El dragón rojo
Scurn estaba de muy mal humor. No sólo había sido humillado otra vez en el circo, sino que ahora había perdido el favor del sumo sacerdote y también el del Círculo Supremo. Su única esperanza de redención era capturar de nuevo a Kaz y a sus compañeros antes de que lo hiciera otro, tarea en absoluto fácil, puesto que había patrullas buscándolos por todo Nethosak. Naturalmente, varias de las patrullas dedicaban más tiempo a pelearse entre sí que a la búsqueda, lo cual le proporcionaba cierto consuelo. Los servidores del Círculo Supremo abrigaban pocas simpatías por los servidores del clero estatal, y viceversa; Y ninguno de ellos estimaba a los miembros de la guardia. Éstos, a su vez, tenían en poca consideración a ambos grupos de sirvientes.
Scurn bebió de su jarra, pero de su cerveza sólo quedaban los restos. Una cosa más por la que maldecir. Aun así, probablemente era una suerte que se hubiera terminado su bebida. Entraba de turno en el cuartel general. Imponiendo su rango, Scurn había apelado a su autoridad para encabezar una patrulla. Esta vez, se juró que encontraría a Kaz y se encargaría de que su rival fuera conducido a rastras hasta el mismísimo Jopfer.
Mientras se incorporaba, Scurn meditó sobre su humillación más reciente. A decir verdad, admiraba en secreto la habilidad de Kaz en el combate. Kaz lo había vencido limpiamente, pero dejarlo vivo e inconsciente era un insulto. Kaz debió matarlo, como exigía un combate singular. Dejando al capitán de la guardia con vida y relativamente indemne había menospreciado la competencia de Scurn.
«Debiste matarme, Kaz», pensó. Una muerte honrosa era preferible a una derrota humillante. Scurn se sentía empequeñecido a los ojos de sus guerreros. Sólo la captura o la muerte de Kaz apaciguarían al desfigurado capitán.
Scurn salió de la taberna concentrado en dónde empezar a buscar a continuación. Quería registrar de nuevo su antiguo clan. Orlig ocultaba algo. Ni siquiera Dastrun, quien supuestamente apoyaba al emperador, había dicho nada de valor al ser interrogado. Pero Scurn estaba convencido de que el clan había ofrecido cobijo a los fugitivos durante un breve período. Tenía un testigo que afirmaba haber visto a miembros del Clan Orlig comportarse de un modo sospechoso alrededor del circo en el momento de la desaparición de Kaz.
«¡Debo volver y sacudir al viejo Dastrun por el cuello hasta que hable! Él sabe algo. Lo sabe».
Los cuarteles de la guardia se hallaban justo delante de él. Debido a su importancia, la guardia no se hallaba nunca demasiado lejos del emperador y del circo. Scurn aceleró el paso, cada vez más ansioso por reanudar la búsqueda. Ahora recordaba que Ganth tenía muchos antiguos colegas entre los marinos. No serían precisamente pocos los que estarían dispuestos a darle cobijo, junto con su hijo. También tenía que decidirse acerca del sector donde los minotauros pendientes de juicio o los fracasados construían sus humildes viviendas. Uno de aquellos innumerables cuchitriles podía fácilmente servir de escondite a Kaz, Ganth y Hecar. De todos modos, aquel sector necesitaba una batida desde hacía mucho tiempo.
—¿Capitán Scurn? —gritó una voz femenina.
El minotauro se detuvo y se volvió. Una hembra guerrera, varios años más joven que él, corrió hacia donde se encontraba, jadeando pesadamente. No la reconoció, pero prendido sobre su pecho distinguió el emblema de la guardia, un círculo en cuyo interior se inscribía un ojo superpuesto a un hacha.
—Yo soy el capitán Scurn. ¿Qué quieres?
La joven lo saludó marcialmente.
—Me han enviado a buscarte —dijo, tratando de recuperar el aliento—. El sargento de guardia me dijo que estarías en El Basilisco Funesto; pero no te encontré y decidí probar en esta zona.
—No debiste verme. Bueno, habla de una vez. ¿A qué viene tanta prisa?
—¡Capitán, hay noticias de que los fugitivos han sido vistos en el distrito del malecón! Tu segundo oficial salió con la patrulla, pero me dejó atrás para que te informara. Si nos apresuramos, podemos alcanzarlos en el buque de guerra Lancero del Mar.
—¿El Lancero del Mar?. —Scurn no conocía aquel navío en particular—. ¿Kaz está allí?
—Tal es el rumor que corre. El capitán es un antiguo miembro de la tripulación de su padre.
—¡Conque yo tenía razón! —El capitán apoyó una mano en el hombro de la joven—. ¡Rápido! ¿Cuánto rato hace? No irán a abordar el barco sin más, ¿verdad?
—No, capitán. Ahora mismo esperan tus órdenes. Pero si no aparezco pronto contigo…
—¡Entonces en marcha! —Scurn echó a andar a paso vivo en dirección a los muelles.
La joven se pegó a sus talones, ahora en silencio. Eso convenía a Scurn, que estaba ocupado pensando. Kaz estaba familiarizado con la zona, lo que significaba que la guardia debía tomar precauciones adicionales. Por fortuna, el propio Scurn también estaba familiarizado con los muelles, por haber trabajado allí durante algún tiempo.
La hembra lo adelantó apresuradamente.
—Hay que girar por aquí. La otra calle está cortada por obras.
—¿Obras? —Scurn no recordaba ningún trabajo de construcción, y había pasado por aquella calle el día anterior—. ¿Obras de qué?
—Han decidido ampliar otra vez el embarcadero. Empezaron esta misma tarde, pero trabajarán durante toda la noche, capitán.
Scurn resopló. En el fondo, la noticia no era tan sorprendente. La carpintería era vital, no sólo para los astilleros, sino también en otras áreas de la construcción. Ya habían hecho ampliaciones anteriormente una vez, pero con la actividad en su punto álgido desde la guerra, Scurn comprendía perfectamente que el Círculo hiciera mejoras.
Torció por donde le indicaba su guía, adelantándola de nuevo con impaciencia. Aquella calle era mucho más estrecha, casi un callejón, pero estaba orientada en dirección a los muelles. Scurn prestaba poca atención a su entorno inmediato. Lo veía a menudo en el cumplimiento de sus obligaciones.
La figura de un minotauro alto se materializó ante él como por arte de magia, protegido por las sombras. Con una mano empuñaba una espada, con la que apuntó a Scurn. Las intenciones del recién llegado estaban claras, aunque sus rasgos no.
—No te muevas de donde estás —dijo la figura con voz ronca.
—¡Eres un estúpido! —exclamó Scurn, pero entonces apareció una segunda figura, hacha en ristre, que se situó a una distancia óptima para el combate. Aun sin ver sus rasgos, Scurn supo quién tenía que ser al menos uno de los dos aparecidos.
—Kaz… —empezó a decir, bajando la mano hacia su arma, pero tuvo que tragarse las palabras siguientes…, esta vez porque la punta de una espada se apoyó contra su espalda.
—Nada de ruido, no te muevas —le dijo al oído su propia compañera de armas.
—Bien hecho, muchacha —dijo una nueva voz—. Has sido delicada como la brisa de la mañana.
—Gracias, padre.
¿Padre? Scurn quiso volverse para mirar a la hembra, pero intuyó que su advertencia no había sido formulada en vano. Una cosa era morir en combate, pero otra muy distinta, morir inútilmente en un callejón oscuro. Esperaría. Kaz y los demás lo querían vivo por alguna razón, y sospechaba que guardaba relación con aquel maldito kender que habían capturado en el circo.
El guerrero de las cicatrices se relajó un poco. Aún existía una posibilidad de triunfo. De algún modo, convertiría esta última humillación en una victoria.
Kaz estudió a Scurn atentamente, advirtiendo que su adversario estaba más tranquilo de lo que él esperaba. Eso lo inquietó ligeramente, mas no podía permitirse distraerse de sus otros pensamientos. El plan tenía que desarrollarse al ritmo acordado, para verse coronado por el éxito. Debían atacar cuando el templo se hallara más tranquilo.
Su plan podía ser calificado por algunos de descabellado, y Kaz figuraba entre ellos. No obstante, si las tendencias de los minotauros se mantenían, invadir la ciudadela de Sargas podía resultar más fácil de lo que nadie imaginaba. Los clérigos minotauros estaban convencidos de que nadie en su sano juicio penetraría en sus dominios sin permiso. Aquélla era la clase de actitud que Kaz había aprovechado una y otra vez en el pasado para hacer frente a adversarios que, si bien poseían experiencia, se habían vuelto demasiado descuidados con su poder.
—Saludos, Scurn.
El desfigurado minotauro resopló, pero no dijo nada. Se tomaba muy en serio la espada de Fliara, una decisión muy prudente, por su parte. A una seña de Kaz, Fliara despojó a Scurn de sus armas, incluyendo la pequeña daga que la mayoría de los minotauros llevaba oculta en su brial.
—Y ahora, Scurn, vamos a hablar. Me alegra comprobar que sigues siendo el mismo animal de costumbres que recordaba, pero hemos tenido que esperar un poco más de lo que yo quería. Sigues frecuentando las mismas tabernas y posadas. —Scurn lo fulminó con la mirada. Kaz bajó la voz—. Eres un excelente guerrero, Scurn. Nunca he dudado de tus habilidades, ni incluso, en ocasiones, de tu sentido del honor y la entrega. Yo no elegí tenerte como enemigo.
—Tú… —empezó a decir, furioso, el capitán, antes de que Fliara le recordara la hoja que apuntaba a su espalda.
—Será mejor que lo olvides, muchacho —recomendó Ganth a su hijo—. No conseguirás que cambie de opinión. Entregado sí está, hasta el extremo de obsesionarse. No ve nada más que el bando que ya ha elegido, y ahí termina todo.
Kaz sabía que su padre estaba en lo cierto.
—Te ofrezco la oportunidad de obtener tu vida y tu libertad, Scurn. Quiero algo de ti, y a cambio te dejaré libre. Podrás volver a perseguirme y desafiarme a un combate en toda regla. Eso es lo que realmente quieres, ¿no? Lo del circo no cuenta. Entonces la situación era delicada, en el mejor de los casos. Tú quieres enfrentarte a mí en un duelo formal, guerrero contra guerrero, como lo hiciste cuando me seguías el rastro, hace tres años.
Scurn comprendió que lo que oía era verdad. Por mucho que deseara ver a Kaz apresado, arrojado a la arena y asesinado allí, en lo más profundo de su ser, el mayor placer del capitán sería derrotar a Kaz, de una vez por todas, en una pelea mano a mano. Naturalmente, eso no significaba que Scurn fuera a mover ni un dedo para que su sueño se hiciera realidad. En primer lugar y por encima de todo, quería a Kaz… y punto.
—¿Qué esperas de mí? —preguntó finalmente Scurn—. Debe de ser algo importante. No puede tratarse simplemente de ese kender, ¿verdad?
Fliara no volvió a recordarle su presencia. Scurn podía ser un ignorante, pero no un estúpido. Sin embargo, Kaz sabía también que, permitiendo que su rival creyera que él, Scurn, controlaba algún aspecto de la situación, aumentaban las probabilidades de que el minotauro lleno de cicatrices se plegara a sus exigencias. Kaz conocía bien la forma de pensar de los minotauros como Scurn. El capitán tenía claro que traicionaría a sus captores en algún momento. Si todo salía de acuerdo con lo planeado, accedería a ayudarlos.
—Eres nuestro guía —informó Ganth al prisionero—. Vamos todos a ver a Su Excelencia.
—¿Esperáis que os franquee la entrada del templo? —Scurn rompió a reír, hasta que se acordó de la espada de Fliara—. Para eso podéis rendiros a mí ahora mismo. Por lo menos tendréis una oportunidad de morir con honor en el circo.
—Nadie tiene que morir, Scurn, no si hacemos esto como te pido. Eso te incluye a ti.
—Eso dices tú, pero es más probable que me atraviesen por la espalda cuando ya no me necesites, ¿me equivoco?
Kaz acercó su rostro al de Scurn para mirarlo a los ojos.
—Yo no deseo que eso ocurra. ¿Y tú?
Scurn fue el primero en desviar la vista.
—No. ¡Igual que tú, quiero ver venir el hacha!
—Tú eliges, Scurn. Tu vida y tu libertad. Lo único que tienes que hacer es conducirnos al interior y abrirnos paso entre los acólitos. Lo que hagamos a partir de ahí es cosa nuestra.
El capitán se irguió resueltamente.
—Está bien. No tengo mucha elección. Pero os encamináis a una muerte segura. El sumo sacerdote no es tan considerado como lo sería yo.
—Sí —intervino Ganth—, eres la consideración personificada. Ahora date la vuelta.
Scurn obedeció. Ganth sacó de un morral unas insignias idénticas a las que ya lucían Fliara y Scurn. Sin poder contenerse, el prisionero lanzó una exclamación de sorpresa.
—Es asombroso cómo se encuentran estas cosas tiradas por ahí —comentó Ganth. Los miembros de la guardia se enfrentaban a serias reprimendas por perder su insignia, por lo que, en general, tenían mucho cuidado con ella.
—¿De dónde las has sacado?
—Ahora no tenemos tiempo para preguntas —le recordó Kaz. Ni siquiera él sabía dónde había encontrado Ganth las viejas insignias. El marino le había pedido a su hijo que no le preguntara, y Kaz respetó su deseo.
—¿Nos vamos ya? —preguntó Hecar.
—Sí, estamos listos para partir. —Kaz miró seriamente a sus compañeros—. Necesitamos entrar y salir con rapidez. Cada uno conoce su tarea. Cualquiera que no desee suicidarse conmigo puede marcharse ahora.
—¡Eso ya lo has dicho antes, hermano! —replicó Fliara con voz melodiosa—. Ninguno de nosotros te hizo el menor caso entonces, y ninguno te lo hace ahora. —Dio una palmadita a Scurn en la espalda—. Excepto, tal vez, nuestro amigo.
—Pongámonos en camino, hijo —propuso Ganth—. Tengo un par de nietos nuevos y me muero de ganas de conocerlos.
—En marcha, pues.
El grupo echó a andar en dirección al templo. Scurn encabezaba la marcha, con Ganth a un lado y Fliara al otro. Los seguía Kaz, con Hecar pegado a sus talones. Todos habían desenvainado sus armas excepto Kaz, que tenía un papel que representar y, naturalmente, Scurn.
Nethosak nunca dormía del todo, en especial últimamente, pero pocos minotauros deambulaban por las calles a aquella hora. Algunos se cruzaron con el grupo, pero aparte de una furtiva mirada, la mayoría apartaba la vista con rapidez. No era saludable atraer sobre uno mismo la atención de la guardia.
Llegaron a las proximidades del templo sin incidentes. La entrada estaba iluminada por antorchas, y dos centinelas uniformados con los colores del clero montaban guardia en rígida actitud. Kaz observó las ventanas del edificio y comprobó que la mayoría estaba a oscuras. Para entonces, el sumo sacerdote se habría retirado, junto con la mayoría de su personal. Sólo habría algunos guardias de servicio y unos cuantos acólitos.
—No creerás que va a salir bien, ¿verdad? —susurró Scurn.
—Saldrá bien, o lo último que notarás será esta hoja penetrando hasta tu estómago —comentó Fliara desapasionadamente.
—Muy divertido —replicó Scurn—, pero no tanto como este ridículo plan vuestro.
Desfilaron como si Scurn dominara por completo la situación. Los guardias hicieron ademán de cerrarles el paso, pero Scurn les mostró la insignia de su rango y les informó:
—Traigo a un prisionero que el sumo sacerdote desea interrogar. —Señaló a Kaz—. Un compañero del principal fugitivo que buscábamos esta noche. Dejadnos pasar.
La pareja de centinelas intercambió una mirada y el más alto de los dos asintió finalmente, tras lo cual se hizo a un lado.
Con el rostro impasible, Scurn precedió al resto del grupo. La puerta se abrió desde dentro. Al otro lado los esperaba otra pareja de guardias, pero eran los únicos que Kaz podía ver.
Un acólito los recibió cuando las puertas se cerraron a sus espaldas. Parecía ligeramente molesto, como si acabaran de interrumpir su siesta. Kaz había advertido algo interesante: cuanto mayor era el rango de los clérigos en el Templo de Sargas, menor parecía ser su devoción. Oh, sí, todos se comportaban con la misma ceremonia, pero su actitud relamida casi permitía intercambiarlos por el personal de los ocho miembros del Círculo Supremo.
—¿Qué se te ofrece, capitán? Su Excelencia se ha retirado por esta noche.
—Traigo un prisionero que el sumo sacerdote querrá interrogar a primera hora de la mañana —replicó Scurn sin que nadie se lo apuntara—. Un compañero del fugitivo principal, Kaz. También conoce al kender.
El acólito asintió para indicar su conformidad y miró más allá de Scurn. Sus labios se curvaron en una mueca de disgusto.
—Semejante traición a la causa es lo más vergonzoso del mundo. ¿Estás seguro de que es uno de los traidores?
—Ha viajado con Kaziganthi durante años. Lo conoce mejor que nadie. Como he dicho, también conoce al kender.
—Un kender. Es increíble. Un minotauro viajando con un kender. Ese Kaziganthi ha caído muy bajo.
—Capitán —intervino Hecar—. Tal vez deberíamos meter a este infame en una celda antes de que se nos escabulla otra vez. —La existencia de celdas en el templo era un secreto a voces. En el transcurso de sus actividades, los clérigos de Sargas se veían obligados, o en eso insistía siempre el sumo sacerdote, a tratar a los herejes como criminales. Ningún emperador, por popular que hubiera sido, había tenido nunca el valor de cuestionar la utilización de estas mazmorras privadas.
—¿Una celda? —exclamó secamente el minotauro de la toga—. ¡Deberían arrojarlo a la arena! Llevadlo allí.
Fliara golpeó casualmente el costado de Scurn con la hoja de su espada. El desfigurado minotauro reaccionó al punto.
—Es mejor que lo retengamos aquí, hermano. Seguro que el sumo sacerdote estaría de acuerdo. Es demasiado valioso para desperdiciarlo en la arena. Todavía, al menos.
El acólito lo medito seriamente.
—No suelo tomar este tipo de decisiones. Eso era responsabilidad del hermano Merriq.
—Que venga él, entonces.
—El hermano Merriq —dijo glacialmente el acólito— ya no está entre nosotros. Falleció valerosamente, apresando…, apresando al otro prisionero. Un incendio de alguna clase, tengo entendido.
Kaz consiguió reprimir a duras penas una sonrisa. Así que Delbin no había sido capturado sin ofrecer resistencia. Kaz no sintió la menor lástima por Merriq. Había sido el compendio de lo que iba mal en el país de los minotauros.
El personaje de la toga tardaba demasiado en decidir sobre la cuestión. Hecar intervino de nuevo:
—Capitán, ¿no podemos encerrar al prisionero en una celda nosotros mismos y asumir la responsabilidad?
Scurn frunció el ceño, pero las palabras de Hecar animaron al acólito.
—Por supuesto, si queréis responsabilizaros del prisionero, adelante. No sé como reaccionará Su Excelencia, pero mientras la responsabilidad sea vuestra…
Incluso el propio Scurn se sintió asqueado por el minotauro de la toga. El acólito era uno de aquellos subordinados de nivel medio que harían cualquier cosa, siempre que no supusiera un riesgo para su propio bienestar. Era de los que nunca ascienden demasiado en el escalafón, pero se perpetúan en la organización.
—Asumiremos la responsabilidad por cualquier mancha que deje en el sagrado templo —respondió con cierto sarcasmo el minotauro de las cicatrices—. Sólo dinos dónde se encuentran las celdas y nosotros lo conduciremos hasta allí. Tú no tendrás que preocuparte por nada.
—Buscaré a alguien que os indique el camino.
La figura de la toga se alejó rápidamente, antes de que alguien sugiriera que fuese él personalmente quien condujera al grupo hasta las celdas. Scurn fulminó con la mirada a Kaz, quien mantuvo una expresión neutra.
Un par de minutos más tarde, el acólito regresó con alguien que, evidentemente, era un novicio. El novicio, un minotauro musculoso y más bajo que el otro, parecía debatirse entre el miedo la ira, en su mayor parte dirigidos hacia su superior.
—Él os conducirá a las celdas. Acabad cuanto antes y abandonad el edificio. Aseguraos de que el prisionero está bien encerrado antes de marcharos, o tendré vuestras cabezas. Alguien informará a Su Excelencia por la mañana.
Dio media vuelta sin dar tiempo a ninguna objeción. El novicio lo siguió con la vista mientras se alejaba y luego se giró hacia los demás con una mueca de desdén pintada en el rostro.
—Venid por aquí. No hagáis ruido, el sumo sacerdote está descansando.
—¿Pasaremos cerca de sus aposentos? —preguntó Scurn por iniciativa propia. Fliara se arrimó imperceptiblemente a él.
—No, sus habitaciones privadas están más allá de la gran sala de audiencias. Las celdas están debajo.
Kaz sintió un gran alivio al oírlo. Cuanto más lejos se hallaran de las dependencias de Jopfer, mejor.
El novicio los condujo por un pasillo tras otro, descendiendo gradualmente hacia las entrañas del templo. A lo largo de su recorrido, los ojos de Sargas los observaban. Aquí había un relieve de Sargas salvando a los primeros minotauros, allí un tapiz donde aparecía construyendo las montañas fronterizas. Una imagen representaba a Sargas levantando barcos del mar. Los artesanos habían trabajado con diligencia para crear la ilusión de que Sargas vigilaba al observador incluso mientras obraba sus milagros.
Descendían cada vez más. Kaz contó mentalmente los niveles, calculando la distancia y el tiempo. Esperaba que las celdas no estuvieran mucho más lejos. Era una suerte que sólo se hubieran cruzado con unos pocos centinelas, y nunca más de dos en un mismo puesto de guardia.
—Éste es el nivel donde debería encerrarse al traidor —les comunicó finalmente el novicio, justo cuando Kaz empezaba a creer que nunca llegarían al fondo—. Lo llevaremos abajo…
El grupo entero se detuvo al ver a cuatro centinelas que les cerraban el paso. A diferencia de los anteriores, éstos estaban alerta y se mostraron suspicaces.
—Nadie puede pasar por aquí —dijo en tono imperioso un minotauro de oscuro pelaje que, aparentemente, era el jefe de la guardia—. Por orden del sumo sacerdote.
—Traemos un prisionero… —empezó a explicar el novicio.
—Nadie.
—El sumo sacerdote quiere a éste en un lugar especial —interrumpió Scurn. El arma de Fliara se había puesto a hurgar de pronto en su espalda—. Es un compañero del renegado que estábamos buscando.
—Tenemos órdenes.
Scurn volvió a intentarlo.
—También es amigo del kender que se encuentra prisionero aquí. El sumo sacerdote se alegrará de tenerlo cerca. El sabrá cómo sacarle partido. Influencia y cosas así.
Por primera vez, los centinelas parecieron dudar. El jefe miró a sus compañeros y luego a Kaz.
—No sé…
Ganth miró de reojo a su hijo. Kaz asintió de forma imperceptible. Eligiendo un momento en que la atención de los guardias no se fijaba en él, se adelantó a Ganth y Scurn, plantándose ante el jefe de la guardia y uno de los centinelas. Alzando las manos, hizo aparecer Rostro del Honor.
Sorprendidos, los guardias contemplaron el hacha mágica como si se tratara del propio Sargas. Kaz bajó rápidamente el astil de su arma con las dos manos y, en el último momento, la blandió de costado, golpeándolos a ambos en rápida sucesión. La pala del hacha alcanzó de plano al segundo centinela, derribándolo sin sentido. El jefe dio un paso atrás, tambaleándose, aturdido pero sin perder el equilibrio.
Ganth empujó al novicio por el cuello y le estampó la cabeza contra la pared. El novicio se estrelló con violencia y, tras un gruñido de estupefacción, resbaló hasta el suelo.
—¡No intentes nada! —ordenó Fliara a Scurn, cuando éste hacía ademán de recoger el arma que había dejado caer uno de los guardias.
Ganth agarró al jefe de la guardia y lo empujó contra la pared como había hecho con el novicio. Hecar y Kaz avanzaron. La pareja de guardias restante, de pronto en inferioridad numérica, retrocedió sin dudarlo. Pero no llegaron muy lejos antes de que Kaz y Hecar les dieran alcance.
Kaz sacó el máximo partido de su hacha en el estrecho corredor blandiéndola en diagonal. Esta acción obligó a un guardia a recular, al tiempo que dejaba un espacio libre por donde el otro podía atacar a Kaz. Sin embargo, Hecar se apresuró a ocupar el hueco y detuvo el golpe que pretendía asestar el otro minotauro. Sin perder un instante, arremetió con su espada de abajo arriba y clavó la hoja en el vientre del guardia.
La muerte del enemigo de Hecar acabó con la belicosidad del guardia del templo restante. Soltó su arma y apoyó una rodilla en tierra, llevándose las manos a la cabeza.
—Me rindo.
Hecar se acercó a él y lo obligó a incorporarse. La sorpresa había impedido a sus enemigos dar la alarma.
—Tenemos que llevárnoslo y encerrarlo en una celda —sugirió Kaz a Ganth—. Y al muerto, también.
—¿Qué hacemos con éste? —preguntó el padre de Kaz, señalando a Scurn.
—Todavía lo necesitamos. Pero asegúrate de que sabe lo que le ocurrirá si abre la boca cuando no debe.
—Creo que Fliara ya se lo ha explicado.
Reunieron a los guardias y los encerraron en la celda más próxima. De las bolsas de sus respectivos cinturones, los miembros del grupo extrajeron cuerdas y vendas. En pocos minutos, los guardias estaban bien atados y amordazados. Los únicos restos que quedaban en el corredor eran algunas manchas de sangre, pero no podían hacer nada por ocultarlas.
—Tengo las llaves —dijo Hecar, sosteniéndolas en alto y balanceándolas—. Ahora sólo tenemos que encontrarlo. Me sorprende que ese kender no haya forzado las cerraduras por sus propios medios y no se haya reunido ya con nosotros.
Kaz sostuvo la pala de su hacha frente al rostro de uno de los guardias que permanecía consciente.
—Voy a quitarte la venda que rodea tu hocico y vas a responder a mis preguntas. Sólo tienes una oportunidad, si no la aprovechas, harás compañía a tu amigo muerto. ¿Entendido? —El guardia asintió—. Bien. ¿Dónde está el kender?
—Tercer corredor, segunda celda —respondió el guardia en el acto—. Pero lamentaréis…
Kaz acalló las protestas del prisionero colocándole de nuevo la venda y se unió a los demás.
—Vámonos.
El grupo se apresuró en la dirección indicada; Fliara no perdía de vista a un Scurn sospechosamente dócil. Las habitaciones que cruzaron ahora estaban más oscuras que las anteriores, y sólo alguna antorcha esporádica iluminaba la zona. Al pasar ante cada celda, Kaz escrutaba su interior. Se le había ocurrido la idea de liberar a los demás prisioneros, pero ni una sola de las celdas estaba ocupada.
—Jopfer debe de querer mucha intimidad para el kender —observó Ganth—. Debería de tener por lo menos algunos pobres herejes retenidos aquí abajo.
Kaz fue el primero en llegar al tercer corredor. Se asomó por la esquina, pero vio poco más que tinieblas. Aquellas celdas eran mucho mayores. La luz de las antorchas apenas iluminaban parte de una silla y lo que posiblemente era una mesa.
Dio un empujón a la puerta. Ésta se abrió.
Delbin había escapado…, pero ¿dónde estaba ahora?
—¡Kaz! ¡Mira lo que he encontrado! —Hecar fue hacia él con un fardo que se contorsionaba. Era un enano gully—. Creo que es el mismo que contribuyó a mi captura. ¡Le hizo algo a mi arnés! —El minotauro levantó del suelo al lastimero personaje para poder mirarlo a la cara. Las piernas del enano gully (un macho, pensó Kaz) seguían corriendo, aunque sus pies no tocaban el piso—. Bueno, ahora podemos hablar de la lección que voy a enseñarte…
—Hecar…
—¡No hacer daño a Galump! —suplicó el enano gully—. ¡Galump es amigo de Delbin! ¡Buen amigo!
—¿Qué has dicho? —Kaz dio un paso al frente y sujetó el brazo de Hecar, forzando a su compañero a depositar en el suelo a la criatura llamada Galump, pero el otro minotauro no soltó su presa—. ¡Basta! —ordenó Kaz. En un tono más suave, preguntó—: ¿Eres amigo de Delbin?
—¡Sí! ¡Galump es amigo de Delbin! ¡Sí!
—¿Sabes dónde se encuentra? Es importante.
El enano gully titubeó y luego murmuró:
—El alto nos comerá si yo digo… No debió ir por ella. —El enano se inclinó y preguntó con inseguridad—: ¿Tú Kaz?
El minotauro parpadeó.
—Sí. ¿Cómo sabes…?
—Amigo de Delbin. —Galump intentaba pensar. Era manifiestamente un gran esfuerzo—. Amigo de Delbin. Delbin quería ayudar a Galump. Galump ayudó a Delbin. —En su rostro se dibujó una sonrisa infantil—. Yo enseño.
El enano gully se zafó de la presa de Hecar y se encaminó pasillo abajo. Tras un momento de vacilación, los minotauros lo siguieron.
Galump se internó a mayor profundidad en el templo. Kaz estaba asombrado y horrorizado ante la cantidad de celdas que había realmente debajo del templo. Por fin, Galump señaló la puerta de una celda situada en la mitad de un pasillo. Kaz lo adelantó velozmente y se asomó a la mirilla que se abría a la habitación sumida en las sombras. No consiguió ver ni oír nada.
De pronto, unas cadenas se arrastraron con un tintineo metálico. Kaz oyó un breve jadeo que no sonaba propio del kender. De hecho, sonaba como si lo hubiera proferido una hembra, pero no como si se tratara de un verdadero minotauro.
—¡Delbin! —llamó, intentando no levantar la voz hasta el punto que despertara ecos—. ¡Delbin! ¡Soy Kaz!
La cadena se arrastró un poco más. Oyó a alguien ponerse en pie.
—¡Delbin!
—¿Kaz? —le llegó la voz esperanzada del kender—. ¡Kaz!
La cadena cayó al suelo con gran estrépito. Delbin surgió bruscamente de la oscuridad a un lado de la celda…, seguido, para asombro de Kaz, por una hembra humana que no podía tener mucho más de catorce años. La chica sólo se detuvo cuando las cadenas que la retenían la frenaron en seco.
Kaz gruñó con fiereza, estudiando la longitud de la cadena. Sentía el acuciante deseo de rodear el cuello del sumo sacerdote con sus manos. ¿Qué derecho creía tener Jopfer para hacerle algo semejante a una niña inocente e indefensa? Ella no podía suponer amenaza alguna para un minotauro. No había honor en los actos del clérigo, sino maldad.
Se apartó de la puerta.
—¿Dónde están esas llaves?
Hecar le tendió la anilla de llaves, pero Delbin ya estaba junto a la puerta. Antes de que ninguno de los minotauros pudieran abrir la boca, se oyó un chasquido. Instantes después, el kender abrió la pesada puerta de un empujón.
—Los grilletes son muy difíciles, Kaz, pero las puertas son fáciles. La cerré cuando oí que se acercaba alguien, por si acaso.
—Asombroso —masculló Ganth—. Las cerraduras de los minotauros se cuentan entre las mejores del mundo, y este pequeñajo las abre sin pensárselo dos veces.
Acompañaron a Delbin al interior. El kender tomó de la mano a la chica, que contemplaba a los minotauros con franco terror.
—No te preocupes. Venimos a rescatarte.
—¿Quién es, Delbin? —Kaz estudió a la chica. Parecía poseer sangre élfica; pero, por lo demás, su semblante era inescrutable.
—Es… —El kender frunció el ceño—. Dice que no tiene nombre, Kaz.
—¿Es verdad eso, niña?
—No creo haber tenido nunca un nombre.
—¿Por qué no te pusieron uno tus padres?
Ella bajó la vista.
—No recuerdo a mis padres.
—Dice que lleva tanto tiempo aquí abajo que no recuerda otro lugar, pero sus recuerdos no parecen extenderse demasiado en el pasado, tal vez un par de años, diría yo…
—¿No deberíamos marcharnos cuanto antes, hijo? —interrumpió Ganth.
—¡Tenemos que llevarla con nosotros, Kaz!
—¿Una niña humana? —Hecar negó con la cabeza—. ¡Destacará más que un kender!
—Aun así, nos la llevaremos. —Kaz miró de hito en hito a la chica. Por alguna razón, le recordaba a alguien—. No te preocupes, niña, vendrás con nosotros. No dejaría a nadie aquí abajo, esperando al sumo sacerdote.
—No me gusta ese minotauro. No dejaba de decir que me quedaría aquí siglos y siglos.
—Jopfer está loco de remate —replicó Hecar—. Ascender a sumo sacerdote lo ha trastornado irremediablemente.
—¿Puedes abrir sus grilletes, Delbin? —Kaz no quería tener que usar su hacha. Romper las cadenas haría más ruido del que podían permitirse. Era un milagro que nadie los hubiera descubierto hasta entonces.
—Creo que sí. —El kender ya estaba por la labor—. Creo que casi he averiguado cómo funciona. —De cara a la joven humana, añadió—: ¡No te preocupes! Te sacaremos de aquí, y luego podrás acompañarnos a casa de Kaz, y entonces ya buscaremos un nombre para ti…
—Ya me he decidido por uno —anunció de improviso la chica, con gran seriedad—. Creo que he encontrado uno que me gusta.
—Eso está muy bien… —pero Kaz no concluyó la frase.
—Quiero que me llamen Tiberia o, incluso, sólo Ty. —La chica dedicó a Kaz una sonrisa adorable—. Delbin mencionó a un dragón de un cuento, que me contó mientras intentaba liberarme. Un dragón llamado Tiberion. Me gusta ese nombre.
—Que sea Tiberia, entonces —exclamó Ganth con un resoplido—. Ya te felicitaremos más tarde por tu elección. Pero si no consigues abrir esos grilletes en los próximos segundos, Delbin, será mejor que…
Scurn proyectó un codo hacia atrás, alcanzando en el estómago a una Fliara momentáneamente distraída. La joven se dobló sobre sí misma, pues el codazo le había cortado la respiración, permitiendo que el minotauro cubierto de cicatrices la sujetara por el codo y tirara de ella con fuerza. Fliara chocó contra Hecar.
La acción pilló a los demás desprevenidos. Scurn se volvió y cruzó a la carrera la puerta abierta.
—¡Que alguien lo detenga! —gritó Ganth, persiguiendo ya al desfigurado minotauro.
—¡Delbin! —gritó Kaz por encima de su hombro mientras corría tras él—. ¡Abre esas esposas y sal de aquí sin esperarnos, si es necesario! Nos encontraremos donde estábamos antes de que empezara todo este lío, ¡pero no te entretengas! ¡Sácala de Nethosak!
—¡Pero, Kaz, no te he dicho lo mejor! ¡Deberías oír lo que es capaz de hacer esta chica!
—¡Luego, Delbin! ¡Libérala!
El kender ya estaba trabajando nuevamente con la cerradura. Kaz y los otros se precipitaron en pos de Scurn. Kaz confiaba en la habilidad del kender, por lo menos en cuanto a escabullirse sigilosamente. Si alguien era capaz de sacar a Tiberia del templo sin que los interceptaran, ése era Delbin.
Scurn y Ganth no estaban a la vista cuando dobló la esquina del corredor, lo cual no era buena señal. Si Scurn conseguía alcanzar el siguiente nivel, podría alertar a algunos miembros de la guardia del templo.
De pronto oyó ruidos de lucha. Kaz dobló la siguiente esquina y se encontró a Scurn y Ganth peleando sin armas; la espada del anciano minotauro se hallaba en el suelo, entre ambos. Hablaba en favor de la condición física del padre de Kaz que el anciano hubiera dado alcance al capitán fugitivo antes de que Scurn lograra subir las escaleras.
Scurn divisó a Kaz. Un siniestro brillo se reflejó en los ojos del desfigurado guerrero. Scurn abrió la boca y berreó a pleno pulmón, haciendo tanto ruido como pudo. El alarido resonó por todo el corredor y, sin duda, en el piso de arriba.
Ganth liberó finalmente una mano y soltó un puñetazo en la mandíbula de su adversario. Éste trastabilló, retrocediendo, y cayó sobre los escalones. El anciano guerrero se agachó para recuperar su espada.
—¿Qué ocurre ahí abajo? —gritó una voz. En menos que canta un gallo, tres guardias del templo aparecieron en la escalera con las armas desenvainadas.
—¡Es un traidor! —respondió rápidamente Ganth—. ¡Ha intentado matar al prisionero del sumo sacerdote!
Los guardias observaron a Scurn con sorpresa y luego siguieron bajando los escalones.
—¡Estúpidos! —les espetó Scurn a su vez—. ¡Él es el fugitivo, Kaz, el de atrás! ¡A punta de espada me obligó a conducirlos hasta aquí! ¡He sido yo quien ha gritado!
El guardia que iba delante recorrió el trío con la vista.
—Creo que será mejor que me acompañéis, todos. Dejaremos que uno de los clérigos aclare este embrollo. Ahora deponed las armas.
Scurn mostró que no llevaba armas. Ganth miró rápidamente a su hijo y enseguida tendió su espada al guardia, sujetándola por la hoja. Uno de los guerreros extendió el brazo para cogerla.
La espada resbaló de la mano del marino. Cuando el guardia se agachaba para recogerla, Ganth lo aferró por la muñeca y tiró de él con fuerza, lanzando al sorprendido minotauro contra Scurn. Ambos cayeron al suelo pesadamente.
Fliara y Hecar aparecieron como por arte de magia detrás de Kaz. Ninguno de los tres malgastó el tiempo: embistieron como un solo minotauro contra los centinelas restantes. Ganth se apartó, recogiendo su espada antes de unirse a sus hijos.
Hecar golpeó al guardia caído con el puño, dejándolo sin sentido. Aquello concedió a Scurn la oportunidad de apoderarse del arma del guerrero inconsciente y esgrimirla contra el hermano de Helati. Su acometida fue poco efectiva, pero impidió a Hecar unirse a Kaz y los otros.
Por primera vez, Kaz contempló a su hermana pequeña en acción. Fliara era rápida, y su menor estatura le resultaba ventajosa de un modo que Kaz no habría imaginado nunca. Dos veces penetró bajo la guarda de un atacante, infligiéndole una herida. Fliara era versátil y recurría a movimientos tanto ortodoxos como heterodoxos para desconcertar a su adversario.
El oponente del propio Kaz no era rival para él y se vio obligado a retroceder enseguida, dejando solo al minotauro que se enfrentaba a Fliara. El minotauro le lanzó una estocada lateral, pero ella se escabulló por debajo de la hoja y le produjo un corte en el pecho con la suya. Mientras su enemigo se derrumbaba, Fliara se unió a su hermano para acorralar al único guardia restante.
De repente, aparecieron más guardias por las escaleras. Esta vez eran por lo menos siete. Kaz y su hermana se encontraron bruscamente cediendo el terreno que habían recuperado. Pronto se vieron arrinconados hasta donde Hecar y Scurn seguían batiéndose.
—¡Estamos atrapados aquí abajo! —informó Fliara a Kaz innecesariamente—. ¡Sólo nos quedan las celdas que tenemos detrás!
Otros tres guardias intentaron unirse al pelotón. Aunque no todos los centinelas del templo podían presentar batalla al mismo tiempo, el pequeño grupo se veía empujado cada vez más escaleras abajo. Ganth traspasó a uno con su espada, pero aparecieron otros dos. Kaz y su grupo retrocedieron. Hecar se vio obligado a renunciar a su duelo con Scurn para no quedarse aislado.
—¡El del hacha! —gritó el minotauro de las cicatrices—. ¡El sumo sacerdote lo quiere vivo, si es posible, pero matad a los demás!
Kaz reculó unos pasos más y tropezó con una menuda silueta. Al principio creyó que era Galump, pero enseguida vio que se trataba de Delbin.
—¡Kaz! ¡No hay ninguna otra salida! He buscado por todas partes, pero no he encontrado un camino por ningún…
Kaz desvió una malintencionada estocada.
—¿Dónde está Ty?
—Esta aquí, Kaz. ¡Escucha, ella cree que puede sacarnos del templo!
—¡No digas tonterías, Delbin! ¡Vuelve atrás!
—¡Pero escúchala, Kaz! Tiene poderes mágicos. ¡De verdad!
Kaz no tenía tiempo para el incesante parloteo del kender.
—¡Bien, entonces que los use! ¡Que nos saque de aquí! ¡Que nos lleve a donde sea! —Kaz consiguió arrebatarle la espada de la mano a un minotauro, pero éste se retiró inmediatamente y otro de sus camaradas se ocupó de reanudar el acoso.
—¡Ty! —gritó Kaz—. Si puedes hacerlo, ¡sácanos de aquí!
—¡No lo sé, Kaz! Delbin me ha librado de las cadenas, que según el sumo sacerdote inhibían mis poderes, pero nunca lo he intentado con tanta gente. ¡Normalmente soy yo sola!
Kaz no tenía ni idea de qué hablaba la joven humana. Parloteaba como un kender. Tal vez hubiera algo de verdad en la historia. Quizá Ty fuera una hechicera. Si lo era, representaba su única posibilidad de escapar. Desde luego, no le haría ningún daño intentarlo.
—¡Tienes que hacerlo, Ty! —insistió Delbin—. Tú concéntrate intensamente en llevarnos a cualquier otro lugar. ¡Tienes que poder hacerlo! Apuesto a que posees grandes poderes…
Una pareja de guardias le impidió añadir nada más. Kaz rechazó su ataque y rezó a Paladine para que Delbin no estuviera loco, por una vez.
—¡Vienen más! —gritó Ganth—. Tenemos que abrirnos…
El corredor desapareció…, para ser sustituido por una enorme habitación harto familiar, débilmente iluminada por unas cuantas antorchas estratégicamente situadas.
—… paso y… —La voz del viejo marino se apagó cuando todos se percataron del cambio de entorno.
—¿Qué ha ocurrido ahora? —preguntó secamente Fliara—. ¿Dónde estamos?
Kaz pasó revista al grupo velozmente. Estaban todos: su padre, su hermana, Hecar, Delbin y la chica humana. Ty estaba pálida y temblorosa, pero no parecía haber sufrido daño alguno, sobre todo teniendo en cuenta que acababa de hacer algo que Kaz creía imposible: transportarlos a todos de un lugar a otro.
—¡Eso ha sido fabuloso, Ty! ¿Cómo has conseguido sacarnos de allí? ¡No creí que pudieras hacerlo!
—¿Dónde estamos? —repitió Fliara—. ¡Esto parece todavía parte del templo!
—Lo es —respondió Kaz—. Es la sala de audiencias del sumo sacerdote, un lugar en el que no deberíamos estar. —Se dirigió hacia las puertas—. ¡Vamos!
Apenas habían avanzado unos pasos cuando todas las antorchas apagadas de la sala estallaron en vivas llamas.
—Interesante —exclamó la voz de Jopfer—. Te he encontrado justo a tiempo, ¿verdad, jovencita? Tus enormes poderes empiezan a manifestarse.
El grupo se volvió para ver al sumo sacerdote en lo alto de su estrado, con los brazos cruzados. Una expresión satisfecha dominaba los rasgos de la alta figura.
—Por fin, esta historia va a concluir.
—¡Jopfer! —gritó Hecar—. ¿Qué mosca te ha picado? ¿Qué te ha ocurrido? —El hermano de Helati dio un paso al frente, enfadado con su antiguo amigo—. Nunca sentiste demasiada atracción por el templo. ¡Detestabas todo lo que representa, pero ahora te has convertido en el peor de todos ellos!
—La verdad te sorprendería —replicó el clérigo en tono de burla. Se diría que se reía de algún chiste que los demás no conocían.
—Pensándolo bien, no vendría mal echar un vistazo a Rostro del Honor —dijo una voz al oído de Kaz.
El minotauro giró en redondo antes de comprender que la voz parecía, una vez más, la del infernal personaje de gris. Ya era bastante malo hallarse ante Jopfer, pero ¿tenía que importunarlo el hombre gris precisamente ahora? Con todo, Kaz se apartó ligeramente de los otros y sostuvo la espejeante superficie de su hacha de modo que le permitiera ver…, o no ver…, la forma del sumo sacerdote. En los demás ya sabía que podía confiar.
Kaz escrutó la bruñida hacha, convencido de que sólo vería un estrado vacío.
Lo que vio, por breve que fuera su aparición, casi le hizo soltar el arma. Rostro del Honor reveló toda la verdad sobre Jopfer, pero Kaz apenas podía dar crédito.
No desperdició ni un segundo. Había sopesado por un instante la posibilidad de utilizar al sumo sacerdote como rehén, pero ahora, con la puntería que proporciona la práctica y sin previo aviso de ninguna clase, lanzó Rostro del Honor contra el clérigo.
El sumo sacerdote descubrió el arma que giraba en el aire y la atrapó por el astil cuando se hallaba a escasos centímetros de su pecho.
—Obra de enanos —siseó, como si el mero hecho de pensar en aquella raza le causara repugnancia—. Y mancillada por elfos. Una combinación odiosa, pero fascinante, que estudiaré con detenimiento más tarde.
Para horror de Kaz, Rostro del Honor desapareció. Se concentró en desear que regresara, pero no reapareció.
—Tu voluntad no es nada comparada con la mía —siseó la figura del estrado—. Toda vuestra fuerza de voluntad unida no significa nada para mí. ¡Soy más grande que todas las razas juntas!
—¡Estás loco, Jopfer! —gritó Hecar. Dio un paso hacia la plataforma—. Y puede que hayas tenido suerte con esa hacha, pero sigues siendo un simple minotauro.
—Sí, veamos si tus trucos pueden con todos nosotros —añadió Ganth.
Los otros tres minotauros avanzaron lentamente. Kaz los miró con desaliento. No conocían las verdaderas dimensiones del horror.
—¡Atrás todos! —gritó Kaz—. ¡No es lo que parece!
Sus palabras tuvieron el efecto de detener a sus compañeros. Incluso el sumo sacerdote pareció momentáneamente sorprendido.
—Mago o clérigo, muchacho —dijo Ganth, reanudando su avance—, para mí es lo mismo.
—¡Pero no es ninguna de ambas cosas! ¡Ni siquiera es un minotauro!
La última palabra fue interrumpida por una risa burlona que resonó en la estancia con tanta potencia que todos los miembros del grupo tuvieron que taparse los oídos. El personaje de la toga continuó riendo unos instantes, con carcajadas cada vez más bestiales.
—¡Un soldadito muy listo! —Aulló, y los dientes que dejaba al descubierto su sonrisa inquietaron todavía más a Kaz, que conocía la verdad—. ¡Un minotauro muy listo! Tendré que arrancarte el secreto de esa inteligencia antes de poner fin a tu breve e inútil existencia. ¡Lo has adivinado! Sabes cómo soy en realidad, ¿verdad?
—Sé que eres…
—¿De qué habla, Kaz? —preguntó Hecar—. ¿Qué estás diciendo de Jopfer?
—¡No es Jopfer, ni siquiera es un minotauro! ¡El sumo sacerdote es un dragón!
Todos clavaron la mirada en el clérigo como si esperaran que negase aquella increíble acusación, pues los dragones desaparecieron al final de la guerra. Desde entonces no se había vuelto a ver ni un solo dragón, bueno o malo, que nadie supiera.
Jopfer no dijo nada. Se limitó a asentir con un gesto, admitiendo la advertencia de Kaz…, y luego empezó a aumentar de tamaño. Su hocico se deformó; sus dientes se alargaron y afilaron. El pelaje que cubría su cuerpo se transformó en escamas rojas como el fuego. La toga cayó al suelo, descubriendo unas alas que ya estaban desplegándose y una larga cola flexible que no poseía un momento antes.
Sus manos se convirtieron en zarpas de afiladas garras y sus brazos se retorcieron. Ya era diez veces mayor que al principio.
Todo ocurrió en un abrir y cerrar de ojos. Donde se hallaba antes el minotauro había ahora un Dragón Rojo de enormes proporciones, agazapado. Kaz reparó en que la inmensa sala concedía a la criatura una libertad total de movimientos y se preguntó si tal vez —y la idea era escalofriante—, si tal vez el lugar se construyó desde un principio pensando en él.
—¡Soy Inferno! —rugió el dragón, contemplándolos desde las alturas como si fuesen insectos—. ¡Llevo siglos trabajando para convertiros en lo que sois! ¡Yo os he guiado, con una apariencia tras otra! —Alzó la cabeza con orgullo—. ¡Yo soy vuestro verdadero dios… y vosotros habéis sido unos niños muy, muy traviesos!
Todos retrocedieron bruscamente cuando el miedo se apoderó de ellos. No era un miedo natural, ni siquiera el que resultaría lógico ante un monstruo semejante. Kaz lo reconoció como el miedo mágico que aquellos seres infundían en sus víctimas y que el minotauro no había vuelto a sentir desde la guerra.
El dragón Inferno inclinó la cabeza.
—Y por ser tan traviesos, es hora de que recibáis vuestro merecido.