El hombre gris
A Ayasha no le gustó la razón que Helati le dio cuando le pidió que ella vigilara a sus hijos, pero lo comprendió. Helati no quería perder tiempo discutiendo. Ya era terrible verse separada de sus hijos. Se sentía como una mala madre, pero esperaba que, si algo le ocurría a ella, al menos vivirían para entender por qué. Tenía que intentar recuperar al padre de los pequeños.
Ésa era su misión. Los demás minotauros podían arreglárselas solos.
No había nadie a la vista cuando, antes del alba, salió de su casa para montar en su caballo. Pocos minutos más tarde estaría en camino, sin que nadie más que Ayasha y el compañero de ésta conociera su secreto. Había dado permiso a Ayasha para revelárselo a los demás cuando ella estuviera lejos.
—No creerás en serio que vas a ir cabalgando hasta allí tú sola, ¿verdad?
Helati giró en redondo y descubrió a Brogan, con el hombro vendado, a pocos pasos detrás de ella. El minotauro se había movido con tanto sigilo que ni ella ni su montura habían reparado en su presencia.
—¿Qué haces aquí, Brogan? ¿Y por qué no te has curado la herida? Eres clérigo.
—Mi fe en Sargas se ha… debilitado mucho, últimamente. No he sabido hacerlo mejor. Pero no tiene importancia. —Se encogió de hombros y cambió de tema—. Es curioso. Hace un rato he tenido un sueño acerca de un humano. He visto a poquísimos humanos, excepto en la guerra, y sin duda ninguno vestía de gris… de pies a cabeza. Ha sido un sueño corto, extraño. Me ha dicho que no podía quedarse mucho tiempo, pero quería que me despertara y te buscara. Los niños te necesitan más ahora que Kaz no está. Eso fue lo que me dijo. Entonces desperté.
Las palabras del minotauro eran desconcertantes, sobre todo lo relativo al hombre de gris.
—Son tus propios miedos, Brogan. Es un sueño muy normal.
—Pero te marchas —señaló el aludido—. Y con sueño o sin él, creo que es necesario que permanezcas aquí.
—Eras tú quien quería reunir una partida armada y arrasar Nethosak…, ¿o en aquel momento era una treta para poner al mayor número de nosotros posible en manos del emperador?
La expresión del macho casi hizo arrepentirse a Helati de su comentario sarcástico.
—Lo propuse con toda sinceridad. He meditado mucho, Helati. Kaz tenía razón en que una fuerza muy numerosa sería más un estorbo que una ayuda. Eso es todavía más cierto ahora. Si fuéramos muchos a rescatar a Kaz, caeríamos en manos del sumo sacerdote. El sumo sacerdote es a quien hay que vigilar, no a Polik.
—No puedo limitarme a estar sentada y esperar. Puede que Kaz necesite ayuda.
—Puede que ya esté muerto —replicó Brogan rudamente—. Lamento decirlo, pero es una posibilidad. Presentándote en Nethosak no conseguirías nada más que compartir su mismo destino fatal. ¿Querría Kaz que abandonaras a los niños?
—¡Eso no es justo! ¡No los estoy abandonando sin más!
El minotauro de un solo cuerno inclinó la cabeza a modo de disculpa.
—Lo he dicho sin delicadeza, pero ya sabes a qué me refiero. Los niños deberían ser ahora tu principal preocupación.
—¿Y qué hay de Kaz?
—Tal vez regrese con tu hermano y el kender, todos ellos sanos y salvos tras sus peripecias. Tal vez ha caído prisionero del sumo sacerdote. Tal vez está muerto. La cuestión es que tú debes quedarte aquí y esperar.
—¿A quién puedo pedir que vaya en mi lugar? Esto concierne a mi compañero y a mi hermano. ¿Debo ser menos que Tremoc? Viajó por todo Ansalon una y otra vez, siguiendo el rastro del asesino de su compañera.
—Tremoc era Tremoc y, por mucho mérito que tenga su leyenda, no deberías basar en ella tu decisión. Además, no tienes por qué ir a Nethosak personalmente. Hay otra forma de averiguar lo que está ocurriendo, dama Helati.
—¿A qué te refieres? —Miró con desconfianza al otro minotauro—. ¿Qué otro método podría existir?
Brogan desvió la mirada, aparentemente avergonzado.
—Conozco… una manera más rápida de ponerme en contacto con Nethosak, más veloz que si tuviéramos palomas mensajeras a nuestra disposición. Algo que traje conmigo como medida de precaución para una emergencia.
Helati entornó los párpados.
—¿De qué se trata?
—Un pequeño medallón. Se lo compré a un mago Túnica Negra durante la guerra, cuando tenía que ir a menudo a lugares donde no podía utilizar mis propios poderes sin ser detectado por algún clérigo de Paladine. Permite ponerse en contacto con cualquiera que se halle en Nethosak, pero sólo por un breve lapso de tiempo. En realidad nunca lo he utilizado, pero me lo traje por si acaso. Aún debería funcionar.
—¿Puedo usarlo yo?
—Está afinado para mis constantes, pero… quizá sí. Prefiero no explicar mucho sobre eso… No es algo de lo que ahora me sienta orgulloso. —Extendió los brazos, mostrándole las palmas de las manos—. ¡Debes creerme, Helati! No te mentiría respecto a esto. Nunca pensé utilizarlo desde que renuncié a mis anteriores fidelidades, pero ahora la ocasión y la necesidad lo exigen.
Helati lo meditó cuidadosamente y finalmente asintió.
—De acuerdo, pero lo intentaremos los dos juntos.
Brogan accedió. Volvieron a la morada del minotauro, en cuyo interior él abrió un pequeño arcón.
—Lo estaba contemplando cuando llegaste. Verás, ya me estaba planteando la conveniencia de ponerme en contacto con alguien que conozco allí. —El minotauro de un solo cuerno extrajo un pequeño medallón de plata con un cristal azul en el centro. Había una inscripción en él, pero Helati no consiguió descifrarla. Brogan le tendió el artículo formando un cuenco con la mano.
—¿Cómo funciona? Nunca había visto nada parecido.
—Es muy simple. Sólo tengo que apoyar el pulgar sobre el cristal y el índice justo en la cara opuesta del medallón. Entonces pienso en una localidad o una persona y cierro los ojos. —Sonrió tristemente a Helati—. Me costó una barbaridad, pero en aquel tiempo me pareció que lo necesitaba.
En efecto, había mucho en su lóbrego pasado que requería explicaciones, pero en ese momento no era importante para Helati. La joven se arrimó a Brogan para estudiar con detalle el artefacto. Su mente trabajaba a toda velocidad.
—¿Con quién tenías previsto hablar antes?
—Cero que todavía cuento con un puñado de amigos que estarían dispuestos a echarme una mano. Probaré con ellos ahora.
—No, déjame a mí. Tengo una idea mejor.
Brogan la estudió, dubitativo. Enseguida, alzándose de hombros, le tendió el artefacto.
—Como he dicho, está afinado según mis constantes.
—Debo intentarlo. —Colocando en posición el pulgar y el índice, Helati se concentró. Intentó pensar en Kaz, pero en su lugar, por alguna razón, fue la casa del Clan de Orlig lo que invadió sus pensamientos.
—… a mí… —decía una voz.
Helati se llevó tal sobresalto que interrumpió el contacto.
—¿Qué ocurre?
—No temas que no funcione conmigo, Brogan. —Sin aguardar su respuesta, Helati volvió a probar.
—… le di mi palabra. ¡Y no se hable más de este asunto!
Dastrun. Reconocería su voz en cualquier parte. El hechizo funcionaba.
De repente, las voces se hallaron acompañadas por una imagen. Era la sala donde Dastrun y los demás ancianos celebraban sus sesiones, y parecían estar discutiendo acaloradamente.
—¡Él conocía los peligros! —insistía Dastrun—. ¡El propuso el pacto! ¡Nosotros nos atuvimos a él, ni siquiera revelamos a la guardia hacia dónde se dirigían! ¡No hay más que hablar!
—Han previsto que muera en la arena en el transcurso de una ceremonia amañada —señaló una hembra anciana—. ¡Van a morir sin una buena razón, Dastrun!
—Se ha decretado…
—¡Decretos! ¡Estamos hablando de honor y justicia, patriarca! —exclamó otra voz.
—El sumo sacerdote los ha declarado herejes y traidores —la contradijo otra—, especialmente a Kaz.
Kaz. Estaban hablando de Kaz. Helati se lo había figurado. El patriarca volvió a tomar la palabra.
—El propuso el acuerdo. Nos atendremos a él. El clan no tiene nada que ganar involucrándose con Kaz y los otros. Morirán en el circo y ése será el fin. Kaz está muerto a partir de este mismo momento. He tomado una…
—¡No!
Todos los presentes en la sala levantaron la vista en busca del origen de la voz. Sólo después de que el eco se desvaneciera, Helati comprendió que era ella quien había hablado.
—¿Qué es esto, en nombre de Sargas? —balbució Dastrun.
Dominándose, Helati volvió a hablar.
—No, Dastrun. Eso no servirá.
—¿Quién habla? ¿Quién eres?
—Soy Helati. La compañera y esposa de Kaz.
Muchos de los ancianos murmuraron entre sí. El patriarca miró a su alrededor, desconcertado.
—¿Dónde te escondes?
—No me escondo, patriarca. Dispongo de un artilugio que me permite averiguar lo que le sucede a Kaz. Bien, ya he averiguado lo que quería saber, y no me gusta.
—Mira, Helati…
La joven tomó aliento. Orlig iba a escucharla, con Dastrun o sin Dastrun. Tenía cuatro cosas que decir sobre la lealtad y el honor. Iba a obligarlos a escuchar… y a actuar.
«Será mejor que Kaz no muera», pensó Helati. Si Kaz moría, ella haría pagar al clan un alto precio por su fracaso. En Helati existía un aspecto que jamás había dejado ver a su compañero…, pero estaba a punto de hacer recordar a Dastrun y los demás ancianos por qué la apodaban El Terror cuando era una joven guerrera.
Pensando en los dos niños que aguardaban el retorno de su padre, Helati empezó a hablar.
El tamborileo del bastón contra el suelo de piedra fue lo primero que alertó a Kaz de la presencia de otra persona en la celda. Abrió los ojos lentamente, preguntándose por qué no había oído abrirse la cerradura o la misma puerta. Cuando su mirada se posó en un par de botas grises medio ocultas por una túnica del mismo color, trato de incorporarse de un brinco. Desgraciadamente para Kaz, sus cadenas no le permitían tanta libertad de movimiento. Lo único que consiguió hacer fue perder el equilibrio y caer hacia atrás, hasta chocar contra la pared.
El humano vestido de gris lo observaba en silencio. Presentaba el mismo aspecto que en el sueño, excepto en que era un poco más alto de lo que recordaba Kaz. La figura de la túnica era, de hecho, casi tan alto como el minotauro. Kaz también reparó en que veía claramente al hombre gris, a pesar de que la luz de la antorcha que ardía en el pasillo era la única iluminación disponible.
—¿Otro sueño? —preguntó Kaz.
—A veces es difícil saberlo, ¿verdad? —El hombre de gris sonrió comprensivamente—. En ocasiones me descubro preguntándome si estoy despierto o dormido cuando hago esto. Ahora, sin embargo, me atrevería a decir que es lo primero. Sí, lo primero, no es un sueño.
—Si tienes algo que decir, será mejor que lo digas antes de que los guardias vengan por ti.
El hombre gris miró por encima de su hombro.
—Oh, no pueden oírme, Kaz.
—¿Por qué no me sorprende? Está bien, ¿qué es lo que quieres esta vez?
El humano de la túnica dejó escapar un suspiro. Se apoyó en su bastón. Había pesar, un gran pesar en sus ojos.
—Lamento tu pérdida, Kaz. Intenté predecir lo que iba a ocurrir, pero al final sólo pude adivinarlo. Si pudiera ver literalmente el futuro, representaría un peligro terrible para Krynn, pues sentiría la tentación de alterar un hecho tras otro pese al pacto que sellé. Eso sólo empeoraría las cosas, en lugar de mejorarlas.
Kaz lanzó un resoplido.
—No tengo la menor idea de qué me estás hablando, hechicero. Porque eres un mago, ¿verdad? ¿O eres un clérigo de Gilean?
La pregunta le pareció divertida a la figura gris.
—Podríamos decir que soy el mago más sobresaliente del mundo y tal vez, a mi manera, un clérigo extraoficial del Dios de la Neutralidad. Estoy seguro de que mi apariencia te hace pensar en lo último, aunque el color gris es más la señal de mi pacto con los dioses Solinari, Lunitari y Nuitari. Era el modo de garantizar que no olvidaría mi lugar ni mi juramento. —Meneó la cabeza pensativamente—. Y luego dicen que los dioses no tienen sentido del humor. Sí que tienen. Simplemente, sus chistes no nos parecen nada graciosos.
—Todavía no me has dicho quién eres o por qué has venido. —Kaz se estaba cansando de los vagos y desconcertantes comentarios de la figura gris—. ¿Por qué nos acechabas? ¿Qué es toda esa palabrería sobre el equilibrio?
El bastón tamborileó nuevamente.
—Demasiadas preguntas, y demasiado poco lo que puedo responder. Tu amigo Huma no preguntaba ni la mitad.
Los ojos del minotauro se estrecharon.
—De eso te conozco. ¡Ahora me acuerdo! ¡Huma dijo que te conoció antes de descubrir las Dragonlances!
—Entonces existía un gran desequilibrio en el mundo. Las Dragonlances eran necesarias para restablecer el equilibrio, y el caballero Huma actuó como catalizador. Era el más digno que pudimos encontrar en el tiempo que nos quedaba, y resultó ser mejor de lo que nadie hubiera esperado. ¿Sabes que existen similitudes entre vosotros dos? Por eso decidí no perderte de vista por completo. Sabía que incluso acabada la guerra, aún había peligro, un desequilibrio. Es un don, o tal vez una maldición, que me ha sido concedido. Sé en qué consiste la amenaza, pero estoy limitado en mi actuación.
—¿Sabías la verdad sobre nuestro sumo sacerdote?
—La descubrí. No tienes ni idea de lo que la presencia de dos dragones significa para Krynn, Kaz. Se suponía que los dragones, buenos y malos, debían partir como parte de la paz creada por los dioses. Era un pacto de la mayor envergadura. Aun así, por culpa de un huevo, un huevo de dragón Plateado que se perdió, el pacto entero podía desbaratarse. El huevo significaba que un dragón se había quedado atrás. En un esfuerzo por ejercer algún tipo de equilibrio, el mundo permitió que otro dragón, uno de naturaleza maligna, permaneciera también en Krynn. Por desgracia, se trataba del Rojo llamado Inferno, uno de los más mortíferos de los sirvientes de la Reina de la Oscuridad. Tú, por estar vinculado ya a esta historia, pasaste a ser nuestra única esperanza.
—¿Qué quieres decir con que ya estoy vinculado a esta historia? —Kaz se agitó, incómodo. Por alguna razón, supo que el hombre de gris decía la verdad.
El bastón volvió a golpear rítmicamente el suelo.
—Hubo un mago que mantenía prisionero a una hembra de dragón que estaba herida. Recurrió a amenazar sus huevos para obligarla a cumplir su voluntad…
La cabeza de Kaz se hundió.
—Lo recuerdo. Los dragones tenían que irse. Fue justo después de la guerra. Ella y su compañero no se habían marchado porque querían recuperar sus huevos, los que Brenn, el Túnica Negra, les había robado. —Volvió a levantar la cabeza y miró a la figura de la túnica—. Pero Brenn fue víctima de su propia magia y, aunque la hembra de dragón pereció, yo llevé sus huevos a un lugar seguro, donde se los entregué a su compañero. ¡Ahora deberían estar a salvo, dondequiera que estén!
—El macho Plateado también estaba herido, seguro que lo recuerdas. Debido a la debilidad ocasionada por sus heridas, Kaz, se le cayó uno de los huevos. Ocurrió mientras la cría estaba rompiendo el cascarón, pero el macho no podía saberlo. Cuando se percató, dio media vuelta, pero no logró encontrarlo y supuso que se había roto con la caída. Sin embargo, no fue ése el caso. Las crías de dragón son más resistentes que otros recién nacidos. Los huevos de dragón son muy sólidos, y la caída sólo agrietó el cascarón y dejó aturdida a la cría. Cuando finalmente despertó y consiguió salir, no sabía dónde se hallaba o qué era.
—¿Ty…? —El destino volvía a burlarse de Kaz. Era el nombre del padre de la joven hembra: el macho Plateado.
El hombre gris asintió.
—Los primeros seres inteligentes que vio, sólo unos días más tarde, eran humanos, varias familias que se trasladaban a un nuevo hogar. Deseando unirse a ellos, cambió de forma sin darse cuenta. Aunque nunca pasó mucho tiempo con nadie, esa forma le resultaba tan segura que pronto olvidó su forma de nacimiento.
—¡Está bien! —estalló Kaz, cansado ya de todo aquello—. De modo que estoy atado a su pasado. Nada más. ¡No tenías que haberme mezclado en esto! No soy responsable de lo que ocurrió más tarde.
—No, es cierto. Fuiste elegido, por mí. La Reina de la Oscuridad se aprovechará de esta situación. Todo aquello por lo que luchaste codo con codo junto a Huma de la Lanza se perderá. Retrocederemos a una guerra interminable cuyo desenlace es, esta vez, muy dudoso. —El hombre de gris volvió a suspirar—. Ansalon no se ha recobrado lo suficiente de la última guerra para sufrir otra semejante. Te he elegido porque creí que lo comprenderías. Te elegí porque creía que eras la mejor esperanza que hay de devolver a Ansalon… y a tu propio pueblo… a su verdadero camino.
—Mi padre ha muerto… y yo nunca quise ser un héroe.
Tap, tap, tap.
—Kaziganthi de-Orlig, si pudiera, ocuparía tu lugar, pero hice un juramento a los tres dioses de la magia, quienes, habiéndose retirado voluntariamente de los asuntos ajenos, tienen un interés personal en mantener el equilibrio del mundo…, con independencia de lo que hagan sus magos. Mi poder no mengua según qué luna esté dominando, pero a cambio debo ser precavido y esforzarme siempre por ayudar a Ansalon, a todo Krynn, a mantenerse en equilibrio. Debo guiar a otros y nunca se me permite ser quien actúa. Debe ser siempre otro.
Kaz no estaba seguro de coincidir con, o siquiera comprender, todo lo que decía el hombre de gris, pero, a decir verdad, admitía que Ansalon no soportaría una nueva guerra.
—¿Entonces has venido a concederme una oportunidad? ¿Vas a liberarme y a ofrecerme los medios para combatir a Inferno?
—¿Lo deseas?
—Disponer de una oportunidad… sí.
—He hablado con la joven hembra Plateada. Ella se quedará, por el momento, pero sólo porque está perdida en su propia mente. Si deseas ayudar a restablecer el equilibrio, Kaz, hay algo que debes hacer, tanto si pereces como si no. Debes despertar al dragón que hay en ella.
Kaz lanzó un gruñido.
—Creí que eso era lo que intenta hacer Inferno.
El hombre de gris negó con la cabeza.
—No, sólo pretende desbloquear la forma y el poder de la joven para que cumpla sus órdenes. Pretende doblegarla para convertirla en su servidora. Si esperas salir victorioso, debes despertar al verdadero dragón. Debes despertar a Tiberia para que sea lo que se supone que debe ser un Dragón Plateado. Sólo entonces tendrás alguna posibilidad de derrotar al monstruo Inferno.
—No podré hacer nada mientras esté así —replicó Kaz, agitando sus cadenas para que tintineasen—. ¿Tienes intención de liberarme?
Su etérea compañía desvió la mirada con lo que podría ser genuino azoramiento.
—Lo sabrás cuando llegue el momento. —El bastón golpeó nuevamente el suelo—. La guardia está inquieta.
El minotauro miró rápidamente hacia la puerta y, aguzando el oído, escuchó los movimientos de los centinelas a lo lejos. Se volvió una vez más hacia el hombre de gris, pero el humano ya no estaba.
—Típico de los magos —masculló entre dientes—. ¡Dan más problemas que soluciones, pardiez! —No obstante, su ánimo se alegró y su determinación se reafirmó. Había combatido contra ogros, magos e incluso estatuas vivientes, y las había derrotado a todas. Tal vez sucumbiera a Inferno, pero no pensaba acudir dócilmente a su cita con la muerte.
Se habría tranquilizado un poco de haber sido capaz de recuperar a Rostro del Honor, pero cualquier buen hacha de factura minotauro podía traspasar la gruesa piel escamosa de un dragón, ¿o no? Había una manera de comprobarlo.
Algo oscureció la celda. La cabeza del guardia, sumida en sombras, ocupaba la mayor parte de la mirilla de barrotes. Su dueño observó al prisionero.
—¿Ocurre algo? —preguntó Kaz.
El centinela observó el interior de la celda y luego soltó un bufido. Tras una nueva breve mirada, negó con la cabeza y se alejó sin pronunciar palabra.
A solas de nuevo, Kaz meditó sobre el hombre de gris. Por lo poco que recordaba de los encuentros de Huma con aquel personaje, el hombre de gris nunca decía más de lo que necesitaba decir. No había prometido a Kaz que triunfaría; ni había prometido que el minotauro sobreviviría, aunque consiguiera de algún modo alzarse con la victoria. Huma murió a pesar de haber derrotado a la Reina de la Oscuridad; a Kaz podía ocurrirle lo mismo. No era un pensamiento reconfortante, pero eso no disuadió al minotauro. Si quedaba una última oportunidad de entorpecer las maquinaciones del dragón, la aceptaría de buen grado.
Deseó que los demás no se vieran implicados. Podían morir todos. Aunque el hombre de gris también llorase su pérdida, empezaría a buscar de inmediato a alguien más con el fin de restablecer el equilibrio. En algunos aspectos, sus métodos parecían casi tan despiadados como los del dragón. Sin embargo, eran los dioses quienes obligaban al mago a actuar de aquel modo; los dioses, que interferían siempre que se les antojaba.
Eso no era enteramente cierto, y Kaz lo sabía. Paladine no era así, y Kaz suponía que incluso las manos de los dioses más poderosos se hallaban atadas en determinadas ocasiones.
—Paladine —murmuró—, Kiri-Jolith y también tú, Habbakuk. —Estos tres dioses componían el panteón que veneraban las tres Órdenes de los Caballeros de Solamnia. Kaz las respetaba sobre todo por su sentido de la justicia y el honor. En especial ahora, tenía mucho más sentido adorar a los dioses solámnicos antes que a Sargas, quien tanto parecía exigir y tan lastimosamente poco daba a cambio—. ¿Creéis que podríais hacer una excepción e interferir una sola vez? ¿Ni por mí?
No recibió respuesta alguna, naturalmente.
Inferno contempló desde las alturas su ciudad, su reino. Sus ojos le permitían verlo todo con un detalle excepcional pese a la oscuridad. Distinguía las altas murallas que conformaban el límite septentrional de Nethosak. La capital imperial había llegado a ser una maravilla digna de la admiración de cualquier raza, y los daños sufridos durante la guerra eran apenas un recuerdo. Él había modelado bien a los minotauros a ese respecto; trabajaban como abejas en una colmena, construyendo y reconstruyendo constantemente por el bien de la raza.
Había excepciones, no obstante. La mayor de ellas perecería de todos modos, y su estigma se desvanecería antes de que concluyera el año. La nueva campaña, la campaña del Dragón Rojo, exigiría la atención plena de los minotauros.
Los minotauros eran suyos por derecho. Inferno lo sabía. Era él quien se había esforzado durante tanto tiempo por convertirlos en lo que eran ahora. Cuando él llegó, por orden de su señora, Nethosak era una ciudad joven, apenas un asomo de su actual tamaño. El Templo de Sargas no era entonces un poder tan grande como ahora, al igual que el cuerpo gubernativo de la raza. Siendo ya los minotauros un pueblo competitivo por naturaleza, Inferno sólo tuvo que hacer hincapié en ese aspecto de sus personalidades y se enfrascó en la tarea de crear lo que llegaría a ser el Gran Circo y los juegos.
Gracias a su capacidad de cambiar de forma, se había infiltrado fácilmente en la especie. Un Dragón Verde, cuya especie se utilizaba a menudo en los planes que requerían una astucia sutil, podía haber conseguido también una gran influencia sobre los minotauros, pero los Verdes, pensó Inferno con un resoplido de mofa, eran unos pésimos estrategas. Eran buenos para urdir conspiraciones menores entre bastidores, pero eran incapaces de abarcar todos los entresijos de la creación de un ejército o de librar una batalla a gran escala.
Al principio pensó en asumir el papel de emperador, pero el templo y la posición del sumo sacerdote le ofrecían una jerarquía más discreta y reservada. Le proporcionaba la intimidad que necesitaba, y además su influencia podía ser mayor incluso que la de los demás brazos ejecutivos del gobierno, si jugaba bien sus cartas.
Cuánto trabajo, pensó Inferno con orgullo, mientras regresaba a sus aposentos. Bajo la apariencia del sumo sacerdote Presir, al cual, naturalmente, se había visto obligado a eliminar, Inferno impulsó la construcción del primer templo. Sus impresionantes dimensiones dejaron atónito al populacho y, cuando estuvo terminado, el dragón supo que también apabullaría a las generaciones futuras. Diseñó la sala de audiencias y sus aposentos personales de modo que le permitiera, en ocasiones, recuperar su verdadera forma. Inferno dio instrucciones a los artesanos para que esculpieran el relieve del dragón que ahora dominaba el inmenso portal de la sala.
Disfrutó realmente descubriendo su secreto ante el reducido y patético grupo que intentaba rescatar a la cría. Sólo el minotauro presuntamente elegido para ser el próximo sumo sacerdote había contemplado su verdadero aspecto, y eso segundos antes de que el Dragón despachara al infortunado y adoptara la forma corporal del difunto. En cierto modo, era una lástima que estos herejes tuvieran que morir. Habría sido un agradable respiro para Inferno hablar, de vez en cuando, con alguien que supiera la verdad.
Naturalmente, siempre estaba la cría. Con el tiempo, ella lo comprendería mejor que nadie.
—Te sentirías más cómoda si te rindieras a tu destino, jovencita —aseguró Inferno a la minúscula figura que se hallaba en el centro de la estancia—. Entonces yo podría suavizar un poco las restricciones.
—¡No pienso ayudarte! —Ty estaba rodeada de un campo luminoso de color carmesí que latía cada vez que la joven respiraba. El esfuerzo de permanecer en pie toda la noche se evidenciaba en su tensa expresión, pues no se había sentado desde que Inferno la había trasladado allí desde la gran sala de audiencias.
—Tu voluntad no desmerece tu herencia. Un humano, ni siquiera un minotauro, no sería tan fuerte. Son débiles, todas las razas menores. Somos nosotros, los dragones, quienes deberíamos gobernar Krynn por derecho propio. —El sumo sacerdote señaló la ciudad que se extendía al otro lado de la ventana—. Somos todo lo que ellos no son. Mira lo poco que han hecho a lo largo de su existencia. Dedican tanto tiempo a pelearse unos con otros que no logran mucho más. Necesitan la orientación de una raza más antigua y sabía que les muestre cómo debería ser el mundo. Nos necesitan, jovencita. Por eso deberías estar ansiosa por ayudarme. Es por su propio bien.
—¡Mientes! ¡Kaz y Delbin nunca aprobarían que te ayudase!
Había una flota a punto de zarpar en cuestión de días y un vasto ejército a punto de marcha para cruzar y rodear las montañas del oeste. Sólo aguardaban a que él diera la orden. No tenía tiempo que perder intentando convencer a esta confusa cría de Dragón Plateado de lo que era correcto hacer. Inferno decidió que, en cuanto el minotauro Kaz hubiera muerto, él recurriría a métodos de persuasión más drásticos. Ella cambiaría de opinión cuando le presentaran el cadáver del minotauro. La porfiada rebeldía de la cría también era digna de su raza, pero ya pasaba de castaño oscuro. Inferno tenía un mundo que conquistar.
—Eres débil, jovencita, no tanto en poder como mentalmente. Veo que tendré que hacer cuanto pueda por educarte, por enseñarte. Acabarás apreciando mis esfuerzos, créeme. —Inferno unió las manos formando un pináculo con los dedos. Tras siglos representando un papel, había incorporado determinados hábitos humanos en la mente y el cuerpo de dragón. Hablaba con Ty como lo haría con uno de sus fieles acólitos—. Es por el bien de todos vosotros. Al final me darás la razón, aunque tu amigo Kaz lo haya comprendido demasiado tarde. Es mejor que su vida finalice antes de que comience la gran campaña. No cooperaría, y su presencia continuada sólo confundiría a soldados que de otro modo serían leales.
«Sí —pensó Inferno—. La muerte del… campeón de Tiberia y la amenaza de acabar con su diminuto amigo kender bastarían para quebrar la voluntad de la joven». Era una lástima que no pudiera llevar a la joven al circo a contemplar la muerte del minotauro, pero era demasiado pronto para arriesgarse a liberar a la joven de su encierro. Sin embargo, Inferno podía volver a utilizar el mismo conjuro que le permitió, en su día, descubrir a su congénere. La hembra podía contemplar las actividades que tenían lugar en el circo desde aquí, en el templo, sola e indefensa. Su cautiva permanecía en pie, como si por este simple acto de rebeldía pudiera lastimar a Inferno. El dragón sacudió la cabeza.
—Con tu actitud sólo te debilitas, jovencita. El minotauro morirá de todos modos y tú te desplomarás tarde o temprano. ¿Por qué no conservas tus energías? Tal vez, si descansas un poco, verás las cosas como deben ser realmente.
Para su sorpresa y ligera satisfacción, Ty hizo exactamente eso. Se sentó resignadamente y, tras proferir un suspiro, se frotó los ojos.
Entonces hizo algo que desconcertó incluso al Dragón Rojo. Ty levantó la vista y la clavó en las alturas, con una expresión inquisitiva en su rostro. Era casi como si estuviera preguntando si había tomado la decisión correcta sentándose por fin. Pero Ty no lo miraba a él. Su mirada se perdía por encima del hombro del sumo sacerdote.
Inferno se volvió rápidamente, preguntándose si el minotauro Kaz había conseguido, por arte de magia de alguna clase, escapar de nuevo; pero no había rastros de ninguna otra presencia. Inquieto por alguna razón que no terminaba de intuir, el dragón cruzó la estancia y escudriñó los rincones, buscando cualquier zona sumida en sombras que pudiera ocultar a un espía del tamaño de un kender. Pero seguía sin ver nada.