Un traidor entre nosotros
Helati contempló a los niños una vez más antes de acostarse. No conseguía dormir, todavía no, por lo que dejaba pasar el tiempo en silenciosa meditación sobre lo que ella y Kaz esperaban hacer con su vida en los años venideros. Deseaban tener más hijos y planeaban ampliar su morada correspondientemente. Sin embargo, el crecimiento del poblado iba a obligarlos a rehacer algunos de sus planes. Le gustara o no, Kaz iba a tener responsabilidades de clan.
Helati no estaba muy disgustada por ello. Si alguien merecía tal honor, ése era su compañero. ¿Acaso no había luchado valerosamente en la guerra, no se había enfrentado a magos y monstruos, no se había ganado el aprecio de otras razas, siendo esto último lo más difícil que podía conseguir cualquier minotauro? Clan Kaziganthi tenía una sonoridad muy agradable, aunque sin duda sería acortado a Kaz, como esperaba su compañero.
La ensoñación de Helati fue interrumpida por un leve sonido, un movimiento en el exterior. Podía tratarse simplemente de un animal, pero Helati lo dudó. Al igual que Kaz, había aprendido a percibir la diferencia entre distintos intrusos. Este parecía más de la variedad de dos piernas.
Extrayendo la daga de la funda del cinturón, Helati intentó localizar la procedencia del ruido. Incluso dentro de casa tenía siempre a mano un arma blanca, una costumbre que le había inculcado Kaz, de lo cual ella se congratulaba.
Sus otras armas se hallaban cerca, pero el ruido había sonado próximo a donde dormían los niños. La daga sería más eficaz.
El sonido se repitió. Una pisada, sin duda. Helati aseguró su posición, preparada para atacar.
—¿Dama Helati? —susurró una voz femenina.
Muchos de los minotauros habían empezado a llamarla por diversos títulos como «dama», «matriarca» y «señora». Como Kaz, ella prefería que la llamaran simplemente por su nombre, pero los demás se negaban a aceptarlo.
—Entra despacio —respondió—, con las manos donde yo las vea.
La recién llegada obedeció. Un instante después, entró la hembra llamada Keeli. Helati se acordó de que era la compañera de Zurgas. La pareja había estado muy ocupada desde su llegada al poblado, y ya había elegido un lugar donde construir su vivienda.
—Perdóname por molestarte a estas horas, pero no quería que nadie se enterara de mi visita.
Helati bajó la daga, pero no la guardó.
—¿Y eso por qué, Keeli? —La otra hembra miró en derredor para asegurarse de que estaban solas.
—Tengo algo que decirte, pero tenía miedo de que otros me vieran, otros que no deberían saberlo.
—¿Incluyendo a tu compañero?
—Zurgas lo sabe, pero como la información la tenía yo, coincidimos en que era asunto mío contártelo. Me espera en nuestro campamento.
Helati no supo si debía sentirse más segura después de oír esto o no. No estaba convencida de que pudiera confiar en la recién llegada.
—Tal vez si me explicas cuál es esa información…
Keeli se aclaró la garganta. Su mirada se fijó en los suspicaces ojos de Helati.
—Pertenezco al Clan de Sumarr. No es muy numeroso, pero tiene vínculos con otros clanes. Gracias a esos vínculos, alcancé cierta posición trabajando como subordinada de bajo rango para un miembro del Círculo Supremo. En esa época, me sentía orgullosa de tal honor. Mi trabajo consistía en procurar que sus dictados fueran obedecidos por la guardia estatal. Así fue como conocí a mi compañero. Él desempeñaba una función similar para otro miembro del Círculo. Teníamos ocasión de vernos a menudo, aunque mantuvimos en secreto nuestro mutuo interés durante un tiempo.
—Es comprensible. —Los miembros del Círculo eran terriblemente competitivos entre sí y, por ello, desconfiaban de la interacción entre sus subordinados—. ¿Qué tiene eso que ver conmigo?
Keeli bajó la vista.
—Lo siento. Permíteme que prosiga. Meses más tarde, Zurgas y yo llegamos a la conclusión de que no podíamos continuar amándonos y seguir trabajando al mismo tiempo para nuestros patrones. Por nuestro propio bien, dimitimos para buscar nuestro futuro en otro lugar, tal vez haciéndonos a la mar. Si uno de los dos conservaba su puesto como sirviente de un miembro del Círculo, el otro sería sospechoso de revelar secretos de estado. ¿Comprendes lo que quiero decir?
—Sí. Continúa.
—No pasó mucho tiempo hasta que nos marchamos. Yo me esforzaba al máximo en asegurarme de que mi señor no encontrara motivos para criticar mi labor, ya que entonces aún confiaba en que me proporcionaría una recomendación. Ese día me había quedado a trabajar hasta tarde. Fue entonces cuando se presentó él.
Helati no dijo nada, contenta de que la otra hembra fuera al grano de una vez. La joven empezaba a recordarle, con su verborrea, a cierto kender llamado Delbin.
—Era un representante del sumo sacerdote. Pareció incomodado por encontrarme allí, pero enseguida dejó de prestarme atención, como si no fuera digna de su interés. Recordé haberlo visto antes un par de veces, pero sólo de pasada. Vestía una toga que lo distinguía como clérigo de cierto rango. Como no era del todo inusual que el sumo sacerdote y el Círculo mantuvieran contactos, no pensé nada malo de ello; pero como ahora he vuelto a verlo, creí que deberías saberlo.
Transcurrieron varios segundos antes de que la frase hiciera mella en Helati. La compañera de Kaz eligió sus palabras con sumo cuidado.
—A ver si he entendido lo que intentas decirme. Estás hablando de un clérigo de alto rango que visitó los aposentos de tu patrón, un miembro del Círculo Supremo, y luego afirmas haberlo visto de nuevo… ¿Aquí, quieres decir?
—¡Sí! Su aspecto es distinto, pero lo he reconocido. Siempre he tenido buena memoria para las caras.
¿Un clérigo entre los colonos? Los clérigos de alto rango, en especial, no renunciaban a sus privilegios sin más y emigraban. Sólo se le ocurría una razón por la cual un clérigo se mezclaría con su gente: espiar para el clero.
—¿Y dices que su aspecto ha cambiado?
—Sí, dama Helati. Tiene el pelo más corto y su rostro no presenta aquella expresión tan vapuleada, como de gladiador. Además, antes tenía ambos cuernos intactos…
Helati la interrumpió en el acto. No podía creer lo que estaba oyendo.
—¿Ahora tiene un cuerno roto?
—Partido del todo. Al principio tuve miedo de hablar, porque estaba a tu lado cuando llegamos. Brogan.
—¿El que os recibió el día de vuestra llegada? —preguntó a Keeli, esperando contra toda lógica que la otra lo negara—. ¿Brogan?
—El mismo. Lo juro por la espada de Kiri-Jolith.
¿Brogan, un espía? ¿Cuánto tiempo llevaba entre ellos? Era uno de los que más confianza les inspiraba. Helati no podía creer en lo que oía, y sin embargo…, en más de una ocasión, tanto ella como Kaz se habían preguntado si no estarían siendo vigilados desde Nethosak. Los poderes establecidos desconfiaban de cualquier cosa que amenazara su supremacía.
Helati no podía condenar a Brogan sin escuchar su versión. Era posible que la memoria de Keeli para los rostros no fuera tan perfecta. También podía ser que la propia Keeli fuera la espía. Helati intentó que el miedo no dictara sus emociones.
—Acompáñame. —Envainando la daga, Helati regresó junto a sus hijos. Con mucho cuidado, los cogió en brazos sin despertarlos; después se volvió hacia Keeli y le ordenó—: Camina delante de mí. Yo te indicaré hacia dónde ir cuando hayamos salido.
La joven no comprendía nada, pero obedeció. Salieron de la vivienda de Helati, tras lo cual ésta ordenó a Keeli que fuera hacia la izquierda. La casa a la que pronto llegaron pertenecía a otra pareja que tenía un hijo. La madre, de nombre Ayasha, era amiga de Helati. Ayasha era de fiar. Ella y Helati fueron amigas mucho tiempo atrás, en su tierra natal. Constituyó una gran alegría para Helati recibir a Ayasha, cuando ella y su familia llegaron al poblado.
Dejó a los gemelos con Ayasha, acompañados de una explicación muy simple, y luego regresó a casa; pero no permaneció mucho tiempo en el interior. Al cabo de un rato, con una espada balanceándose en el cinto, se dirigió hacia la vivienda de Brogan. Keeli la siguió hasta la mitad del camino, donde Helati decidió que sería mejor recorrer sola el resto de la distancia. Si, por alguna razón, las acusaciones no eran ciertas, o incluso si lo eran, no quería que Brogan supiera quién lo había denunciado.
—No deberías quedarte a solas con él —protestó Keeli.
Helati se llevó la mano a la empuñadura de su espada.
—No te preocupes por mí. Vuelve a tu casa hasta que te llame.
Sin dejar de protestar, la joven se marchó. Helati no mencionó que esperaba que Brogan fuera inocente. En cualquier caso, le resultaría más fácil hablar con él sin testigos.
El fuego de un pequeño y rústico hogar de leña ardía en la modesta vivienda de Brogan. Vivía solo, lejos de casi todo el mundo. Helati escudriñó la penumbra, estudiando la configuración del terreno. Ni ella ni Kaz estaban excesivamente familiarizados con la residencia del minotauro de un solo cuerno, pues normalmente era Brogan quien los visitaba a ellos.
¿Brogan un espía? La lejanía entre su hogar y el asentamiento principal y su constante interés por lo que hacía Kaz hablaban en su contra, pero todo eso podía explicarse fácilmente por otras razones más corrientes. A Helati le parecía descabellada la idea de acusarlo, pero estaba claro que no podía ignorar las palabras de Keeli.
Recordó que Brogan había intentado formar un grupo armado para acompañar a Kaz hasta Nethosak. ¿Era aquello también una argucia de alguna clase?
«¡Basta de tonterías! —se reprendió—. Es hora de comportarse como un guerrero».
Era tentador atisbar a través de una ventana, pero Helati llamó decididamente a la basta puerta de madera de la cabaña.
—¿Quién está ahí? ¿Quién es?
—Soy yo, Brogan. Helati.
—¿Helati? —Después de unos instantes de ruido, la puerta se abrió lentamente. El minotauro de un solo cuerno parpadeó y luego sonrió—. ¿Tienes noticias de Kaz? Eso espero.
—Es posible. —No se había detenido a pensar qué le diría. ¿Lo acusaría directamente?—. ¿Puedo pasar?
—¡Por supuesto! Entra.
Mientras cruzaba el umbral, Helati reparó en la marca de Kaz que decoraba la entrada. Sintió un fuerte estremecimiento. Si Brogan era inocente, lo que tenía que decirle sería un grave insulto a su honor. Pero si era culpable, la marca de Kaz era un gran insulto para ella y para su familia, una burla de la amistad que le habían ofrecido a Brogan.
Había poco mobiliario en la casa de aquel minotauro: una mesa, dos escabeles y una caja en la que, sin duda, se guardaban efectos personales. Aparentemente, Brogan dormía sobre un improvisado camastro, tendido a un lado de la única habitación. El hogar de leña era muy pequeño, casi como si hubieran decidido construirlo en el último momento. Aparte de unos cuantos artículos esparcidos por doquier, el lugar aparecía, en general, limpio y ordenado. Un hacha de armas colgaba de una pared, cerca del camastro. La mesa estaba situada de modo que, si Brogan se sentaba, podía alcanzar el astil del arma sin apenas esfuerzo.
De hecho, Brogan la condujo hasta la mesa y le ofreció asiento. Helati negó con la cabeza.
—No me quedaré mucho rato. Sólo unos minutos, como máximo.
El minotauro frunció el ceño.
—¿Algo va mal? ¿Has recibido malas noticias?
—No estoy segura. —No sabía cómo actuar. Helati sospechaba que, si Kaz estuviera allí, sencillamente habría presionado al otro. Ella debía hacer lo mismo—. Me preocupa que Kaz pueda estar en peligro, que tal vez haya sido capturado, incluso, y encarcelado junto con mi hermano.
—Bueno, como comentabas no hace mucho, Kaz no lleva tanto tiempo fuera. En este mismo momento, tal vez haya emprendido ya el camino de regreso.
—Tal vez. Lo que me hace temer que Kaz esté prisionero son ciertos rumores. —Titubeó para realzar el efecto de sus palabras—. Me han dicho que puede haber espías entre nosotros, Brogan.
—¿Espías? —Parecía sinceramente preocupado—. ¿Aquí? ¿Quién?
—Es posible que haya más de uno, pero me informan de que por lo menos uno podría estar actuando al servicio del mismísimo sumo sacerdote. —Lo observó para detectar algún signo de culpa. Hasta ahora, parecía perfectamente tranquilo.
—El sumo sacerdote, ¿eh? —Brogan se rascó el hocico y clavó la vista en el fuego. El hacha de armas estaba a sólo un paso, pero Brogan no hizo ningún movimiento hacia ella—. No me gusta cómo suena eso. El sumo sacerdote es mortalmente peligroso. No es un gladiador, sino más bien una serpiente. Eso es lo que siempre me decía.
—¿Siempre? ¿Es que lo veías… a menudo?
—De vez en cuando. —El macho se acuclilló junto al fuego y, cogiendo un palo, atizó las llamas hasta que se avivaron—. De lejos.
—¿Tienes alguna idea de quién puede ser el espía, Brogan?
La cuestión lo sorprendió más de lo que debía. Helati se dio cuenta. Su mano descendió lentamente, casi de modo casual, hacia la empuñadura de su espada.
—Antes, yo era uno de ellos —respondió Brogan por fin, sin dejar de remover las brasas.
La voluntaria confesión fue tan inesperada que Helati se quedó petrificada, sin saber qué hacer a continuación. Su mano empuñó la espada con firmeza.
—¿Eres un espía, entonces?
Brogan la miró directamente a los ojos.
—No, he dicho que antes era uno de ellos. Cuando llegué aquí por primera vez, venía a espiar para el sumo sacerdote.
Envié mensajes a Nethosak a través de distintos medios. Sin embargo, durante los últimos cuatro meses he estado mandando mensajes engañosos.
—¿Por qué lo has hecho? O, para ser más sincera, ¿por qué debería creerte?
Brogan terminó de vigilar el fuego y se puso en pie.
—Cuando llegué aquí, era un clérigo de rango bastante alto. Por eso confiaron en que les mandaría información exacta, de interés militar, sobre este poblado y su crecimiento. A Su Excelencia no le gusta este lugar. Todo y todos desafían aquí sus prédicas. Me ordenaron evaluar la situación e informar sobre ella. Así lo hice, los primeros meses.
—¿Qué te hizo cambiar de idea? —Helati descubrió que deseaba creer que Brogan era un amigo, y no un enemigo. Pero podía ser simplemente un mentiroso excelente.
El minotauro de un solo cuerno la miró a los ojos.
—Kaz. Tú. La vida que contemplaba a mi alrededor. Hay más vida, más satisfacción aquí que en todo el resto del país. Oh, todo el mundo trabaja frenéticamente para cumplir nuestro «destino», pero estamos perdiendo nuestra individualidad. Nos estamos convirtiendo en servidores del sueño, y no en los amos que se suponía que debíamos ser. —Brogan sacudió la cabeza—. El honor es ahora como una espada sin un guerrero que la empuñe. Hemos tomado la misma dirección que los antiguos ogros. Incluso si llegamos a conquistar el mundo, al final fracasaremos. Sin honor, sin vitalidad y sin respeto por nosotros mismos, estamos perdidos.
Helati aflojó la presión sobre la empuñadura de su espada. Brogan parecía sincero; pero ¿podía confiar en él?
—Hermosas palabras. Me gustaría creer que tu estancia aquí te ha transformado de alguna manera, pero no tengo pruebas de ello, Brogan. ¿Puedes decirme algo que me ayude a aceptar tu palabra sin recelo?
—No. Nada. Mi palabra es lo único que poseo. Vi en Kaz la encarnación de lo que todos deberíamos ser y decidí seguir su ejemplo. Para ser un auténtico guerrero minotauro, no podía hacer nada menos.
Más palabras, pero todavía ninguna prueba. Helati debía tomar una decisión.
—Brogan, lo que dices parece sensato, pero no puedo aceptar simples palabras. Creo que debes acompañarme. Creo que algunos de los otros merecen estar informados de lo que me has contado.
—Eso lo entiendo, pero ¿puedo hacerte una pregunta?
—Hazla.
—¿Quién te ha hablado de mí?
—Simplemente me enteré, eso es todo.
—Ha sido uno de los dos últimos en llegar, ¿verdad? Ellos constituyen la única fuente de nuevas noticias. Despertaron mi curiosidad. Me pareció que la hembra me resultaba familiar… —Sus ojos se iluminaron—. Trabajaba para el sumo sacerdote…, no…, ¡para el Círculo! —Brogan torció el gesto—. Por supuesto, últimamente son la misma cosa. Jopfer tiene bien sujetos por lo menos a tres miembros del Círculo y, sobre todo, a su antiguo mentor. ¡Ja! ¡Y pensar que aquel perro viejo de la guerra pensó que le entregaban el clero estatal, cuando le ofrecieron convertir a su ayudante en sumo sacerdote a cambio de concesiones! Creyó que Jopfer continuaría siendo su servidor, pero la situación dio la vuelta por completo.
Helati sólo podía seguir en parte el hilo del discurso de Brogan, pero bastó para que se le pusieran los pelos de punta. ¿Un sirviente del Círculo era ahora el sumo sacerdote? ¿Jopfer? Aquel nombre le resultaba familiar. Estaba casi segura de que se trataba de un antiguo amigo de su hermano.
—Bien, podemos discutir eso más tarde —concluyó Brogan. Miró en derredor—. El fuego se consumirá sin problemas, y no tengo que ocuparme de nada más. Siendo así, supongo que podemos marcharnos inmediatamente. No me molestaré en llevarme el hacha, naturalmente.
—De acuerdo, camina delante de mí.
Brogan giró sobre sí mismo.
—Deberías desenvainar tu espada, por si acaso. Yo lo haría.
Aceptando el consejo, Helati desenfundó su espada y dirigió la punta hacia la espalda del minotauro.
—Vámonos.
—¿Adónde vamos?
—Al centro del pueblo. —El centro no estaba lejos de la vivienda de Helati, y era allí donde se reunían casi todos los minotauros para charlar.
—Bien. Prefiero algo más concurrido, por el momento.
Ella no le preguntó qué quería decir con eso. Cuando se encaminaban hacia la puerta, sin embargo, Helati recordó algo de repente. Si Brogan era un clérigo, poseía habilidades, por derecho propio, que harían inútil su espada. Había visto a clérigos, y no sólo los consagrados a Sargas, capaces de detener en seco a un enemigo con una simple mirada. Era como la magia, pero sin serlo. Hasta ahora, Brogan no había efectuado movimiento en falso alguno.
Salieron a la oscuridad; el macho con un solo cuerno inspeccionaba el terreno a medida que avanzaban. Al aire libre parecía un tanto nervioso. Aquello, a su vez, estimuló el estado de alerta de Helati. ¿Contaba Brogan con aliados? Hasta entonces no se le había ocurrido esa posibilidad.
El minotauro dio varios pasos más y se detuvo. Helati se preparó, esperando que el minotauro se revolviera repentinamente y la atacara, pero el otro se limitó a toser y siguió caminando.
Helati dio un paso. De improviso, el clérigo se volvió y rugió:
—¡Al suelo!
Sin saber por qué, Helati obedeció. Mientras se agachaba, un prolongado silbido atrajo su atención. Levantó la vista desde el suelo y vio a Brogan con el asta de una flecha sobresaliendo de su hombro. El minotauro lanzó un ronco gemido y cayó de rodillas.
Una segunda flecha se clavó en la tierra, justo a su lado. De inmediato surgieron de entre el follaje varias siluetas armadas. Contó dos y luego una tercera.
—¡Helati! —siseó Brogan—. Si tienes una daga, me vendría muy bien. ¡Por favor!
La joven habría estado encantada de satisfacer la petición del macho, pero el primero de los agresores estaba casi encima de ella. Apenas tuvo tiempo de incorporarse antes de que el filo de un hacha cruzara velozmente ante su rostro. Retrocediendo, Helati asestó un tajo con su arma, pero su atacante se apartó a tiempo.
El segundo atacante pasó a la carrera por su lado. Brogan era el presunto objetivo. Helati extrajo la daga de su cinturón, pero se hallaba demasiado acosada para poder arrojársela a su presunto aliado. La tercera figura se había unido a la refriega, y ella y el segundo agresor atacaron simultáneamente. Helati se vio obligada a retroceder, alejándose así de Brogan.
La oscuridad no le permitió identificar a sus agresores inmediatamente, sólo que uno era macho y el otro, hembra. No fue hasta que la hembra erró el golpe de su espada y profirió una maldición cuando Helati la reconoció.
¡Era Keeli! Helati fue incapaz de descubrir la identidad de los otros minotauros.
¿Por qué intentaban matar a Brogan? ¿Estaban informados de su deserción? Era la única razón que no carecía de sentido.
—¡Ríndete y te llevaremos con tu compañero! —propuso Keeli con sorna.
—Me parece que no. Es que… yo…, por alguna razón, no confío en ti, Keeli.
La otra hembra rompió a reír y, sin previo aviso, se abalanzó sobre ella. Helati la esquivó, pero se encontró en el camino del minotauro que empuñaba un hacha, probablemente lo que Keeli había planeado. El hacha descendió sobre su pie, fallando por muy poco. Rápidamente, blandió su espada y, más por suerte que por destreza, arañó el brazo con el que su rival empuñaba el hacha. El minotauro retrocedió inmediatamente.
—Me habían dicho que eras muy buena —comentó Keeli burlonamente—. Cuentan que te entrenó el propio Kaz. Quizá no sea tan bueno como dicen. Quizá no aguante tanto en el circo como muchos esperan.
Intentaba provocar a Helati. La idea de que Kaz estuviera enfrentándose a la muerte en el circo estuvo a punto de romper su concentración.
Lo que le ocurría a Brogan se hallaba fuera de su campo de visión. Tampoco el tercer atacante estaba a la vista.
El guerrero armado con el hacha volvió a la carga, pero su golpe no iba muy bien dirigido. El segundo fue menos contundente aun, y lo forzó a abrir un poco más la guardia. Apartándose de un salto de Keeli, Helati asestó una estocada al muslo del macho.
La hoja se clavó profundamente. El sicario, sin gritar, hincó la rodilla en tierra. Mantuvo el hacha bien sujeta con una mano, pero estaba malherido. Helati retrocedió para concentrarse en Keeli.
Las hojas de sus respectivas armas chocaron con gran estruendo. Keeli era buena, pero sus movimientos eran tradicionales, de los que enseñaban los instructores minotauros generación tras generación. Contra la mayoría de los oponentes, habría resultado casi imbatible, pero Kaz, pese a ser más eficaz con un hacha, conocía trucos con la espada que se salían de las reglas habituales.
Helati permitió que su contrincante la hiciera recular. Percibió la creciente confianza de Keeli en que su adversaria estaba a punto de caer. Dos veces acometió la enemiga, y en cada ocasión Helati cedió un poco más de terreno.
La tercera vez que su oponente atacó, Helati golpeó la hoja desde arriba y la empujó hacia un lado. Keeli intentó contraatacar, pero Helati retiró al instante su espada, provocando que su rival se excediera en el impulso. La compañera de Kaz se lanzó a fondo inmediatamente, aprovechando al máximo el hueco que dejaba Keeli en su guardia. Esperaba herirla, pero la otra hembra se revolvió frenéticamente, en un intento de eludir la hoja.
Su movimiento tuvo el efecto exactamente contrario. La espada de Keeli pasó a un centímetro escaso de la mano de Helati. La fuerza con que Keeli blandía su arma la impulsó hacia delante más de lo que preveía. La punta de la hoja de Helati se enterró profundamente en el pecho de la otra minotauro.
Con un jadeo, Keeli cayó al suelo. Helati apenas tuvo tiempo de retirar la espada antes de que su adversaria se desplomara. La vida de Keeli ya había abandonado su cuerpo.
Helati no perdió ni un segundo celebrando su triunfo. Localizó al macho herido, pero a todas luces ya no representaba amenaza alguna. A continuación, sus ojos buscaron a Brogan.
Lo divisó en pie junto a Zurgas, este último tendido en el suelo. El otrora clérigo resollaba pesadamente y se cubría el hombro herido con la mano. Helati observó más de cerca al minotauro caído. El asta de una flecha sobresalía de la garganta de Zurgas. De algún modo, Brogan había convertido la flecha que lo había herido en una improvisada daga. Era una muestra más de sus extraordinarias habilidades.
Un rumor ahogado la hizo acordarse del tercer asesino. Intentaba colocarse sigilosamente en una posición desde la cual pudiera arrojar o esgrimir su hacha.
—Sugiero que sueltes el arma antes de que te mate —le advirtió Helati.
—Pues mátame —gruñó una voz familiar.
—No, no te matará. Todavía no. —Brogan se aproximó a la pareja enfrentada, comprimiendo con una mano la herida sangrante de su hombro—. No hasta que yo haya acabado contigo.
El asesino se encogió. Helati tuvo que realizar un esfuerzo para no echarse a temblar.
—¡Aléjate de mí! ¡Disfruto del favor del sumo sacerdote! ¡Has traicionado a tu señor!
—El sumo sacerdote no está aquí —le recordó Brogan—. Y si dudas de que yo conservo todavía el poder que me concedió el propio Sargas, se me ocurre una docena de maneras fascinantes de aclarar tus dudas.
El prisionero bajó el hacha. Su mirada pasó de Brogan a Helati.
—¡Me rindo a ti! ¡No a él! ¡Me rindo, palabra de honor! ¡Lo juro!
—¿Y cómo sabe ella si eres un guerrero de palabra? Nos acechas en la oscuridad, atacas sin previo aviso ni desafío. No es así como se demuestra el honor, ¿no te parece?
Lo único que hacía Brogan era hablar, pero su fiero tono de voz parecía herir al prisionero como la punta de una espada.
—¡Lo juro!
Brogan se volvió hacia Helati.
—¿Aceptas su palabra? —le preguntó. La joven accedió con un gesto afirmativo. Brogan le devolvió el gesto—. ¿Me permites interrogar a éste por ti?
—¡Le he dado mi palabra a ella! ¡No me he rendido a ti!
—Pero puedo actuar en su nombre, si ella lo desea.
El prisionero se revolvió, presa del pánico.
—¡Dama Helati! —suplicó—. He vivido aquí más de seis meses, trabajando como agente del sumo sacerdote, en especial cuando mi señor empezó a desconfiar de la información que enviaba éste. Me llamo Yestral.
Yestral. El nombre le resultaba familiar.
—Te conozco. Ayudaste a construir el almacén.
—Sí, señora. Mis órdenes eran observar e informar. Más tarde, cuando llegaron Keeli y su compañero, me comunicaron que el sumo sacerdote deseaba que elimináramos a Brogan por su traición. Sabiendo que tu compañero se dirigía a Nethosak, donde se suponía que sería capturado o asesinado, Keeli también ordenó tu ejecución. Dijo, textualmente, que así volvería a reuniros a los dos. Zurgas y yo debíamos vigilaros y esperar nuestra oportunidad. Ella se uniría a nosotros si podía. Yo obedecí, aunque no fuera de mi agrado.
—¿Cuántos más hay? —preguntó Brogan—. ¿Cuántos agentes más tiene Su Excelencia en el poblado?
—¡Ninguno! ¡Lo juro! —El miedo de Yestral al minotauro de un solo cuerno era patente—. ¡Dama Helati! ¡Soy tu prisionero, no el suyo!
—Está bien, pero responderás a todas las preguntas que te formule. Eso por descontado.
—Lo juro por los cuernos de Sargas.
La conversación se vio interrumpida por la llegada de otros tres minotauros. Helati se tensó, hasta que comprobó que se trataba de algunos en los que ella podía confiar.
—¿Lo veis? —exclamó el más adelantado, un macho corpulento de pelaje oscuro, con grandes ojos, que trabajaba de herrero en el poblado—. Os dije que había oído armas en acción.
Los otros dos asintieron. Uno de ellos miró a Helati.
—¿Te encuentras bien, señora?
—Yo sí, pero Brogan está herido.
El aludido rechazó toda ayuda con un gesto de impaciencia.
—Me curaré sin problemas. Pero alguien debería ocuparse de éste, dama Helati. Además, necesitamos deshacernos de esa carroña.
—De acuerdo. —Helati señaló a uno de los recién llegados—. Tú. Consigue ayuda para arrastrar a esos dos hasta la zona principal del poblado. Quiero a este otro atado y encerrado en el almacén.
Todos se pusieron en movimiento obedientemente. Brogan permaneció junto a Helati.
—¿Y yo, qué?
—Me arriesgaré contigo, pero tienes que contarme qué le has hecho para que te tuviera tanto miedo.
Brogan sonrió, desconsolado.
—Gozo de cierta reputación. En gran parte es exagerada…, pero en parte no lo es. —Su voz se tornó más grave—. No intento justificarme por ello. Te contaré todo lo que quieras sobre mi pasado, pero te pido que lo pospongamos hasta mañana. Creo que me voy a desmayar si no me ocupo de este hombro.
Helati casi había olvidado la herida de su acompañante.
—Permíteme ayudarte.
—Puedo arreglármelas yo solo. Tú ya tienes bastantes preocupaciones. Duerme un poco, señora. —Se despidió con un gesto y echó a andar en dirección a su vivienda.
—Una pregunta más —gritó de pronto Helati.
—¿Qué?
—Parecías saber que iba a ocurrir algo. ¿Cómo lo supiste? La expresión de Brogan fue de cierta culpabilidad.
—Era el tipo de emboscada que yo habría planeado, en otro tiempo.
Helati no intentó detenerlo cuando el minotauro dio media vuelta y se alejó. Tal vez hubiera motivos para desconfiar de él, pero Helati dudaba de que Brogan le hubiera mentido.
¿Y Kaz? Las palabras de Yestral la torturaban. Kaz se había metido en una trampa, después de todo. Ellos sabían que se iría a Nethosak y trataría de rescatar a su hermano. ¿Qué le habría ocurrido?
«Tengo que rescatarlo —pensó Helati—. Debo ir tras él antes de que sea demasiado tarde…, pero ¿y los niños?».
Brogan se había ofrecido para organizar una partida armada. Helati sabía que, si solicitaba ayuda, él y la mayoría de los otros responderían inmediatamente, pero arrastrar a tantos a lo que sin duda era la boca del lobo…
«Debo ir sola. No hay otra posibilidad. Ayasha podrá ocuparse de los niños. Los quiere como si fueran suyos».
Se estremeció al pensar en ello. Era una suerte que su amiga sintiera tanto afecto por los gemelos. Las probabilidades de que Helati no regresara de Nethosak eran innumerables. Ayasha podía encontrarse ejerciendo de madre de la pareja de niños durante el resto de su vida.
Delbin inspeccionó la estancia. Las cadenas que lo sujetaban a la pared habían resistido hasta ahora a su extraordinaria habilidad forzando cerraduras, por lo cual estaba impresionado. En esas circunstancias, sólo le quedaba dormir o contemplar la pared como únicas actividades a su alcance, pero la curiosidad le robaba el sueño. ¿Por qué un clérigo minotauro requería su presencia? Tal vez nunca había visto un kender y sentía simple curiosidad, pero era más probable que deseara utilizarlo contra Kaz. Delbin esperaba que alguien viniera pronto, antes de que el aburrimiento se hiciera insoportable. Hasta ahora, la única visita que había recibido fue la de un guardia que examinó su cabeza por si estaba herido.
La cabeza aún le dolía, pero ni por asomo tanto como antes. Ahora, Delbin veía por fin con claridad, aunque no había mucho que ver en la habitación. Era más bonita de lo que había esperado de una celda carcelaria. Estaba limpia y ordenada. Incluso había una cama a un lado, pese a que, por el momento, Delbin no podía llegar hasta ella. No muy lejos de la cama veía una mesa y dos sillas, también fuera de su alcance. La estancia estaba débilmente iluminada, en ese momento, porque la única luz existente procedía de un par de antorchas encendidas en el pasillo, al otro lado de la puerta de su celda. Pero la visión nocturna de Delbin seguía siendo excepcional.
Sin nada más que hacer, ocupó su mente con los recuerdos del sueño que había experimentado justo antes de perder el conocimiento. De nuevo, el hombre gris. El kender se preguntó por qué habría soñado una vez más con aquel extraño personaje. Cierto, el sueño fue muy interesante, a ratos incluso entretenido, pero ¿por qué el hombre gris? ¿Por qué no había soñado, en su lugar, que Kaz lo rescataba?
No tenía importancia. Lo importante era que el hombre gris lo había tranquilizado, afirmando que aún había esperanza. Pero Delbin no sabía de qué. Lo que dijo el hombre gris después de eso era un recuerdo nebuloso, pero el kender no tuvo dificultades para conservar su optimismo. Ya empezaba a preguntarse si, utilizando la ganzúa que había logrado ocultar en una mano, sería capaz de forzar el fascinante mecanismo que mantenía cerrados los grilletes…
Un murmullo procedente del pasillo distrajo su atención. No se trataba de uno de los guardias, sino algo que sonaba como un niño que arrastrara los pies por delante de su celda.
Al cabo de unos instantes, una cabeza de enmarañadas greñas asomó por la mirilla de la puerta. En realidad, parecía como si la parte superior del rostro perteneciera a un enano gully. Delbin había visto a varios de aquellos infelices rondando por la ciudad, recogiendo la basura de las calles, siempre a la carrera, pero era el primero que observaba de cerca.
—Hola, me llamo Delbin. ¿Y tú?
El enano gully pestañeó repetidas veces antes de responder:
—Galump. Galump es el nombre de Galump. Delbin es un kender.
—Sí, lo soy. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿También eres un prisionero? ¿Has escapado? Sin duda, aquí tienen cadenas muy buenas, de modo que si sabes cómo abrir la cerradura, me gustaría mucho saberlo.
El andrajoso personaje necesitó algún tiempo para digerir la petición.
—Galump no es un prisionero —respondió finalmente—. Galump hace lo que dicen los minotauros.
Delbin recordó las correas que rodeaban el cuello de los enanos gully que había visto. No le parecía bonito que los minotauros obligaran a aquellas infelices criaturas a realizar tareas sucias y a llevar incómodos collares.
De improviso, el enano gully desapareció de la vista. Delbin recordó casi demasiado tarde que aquellas criaturas simples eran incapaces de mantener su atención fija en algo durante mucho tiempo.
—¡Espera, Galump!
Galump volvió a asomarse a la puerta. Tenía que agarrarse a los barrotes de la mirilla para observar el interior.
—¿Qué quiere Delbin?
—¿Puedes ayudarme a salir de aquí?
Aquello pareció entristecer al enano gully.
—Galump no puede hacer eso, no, no puede. Si pudiera, ayudaría a la chica humana simpática, una chica que el toro malo que pega a Galump tiene encerrada en una celda.
¿Otro prisionero?
—Si me ayudas, tal vez yo pueda ayudarla a ella. Podemos escapar todos juntos.
A pesar de que lo único que Delbin podía ver de Galump era la mitad superior de su cabeza, la reacción de pánico del enano gully resultó evidente.
—¡No! ¡Galump no puede hacerlo! ¡Desobedece al grande y nos comerá como se come a los demás!
—¿Se come a los demás? —Todo el mundo opinaba que resultaba difícil seguir el hilo de la conversación de un kender, pero Delbin pensó que la especie de Galump era la raza más desconcertante de Krynn—. ¿Qué quieres decir? No querrás decir que realmente se come a la gente, porque eso es altamente improbable. Lo que seguramente quieres decir es que los castiga severamente, pero no te preocupes, porque si sacamos de aquí a la chica (¿una chica humana?), después podemos acudir a mi amigo Kaz, y él nos protegerá de…
—¡No! —El enano gully se soltó y desapareció de la vista, a lo que siguió instantes después el ruido de unas pisadas ligeras que se alejaban.
«Tiene miedo del sumo sacerdote, no cabe duda —pensó Delbin—. Cree realmente que el sumo sacerdote de los minotauros se lo va a comer, pero los minotauros no comen seres de otras razas, que yo sepa, aunque desciendan de ogros y hace mucho, muchísimo tiempo, como me contó mi amigo Kaz, los ogros a veces…».
¿Una chica humana?
—¿Y qué puede querer un minotauro de una chica humana? —susurró Delbin a la oscuridad—. Quizá sea una esclava, como el pobre Galump. O tal vez sea una princesa que el sumo sacerdote retiene como rehén.
Delbin sentía poco aprecio por ese sumo sacerdote. No era un buen minotauro, no si convertía en esclavos a enanos gullys y a inocentes niñas humanas.
—Bueno, me parece que tendré que salvarla, y también a Galump…, y a todos los demás enanos gullys y prisioneros del sumo sacerdote, y entregárselos a Kaz. El sabrá qué hacer con ellos. Él sí.
Con renovado vigor, siguió trabajando en la cerradura. Normalmente, los kenders disfrutaban con el reto de una buena cerradura, pero en esta ocasión, Delbin estaba impaciente. Tenía que ponerse en marcha. Debía rescatar a aquella princesa. Probablemente era una tímida e indefensa jovencita que jamás se había expuesto al mundo real, a diferencia de él. Tal vez los recompensara, a Kaz y a él, mostrándoles su reino.
Unas pisadas rítmicas en el pasillo lo obligaron a guardar rápidamente la ganzúa. Los visitantes se acercaron cada vez más, hasta que finalmente se detuvieron ante su celda. Delbin distinguió a dos guardias y a una figura ataviada con las vestiduras del clero.
Uno de los guardias abrió la puerta. Entraron los dos, seguidos por el minotauro más siniestro que Delbin había visto en su vida. El kender sintió un genuino estremecimiento de miedo, algo que raramente experimentaba ningún miembro de su especie.
—Soy Jopfer, sumo sacerdote del Templo de Sargas, el Alma del Estado. Quiero hablar contigo sobre tu amigo Kaziganthi. —Se inclinó y escrutó fijamente en el interior de los ojos del kender—. Y tú me responderás, como deseo. ¿Lo entiendes?
El miedo se volvió más intenso…, y el simple hecho de que lo hiciera aterrorizó al kender mucho más que el propio miedo.