10

El gran circo

Molus no se mostró tan entusiasta como Kaz esperaba de él. Pronto descubrió por qué. El rumor de que el clérigo había ordenado que Kaz fuera el primero de los tres prisioneros en afrontar la muerte había llegado hasta el carcelero, y el anciano minotauro estaba claramente contrariado por las nuevas órdenes.

—¡No tienen sentido del ritmo ni del espectáculo, por lo que respecta a la arena! Deberíamos abrir boca con tu amigo, que ya ha luchado ahí fuera y cuya sangre los espectadores ya están preparados para ver; después vendría el turno de tu padre, que sin duda calentaría el ambiente. Entonces, y sólo entonces, saldrías tú, Kaziganthi. ¡Por Sargas! ¡Tú deberías librar el último combate del día! Se ha corrido la voz, y son muchos los que te recuerdan o han oído hablar de ti. Sé de grandes apuestas sobre cuánto tiempo durarás…, aunque, claro está, eso depende de contra quién o contra qué te enfrentes, ¿verdad?

—¿Y tú no estarás informado de eso, por casualidad? —preguntó Kaz. Prefería saber si tendría que hacer frente a varios gladiadores o quizás a un animal salvaje o dos. Tenía que coordinar su ataque correspondientemente.

—Sí, lo estoy, pero será una sorpresa. Órdenes del mismo emperador. Yo diría que no quiere que puedas prepararte demasiado. Te recuerda bien.

—Yo también lo recuerdo a él. —Molus estudió su expresión.

—No apostaré por lo contrario.

—¿Se me concederá al menos el uso de un arma?

Mientras hablaban, la guardia se afanó en preparar a los tres prisioneros. Kaz contaba con que el trío sería conducido a un tiempo a la zona de espera. Tal había sido siempre la costumbre en el pasado, y le complació ver que, al típico estilo minotauro, nadie se había dedicado a cambiar la tradición. Si Hecar y Ganth no hubieran salido con él, Kaz habría tenido graves problemas para idear un nuevo plan de evasión.

—Sí, llevarás una espada corta.

Una espada corta. Eso significaba probablemente que iba a luchar contra otro guerrero. Kaz se alegró al enterarse. En ese caso, no tendría que preocuparse por la imprevisibilidad de los animales. Los gladiadores, por el contrario, eran bastante predecibles.

Unas esposas reemplazaron las cadenas que los sujetaban a la pared. Kaz y los otros fueron sacados de la celda y empujados por el corredor que conducía al amplio espacio de la arena. Vagamente familiarizado con el camino por su experiencia de años atrás, Kaz calculó el tiempo que los otros necesitarían para escapar en cuanto cruzaran la arena. Cuatro minutos, cinco tal vez, para recorrer el largo pasillo que atravesaba la zona de los animales. Eso, por descontado, no incluía la resistencia con que podían tropezarse, pero esa zona solía estar custodiada sólo por una pareja de centinelas y uno o dos cuidadores.

Exceso de confianza. Nadie esperaba que alguien intentase una evasión tan descarada. Los minotauros luchaban y morían; no escapaban. Sólo esperaba que Ganth y Hecar consiguieran huir a tiempo.

Por encima de ellos estalló una ovación. El corredor entero se estremeció por el pataleo de incontables pies. El combate debía de ser especialmente bueno. Cuanto mejor era la lucha, mayor era la reacción de la multitud. Patalear era una manera de expresar la aprobación por parte de los espectadores, y ganarse las simpatías del público había dado la vuelta a más de un combate.

Cuando llegaron a la zona de contención, un espacio aislado por rejas desde donde se veían los duelos que tenían lugar en la arena, Kaz reparó en una figura familiar que observaba a los prisioneros: Scurn. Con una mano asía un objeto que Kaz no reconoció de inmediato. Sólo cuando ambos estuvieron casi cara a cara, mostró Scurn lo que sostenía.

Era el medallón que honraba al Campeón Supremo, el mismo medallón que había arrebatado a Kaz tras capturarlo.

—Habría preferido ganártelo en combate —declaró el minotauro de las cicatrices.

—Ya tienes el medallón. Sólo tienes que colgártelo.

Una expresión sombría cubrió los rasgos mutilados de Scurn.

—Nunca lo deshonraría así. No me lo he ganado, por eso no puedo lucirlo.

Resultaba extraño que alguien como Scurn pensara todavía en términos de honor. Kaz se disponía a replicar con sarcasmo cuando el otro minotauro le tendió bruscamente el medallón.

—Tómalo. Sigue siendo tuyo, lo ganaste en combate en el circo. Al sumo sacerdote y a Polik no les va a gustar, pero aún tienes derecho a llevarlo. Ni siquiera tus delitos pueden arrebatarte eso, aunque la muerte lo hará. —Lanzó un bufido—. Yo debería ser quien luche contigo. No es justo que…

—No te preocupes por su combate —atajó rápidamente Molus. El anciano minotauro señaló el medallón y continuó—: Adelante, cógelo. Añadirá un poco de emoción, cuando vean lo que llevas.

Kaz deseaba rechazar el medallón. No veía sentido a aceptar tal honor cuando ya no creía en él. Lo único que significaba era que había desperdiciado una parte de su vida luchando y lastimando a otros por el bien del puñado de minotauros que gobernaba a su raza.

—No deberías rechazarlo, y lo sabes. Puede resultarte útil.

Envarándose, Kaz miró hacia atrás. Reconocía la voz. Sólo la había oído una vez y fue en un sueño.

Era la voz del hombre gris…, pero no había ni rastro de él.

Sin saber realmente por qué lo hacía, Kaz cogió el medallón. Aun con ambas muñecas inmovilizadas, consiguió colgárselo alrededor del cuello. Una sensación de calidez se extendió por todo su cuerpo. Scurn asintió y dio un paso atrás. La expectación se evidenciaba en su mirada, expectación y quizás un poco de envidia. Sería otro quien tuviera el privilegio de matar a Kaz.

No había señales de Rostro del Honor. El hacha que llevaba Scurn era una de las de reglamento que la guardia entregaba a sus miembros. Naturalmente, Scurn jamás arriesgaría un arma como Rostro del Honor en las tareas diarias de la guardia. Probablemente planeaba utilizarla en el circo o en la batalla. A diferencia del medallón, no tenía intención de devolverla a su propietario original, ni siquiera para un último combate. El sentido del honor de Scurn no llegaba tan lejos.

Otro rugido sacudió el coliseo, seguido de nuevos pataleos y aplausos. El combate que se estaba celebrando, fueran quienes fuesen los contrincantes, había terminado y, por el ruido, Kaz sospechó que uno de ellos había sufrido una derrota fatal.

«Podríamos conquistar el mundo un poco más deprisa si no siguiéramos deshaciéndonos de nuestros guerreros en la arena», pensó con repugnancia. Aquello le hizo pensar en Raud, lo cual, a su vez, le hizo pensar en Polik, quien probablemente ya se hallaba entre el público.

—Pongámonos en marcha —exclamó secamente Kaz, tendiendo los brazos al frente para que el carcelero lo liberara de las esposas.

—¡Ése es el espíritu de un guerrero! —cloqueó Molus. Liberó a Kaz. Ganth y Hecar también fueron liberados de sus ataduras. Ninguno de los tres fue conducido a la zona separada por rejas, tal como esperaba Kaz. Una vez más, podía beneficiarse de los arraigados hábitos de los minotauros. Como su padre y Hecar seguirían pronto a Kaz, Molus y los demás no veían la necesidad de perder tiempo encerrándolos. Rodeados por media docena de guardias, era poco probable que la pareja intentara nada mientras Kaz combatía en la arena.

Por supuesto, con una distracción como la que planeaba, los guardias estarían demasiado aturdidos para reaccionar inmediatamente cuando los prisioneros trataran de escapar. Todo dependía del apego a la rutina típico de la raza minotauro.

De haber pertenecido Kaz a otra raza, por ejemplo la humana o la élfica, no habría sido tan afortunado. En el Gran Circo raramente se exhibían seres de otras razas, con la excepción de ogros. Las arenas menores se ocupaban de las demás especies, y normalmente no les concedían la oportunidad de escapar. El Gran Circo era casi exclusivamente para minotauros. Los escasos foráneos que combatían en él eran vigilados estrechamente, atendiendo a lo que todo el mundo sabía, que sólo los elegidos por Sargas eran auténticamente honorables.

—Ya han despejado el terreno —anunció Molus—. Adelante, Kaziganthi. Es tu turno.

Con un guardia a cada lado, Kaz salió a la arena. En las gradas, un mar de formas negras, pardas y blancas, con pocos colores más esparcidos puntualmente aquí y allá, observaba y esperaba.

Al principio reinó el silencio. Era lo que normalmente solía ocurrir cuando aparecían los condenados, pues un minotauro que se hubiera deshonrado a sí mismo sólo era medio minotauro, a los ojos de sus congéneres. Después, tal vez por el medallón que pendía de su cuello, o por el hecho de que al menos una parte de los presentes lo había reconocido, pese a los años transcurridos, un murmullo se elevó entre el público. Fue aumentando de intensidad, y cuando Kaz y los guardias llegaron al centro de la arena empapada de sangre, había alcanzado casi el nivel de una ovación. De hecho, no eran precisamente pocos los que, en efecto, lo vitoreaban a él.

De otra entrada surgieron más de una docena de guerreros armados con una combinación de espadas, hachas, lanzas y redes. Avanzaron hacia Kaz, demostrando ser cada uno de ellos un diestro gladiador en su mejor momento. No eran campeones de alto rango, pero sin duda alguna sí guerreros curtidos. Había por lo menos cinco hembras, pero Kaz no las subestimó. Helati era un excelente ejemplo de lo que era capaz una guerrera.

Iba a ser un combate con abrumadora superioridad numérica. Kaz calculó dieciséis guerreros. Eso significaba que ocho combatirían físicamente mientras los otros ocho rodeaban el círculo formado por los que luchaban. Si uno de los primeros ocho moría, o no estaba en condiciones de seguir luchando, otro, designado por sorteo con anterioridad, lo relevaría en el combate. Los guerreros seguirían interviniendo en la refriega hasta que el criminal fuera vencido… y rematado. Existían variaciones sobre el esquema básico, pero en el Gran Circo, éste era el sistema adoptado. Hecar se había enfrentado a un peligro menor sólo porque lo querían vivo para que sirviera de cebo.

Mientras los guerreros empezaban a rodear a Kaz y su escolta, uno de los guaridas le entregó una espada corta muy desgastada por el uso. Kaz lanzó un gruñido, pero no protestó más. Su arma le habría ido mejor, mas sabía que no debía esperar nada distinto. Polik y el sumo sacerdote no querían correr riesgos.

Pensando en ambos, recorrió rápidamente con la vista toda la gradería. El emperador solía sentarse en una tribuna habilitada en el centro del lado más largo de la arena. Su tribuna era más alta que la mayoría de las otras localidades. A su lado se sentarían Jopfer y los miembros del Círculo Supremo.

Efectivamente, la tribuna estaba ocupada. Kaz bizqueó. Polik estaba allí, un poco más grueso y fatigado que años atrás, pero por lo demás apenas había cambiado. Aún exhibía el físico de un campeón, pero Kaz no imaginaba cómo había vencido en cada desafío que le lanzaron a lo largo de todos esos años. El emperador iba ataviado con una elegante túnica de color marrón y rojo, y portaba un casco con un penacho que obviamente sólo se empleaba con fines ceremoniales.

«Así que es verdad», pensó el prisionero. Los Señores de la Guerra encumbraron a Polik porque era manejable, y el sumo sacerdote y el Círculo lo mantenían en el poder por la misma razón.

Polik no estaba mirando en su dirección, sino discutiendo con otro minotauro provisto de una coraza; Kaz supuso que se trataba de un miembro del Círculo. El emperador se daba golpecitos en el pecho una y otra vez. Kaz tardó unos instantes en comprender que Polik se quejaba del medallón. Incluso a tanta distancia, la mayoría lo reconocería como símbolo de un campeón de alto rango. Quienes todavía se acordaban de Kaz también recordarían, probablemente, que habría podido desafiar a Polik, de no haberse retirado del circo. Al emperador no le gustaba que se lo recordasen.

Polik señaló a Kaz y luego a los guerreros. El minotauro que se hallaba junto a él negó con la cabeza, pero el emperador insistió. Su compañero señaló hacia un guardia. Intercambiaron unas palabras apresuradas y el guardia se alejó a toda prisa.

Sonaron las trompetas. Kaz buscó el origen del sonido y vio adelantarse a un heraldo. Estaban a punto de dar comienzo al combate. Como no le interesaba lo que iba a decir el heraldo, siguió inspeccionando a su alrededor. Polik y al menos tres miembros del Círculo se hallaban entre el público, pero los únicos representantes del clero eran Merriq y un par de acólitos menores. De Jopfer, no había ni rastro.

Su blanco sería Polik, después de todo.

—¡Despierta, idiota! —susurró uno de los guardias—. ¿O pretendes quedarte ahí plantado y dejar que te pisoteen?

Kaz volvió a la realidad con un respingo y advirtió que el heraldo ya había terminado y que los guerreros se estaban desplegando. Cuando cada uno ocupó su lugar, ocho alrededor de Kaz y los otros ocho en un círculo exterior, los guardias se alejaron de la zona y regresaron donde Ganth y Hecar se hallaban retenidos.

Kaz sólo disponía de unos segundos. Tenía que desprenderse de su arma, lo cual sorprendería a sus adversarios, e invocar a Rostro del Honor para que acudiera a su mano. Sólo su arma mágica era capaz de hacer lo que Kaz precisaba. Sólo esa hacha volaría en línea recta, como él deseaba, y pondría fin al reinado de Polik de una vez por todas.

Resonó otra trompeta. Los gladiadores se detuvieron, claramente desconcertados. Kaz también se sorprendió. La nueva señal ordenaba a los gladiadores que se retiraran, lo cual hicieron con cierto desorden.

La trompeta volvió a sonar. Esta vez no salieron gladiadores desfilando. En su lugar, se abrió una verja lateral. Los ojos del minotauro casi se le salieron de las órbitas. Sabía lo que significaba la apertura de aquella verja. Alguien había introducido un cambio de planes. Kaz ya no se enfrentaría a guerreros.

Un bramido atronó en el pasillo que desembocaba en la verja entreabierta. En lugar de a gladiadores, Kaz debía enfrentarse a un animal.

El segundo rugido fue más potente que el primero. La multitud estaba excitada. También el público sabía que ya no se trataba de una confrontación ordinaria.

De pronto, una gran cabeza asomó por el túnel, con unas enormes fosas nasales que olisquearon el aire con desconfianza. Unos ojos de reptil se adaptaron lentamente a la luz. Un hocico repleto de dientes afilados como cuchillos se abrió y una gruesa lengua roja entró y salió a la velocidad del rayo.

Un merodrago, una criatura mayor que el oso más grande y semejante a los dragones de leyenda salió pesadamente a la arena. Si bien tan sólo se trataba de un reptil que no estaba emparentado con los grandes monstruos voladores, seguía siendo una fiera asesina. Éste había alcanzado casi la edad adulta.

Gran parte del público reconoció la desigualdad en el enfrentamiento y, aunque se suponía que Kaz era un delincuente, se oyeron murmullos de protesta. Polik los pasó por alto significativamente, contemplando al prisionero con satisfacción. El reptil se dirigió al centro de la arena. La cola del merodrago se bamboleaba de lado a lado; la ansiedad de la bestia aumentó al olfatear a tantos minotauros.

Entonces vio a Kaz.

El merodrago siseó. Un minotauro no era una amenaza para él, sino más bien un almuerzo. Los merodragos siempre se mostraban ávidos de comida.

Kaz empuñó la espada corta con una mano. No quería efectuar su movimiento con demasiada anticipación. Deseaba estudiar al monstruo durante un minuto a fin de decidir cómo combatirlo. Si el merodrago se atenía a las costumbres de su especie, Kaz tenía algunas ideas que le resultarían útiles. Si el animal lograba sorprenderlo, era muy posible que el minotauro muriese, despedazado por zarpas y dientes.

No era así como esperaba morir. Sólo deseaba poder arrastrar a Polik consigo.

La bestia alzó la cabeza y abrió las mandíbulas de par en par. Para cualquier otro, la visión habría bastado para dejar paralizada de terror a la indefensa víctima. Sin embargo, Kaz se había enfrentado a dragones y a otras criaturas mucho más extrañas y mortíferas que un merodrago.

Con un nuevo siseo, el merodrago embistió repentinamente a Kaz por la izquierda, moviéndose con una celeridad y una precisión que su pesada figura reptiliana no permitía sospechar. La multitud rugió, mezclando protestas con gritos de ánimo.

Kaz rugió también a la bestia que cargaba contra él, que vaciló unos instantes. El experimentado guerrero asió la hoja de su espada por la punta, de modo que pudiera lanzarla, y arrojó la gastada pero todavía servible arma hacia el monstruo.

La espada voló con la ligereza de una azagaya, y la velocidad a la que surcaba el aire era tan grande que el blanco previsto no tuvo tiempo de apartarse de su camino. La hoja se hundió en el hombro del merodrago. Esta vez, el monstruo hizo algo más que vacilar: bramó de dolor y encogió una pata delantera para arrancarse a manotazos el arma que tenía clavada en el cuerpo.

Al tiempo que lanzaba la espada, Kaz alzó la otra mano. Rostro del Honor se materializó de la nada. La muchedumbre clamó desconcertada, pero Kaz no se preocupó por lo que pudieran pensar. El gran reptil ya había logrado arrancarse la espada como si fuera una espina, algo que Kaz no esperaba que consiguiera tan pronto, y que no era suficiente para el minotauro.

Kaz retrocedió trastabillando cuando el monstruo atacó de nuevo. El merodrago clavó las garras de una de sus patas delanteras en la base de la pala del hacha y la apartó de un zarpazo. Rostro del Honor salió despedida de la mano del minotauro.

El enorme monstruo arremetió una vez más. Kaz saltó y aterrizó sobre el lomo de la bestia, que siseó y trató de sacudírselo de encima. El minotauro se sujetó con fuerza y deseó que su hacha regresara a él.

Lo hizo…, justo en el momento en que el guerrero perdía su asidero. Kaz resbaló por el lomo del reptil, provocando una sonora reacción de la multitud. No supo si el público estaba decepcionado por su caída o bien, por el contrario, esperaba que ahora el merodrago se revolvería y le desgarraría el pecho.

El merodrago se volvió. Kaz cayó sobre la cola y se aferró con la mano libre. La cola lo arrastró cuando el reptil completó su giro, lo cual al principio decepcionó a la bestia. Tras varias vueltas casi grotescas, el merodrago comprendió finalmente lo que ocurría y flexionó la cola para acercarla a su hocico.

Kaz soltó el apéndice y rodó en dirección contraria. Apoyando una rodilla en el suelo, ejecutó un molinete con Rostro del Honor y enterró profundamente la centelleante hoja en una zarpa que descendía sobre él. La sangre empapó la cabeza del minotauro. Kaz parpadeó para quitársela de los ojos, que le escocían tanto que apenas podía ver.

Casi le cuesta la vida. Enloquecido de dolor, el merodrago soltó un zarpazo que levantó a Kaz y al hacha por los aires, con la misma facilidad que un niño lanzaría un guijarro. Poco podía hacer Kaz para amortiguar su caída. Aterrizó con la contundencia suficiente para que Rostro del Honor saliera despedida de su mano y cayera fuera de su alcance.

Los violentos movimientos del enfurecido reptil advirtieron al minotauro que el animal volvía a la carga. Kaz rodó velozmente sobre sí mismo para apartarse de su camino. Había recuperado la visión, justo a tiempo para distinguir las mandíbulas del merodrago en el momento que intentaban morderle una pierna. El guerrero la encogió rápidamente y descargó un fuerte plantillazo en el hocico del animal.

La patada aturdió a la bestia, pero no tanto como esperaba Kaz. Consiguió levantarse sobre sus tres patas sanas, con la clara intención de saltar sobre su presa y aplastarla bajo su cuerpo.

Dolorido, Kaz, deseó empuñar Rostro del Honor cuando el merodrago caía sobre él.

El hacha apareció en su mano. Kaz hizo lo único que podía hacer: intentó echarse a un lado mientras apoyaba uno de los filos del hacha en el suelo, de modo que el otro filo hallara directamente en el camino del animal.

Varios cientos de kilos de reptil aplastaron el pecho del minotauro hasta extraer todo el aire de sus pulmones cuando la bestia aterrizó. Kaz estaba seguro de que moriría despachurrado, hasta que el monstruo se estremeció y rodó de lado, cubriendo al minotauro con un nuevo río de sangre. El filo del arma mágica increíblemente agudo le había salvado la vida.

Pero el merodrago aún no estaba vencido. Respiraba con prolongados jadeos. La herida de su pecho era profunda y una de sus extremidades estaba casi paralizada, pero sus enormes mandíbulas seguían constituyendo una amenaza para Kaz. Por fortuna, el minotauro tenía acceso a la garganta del reptil. Rodó una vez más sobre sí mismo hasta quedar tendido de bruces, acunando Rostro del Honor en sus brazos. Su postura no le permitía asestar un golpe enérgico, pero su hacha era igualmente mortífera como arma arrojadiza. La punta era lo bastante larga y afilada para matar.

Se incorporó en el acto, arrodillándose desde su posición prona, pero cuando se disponía a clavar su arma bajo las mandíbulas de la bestia, el merodrago se movió de improviso. Fue un movimiento torpe y rígido, pero los combatientes estaban muy próximos. Rostro del Honor era el único medio de que disponía Kaz para impedir que las mandíbulas del merodrago lo alcanzaran. Kaz incrustó el hacha mágica con todas sus fuerzas en las fauces de la criatura. Y allí se quedó clavada, en la boca del merodrago, mientras se aferraba a su astil como si le fuera la vida en ello, lo cual probablemente era cierto.

El minotauro rechinó los dientes.

«Paladine, Kiri-Jolith…, guiadme ahora», rezó el guerrero. Soltando el hacha, Kaz embistió. Con un terrible siseo, el reptil ladeó la cabeza bruscamente, con lo que el arma se desprendió y cayó al suelo.

Kaz arremetió contra la garganta del merodrago con tanta fuerza que sus cuernos se enterraron en la carne casi hasta la raíz.

Cientos de kilos de monstruo amenazaron con desplomarse sobre el minotauro, pero él mantuvo su posición, aguantando el formidable peso con todas sus energías. La fría sangre del reptil manaba sobre su cabeza. El merodrago intentó golpearlo con su zarpa herida. Kaz notó que la bestia temblaba convulsivamente.

Con un esfuerzo, el minotauro se separó de su víctima. El merodrago no lo advirtió. Su cabeza se balancea mientras sus fluidos vitales se derramaban sobre la arena de circo, y dio unos pasos tambaleantes. Kaz se apartó a rastras cuanto pudo, pues el agotamiento le impedía alejarse con rapidez.

El merodrago se estremeció, emitió un sonido gorgoteante… y se desplomó.

La multitud enloqueció. En toda su vida como campeón de las arenas, Kaz no recordaba una ovación tan impresionante como la que ahora resonaba por todo el circo.

Obligándose a ponerse en pie, Kaz recuperó su hacha. Aún no era demasiado tarde para matar a Polik. Rostro del Honor volaría recto y sin desviarse.

De repente, un pelotón de gladiadores surgió de la entrada principal. Avanzaron al unísono hacia él, dispuestos para el combate. Los gritos de la muchedumbre se tornaron amargos. Evidentemente, la mayoría no opinaba que ni siquiera un delincuente mereciera un respiro tan breve. Probablemente, Kaz se había rehabilitado ante los ojos de muchos de los presentes.

Aquello traía sin cuidado a Polik. El emperador se había puesto en pie y exigía a los gladiadores que atacaran al prisionero. Lo único que le importaba era que Kaz muriera, y que muriera enseguida, antes de que crecieran las simpatías por el renegado.

Los gladiadores no avanzaron hacia Kaz con mucho entusiasmo. Cualquier guerrero capaz de matar él solo a un merodrago era digno de tenerse en cuenta, aunque se hallara tan exhausto como ése. Kaz agradeció sus titubeos. Cada segundo de espera le permitiría ofrecer un combate un poco menos desequilibrado.

—De acuerdo —gruñó—, ¿quién será el primero? - Su bravata tenía la intención de hacerlos vacilar todavía más.

Un rugido procedente del extremo opuesto de la arena consiguió que incluso Kaz perdiera la concentración. Tanto él como los gladiadores se volvieron en la dirección del sonido, el deber cedió el paso a la sorpresa.

Un león irrumpió a la carrera en la arena. Era un macho adulto. Incluso antes de que la conmoción provocada por su brusca aparición remitiera, fue seguido por dos y luego tres hembras, todas rugiendo fieramente.

La salida de los animales apenas empezaba a calar en las gradas cuando un segundo merodrago del tamaño de un lobo surgió del túnel, avanzando pesadamente. Arremetió contra los leones, los cuales, pese a su superioridad numérica, decidieron que la situación era demasiado peliaguda y se dispersaron, aproximándose por casualidad al punto donde se encontraban Kaz y los gladiadores.

De la entrada del parque de animales empezó a brotar humo.

—¡Fuego en el parque de animales! —gritó alguien con voz aguda—. ¡Todos los animales han escapado!

Había algo ligeramente falso en aquella voz, pero quienes la oyeron sólo captaron el tono de alarma. El público tenía prohibido introducir armas en el circo, debido a la propensión de los minotauros a resolver todas las disputas, sobre todo las apuestas, combatiendo. Sólo la guardia estatal, los clérigos, los miembros del Círculo Supremo y el emperador estaban autorizados a portar armas allí. Los minotauros no eran tan ingenuos como para hacer frente a un león o a un merodrago con las manos vacías, ni siquiera tras contemplar la proeza de Kaz. El incendio también era preocupante. Muchos de los espectadores próximos al parque de animales empezaron a abandonar sus asientos.

Otros animales empezaron a salir por la humeante entrada: caballos, osos y demás. Kaz ni siquiera pudo identificar algunas de las fieras, pero todo lo que tuviera dientes de la longitud de sus dedos o garras del tamaño de su mano era un enemigo a evitar. Había toros y ovejas, estas últimas empleadas principalmente para alimentar a los depredadores. Algunos de los animales se abalanzaron sobre otros, pero a otros depredadores parecía apetecerles más los bocados de dos piernas, tal vez porque habían sido adiestrados para atacar a víctimas similares en la arena.

Kaz pasó al olvido cuando los gladiadores se desplegaron para defenderse de la amenaza más inmediata. No había señales de los cuidadores, pero Kaz supuso que estaban lidiando con otros animales que no habían salido a la arena, o bien estaban muertos.

—¡Delbin! —murmuró. El kender había prometido crear una distracción y lo había conseguido. Ahora dependía de él que sus esfuerzos no resultaran vanos.

Reculó para alejarse de los gladiadores y los animales, con Rostro del Honor en alto. Uno de los guerreros lo vio y, a todas luces, decidió que Kaz era el menor de los males.

Otros dos guerreros pasaron de largo junto a Kaz, empuñando tridentes y sosteniendo redes. Considerándose a salvo momentáneamente, Kaz se volvió para ver qué les había ocurrido a Ganth y Hecar.

Sus compañeros habían aprovechado la confusión creada por la desbandada de los animales y pretendían escapar según lo planeado. La pareja había logrado salir a campo abierto. Ganth se había apoderado de una espada corta pero ahora se veían acosados por uno de sus guardianes y por el obstinado carcelero. Para ser un minotauro anciano, Molus era rápido con las armas.

Con un mugido, Kaz embistió en su dirección. Molus fue el primero en volverse, y una sonrisa de genuina alegría iluminó su rostro cuando identificó a su atacante. Se apartó de Ganth y avanzó hacia Kaz, pero de pronto otra figura se interpuso entre ambos. El recién llegado empuñaba un hacha casi tan grande como la de Kaz.

—Ocúpate de tus prisioneros —espetó Scurn—. Yo me encargaré de Kaz. —La mirada que dirigió al carcelero no dejaba margen para discusiones. Molus retrocedió y fue a ayudar al otro guardia.

—Te derroté en la arena y te derroté cuando intentaste darme caza, Scurn. No vuelvas a intentarlo.

—Debiste matarme la última vez, Kaz. Te pedí que lo hicieras. ¡No podía enfrentarme al clan después de una derrota tan humillante!

Dicho esto, Scurn atacó. Su estocada fue más precisa y rápida que las otras veces que se había enfrentado a Kaz en el pasado. Sorprendido por el ímpetu y la destreza que exhibía el otro minotauro, Kaz retrocedió.

El humo casi lo distrajo. Otros incendios se habían declarado en otras secciones subterráneas del Gran Circo. Kaz se preguntó qué pretendía Delbin, exactamente. Si el kender seguía así, era posible que el coliseo entero ardiera hasta sus cimientos, matando de paso a sus amigos, además de a sus enemigos.

Scurn blandió nuevamente el hacha, cortando el aire justo por delante del hocico de Kaz. Éste alzó rápidamente Rostro del Honor y enganchó la pala del hacha de Scurn desde abajo. Las dos armas permanecieron trabadas unos segundos, hasta que el guerrero desfigurado tiró de la suya y trató de ensartar a Kaz con la larga y afilada punta. Kaz logró desviar la acometida, pero la pala del hacha de Scurn hendió el aire justo unos centímetros por encima de sus cuernos.

El brazo herido de Kaz empezó a hacer de las suyas, obligándolo a aflojar la presión sobre la empuñadura de su hacha, luchando contra el dolor, apartó de un golpe el hacha de su oponente y golpeó a Scurn en la mandíbula con el extremo inferior del astil. El otro minotauro soltó un gruñido y reculó unos pasos, tambaleándose. Kaz reanudó su ataque, y golpeó de nuevo a Scurn.

Aturdido, Scurn blandió su hacha en un movimiento circular, tratando de herir a Kaz. Sin embargo, erró el golpe y se quedó con la guardia abierta, totalmente expuesto a su adversario. Kaz no perdió el tiempo. Volvió a golpearlo con el astil, hundiendo la punta roma en el estómago del otro minotauro. Scurn cayó de rodillas y soltó su hacha. Incapaz de decidirse a matar a un enemigo indefenso, Kaz recurrió a la única alternativa que le quedaba: alzó un puño y lo descargó sobre la figura jadeante que se arrodillaba a sus pies.

Scurn se desplomó.

—Considérate afortunado —masculló Kaz. A continuación se volvió hacia Molus y los guardias, que habían forzado a Ganth a retroceder. Resultaba evidente que las fuerzas de Ganth se estaban agotando. Alzando el hacha, Kaz lanzo un grito de guerra y cargó contra el guardia. Éste se volvió, y pareció que los ojos se le salían de las órbitas al ver lo que se le avecinaba, pero, para su honra, embistió a su vez.

Molus fue repelido por un revitalizado Ganth. Y lo que era peor para el carcelero: no tenía que perder de vista a Hecar, que pretendía situarse a su izquierda.

El guardia no era un guerrero de la talla de Kaz. Intentó defenderse, pero Rostro del Honor eludió su defensa y le cortó de pasada la mano con la que el otro empuñaba la espada. Kaz creyó que allí acababa todo, pero el guardia aferró su arma ensangrentada con la mano que conservaba y arremetió contra él. Gruñendo, Kaz no dio cuartel a su adversario. Esta vez, su golpe fue mortal.

El hacha se enterró en el pecho del otro minotauro. Kaz ni siquiera esperó a que el guardia se desplomara para arrancar el arma de un tirón. Eligió a Molus como blanco, mas el carcelero lo vio y, renunciando a su ataque contra Ganth, huyó corriendo.

—Pongámonos en camino, muchachos —gritó el padre de Kaz.

—¡Coge un arma y una red, si puedes, Hecar! ¡Ahora tenemos que darnos prisa! —Sus últimas palabras fueron interrumpidas por el tañido de un gong. Kaz miró a su alrededor y vio que salía humo de otra parte más.

La mayor parte del público que se había sentado cerca de la zona de los animales prefirió huir a enfrentarse al fuego y a las bestias, pero muchos resistían como podían, intentando enfrentarse a los problemas. Algunos de éstos sólo conseguían aumentar la confusión, por lo cual Kaz les estuvo agradecido.

El trío se apresuró en dirección a la entrada del parque de animales. Había varias docenas de fieras diseminadas por la arena del circo, y por lo menos dos habían conseguido encaramarse a la gradería inferior, donde varios miembros de la guardia estatal intentaban reducirlas. Al primer merodrago que escapó lo había seguido un segundo, más pequeño. Una manada de lobos brincaba alrededor de los gladiadores provistos de redes. Por lo menos dos minotauros habían caído, y lo que quedaba de sus respectivos cuerpos no era una imagen que Kaz deseara contemplar durante mucho rato. Varios de los depredadores habían sido capturados; pero de vez en cuando, una o dos bestias más salían en tromba a la arena por la entrada que necesitaban utilizar los prisioneros.

—Habrá que estar ojo avizor cuando lleguemos al otro lado —gritó Ganth—, o podría ser que corriéramos directos a las fauces de un merodrago.

Un carnero pasó al galope junto a Hecar, seguido inmediatamente por una pareja de lobos que pisaban los talones a su presa.

El grito de un minotauro se impuso a aquel caos, obligando a Kaz a volverse. Aunque no divisó al infortunado guerrero, vio otra cosa…, o quizá la mejor manera de decirlo sería «no vio» otra cosa. No había ni rastro de Polik, ni de los representantes del Círculo. Incluso Merriq, el hombre de Jopfer, había desaparecido. Sin duda habría sido de los primeros en emprender la retirada.

—¡Kaz! ¡Cuidado, muchacho! —Ganth se situó de pronto frente a él, asestando un tajo con su espada de arriba abajo.

Kaz retrocedió, sorprendido. Su padre pasó ante él como una exhalación. No era un animal lo que los amenazaba, sino un gladiador que advirtió que escapaban y decidió tratar de cerrarles el paso.

El otro guerrero intentó ensartarlo con su lanza. Por fortuna, Ganth desvió la punta con su espada. La lanza se clavó en la tierra, frenando bruscamente en su carrera al pretendido agresor. Antes de que Ganth profundizara en su ataque, el guerrero recuperó su arma larga y retrocedió, viendo que tendría que hacer frente a dos minotauros a un tiempo.

—Regresará con varios amigos muy pronto, muchachos. ¡Y si no, al tiempo!

—Pues será mejor que salgamos de aquí —replicó Hecar.

Frente a ellos, una flecha se clavó de repente en el costado de una de las leonas. El animal trastabilló, cayó al suelo y consiguió levantarse de nuevo. De la herida manaba sangre en abundancia, pero la leona se mantuvo erguida. Sobre las murallas, los arqueros empezaban a situarse en posición. Una segunda flecha acertó a la leona. Esta vez cayó para no levantarse más.

—Será mejor que nos apresuremos. ¡Se están organizando!

Llegaron a la entrada del parque de animales casi a tiempo para darse de bruces con un enorme toro. Kaz se preguntó si el kender estaba soltando los animales deliberadamente en pequeños grupos, a fin de mantener la confusión.

—¡Adentro! —gritó Kaz, confiando en que Delbin no hubiera soltado nada más junto con el toro.

El olor de muchos años de cautividad animal fue como una bofetada para el trío. Evidentemente, existía un lugar que olía peor que las celdas de los prisioneros. El humo aumentaba la incomodidad, pero el aire no era irrespirable en aquella región subterránea. No había evidencias de fuego, por el momento.

Dos minotauros yacían desmadejados en el suelo de una jaula. Kaz inspeccionó brevemente el resto de la habitación. La zona estaba libre de peligros. Varios animales chillaban en sus jaulas, pero la mayoría de las puertas estaban abiertas y las jaulas, vacías. La causa del incendio era un montón de paja atada en balas que ardía dentro de una de las jaulas abandonadas.

—Probablemente todavía queden caballos en los establos del circo, Kaz —gritó Hecar—. ¿Nos los llevamos, o lo intentamos a pie?

—A caballo seremos más visibles —le respondió Ganth, también a gritos—. Será mejor que salgamos a pie y con discreción. Ya tendremos ocasión de luchar más adelante.

—Podemos ir por aquí —propuso Kaz, indicando una puerta de madera ligeramente entornada. Los tres minotauros se dirigieron hacia ella.

Kaz se preguntó dónde estaría el kender. El valiente personajillo tendía a olvidar que podían capturarlo o matarlo…

—Tengo que encontrar a Delbin.

—No tenemos tiempo, Kaz —protestó Hecar—. Sólo por voluntad de Kiri-Jolith hemos conseguido llegar tan lejos. No podemos entretenernos. Ya nos alcanzará.

—No tenemos ni idea de qué más tenía en mente ese kender, muchacho. —La expresión de Ganth era sombría—. Debió imaginar que no bastaría con el fuego y los animales.

Kaz escrutó la distancia.

—Vosotros seguid adelante. Yo tengo que encontrarlo.

—Muchacho, por lo que me has contado de Delbin, podemos esperar a que simplemente vuelva a aparecer. Los de su especie son listos, cuando se trata de escapar.

—No puedo correr ese riesgo. Me ha ayudado demasiadas veces en el pasado. No abandonaré a un camarada. A vosotros os conviene empezar a andar.

Antes de que pudieran detenerlo, Kaz cruzó el portal.

Delbin estaba escondido detrás de la puerta cuando tres minotauros pasaron corriendo para apagar su último incendio. Se sentía orgulloso de sí mismo por lo que había conseguido.

Normalmente no era tan hábil encendiendo fuegos, pero le había resultado de gran ayuda una extraña botella de aceite que encontró inesperadamente en su bolsa. La botella llevaba la marca del circo, pero Delbin no intuía siquiera cómo había acabado en su poder. En cualquier caso, le sacó mucho partido. Las antorchas distribuidas a intervalos irregulares por las paredes le ayudaron en su labor. Entre el aceite y las antorchas, Delbin encendió varias hogueras magistrales.

La idea de que pudieran capturarte se le ocurrió en más de una ocasión, pero no se preocupó demasiado. Ya conocía algunos lugares estupendos donde ocultarse y otros que le servirían de vías de escape.

Uno más. Debería encender uno más. Kaz y los demás tal vez necesitaban más tiempo.

Al no ver a nadie en las proximidades, se deslizó fuera de su escondite y se introdujo en el pasillo. Aquel corredor en particular daba la vuelta alrededor de todo el circo, y hasta ahora le había facilitado los desplazamientos de un punto a otro de su interior. Su propio tamaño reducido también contribuía a ello, naturalmente. Alguien de la estatura de Kaz no podría esconderse en lugares tan angostos. Con toda seguridad, su amigo minotauro se sentiría orgulloso de él.

Decidió su siguiente blanco al cabo de unos instantes. El corredor seguía desierto, pues casi todos los minotauros habían huido de la amenaza del fuego o estaban luchando fuera para reducir a los animales. Delbin vio una carretilla de madera. No pudo imaginar cuál era su uso habitual, excepto que tal vez fuera necesaria para retirar cosas de la arena. Recordando qué era lo que con más frecuencia se retiraba de allí, Delbin hizo un gesto de asco. Había una parte de la vida de los minotauros que no le gustaba. Por fin, el kender se dirigió hacia el armatoste.

—¡Vaya! ¡Sargas vela por mí en el día de hoy!

Unas recias manos aferraron los hombros del pequeño personaje. Fue arrastrado hacia atrás y luego obligado a girar bruscamente sobre sus talones para enfrentarse al origen de la agresión.

Era un minotauro alto, ataviado con una toga negra y roja que Delbin reconoció como las vestiduras formales de los clérigos del imperio minotauro. Los había visto antes y sabía algo sobre su organización por Kaz, pero ésta era la primera vez que se hallaba tan cerca de uno de ellos.

Acompañaban al minotauro de la toga dos guerreros que se asemejaban mucho a los que capturaron a Kaz. Cada uno empuñaba un arma, y entre ambos empujaron al kender hasta el clérigo.

—Soy Merriq, representante de Su Excelencia, el sumo sacerdote. Tienes una cita con él. Si te resistes, te llevaremos a rastras. No tienes escapatoria.

—¡Soltadme o lo lamentaréis!

Los minotauros prorrumpieron en carcajadas.

—Eres un kender —dijo Merriq, sin dejar de sonreír—, y muy joven, por añadidura. Eres poco menos que nada, y si no fuera porque el propio sumo sacerdote ha solicitado tu presencia, yo te habría arrojado a la arena para distraer a las bestias mientras nuestros gladiadores encontraban a tus amigos y acababan con ellos. No han conseguido escapar, ¿lo sabías?

—¡Mientes! —A pesar de sus palabras, Delbin sintió un leve desasosiego. ¿Habían sido capturados Kaz y los otros?

—El minotauro Hecar y el viejo vuelven a estar presos en el circo. —Merriq unió las palmas de sus manos como si fuera a rezar—. El criminal Kaziganthi murió huyendo deshonrosamente de un merodrago que finalmente lo partió en dos de una dentellada.

Delbin reaccionó sin pensar, con el mismo temperamento que le había causado tantos problemas entre los de su propia especie. Tanto Merriq como los guardias se sobresaltaron por su vehemencia. Desarmado como estaba, Delbin arrojó lo único que poseía, la botella de aceite.

El recipiente se rompió contra el pecho del clérigo, salpicándolo de líquido y fragmentos de cristal. El minotauro lanzó un gruñido y retrocedió, tambaleándose y frotándose los ojos anegados.

Delbin se escurrió de entre las manos de los guardias, pero chocó contra el clérigo, que estaba momentáneamente ciego.

Perdiendo el equilibrio, el cegado Merriq cayó hacia atrás, arrastrando consigo una de las antorchas encendidas, que se soltó de su abrazadera. El fuego de la antorcha prendió en su toga y el clérigo empezó a arder, profiriendo alaridos. El aceite contribuyó a crear un infierno que rápidamente se extendió por casi todo el cuerpo del minotauro.

Uno de los guardias atrapó a Delbin. El otro intentó ayudar a Merriq, pero era demasiado tarde. El clérigo se desplomó. Empezaron a llegar más guardias.

Uno de los que se encontraba detrás de Delbin lo golpeó en la cabeza con el mango de una daga y lo derribó por los suelos, mientras todo giraba a su alrededor. Delbin intentó incorporarse, pero el mundo había enloquecido y se negaba a detenerse. Por fin, incapaz de seguir luchando, el kender cayó.

Curiosamente, no perdió el sentido. En su lugar, Delbin se encontró en pie junto a la cima de una montaña, con el hombre de gris a su lado. Desde su posición se dominaba un paisaje ocupado, en su mayor parte, por una gran ciudad. Nethosak, para ser exactos.

—El camino es arduo. Lo lamento por ello —murmuró el hombre gris—. Pero el equilibrio debe mantenerse. Juré por Lunitari, Solinari y Nuitari que así lo procuraría. Todavía debo ser eximido de ese juramento. Haré cuanto pueda por Kaz. Eso te lo prometo, joven Delbin.

—No comprendo —exclamó el menudo personaje, mirando al hombre de la túnica.

—Tampoco lo comprendía Huma de la Lanza, pero cumplió su destino. En eso consiste el destino, jovencito. El tuyo y el de toda la raza de los minotauros, que se merece algo mejor y peor de lo que ha recibido en el transcurso de los últimos siglos; sobre todo Kaz. Pero el destino exige el equilibrio.

Delbin lo comprendía aun menos ahora. Fue a abrir la boca, pero un rugido se elevó de la ciudad que se extendía a sus pies. Era un rugido terrible, como si un gran leviatán acabara de despertar de mal humor.

El hombre gris sacudió la cabeza. Cuando el rugido se extinguió, sonrió tristemente y añadió:

—Ya casi es la hora, diría yo. ¿Tú no?