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Lealtad al clan

El anuncio de que el emperador Polik iba a aceptar un desafío en el circo no era la razón más importante para la ingente multitud que se apretujaba para entrar en el enorme recinto aquel día. Polik llevaba tanto tiempo venciendo en sus combates que la mayoría daba por sentado que volvería a ganar. Naturalmente, eran muchos los que preferirían verlo perder, en especial unos cuantos miembros selectos del Círculo Supremo para quienes poco importaban ni él ni la influencia del sumo sacerdote. Fuera como fuese, la mayor parte del público, tanto los que habían conseguido una entrada como los que se veían obligados a esperar fuera y conformarse con escuchar, acudían por razones distintas.

La breve pero inolvidable aparición de Kaz, un Campeón Supremo al que muchos todavía recordaban —y cuya fama había alcanzado un nuevo cénit desde su escapada—, entusiasmaba a muchos minotauros. Había cierta mística en el infame campeón que había rehuido a su raza tras alcanzar la cima del éxito. Cuando se anunció que había sido capturado nuevamente y volvería a combatir en el circo, la expectación empezó a aumentar. Muchos de entre el público sentían verdadera simpatía por Kaz, pues comprendían que se requería un gran valor para retirarse tras alcanzar una posición tan elevada.

Aparte de Kaz, existía otra razón por la que los minotauros acudían al circo en mayor número que de costumbre. La razón era el aireado anuncio. Nadie sabía de qué se suponía que trataba el anuncio, pero iba a tener lugar inmediatamente después de la previsible victoria del emperador, y la opinión mayoritaria era que el día del destino había llegado al fin. Todo el mundo sabía que la flota estaba lista para zarpar. Los ejércitos se entrenaban cerca de las montañas y estaban, a esas alturas, preparados para la lucha. Se seguía trabajando en los astilleros y las armerías, pero el poder de los minotauros estaba a punto de liberarse. Eso era lo que estaba dispuesta a creer la plebe.

Algunos se preguntaban si la raza se había recobrado lo suficiente de los largos años de guerra y servidumbre, pero se guardaban para sí sus pensamientos. El emperador, con la bendición del sumo sacerdote, insistía en que la raza de los minotauros estaba preparada. El Círculo Supremo, si bien algo menos entusiasta, reafirmaba su confianza en el pueblo.

En aquel momento, las legiones de élite desfilaban con el uniforme de gala alrededor de la plaza del circo. Las armaduras de centenares de minotauros marchando en perfecta formación refulgían bajo el sol. Cada unidad mantenía bien alto su estandarte, emblemas que representaban criaturas poderosas. Estaban los de la Legión del Oso, del León, del Halcón y, los favoritos del templo, del Dragón. El orden que les correspondía en el desfile a las distintas unidades se basaba en los partes bélicos de cada una de ellas, siendo la del Dragón inevitablemente la primera, pero todos se consideraban leales a la causa. Las trompetas resonaban cada vez que una unidad pasaba ante las tribunas donde se habían instalado los gobernantes de los dos reinos de los minotauros. De los distintos sectores de las gradas se elevaban gritos de apoyo cuando ciertos comandantes desfilaban ante ellos. Era un día glorioso para la ceremonia.

Polik lo contemplaba todo mientras se preparaba para el combate imperial. Todo estaba saliendo como Jopfer había predicho. Cómo no, entre el público había quien se oponía a su reinado y protestaba por los recursos que él y el sumo sacerdote habían dedicado a la nueva campaña, pero su única opción era unirse a la guerra o ser deshonrados a los ojos de sus congéneres. El sumo sacerdote había cosechado un éxito excepcional en su determinación de socavar toda resistencia. Los minotauros eran animados desde el templo a denunciar a los derrotistas. El número de espías empleado por el templo y el Círculo —por no hablar de su propia guardia privada— se había cuadruplicado en los últimos meses.

Uno de sus ayudantes de cámara entró en la habitación.

—Emperador, un clérigo solicita permiso para celebrar una audiencia privada contigo.

«Ya era hora», pensó el minotauro de pelaje parcialmente grisáceo. Sólo faltaban unos minutos para el combate. Había empezado a albergar dudas.

—Que pase. —Y añadió para sus servidores—: Podéis retiraros, todos. No regreséis hasta que os llame.

Todos conocían la rutina casi tan bien como él. A Polik no le importaba lo que pensaran. Su subsistencia dependía de los caprichos de su emperador.

Una figura cubierta por una toga, que podía ser o no el mismo clérigo que fue la última vez que Polik tuvo que luchar, penetró en la estancia momentos más tarde. A Polik le parecían todos iguales: tipos altos y delgados con muy poco sentido del humor. El clérigo dedicó a su emperador una ceremoniosa reverencia, pero permaneció en silencio hasta que el ayudante se hubo marchado.

—¿Y bien? ¿Ya está hecho?

—Tu retador ha recibido la bendición del templo, como está estipulado legalmente. Ha bebido la copa de vino ritual y ya está aguardando la llamada desde el campo.

Todo listo, entonces. El clérigo había administrado al pobre desgraciado el vino cuidadosamente drogado. El templo era aficionado a crear mezclas que cumplían con su misión y luego desaparecían sin dejar rastro. De hecho, alguien que bebiera el mismo vino sólo media hora más tarde no notaría efecto alguno. Su contrincante tampoco se vería afectado hasta el momento de situarse sobre la plataforma de madera de tres metros de alto por diez de ancho y ésta empezara a girar, impulsada por el esfuerzo de una docena de guerreros minotauros. Sólo entonces empezaría a sentirse desorientado.

Ésa era la única ventaja que precisaba Polik. En ocasiones terminaba con la sensación de que habría podido vencer a su adversario aunque no lo hubieran drogado. Los clérigos, sin embargo, realizaban el proceso a la perfección y no les gustaban los cambios de planes. Jopfer era muy parecido a sus dos antecesores, tanto que Polik, que también había colaborado con estos últimos, tenía a veces la impresión de estar tratando con el mismo clérigo que lo coronó a él como emperador.

—¿Y Kaz? —preguntó finalmente—. ¿Qué hay de Kaz?

—En este momento, él y sus compañeros están siendo reunidos para su traslado al circo.

—Hay que encargarse de ellos antes de mi combate. Mi combate debe ser la culminación de los actos.

La expresión del clérigo se mantuvo imperturbable.

—Su Excelencia ha decidido que sirvan de ejemplo después de anunciar la gran cruzada. Su muerte servirá para recordar a los demás herejes lo que significa oponerse al destino de nuestra raza.

Polik se rascó la mandíbula.

—Supongo que sí. Pero yo lo habría hecho de otro modo. —Se encogió de hombros—. Que así sea, pues. Es la hora del duelo.

—Que Sargas te acompañe, emperador Polik.

—Sí, sí… —El emperador buscó su yelmo con la mirada. Como dirigente del imperio estaba autorizado a llevar el yelmo ceremonial en el combate singular—. Puedes retirarte.

El personaje de la toga dirigió a Polik una breve mirada despectiva, pero el emperador le daba la espalda. Tras una última reverencia, todavía más ceremoniosa, se marchó. Casi inmediatamente regresaron los sirvientes y el ayudante de cámara.

—¿Estamos listos para empezar, emperador?

—Sólo ayudadme a encontrar el yelmo. Sé que estaba aquí hace un momento.

Con un silencioso suspiro, el ayudante reprimió los pensamientos que afloraron a su mente —pensamientos que, de divulgarse, podían conseguir que lo arrojaran a la arena junto con el rebelde Kaz— y empezó a buscar el yelmo perdido de su señor.

Inferno estaba sentado en el puesto habilitado para él y sus ayudantes, cuatro clérigos menores que se hallaban a su lado. Iba ataviado con las vestiduras más elegantes del sumo sacerdote, recamadas en oro y diamantes, que centelleaban a la luz del sol. El dragón apenas podía contener su avidez y su satisfacción, pero debía mantener la apariencia de una tranquila confianza, sobre todo ahora.

La cría, Tiberia, estaría contemplándolo todo desde el templo. Inferno había decidido que sería bueno para la educación de la joven ver lo bien que se desarrollaban los planes de su captor. El hechizo proporcionaría a Ty una vista de lo que ocurría en la arena de acuerdo con la perspectiva del Dragón Rojo. La joven lo vería todo, incluyendo la muerte de su campeón en ciernes, a través de los ojos de Inferno. Era un hechizo inteligente.

«El día del destino es inminente —pensó Inferno, permitiéndose esbozar una sonrisa satisfecha que hizo estremecer al único clérigo que casualmente miraba en su dirección—. Mi día…».

«Ya vienen —pensó Kaz, revolviéndose con inquietud—. Ya vienen, y el maldito humano gris todavía no me ha dado ninguna clase de señal». El día antes había transcurrido sin pista alguna sobre lo que se suponía que debía hacer Kaz para liberarse a sí mismo y a los demás. Esperaba alguna indicación procedente del mago antes de este momento; después de todo, el humano se lo había prometido, más o menos. Por lo poco que conseguía recordar de las experiencias de Huma con el hombre gris, nada hacía sospechar que el personaje fuera un embustero o un embaucador. Aun así, Kaz empezaba a albergar serias dudas al respecto.

Ty, Hecar, Delbin, Fliara…, la vida de todos ellos dependía de Kaz. No podía dejarlos en la estacada, aunque resultara que el hombre de gris lo hubiera dejado a él. Cuando los guardias vinieran por él, encontraría el modo de vencer.

«Que Paladine vele por mí… y por Helati y los niños, por si acaso».

—Es la hora.

La voz le causó un sobresalto, en especial cuando Kaz cayó en la cuenta de a quién pertenecía.

—Ya era hora de que vinieras, mago.

—Todo es cuestión de equilibrio, Kaz —replicó el personaje gris que se erguía junto al minotauro—. Sólo puedo actuar cuando llega el momento. Un exceso de interferencias podría inclinar la balanza y desequilibrar todavía más las cosas. Y eso no nos conviene nada, créeme.

Kaz se revolvió de nuevo.

—Algún día espero tener una conversación contigo que tenga algún sentido. Hasta entonces… —sacudió las cadenas que lo apresaban—. ¿Piensas liberarme ahora?

—Es el momento de que todo vuelva a unirse, Kaz. Es ahora cuando el potencial para nivelar la balanza alcanza su cénit.

Con las últimas palabras, las cadenas del minotauro —vacías pero todavía cerradas con llave— se estrellaron bruscamente contra la pared. Kaz se miró las manos libres y luego los grilletes. Ser un mago tenía sus ventajas.

—¿Y ahora qué? —preguntó mientas flexionaba los brazos y las piernas para desentumecerlos.

—El camino está despejado para ti. —La puerta se abrió apenas lo suficiente para permitir que Kaz saliera—. El resto depende de ti.

—¿Y qué hay de los demás? No puedo abandonarlos sin más.

—Velaré por ellos lo mejor que pueda. El kender sabe lo que planeo y ejecutará su parte. Por si eso te anima más aun, te diré que cierta obstinada catalizadora ha dado a conocer su opinión en Nethosak a pesar de mis intenciones. Como sucede en ocasiones, la presencia de esta catalizadora me ha proporcionado un nuevo e inesperado camino que puedo utilizar, un camino que tus amigos deben tomar, en lugar de ayudarte. —Como Kaz seguía titubeando, el hombre gris añadió—: Confía en mí. Esto no saldrá bien si ellos te acompañan, Kaz. Tú lo sabes.

Lo sabía, pero le costaba reconocerlo, incluso ante sí mismo. Solo, Kaz podía escabullirse por los pasillos hasta donde mantenían encerrada a Ty. Con los demás, corría un mayor riesgo de ser descubierto.

Pensando en Ty, empezó a decir:

—La hembra, ¿dónde…?

—Busca en el cubil del dragón —interrumpió el mago. Por primera vez, una sombra de impaciencia se reflejó en el rostro del humano de gris—. He retrasado un poco a los guardias, Kaz, pero no será por mucho tiempo.

El minotauro se dirigió hacia la puerta, deteniéndose justo antes de salir. Se volvió por última vez hacia el personaje de gris.

—Supongo que no dispondrás de un arma…

A modo de respuesta, el mago arrojó su bastón a Kaz. El guerrero lo atrapó en pleno vuelo. A pesar de su delgadez, parecía un pedazo de madera sólido y resistente.

—Te lo agradezco… Hecar y los demás… Tú…

—Es lo mínimo que puedo hacer por ti, Kaz.

—Gracias.

Cuando se apresuraba a cruzar la puerta, creyó oír que el hombre gris añadía:

—Huma se sentiría orgulloso de ti, minotauro.

Mientras el minotauro desaparecía pasillo abajo, el hombre de gris se acercó pausadamente a las cadenas vacías y se detuvo ante ellas, de espaldas a la pared. Los grilletes se materializaron alrededor de sus muñecas y sus tobillos, aprisionándolo. El mago asintió y luego sonrió. En su lugar apareció repentinamente un minotauro, un minotauro idéntico en aspecto a Kaz.

Esperó a que llegaran los guardias.

Como los eventos que tenían lugar en la arena mantenían ocupada la atención de casi todo Nethosak, incluso el templo estaba casi desierto. Kaz no se tropezó con un centinela casi hasta alcanzar la planta baja. El centinela, que no esperaba un ataque desde abajo, se había relajado en su puesto. Cuando Kaz lo descubrió, se hallaba recostado contra la pared, contemplando el cielo distraídamente.

Un golpe del bastón en el estómago, seguido por un contundente puñetazo en la mandíbula, bastaron para despachar al guardia con rapidez. Kaz lo arrastró hasta una celda vacía y lo dejó tendido en un rincón desde donde resultaba invisible. Cuando terminó, sin embargo, el minotauro oyó el ruido típico de una escolta armada.

Manteniéndose alejado de la puerta abierta, Kaz aguardó hasta que el ruido pasó ante la celda y se alejó. Era la patrulla que debía escoltarlo a él y a sus compañeros. Imploró a Paladine que el hombre de gris velara efectivamente por sus camaradas. También confió en que el mago hubiera hecho algo por impedir que los demás descubrieran su fuga. Kaz necesitaba cierto tiempo para alcanzar su meta.

En el cubil del dragón. Eso sólo podía ser las dependencias privadas del sumo sacerdote. Ty debía encontrarse todavía allí. Resultaba lógico, puesto que, si hubieran escoltado a la hembra de vuelta a su propia celda, habrían tenido que pasar ante la de Kaz. Lo cual no había ocurrido.

No había guardias a la vista cuando el minotauro alcanzó el nivel del suelo. Eso no era demasiado sorprendente. La gran mayoría se habría desplazado hasta el circo, a fin de reafirmar mejor la gloria de los hijos de Sargas. Kaz tenía cierta noción del modo de actuar de Inferno. El dragón era de los que gozaba con la teatralidad y la ostentación. Se deleitaba con el poder y deseaba que los demás reconocieran la supremacía de dicho poder. Ahora esa inclinación favorecía a Kaz.

Había recorrido la mitad del camino que separaba las escaleras de los aposentos del sumo sacerdote, cuando casi se dio de bruces con el jefe de los acólitos de Inferno. El otro minotauro quedó tan sorprendido que no reaccionó hasta que Kaz cayó sobre él. El bastón golpeó al acólito justo por debajo del mentón. Kaz esquivó un golpe poco certero y luego descargó el bastón sobre la cabeza de su adversario.

El bastonazo sólo tenía que haber atontado al minotauro de la toga, pero para sorpresa de Kaz, su oponente se desplomó sin sentido. Kaz contempló el bastón, recordando que pertenecía a un mago, y se estremeció. Una sala de meditación le proporcionó un lugar adecuado donde ocultar el cuerpo. Después de transportar al acólito hasta allí, Kaz titubeó, calculando la talla de las vestiduras clericales con su alta capucha.

Instantes más tarde, ataviado con la misma toga y con la capucha cubriéndole la cabeza, prosiguió su camino. No había modo alguno de disimular el bastón, de modo que lo mantuvo a la vista y lo utilizó como cayado, fingiendo una lesión en una pierna.

Dos clérigos, que evidentemente se dirigían al circo, lo saludaron mecánicamente y siguieron andando con apresuramiento. Un guardia del templo se cuadró cuando Kaz pasó por su lado.

Su buena suerte se esfumó cuando llegaba a las puertas de la sala de audiencias. Dos guardias, apostados uno a cada lado de la entrada, lo miraron con intensidad cuando se aproximó.

—Realizo un encargo oficial para el sumo sacerdote. Dejadme entrar.

No se movieron.

—Tenemos órdenes de no dejar pasar a nadie —anunció el de la derecha—. La orden procede de Su Excelencia en persona.

—Mis órdenes son nuevas. Su Excelencia olvidó importantes documentos que yo debo recuperar. ¿Quieres enfrentarte a su ira cuando le diga que no me habéis franqueado la entrada?

Sus palabras consiguieron que los dos centinelas se sintieran incómodos, pero ni aun así cedieron. Volvió a hablar el mismo guardia:

—Las órdenes eran muy claras. No debe entrar nadie, excepto el propio sumo sacerdote.

—Muy encomiable —replicó Kaz, asintiendo. Dio un paso hacia la pareja. Ambos centinelas cambiaron de postura casi imperceptiblemente, mostrando sus armas, en su caso un par de recias hachas de combate—. Pero creo que sé el modo de resolver este problema.

Alzó el bastón horizontalmente y arremetió contra los guardias. Uno levantó su hacha y consiguió desviar el extremo del bastón que avanzaba hacia él, pero el otro fue demasiado lento. El bastón le golpeó en la garganta y el minotauro se desplomó, tosiendo y esforzándose por respirar.

El otro centinela contraatacó, tratando de apartar el bastón de Kaz. Éste se desplazó en el último momento y aprovechó el impulso para golpear al minotauro jadeante con el puño de su bastón. De nuevo, el golpe, que sólo debía aturdir al guardia, lo dejó tendido en el suelo sin conocimiento.

El otro guardia aún no había recuperado el equilibrio. Avanzó dando un traspié y Kaz lo golpeó en la nuca, justo en la base del cráneo. El segundo guardia fue a hacer compañía al primero en el suelo.

La lucha no había pasado inadvertida, sin embargo. Del otro extremo del templo llegaron corriendo varios guardias y clérigos. Kaz renegó y abrió la puerta de un tirón. Penetró en la estancia en el momento en que el primero de los guardias le arrojaba una lanza. El arma rebotó inofensivamente contra la puerta.

Las puertas estaban diseñadas para cerrarse desde dentro con un cerrojo, lo cual resultó muy oportuno para Kaz. En pocos segundos había atrancado la entrada. Eso retendría sin duda a los guardias durante un rato. Ahora tenía que encontrar a Ty.

La sala de audiencias estaba a oscuras, pero no era difícil localizar las habitaciones del fondo. Kaz encontró las puertas, pero no consiguió abrirlas. Estaban cerradas con llave o, posiblemente, por medio de un conjuro. Estudió las puertas y luego observó el bastón que le había proporcionado el mago. No era Rostro del Honor, pero Kaz estaba seguro de que se hallaba impregnado de magia.

Alzando el bastón, apuntó al centro de la puerta. A sus espaldas podía oír el ruido que hacían las puertas atrancadas de la sala de audiencias cuando los guardas se arrojaban contra ellas con todo su peso, por lo que arremetió contra la puerta utilizando el bastón a modo de ariete.

La puerta se hizo añicos, proyectando astillas en todas direcciones. Kaz tuvo que retroceder inmediatamente para no resultar herido por los fragmentos de madera.

La puerta no estaba asegurada por medio de magia alguna, sólo por una simple cerradura.

Tras apartar los restos con la ayuda del bastón, Kaz cruzó la puerta.

Tiberia se hallaba sentada en el centro de una estancia que parecía casi tan grande como la que Kaz acababa de abandonar. Un pulsante escudo de luz carmesí cubría su menuda figura. Antes de la aparición del minotauro, Ty estaba evidentemente contemplando una esfera verdosa que flotaba en el aire a la altura de los ojos de la prisionera. Incluso desde su posición, Kaz distinguió débiles imágenes deslizándose sobre la superficie de la esfera. Era muy propio del Dragón Rojo obligar a su cautiva a contemplar la muerte de Kaz y los otros.

Ty se puso en pie al ver al minotauro. Se advertía la fatiga en sus ojos. Una sonrisa se dibujó en sus facciones.

—¡Kaz!

—He venido a liberarte, Ty.

—Lo sé. El hombre de gris me dijo que te esperara.

—Muy amable, por su parte. —Se preguntó si el mago habría dicho algo más, como el modo de deshacer el conjuro que rodeaba a Ty.

El bastón había funcionado bien hasta ahora. Tal vez funcionara de nuevo.

—Ty, acurrúcate formando un ovillo lo más apretado que puedas.

La hembra obedeció la sugerencia de Kaz.

—¡Prepárate!

Kaz introdujo una punta del bastón en el escudo carmesí.

La fuerza desencadenada por el hechizo del dragón cuando el bastón golpeó convirtió el artefacto mágico en cenizas y arrojó al minotauro al otro extremo de la habitación.

Los guardias escogidos para escoltar a Hecar y a los demás reunieron al grupo de condenados. Scurn se contaba entre los prisioneros. Los guardias situaron a Hecar junto a Kaz, extrañamente caviloso, que obedecía sin protestar las órdenes de su captores. No tuvo ocasión de hacer otra cosa que dedicar una rápida ojeada al compañero de su hermana, pero cuando lo hizo, Kaz le respondió con una sonrisa. Era casi como si Kaz supiera algún chiste que no había contado a los demás.

«¿En qué estará pensando? —se preguntó Hecar—. ¿Tendrá algún plan de evasión?».

Llegaron a la planta principal en el momento en que varios guardias y clérigos se dirigían a la carrera hacia la entrada que conducía a la sala de audiencias del sumo sacerdote. El jefe de la guardia les ordenó detenerse y avanzó hacia uno de los clérigos, pero Kaz interrumpió bruscamente su silencio.

—Si os demoráis, no llegaremos a tiempo al circo. Que solucionen ellos el problema.

Si a Hecar y los demás prisioneros les pareció extraño que Kaz hablara de aquel modo, los guardias y su comandante parecieron encontrar sus palabras perfectamente sensatas. El jefe asintió y el pequeño grupo prosiguió su camino, abandonando el templo segundos más tarde.

—¡Kaz! —susurró Hecar—. Si tienes un plan, deberías…

—¡Silencio! —espetó un soldado del templo. Golpeó de plano con su espada el hombro de Hecar. El minotauro se sintió tentado a anticiparse al circo y poner fin a su vida allí mismo, en una valiente pero vana lucha con el guardia.

—Cálmate, Hecar. —Kaz le dedicó de nuevo la misma sonrisa peculiar.

—Pero Kaz…

Delbin soltó una repentina risita. Hecar lo miró fijamente, preguntándose qué podía encontrar tan gracioso incluso un kender en un momento semejante. Delbin le devolvió la mirada y luego contuvo a duras apenas otra risita después de mirar a Kaz.

—Sólo un rato más, Delbin. Es casi la hora de la sorpresa.

Ninguno de los guardias pareció reparar en lo que decía Kaz, lo cual dejó aun más perplejo a Hecar. Era como si supieran que Kaz estaba allí pero no prestaran atención a nada de lo que decía o hacía.

Había diez guardias además del jefe, lo cual era una especie de cumplido para los cuatro minotauros y el kender que custodiaban. Con armas y las manos libres, Hecar estaba bastante seguro de que él y los demás podrían alcanzar la libertad mediante la lucha…, con algún coste, naturalmente. Aun así, las probabilidades de que tal cosa sucediera eran remotas.

Las calles se hallaban casi desiertas; la mayor parte de los habitantes de la ciudad se había reunido en o alrededor del Gran Circo. De vez en cuando, un minotauro pasaba frente a ellos, pero, comparado con el bullicio habitual de la ajetreada capital imperial, Nethosak era ese día una ciudad fantasma.

De pronto se inició el ataque. Hecar habría elegido probablemente el mismo punto de su recorrido, pues era más estrecho que el resto del camino y la calle estaba desierta, repleta de escondites para guerreros armados.

El grupo y sus captores se vieron rodeados bruscamente por una docena de minotauros, aproximadamente, provistos de espadas y hachas. Algunos le resultaron vagamente familiares a Hecar, pero no tuvo tiempo para meditar al respecto, porque los guardias adoptaron una posición defensiva y varios de ellos concentraron sus armas en los cautivos.

—Apartaos —ordenó el jefe de la guardia—. Estos guerreros están destinados a redimirse en el Gran Circo.

—Quieres decir que están destinados a morir allí —replicó uno de los extraños, un alto minotauro de pelaje oscuro con una franja blanca entre los cuernos que recorría toda su cabeza hasta la nuca. Hecar estaba seguro de conocerlo, pero no recordaba de qué o de dónde—. Por atreverse a desafiar al sumo sacerdote, simplemente. Yo tenía un hermano que murió por razones muy parecidas. No hay honor en una muerte semejante.

—Esto es traición. Has desafiado la voluntad de nuestros señores.

El jefe de los recién llegados sonrió. Era una sonrisa que Hecar sólo había visto en otro minotauro: Kaz.

—Nuestro clan tiene una larga historia de desafíos.

A su lado, Hecar oyó a Kaz decir en voz baja:

—Está bien, Delbin. Es el momento.

Los guardias del templo no parecieron oír o advertir que el kender tocaba repentinamente sus grilletes, que se abrieron al cabo de un instante sin dejar escapar un sonido. Sólo entonces reparó Hecar en la minúscula ganzúa que tenía Delbin, una ganzúa que el kender utilizó con asombrosa rapidez en los grilletes del propio Hecar. En cuestión de segundos, también había liberado de sus cadenas a Fliara.

Cuando Delbin llegó junto a Scurn uno de los guardias parpadeó y advirtió lo que estaba sucediendo. Se volvió para poner fin a los esfuerzos del kender, gritando:

—¡Los prisioneros…!

Su exclamación era lo único que faltaba para que los dos grupos se enzarzaran en una pelea. Tres guardias se volvieron hacia los prisioneros. Hecar, empleando sus cadenas a modo de látigo, azotó a un soldado. Su golpe acertó en la mano con la que el otro minotauro empuñaba la espada, obligándolo a soltar su arma. Delbin estuvo allí al instante, recogiendo la espada y tendiéndosela a Fliara, que era quien se encontraba más cerca de él.

El minotauro de la franja blanca en la cabeza soltó una carcajada mientras repelía al jefe de la escolta y a otro guardia del templo. Esgrimía una espada grande incluso para el criterio de un minotauro, una espada que acometía, se retiraba y describía círculos con tal celeridad y osadía que confundía a la pareja que se enfrentaba a ella. Ninguno de los dos consiguió eludir la hoja. El jefe de la escolta cayó segundos más tarde bajo un poderoso golpe.

Otros dos guardias cayeron, uno de ellos con una herida en una pierna, pero uno de los rescatadores también murió. Hecar esgrimía las cadenas contra cualquier guardia que se pusiera su alcance. Un soldado logró acorralar a Fliara, pero Hecar rodeó con sus cadenas el cuello del atacante y no soltó su presa hasta que el guardia dejó de patalear.

Alguien chocó contra la espalda de Hecar. Éste se volvió, esperando a otro agresor, y descubrió a Scurn, con una mano todavía esposada, luchando con un guardia que evidentemente intentaba ensartar a Hecar por la espalda. El guardia era fuerte, pero Scurn lo era más. El minotauro de las cicatrices acosó a su adversario hasta obligarlo a arrodillarse y entonces golpeó con su propia rodilla la mandíbula del soldado. El adversario de Scurn se desplomó.

«Las circunstancias hacen extraños compañeros de armas —pensó Hecar mientras se volvía para seguir luchando—. Nunca creí que le debería la vida a ése».

—¡Rendíos! —exigió el jefe de los rescatadores—. ¡No podéis ganar este combate!

Los demás soldados depusieron las armas. Cuatro de ellos yacían muertos, entre ellos el comandante de la escolta, y por lo menos otros tres habían recibido heridas de consideración. De los rescatadores, sólo uno había caído y otro tenía un brazo herido. En conjunto, un buen combate, al menos desde el punto de vista de Hecar.

—¡Toron! —Fliara corrió hacia el minotauro de la franja blanca en el pelaje. Sin razón alguna que él pudiera intuir, Hecar sintió una punzada de celos. Decididamente, no se sentía atraído por la hermana de Kaz. Decididamente, no.

—¡Ésta no es en absoluto la situación en la que esperaba que te meterías, hermanita! —rugió el minotauro llamado Toron—. Siempre has sido la más estricta de la familia, la que siempre seguía las normas.

—¿Toron? —El nombre le resultaba más que familiar, pero como con Fliara, habían transcurrido demasiados años desde la última vez que Hecar viera a este minotauro. Toron, al igual que Fliara, era entonces mucho más joven. Hecar se volvió hacia donde había visto a Kaz por última vez.

—¡Kaz! Tu hermano es…

Sin embargo, Kaz había desaparecido.

Hecar inspeccionó rápidamente la calle con la vista, temiendo localizar en algún punto el cuerpo sin vida del compañero de Helati. Casi inmediatamente, no obstante, resultó evidente que Kaz no se encontraba entre los muertos ni los heridos.

Delbin le tiró de la mano. Hecar miró al kender, que intentaba contener su risita.

—Te ha engañado perfectamente, pero es que era idéntico a Kaz; me dijo que haría esto con el fin de ganar tiempo para que Kaz llegara a donde debe llegar, y, además, a Kaz le habría resultado más difícil hacer ciertas cosas si nosotros siguiéramos prisioneros en el templo…

—¿De qué infiernos estás hablando, Delbin? ¿Insinúas que Kaz no se hallaba entre nosotros?

—No, era el hombre gris de mis sueños, y dijo que Kaz tendría más posibilidades de rescatar a Ty si nos escapábamos y nos poníamos a salvo, y además, Helati ha hablado con vuestro clan, razón por la cual…

—Razón por la cual decidimos demostrarle al templo que no puede presionar a Orlig, en especial a mi familia directa. —Toron avanzó y palmeó el hombro de Hecar—. ¡Y eso te incluye a ti, Hecar! ¡No he entendido el resto de lo que ha dicho esta criaturita! ¿Dónde está Kaz?

Hecar sacudió la cabeza.

—Delbin dice que nunca ha estado aquí, que era cierto mago con su apariencia. Hasta ahí creo que lo entiendo. Kaz ha ido a rescatar a… una hembra humana —no era conveniente revelar todavía la verdad a Toron— que el sumo sacerdote tiene prisionera. La hembra es importante por alguna razón.

—¡Entonces deberíamos regresar para ayudarlo! ¡Los demás pueden ocuparse de estos prisioneros!

—¡No! —exclamó Delbin con voz aguda—. ¡El mago dijo que debíamos ir al circo!

Hecar hizo una pausa para reflexionar. Por una parte, quería regresar y ayudar a Kaz, pero por otra, su interferencia podía dificultar a Kaz su huida furtiva con Ty.

—Ojalá estuviera aquí Helati —masculló. Los consejos de su hermana siempre eran juiciosos.

—Ya ha hecho bastante —replicó Toron—, considerando todo lo que ha ayudado a planear.

—¿Helati está aquí? ¿Cómo es posible? ¿Dónde está?

—Aquí no, por lo menos no en carne y hueso, pero…

Fliara se unió a ellos, interrumpiendo la explicación de su hermano. Su semblante reflejaba gran preocupación.

—¿Dónde está Kaz?

—Aquí no —respondió su hermano—, es lo único que entiendo. Tal vez haya regresado al templo, si lo que ha dicho Hecar es cierto.

—Entonces tienen problemas.

—¿Por qué lo dices? —preguntó Hecar.

La joven miró en derredor, buscando algo.

—Scurn también ha desaparecido.

Cuando la ceremonia que anunciaría el duelo imperial daba comienzo, una señal de alarma alertó la mente de Inferno. Era una medida de seguridad que había añadido al conjuro que aprisionaba a la cría; lo prevenía, por ejemplo, si el poder de la joven aumentaba lo suficiente para romper o destruir la jaula carmesí. Además, por su función, advertía al dragón si alguna fuerza externa intentaba lo mismo.

Inferno no creía que la cría estuviera todavía suficientemente entrenada para liberarse por sí misma. Por tanto, sólo le quedaba la influencia externa y eso, para el monstruo disfrazado, significaba, por imposible que pareciera, que se trataba de un ser audaz único.

—Kaz… —murmuró.

Uno de sus servidores, oyendo el murmullo del sumo sacerdote, se volvió para ver si su señor deseaba algo. El asiento del sumo sacerdote estaba vacío.