera rival para Inferno. Tal vez poseyera el poder en bruto, pero carecía de la astucia y la experiencia del Dragón Rojo. Inferno la dominaría rápidamente, a menos que alguien dirigiera a la cría, alguien más experimentado en el combate contra dragones.
«¿Por qué siempre me toca a mí? —refunfuñó Kaz para sus adentros—. ¿Por qué siempre a mí?».
Inferno se inclinó hacia atrás mientras hablaba, posiblemente a causa de las heridas de sus patas delanteras.
—¿Me desafías, pequeña? ¿Tanto poder crees que posees? Mis victorias, en especial sobre otros de tu especie, son innumerables. No he disfrutado de un buen combate en muchos años. No te mataré, naturalmente, puesto que te necesito, pero no volarás durante décadas y siempre cojearás, tal vez porque alguien te haya arrancado un miembro a mordiscos.
Sus palabras hacían mella en la hembra Plateada, que nunca antes había librado combate alguno. Kaz advirtió que la incertidumbre aumentaba en los ojos de Tiberia y las relucientes alas empezaban a agitarse con nerviosismo.
Inferno no prestaba la menor atención al minotauro, considerando al otro dragón una amenaza más seria. Kaz aguardó a que la cabeza de la criatura de mayor tamaño se apartara de él y entonces corrió a toda velocidad.
—Ríndete ahora, pequeña —proponía Inferno—. También hay un lugar para ti, sólo con que quieras ver el modo de ocuparlo. Hay…
Fue en ese instante cuando Kaz saltó sobre el lomo de Tiberia. El Dragón Plateado dio un respingo, pero afortunadamente no se revolvió para desembarazarse de la inesperada carga. Lo que hizo, sin embargo, fue recular bruscamente, apartándose de Inferno, pues la acción del minotauro había roto el hechizo de terror.
—Tiberia…, Ty…, retrocede más, pero déjame subir hasta tu cuello para sentarme en él.
La hembra Plateada obedeció, aunque no muy convencida.
—¿Ahora montamos dragones? —Inferno soltó una risa gutural—. ¿Y dónde está tu Dragonlance, minotauro?
—¡El hacha y mi amiga cumplirán la misma función, Inferno! —Las palabras de Kaz pretendían más inspirar un poco de confianza a su compañera que asustar al Dragón Rojo.
Como el minotauro esperaba, Inferno no se tomó en serio su amenaza.
—Recordaré tu sentido del humor cuando hayas muerto, insecto.
Un torbellino invadió la estancia, arrojando cascotes sueltos directamente contra Kaz y Tiberia. La joven hembra consiguió eludir los primeros cascotes grandes, pero varios superaron su guardia con facilidad. Kaz se encogió cuanto pudo detrás de la cabeza y el cuello de Tiberia, pero una piedra tras otra se estrellaron repetidamente contra él, señalando sus brazos y piernas con pequeñas muescas y cortes. Tiberia rugía cuando las piedras la golpeaban con una fuerza considerable.
—¡Entrégamelo, cría, y me detendré!
—¡Nunca! —gritó la hembra de Dragón Plateado con voz aguda—. ¡Nunca nos rendiremos!
Kaz luchó por enderezarse. Necesitaba alcanzar la altura suficiente para que Tiberia, y sólo ella, oyera lo que quería decirle.
—¡Una bola de fuego! Si puedes lanzar una bola de fuego, apunta a…
Tiberia arrojó una bola de fuego de buen tamaño contra el pecho de Inferno. Las llamas lamieron el cuerpo del Dragón Rojo durante varios segundos, pero la monstruosa criatura apenas pareció afectada por el calor.
—¿Fuego? ¿Utilizas fuego contra mí? ¡Soy un Dragón Rojo! ¡El fuego es más mi elemento que el tuyo!
Un anillo llameante cobró vida alrededor de la pareja, obligando al Dragón Plateado a retroceder. El anillo los rodeaba tan de cerca que Tiberia sólo podía dar un paso en cualquier dirección. Inferno se echó a reír.
Kaz habló otra vez de modo que sólo ella pudiera oírlo.
—Escucha antes todo lo que te digo, Tiberia. Quiero que crees otra bola de fuego y…
—¡No quiero hacerle daño!
—¡No te preocupes por eso! ¡Escucha! ¡Quiero que lo ciegues con una bola de fuego! La más grande y resistente que puedas crear. ¡Hazlo ahora!
Kaz contuvo el aliento, esperando que Tiberia hiciese lo que él le había pedido. Necesitaban darle la vuelta al curso de la batalla.
Advirtió que la hembra de Dragón Plateado se estremecía. Una esfera de llamas mayor que la cabeza del Rojo voló certeramente hacia el rostro de Inferno. La sonrisa burlona se transformó en estupefacción.
—¡Ahora, Tiberia! ¡Aprovecha que no puede vernos! ¡Salta y ataca! ¡Es nuestra única esperanza!
La inmensa figura plateada dio un salto al frente, atravesando las llamas sin vacilación. Hasta tal punto confiaba en Kaz la joven hembra. Aun siendo más pequeña que Inferno, Tiberia todavía era un enorme proyectil. Inferno, que seguía luchando por recobrar la vista, no estaba preparado para el impacto de un dragón a medio crecer precipitándose sobre él. Las zarpas heridas arañaron a Tiberia, pero no había modo de frenar el descenso del Dragón Plateado. Los dos leviatanes chocaron con gran estruendo. Kaz se aferró desesperadamente al cuello de Tiberia, confiando en que su aliada no fuera tumbada de espaldas.
—¡Otra vez, a los ojos! —gritó el minotauro.
Para su honra, Tiberia consiguió lanzar una tercera, aunque más reducida, bola de fuego incluso hallándose enredada con el Dragón Rojo. Inferno rugió mientras intentaba nuevamente protegerse los ojos.
—¡Sujétalo con fuerza! —Kaz se inclinó de lado y, con su brazo más musculoso, blandió el hacha en dirección al cuello del Dragón Rojo. Sin embargo, Inferno se contorsionó y, en lugar de acertarle en el cuello, el hacha se clavó en su hombro.
El Dragón Rojo rugió de dolor, arrojando a Kaz y Tiberia a un lado. La gran mole del Dragón Plateado se estrelló contra la pared que separaba la habitación de la sala de audiencias y la atravesó. La inercia de Tiberia era tan grande que acabó casi sobre el estrado que Inferno utilizaba cuando adoptaba su papel de sumo sacerdote.
Kaz se sorprendió enormemente al comprobar que seguía aferrado al cuello de su compañera. El cuerpo de Tiberia había practicado un agujero perfecto. El guerrero se sentía como si acabara de sobrevivir sin protección a la peor tempestad de granizo de todas las tempestades de granizo.
—¡Te masticaré lentamente, minotauro! —Inferno irrumpió sin detenerse en la sala a través del boquete de la pared, provocando nuevos desprendimientos en la albañilería y produciendo enormes grietas que serpenteaban hasta el techo—. ¡Te arrancaré las alas, cría!
Kaz se preguntó cuántos desperfectos más podía sufrir aquella parte del templo antes de que el techo se viniera abajo. Si bien eran muchas las probabilidades de que Inferno y Tiberia sobreviviesen a semejante incidente con poco más que algunas magulladuras, Kaz no estaba tan bien acorazado.
La hembra de Dragón Plateado miró fijamente a su enemigo. Otra bola de fuego se formó ante Inferno, pero esta vez el Dragón Rojo reaccionó con la rapidez suficiente para deshacerla.
—Basta ya de trucos como ése, cría —espetó el terror carmesí—. Basta de trucos de cualquier clase.
Inferno embistió. Tiberia intentó retroceder, pero cayó sobre el escritorio y el estrado. La colisión entre el dragón y la tarima fue suficiente para que Kaz soltara su presa. El minotauro cayó sobre la parte delantera del estrado y rodó por los escalones en el mismo instante en que ambos dragones se reunían.
El minotauro lanzó una rápida ojeada a las dos gigantescas figuras que caían sobre él y se escabulló en dirección a la puerta atrancada, con la máxima rapidez que pudo. No tenía intención de abandonar a Tiberia, pero de poco le serviría a su amiga si moría aplastado.
Bajo la masa combinada de los dos dragones, el escritorio y el estrado quedaron reducidos a escombros en una fracción de segundo. Kaz dio gracias por que el Dragón Rojo hubiera considerado oportuno que construyeran una sala de audiencias de tamañas dimensiones; aun así, se hallaba a sólo unos metros de distancia cuando los dragones se estrellaron finalmente contra el suelo.
La pareja luchaba ahora con zarpas y dientes; Inferno intentaba desgarrar la garganta de Tiberia con sus garras y la hembra trataba de protegerse, simplemente. Kaz no distinguía un blanco claro, por el momento, pero se le ocurrió una idea.
—¡Tiberia! ¡Las heridas! ¡Muérdelo allí! —Rostro del Honor siempre se clavaba más hondo que cualquier hacha normal y siempre infligía un daño mayor. Incluso en esos momentos, era evidente que el Dragón Rojo experimentaba espasmos de dolor.
Tiberia intentó atrapar las extremidades heridas, pero su posición no le permitía acercar la cabeza lo suficiente. En su desesperación, hundió las garras en una de las heridas del Dragón Rojo. Inferno siseó y se apartó con la zarpa cubierta de sangre.
Aprovechando el respiro para ponerse a salvo, Tiberia deslizó su mole plateada en dirección a Kaz y la salida. Kaz intentó abrir la puerta, pero casi inmediatamente comprendió que no había forma de lograrlo a tiempo.
Inferno alzó una garra y rugió:
—¡No! ¡Tú te quedas aquí! ¡Te lo ordeno!
Kaz tardó un momento en darse cuenta de por qué estaba tan ansioso el Dragón Rojo. Si Tiberia reventaba la puerta, la presencia de dragones en el templo dejaría de ser un secreto. A todas luces, Inferno no deseaba que nadie dispusiera de esa información, ni siquiera los clérigos.
El leviatán carmesí empezó a formular un conjuro, pero no tuvo tiempo de completarlo. Kaz se hizo a un lado de un salto. La puerta y las paredes contiguas cedieron fácilmente bajo el peso del gigante que se batía en retirada. Kaz se preguntó si los clérigos y guardias seguían esperando fuera. Si ése era el caso, casi sintió lástima por ellos.
En el momento en que apareció una abertura, el minotauro se incorporó y la cruzó como una exhalación. Tiberia estaba ya saliendo al pasillo principal del templo, con Inferno pisándole los talones. Fuera por la rabia o por la idea de que la hembra de Dragón Plateado ya había revelado la verdad sobre lo que ocurría detrás de las puertas, el sumo sacerdote se movía como si no le importara que lo vieran.
La escena del pasillo era un caos. Había cuerpos esparcidos por doquier, víctimas de las puertas y las paredes al desplomarse. Inferno había dicho la verdad cuando afirmó que sus aposentos estaban insonorizados. Kaz descubrió que no sentía la menor simpatía por los servidores del sumo sacerdote. Algunos todavía estaban vivos, pero en aquel momento no hacían nada más que contemplar, boquiabiertos, lo que había surgido de las habitaciones de su señor. Los más inteligentes dieron media vuelta y huyeron. Algunos retos eran demasiado grandes incluso para los minotauros.
Kaz se vio atrapado entre opciones opuestas. Deseaba sacar de allí a Tiberia. El Dragón Plateado no podía maniobrar cómodamente, y en la lucha cuerpo a cuerpo, la ventaja continuaría estando de parte de su enemigo, mayor y más experimentado. Sin embargo, luchar contra Inferno en el cielo era algo que Kaz tampoco deseaba que Tiberia afrontase.
Mientras intentaba aproximarse a la hembra, que para entonces había conseguido salir al pasillo atestado, Inferno atravesó lo que quedaba de la pared. Llovieron trozos de mármol sobre los que se encontraban cerca. Un clérigo murió aplastado profiriendo alaridos. Kaz esquivó los dos primeros cascotes que se estrellaban contra el suelo a su alrededor y luego tropezó con los escombros cuando estaba casi fuera de su alcance. Cayó de espaldas, contorsionándose desesperadamente. Su inesperada posición le permitió ver otro enorme fragmento que se precipitaba sobre él.
Antes de que pudiera reaccionar, unas fuertes manos lo agarraron por los hombros y lo arrastraron para obligarlo a ponerse en pie. Rostro del Honor rebotó por el suelo, lejos de su alcance. Kaz se desembarazó finalmente de la presa de su rescatador y contempló brevemente el lugar donde se hallaba él hacía apenas unos instantes. El fragmento se había incrustado profundamente en el suelo. Se había librado por muy poco de morir aplastado. Lleno de gratitud hacia su rescatador, Kaz se volvió y descubrió a Scurn, que lo miraba con los ojos desmesuradamente abiertos.
—¡Desapareciste durante el rescate, Kaz! —gritó el minotauro lleno de cicatrices—. ¡Sabía que vendrías aquí! ¡Sabía que intentarías rescatar a la condenada muchacha humana y quería ayudarte, por lo que me hicieron los clérigos!
—¡Scurn! ¡Olvida eso ahora! ¡Sal de aquí inmediatamente! ¡Sólo un loco se quedaría! —«Y ése soy yo», añadió Kaz para sus adentros.
—¿Qué ha sucedido aquí? ¿Dónde está la hembra? ¿Por qué hay dragones en el templo?
Kaz no vio razón alguna para mentirle a Scurn.
—La chica es el Dragón Plateado, y tu estimado sumo sacerdote es el Dragón Rojo. ¡Ambos son dragones, Scurn! ¡Siempre fueron dragones!
—¿Dragones? ¿El sumo sacerdote es un dragón? ¿Qué estupidez es ésta? —Sin embargo, el otro minotauro observó al Dragón Rojo de otra manera.
—¡Siempre ha sido un dragón, necio! ¡Todos los sumos sacerdotes han sido él durante siglos! Los mataba y luego adoptaba su apariencia. ¡Escúchalo!
Tal vez Scurn no hubiera dado crédito a lo que, incluso para Kaz, sonaba como un simple cuento fantástico, pero en ese momento Inferno detectó su presencia.
—El insecto… ¡y también el desafortunado capitán! ¡Qué oportuno resulta esto! ¡Después de todo, moriréis juntos!
La voz no era exactamente la de Jopfer, pero, por la horrorizada expresión de Scurn, era indudable que había reconocido al sumo sacerdote.
Una figura plateada cerró el paso al Dragón Rojo.
—¡He dicho que lo dejes en paz! —exclamó Tiberia en tono imperioso—. ¡Kaz es amigo mío! ¡No puedes hacerle daño!
—Obstinada como un Rojo eres, cría, pero más repetitiva, me parece. —Inferno se quedó mirando a la hembra—. Veo que todavía debo quitarte a golpes esa obstinación. ¡Tú y tu amiguito ya me habéis causado bastantes quebraderos de cabeza!
Los dos dragones se situaron frente a frente una vez más, haciendo estragos en el edificio con sus respectivos cuerpos a cada paso que daban en cualquier dirección. Una parte del techo se desplomó detrás de Inferno. La mayoría de los clérigos y guardias restantes desaparecieron de la vista.
—¿Eso…, eso es el sumo sacerdote? —susurró Scurn.
—También es un dragón, Scurn, uno que cree que debería controlar nuestras vidas, nuestros destinos. ¡Cree que tiene derecho a ser nuestro amo!
—¿Nuestro amo? —La expresión del otro minotauro se volvió sombría. Kaz había encontrado un punto en el que coincidían todos los minotauros. Nadie más que un minotauro tenía derecho a gobernar a la raza. Todos los demás, todo lo demás era un enemigo del pueblo—. ¿Pretende ser nuestro amo?
Los dragones se atacaban mutuamente a dentelladas.
—Así es, Scurn. El amo de nuestros cuerpos, mentes y almas.
—Nunca…, nuestro amo… ¡Que Sargas me confunda!
—¡Tenemos que ayudar al Dragón Plateado! Es nuestra única esperanza. ¡Debemos hacer cuanto esté en nuestra mano!
Scurn asintió distraídamente, con los ojos fijos todavía en la mole carmesí. Kaz se preguntó si estaría pensando en todo lo que había hecho en su intento por congraciarse con el sumo sacerdote.
—Tienes razón, Kaz. Tienes razón.
Para sorpresa del aludido, Scurn se separó de él, cruzó a la carrera la puerta de entrada del templo y se perdió en las calles circundantes. Su acto fue tan repentino que dejó a Kaz anonadado. No esperaba mucha ayuda por parte de Scurn —¿qué podía hacer el otro minotauro contra un dragón?—, pero no creía a Scurn capaz de una cobardía tan flagrante, al margen de sus defectos o de la antigua enemistad entre ambos minotauros.
La huida de Scurn no pasó desapercibida para Inferno.
—¡Bien por tu aliado, minotauro! ¡Es un perfecto cobarde!
—Pero yo sigo aquí, Inferno.
—¡Como si eso cambiara algo, insecto!
Con la cola, el Dragón Rojo aporreó la pared más próxima, lanzando cascotes por los aires en dirección a Kaz y Tiberia. Ella los desvió cuanto pudo, e incluso utilizó un ala para proteger de otros al minotauro.
—¡Tiberia! —gritó Kaz—. ¡Prepárate, que voy!
Por fortuna, el Dragón Plateado le adivinó las intenciones y bajó los cuartos traseros, facilitando que Kaz saltara sobre su lomo. El minotauro enganchó los pies en sendas partes donde las escamas se separaban un poco, formando unos improvisados estribos.
Inferno se precipitó hacia ellos sólo una fracción de segundo después de que Kaz montara sobre Tiberia. Ambos reptiles se enzarzaron garra contra garra. De pronto, mientras los dos leviatanes luchaban, Kaz extendió el brazo ileso y abrió la mano. Una vez más, Rostro del Honor regresó a él.
El Dragón Rojo no había utilizado ningún otro conjuro, quizá deseando reservar sus fuerzas para el combate físico. También podía ser consecuencia del hecho de que Inferno había vivido demasiado tiempo entre los minotauros, que si bien no se abstenían por completo de la hechicería, preferían la fuerza física al poder de la magia. Un dragón que llevaba siglos bajo la apariencia de minotauro podía haber adquirido alguna de sus inclinaciones.
Naturalmente, aun sin magia, Inferno tenía muchas probabilidades de derrotarlos.
Tiberia y el Dragón Rojo intentaban morderse mutuamente, pero Inferno se iba imponiendo inexorablemente. Kaz golpeaba donde podía. Sólo una de sus acometidas tuvo cierto efecto sobre Inferno, un hachazo en una zarpa. Sin embargo, la ira alimentó el ataque del Dragón Rojo, y casi de inmediato recuperó el terreno que había perdido tras el golpe del minotauro.
Kaz se sentía verdaderamente inútil. Con una Dragonlance, quizá contara con una posibilidad de ensartar a Inferno y poner fin a la lucha sin perder la vida en el intento, pero, a pesar del poder de su hacha, carecía de la envergadura de brazos necesaria para conseguir algo más que provocar a su enemigo. Si quería demostrar alguna efectividad, tenía que alcanzar a Inferno en el cuello o el torso con la esperanza de abrir una herida profunda. Sólo así podía confiar lesionar gravemente a la bestia.
Kaz miró su privilegiada arma, deseando que, por una vez, fuera una de las legendarias lanzas de la guerra. Con la lanza, podrían vencer.
Rostro del Honor se estremeció en su mano y empezó a alargarse. La bruñida hoja se retrajo hacia el astil, que se fue prolongando, aunque cada vez parecía pesar menos. Una protuberancia que surgió cerca de la mano del minotauro se convirtió en una guarda protectora. Otra prominencia se extendió hacia el cuello y los hombros de Tiberia, envolviendo delicadamente su garganta.
En un abrir y cerrar de ojos, ante la estupefacta mirada del boquiabierto minotauro, Rostro del Honor se había convertido en el mismísimo objeto que necesitaba para obtener la victoria. Kaz sostenía ahora una Dragonlance, dispuesta para la batalla.
Siempre se había preguntado cuál sería el origen de su hacha y ahora comprendió que siempre estuvo ligada a las lanzas. Los herreros enanos que se la habían entregado a Sardal Espina de Cristal tal vez fueran del mismo grupo que obsequió a Huma con las primeras Dragonlances.
Kaz empuñó la lanza por el centro. Por la razón que fuera, tenía lo que necesitaba.
—¡Tiberia! ¡Retrocede!
Su compañera obedeció. Al principio, Inferno no cayó en la cuenta de por qué Kaz había dado aquella orden, hasta que sus ojos llameantes distinguieron la larga y majestuosa arma que apuntaba hacia él.
—Hay un caballero entre nosotros —se mofó.
—Un caballero, no —replicó Kaz, apuntando al pecho del dragón—, pero sí la Dragonlance de un caballero. ¡Adelante, Tiberia!
Fue una muestra de fe por parte de la joven que obedeciera la última orden sin titubear. Tiberia embistió. Inferno lanzó un rugido despectivo e intentó desviar la lanza de un zarpazo, pero, de algún modo, el arma se desvió, apartándose de su blanco original como si estuviera dotada de voluntad propia. La punta se clavó en el ala del Dragón Rojo, perforando la dura membrana con la misma facilidad que un cuchillo al rojo vivo se entierra en la nieve.
Inferno rugió de dolor, contemplando el enorme desgarrón. La lanza se clavó de nuevo aprovechando que el dragón, momentáneamente, no le prestaba atención. Kaz ni siquiera se aseguró de apuntar bien. La Dragonlance se movía como un ser que tuviera una misión…, lo cual tal vez fuera cierto. Aquellas armas siempre parecían tener vida propia. Kaz recordaba que casi nunca erraban el tiro, aunque sólo infligieran daños menores.
Dos veces más hirió la Dragonlance a un Inferno cada vez menos seguro. Ninguna de las heridas era grave por sí sola, pero la suma de las lesiones empezaba a cobrarse su tributo, incluso en una bestia tan descomunal como el Dragón Rojo.
Inferno reculó, destruyendo otra sección de la pared y provocando que se desprendiera otro trozo del techo. Sus ojos se clavaron en la temible arma que empuñaba el minotauro. Kaz casi pudo notar la magia al desplegarse.
De repente, la Dragonlance empezó a brillar. Un halo carmesí la rodeó y empezó a ennegrecerse lentamente hasta adoptar el color del hollín. Kaz advirtió que la Dragonlance perdía flexibilidad y estaba cada vez más fría.
«¡No! ¡Ahora no! —pensó desesperadamente el minotauro—. ¡Ya es nuestro!». Increíblemente, la Dragonlance pareció reaccionar. La negrura se desvaneció y el arma empezó a desprender un agradable calor. El halo desapareció.
—¡No es posible! —siseó Inferno—. ¡No es posible!
Quizá si el Dragón Rojo hubiera dispuesto de todas sus fuerzas y concentración se habría salido con la suya, pero ahora su magia no era lo bastante fuerte. La lanza se clavó otras dos veces en rápida sucesión, perforando nuevamente la misma ala y, en la segunda lanzada, rasgó el cuello del dragón por un lado, justo encima de los hombros.
Inferno se lanzó contra lo que quedaba de la pared, con la respiración ligeramente entrecortada. En sus flamígeras órbitas oculares se reflejaba la sorpresa, la sorpresa y los primeros atisbos de miedo. Aun así, no estaba vencido.
—¡He trabajado demasiado y he hecho planes durante demasiado tiempo! ¡No me privaréis de mi destino! ¡No me privaréis de mis minotauros!
La respuesta de Kaz jamás fue pronunciada, pues instantes después el pasillo bullía de minotauros. Se desplegaron sin dejar de correr, algunos provistos de lanzas, otros de espadas, y un grupo en particular llevaba lo que parecían largas y gruesas sogas atadas a arpeos de marinería provistos de puntiagudos garfios. Rodearon velozmente a los dragones, haciendo girar los arpeos por encima de la cabeza a una velocidad creciente.
A la cabeza del grupo iba Scurn. Kaz observó que todos los que lo acompañaban eran miembros de la guardia estatal, cuyos cuarteles no estaban demasiado lejos. Ni siquiera la noticia del inminente anuncio dejaba la guardia desprotegida la ciudad.
Ninguno de los dragones reparó en los minotauros hasta que el primero de los arpeos salió volando. Los garfios de uno de ellos se clavaron en una pata de Inferno, los de otro en su estómago. Un tercero arañó el largo y nervudo cuello del reptil. Los lanceros avanzaron, apoyando el asta de sus armas en el suelo para que si una garra o una cola intentaba aplastarlos, primero tropezara con una sólida y puntiaguda lanza. Todos evitaban cuidadosamente a Tiberia, aunque muchos la miraban con cierta aprensión.
—¿Qué charada es ésta? —bramó Inferno, ofendido por el atrevimiento de aquellas pequeñas criaturas—. ¡Cesad en vuestro empeño!
Se arrancó uno de los arpeos, pero en ese momento se le clavaron otros tres, dos en una de las patas delanteras y otro en el torso.
La escena hizo retroceder mentalmente a Kaz una década. Recordó las mismas técnicas que utilizaban los minotauros y otras especies en las rarísimas ocasiones en que los dragones aliados del enemigo eran sorprendidos en tierra. Garfios capaces de sujetarse a la escamosa piel del reptil, en tal cantidad que ni siquiera un monstruo de aquel tamaño sería capaz de soltarse.
Scurn, evidentemente, también recordaba la técnica.
—¡Kaz! —gritó Tiberia—. ¿Qué hago?
Era tentador retirarse y confiar en que el emprendedor Scurn y la guardia consiguieran abatir a Inferno, pero Kaz sospechaba que este dragón no era de los que permanecen atrapados mucho tiempo. Y dudaba que Scurn creyera lo contrario. El capitán de la guardia hacía cuanto podía por proporcionar a Kaz y Tiberia cierta ventaja.
—¡Da un paso atrás! —gritó—. ¡Cuidado donde pisas! Apuntaremos al pecho. ¡Deja que la lanza termine el trabajo!
El Dragón Plateado obedeció, esquivando meticulosamente a los minotauros que se hallaban cerca de sus pies. Kaz bajó la Dragonlance y apuntó. Un simple lanzamiento rápido e Inferno no sería más que un mal recuerdo.
Mientras Tiberia procuraba situarse en una postura estable, Inferno desistió de sus intentos de arrancarse los garfios y miró fijamente a la joven hembra y a su jinete. Los párpados se entrecerraron sobre sus ojos llameantes y una expresión de inteligencia cruzó su semblante.
De improviso, Inferno saltó hacia arriba, golpeando el techo con fuerza de un cabezazo. El cráneo del dragón era grueso y el techo cedió, provocando una lluvia de muerte y destrucción que cayó sobre la guardia. Cuando el Dragón Rojo irrumpió a través del techo, casi todas las sogas atadas a los arpeos se soltaron, pero un minotauro fue arrastrado hasta dejar atrás el techo, antes de perder asidero y precipitarse a la muerte.
Sólo cuando el cuerpo descoyuntado se hubo estrellado contra el suelo reconoció que era Scurn, tenaz hasta el fin. Kaz dudaba de haber entendido nunca al otro minotauro, un guerrero que fue para él un rival, un enemigo y, finalmente, un aliado. Rostro del Honor había revelado en cierta ocasión que Scurn apenas si conocía el propio honor, pero Kaz se preguntó si, de haber echado un vistazo unos minutos antes, el reflejo habría sido bien nítido.
Scurn sólo era uno de los muchos que habían muerto por culpa de Inferno, no obstante, y ahora el dragón volaba libre por los aires, revelándose a todo el mundo. Al minotauro y al Dragón Plateado sólo les quedaba otra salida. Tenían que seguirlo.
—¡Atrás! —ordenó Kaz a los miembros restantes de la guardia. Todos obedecieron sin pensárselo dos veces. Kaz aguardó unos instantes y luego se inclinó sobre el cuello de Tiberia. En voz queda, le dijo—: Tenemos que perseguirlo, si crees que sabrás volar.
—Creo que sí, Kaz. Sé que puedo hacerlo —respondió Tiberia, en un tono que parecía mucho más maduro que al principio de la batalla. Instinto de dragón, tal vez. Kaz se sujetó con fuerza mientras el Dragón Plateado flexionaba las alas por primera vez… y cruzaba de un salto el boquete abierto en el techo.
En algún punto por encima de ellos, ambos lo sabían, Inferno los esperaba.