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Un equilibrio que mantener

Era evidente que Nethosak había prosperado en los últimos años, y sin embargo, para Hecar, el aire contenía trazas de algo venenoso, como si la gran ciudad imperial de su pueblo, por alguna razón, hubiera empezado a corromperse empezando por su corazón.

«Acaso las historias sean ciertas», pensó el espigado minotauro. Los viajeros tal vez no exageraban, después de todo, cuando afirmaban que el imperio se había vuelto corrupto, aunque ni siquiera ellos eran capaces de especificar exactamente de qué modo.

La capital del imperio minotauro no sólo se había recuperado con creces en los ocho años transcurridos desde la caída de la Reina de la Oscuridad, sino que había aumentado considerablemente en esplendor y poder. Apenas tres años antes, cuando Hecar y su hermana se despidieron de su ciudad natal por última vez, Nethosak no constituía una visión tan imponente.

Era una ciudad de inmensas estructuras de mármol, grandes edificios de entradas flanqueadas por columnas, labradas con tallas de guerreros minotauros en actitud triunfal. Un buen número de las construcciones correspondía a casas solariegas de diversos clanes. La Casa de Orlig, a la que pertenecía Hecar, se hallaba, afortunadamente para él, en el extremo opuesto de la ciudad. Las casas de este vecindario pertenecían a clanes menores. Entre ellas había talleres, comercios y profusión de herrerías, pues en un imperio abocado a la expansión, la demanda de armamento era constante. Todos los edificios aparecían nuevos y limpios, pese a que muchos contaban con varios siglos de antigüedad.

Minotauros de todas las estaturas y tonalidades de pelaje circulaban apresuradamente, sin prestar la menor atención a la solitaria figura que permanecía en la acera de la cuidada, casi impoluta, calle. La calzada estaba adoquinada con una piedra semejante al mármol perlino, por lo que las estructuras que rodeaban a Hecar casi parecían fusionarse con el pavimento. Muy poca basura ensuciaba el suelo y, ante la atenta mirada del minotauro, un enano gully que llevaba una correa de cuero alrededor del cuello correteaba de un lado a otro, dispuesto a recoger toda la que pudiera. El pueblo de Hecar había hallado finalmente una utilidad para aquellos seres infantiles y desastrados.

Los labios del espectador se curvaron, esbozando una amarga sonrisa. Qué seres tan prodigiosos componían su especie. Tres años alejado de ellos habían conseguido que Hecar viera a los minotauros tal como los veían otros, y el espectáculo no lo complacía.

A lo lejos, otros edificios, más altos, se proyectaban hacia el cielo. La gran estructura de techo abovedado era el palacio del emperador. De cerca era muy similar a las casas de los clanes, excepto por el prominente tejado. Columnas de mármol, una larga escalinata de anchos peldaños, varias ventanas en las plantas superiores… Y los mismos muros incoloros y desnudos que caracterizaban prácticamente todos los edificios de Mithas y Kothas. Tras vivir en los bosques, el viejo hogar se le antojaba ahora a Hecar deslucido y aburrido en aspectos que sólo le preocupaban vagamente cuando residía en Nethosak.

Flanqueando el palacio —pero a una presuntamente respetuosa distancia— se erguían otros dos grandes edificios aun más funcionales. El de forma circular era el templo principal de las Sagradas Órdenes de las Estrellas, donde residía el sumo sacerdote de la religión estatal. Allí se formaba a los acólitos y allí recibían los clérigos la palabra de Sargas el de grandes cuernos. Los humanos seguían insistiendo en que el dios que adoraban los minotauros era en realidad Sargonnas, consorte de la Reina Oscura, pero ni siquiera Hecar lo creía. Que fuera verdadero o falso, en realidad no le importaba, puesto que las inclinaciones del joven minotauro se decantaban por el culto, más modesto y menos organizado, a Kiri-Jolith, el dios con cabeza de bisonte protector de las causas justas. La Casa de Orlig era el baluarte de ese dios, una circunstancia que a menudo le ocasionaba problemas con el clero estatal.

Al otro lado se hallaba el sencillo edificio rectangular que servía de sede al Círculo Supremo, los ocho minotauros responsables de la administración del imperio. Cada miembro del Círculo contaba con un gran número de seguidores, subordinados y guardias personales. Había clanes cuyos miembros no superaban en número a la multitud que obedecía los dictados de cualquier integrante del Círculo. Y, más importante aún, todos los funcionarios de la administración pública, incluyendo la poderosa y omnipresente guardia estatal, que patrullaba, no sólo Nethosak, sino todo el reino, reconocían la preeminencia del Círculo Supremo. Naturalmente, tanto éste como sus clérigos debían acatar, en teoría, las órdenes del emperador, y no obstante se producían situaciones en las que los integrantes del templo podían, no sólo sortear la autoridad imperial, sino incluso imponerle su propia voluntad.

Por encima de todo, Hecar siempre había considerado que el sistema era apropiado y eficaz. Hasta ahora. Después de conocer las dudas y la incertidumbre de otros minotauros que habían abandonado, voluntariamente o no, el imperio, albergaba ciertas reservas.

Un rugido lejano le obligó a dirigir la mirada hacia la única estructura que, incluso a aquella distancia, dejaba pequeño al propio palacio.

El Gran Circo.

Era un coliseo tan enorme como cualquiera de los erigidos sobre la faz de Ansalon, y quizá de todo Krynn. Sus arquitectos lo diseñaron pensando en dar cabida a la raza minotauro entera, de modo que todos pudiesen dar testimonio de las cuestiones de honor y de justicia que allí se dirimían en combate singular, como era costumbre entre la especie de Hecar. La población había aumentado en exceso, hacía ya mucho tiempo, para las dimensiones del Gran Circo, pero el aforo aún permitía a buena parte de los habitantes de la capital imperial disfrutar del espectáculo. No había otro edificio tan importante para los minotauros como el Gran Circo, ni siquiera el palacio, el edificio del templo o la sede del Círculo Supremo. El Gran Circo era el lugar donde se enfrentaban los campeones más poderosos con el fin de demostrar su superioridad. Era el lugar donde clanes enteros podían ser desplazados del poder.

Era el lugar donde cualquier minotauro que hubiera demostrado su valía, que hubiera ascendido de rango superando a todos los demás campeones, podía desafiar al actual emperador y, si lo vencía, sucederlo en el trono. El palacio imperial y todo lo que contenía pasarían a ser propiedad del vencedor. Él o ella sería la mano del imperio que, con renovada energía, aproximaría a la raza de los minotauros a su destino. Algún día no muy lejano, así lo proclamaban infatigablemente los sacerdotes, ocuparía ese trono un minotauro que acaudillaría a su pueblo hasta la conquista de todo Krynn.

Hecar resopló. Naturalmente, el aspirante tenía las mismas probabilidades de morir en la arena a manos del emperador que viceversa. Y aun en el caso de que el emperador fuera sustituido, circunstancia que, en los últimos tiempos, no se producía con demasiada frecuencia, nada cambiaba demasiado. Los recientes emperadores, incluyendo a los que el padre de Hecar era capaz de recordar, se parecían tanto entre sí que habían resultado prácticamente intercambiables.

«Para cuando por fin estemos preparados para conquistar a las otras razas —pensó con cierta amargura—, el Día Final habrá pasado ya. Seremos los amos de nada».

Desde el lejano edificio circular le llegó otro rugido de aprobación. Hoy se estaba celebrando un buen combate, algo que Hecar agradeció. Eso significaba que un buen número de minotauros a los que no tenía deseo alguno de ver se encontrarían precisamente en el circo, animando a los combatientes y apostando por la posible derrota de alguno de sus congéneres. El visitante podía resolver sus asuntos y con un poco de suerte, hallarse fuera de Nethosak antes de que anocheciera. Hecar no deseaba permanecer ni una sola noche en la capital imperial. Simplemente con poner un pie en la ciudad después de tres años de exilio voluntario le bastaba para darse cuenta de lo poco que había echado de menos la política y la extravagancia, ambos a menudo inseparables en Nethosak, y cuánta razón tenía el compañero de su hermana Helati cuando habló con él justo antes de su marcha, tres semanas atrás. Lo había prevenido de que, una vez saboreada la libertad, ni él ni los otros minotauros que habitaban en el reducido campamento del sur volverían a sentirse cómodos en la gran ciudad. Entonces Hecar se había reído, evocando buenos recuerdos, pero incluso éstos habían palidecido ya antes de que el minotauro avistase las puertas de la ciudad.

«¿Qué me pasa? ¿Por qué me siento tan incómodo?».

De improviso, el enano gully se plantó justo delante de él, con la mirada fija en un pequeño resto de basura. El achaparrado y feo personaje se apoderó rápidamente de los desperdicios como si fueran de oro y acto seguido miró al minotauro presente.

—¡Galump hace limpieza, amo! ¡Galump hace limpieza!

El rostro del enano gully reflejaba tal pavor que Hecar se quedó desconcertado y no se le ocurrió nada que decir. Galump tomó el silencio como señal de aprobación y se alejó raudo, en busca de más restos de basura. En lugar de reírse de la desesperación del enano, algo que habría hecho tranquilamente largo tiempo atrás, Hecar se sintió asqueado. Se le antojó que había algo deshonroso en abusar de una raza tan débil y digna de compasión. Los enanos gullys eran patéticos, pero ¿acaso eran más admirables por ello los minotauros, sólo porque podían dominar a aquellas simples criaturas y obligarlas a realizar tareas serviles como aquélla?

«Ocurre porque no hemos podido conquistar a ningún otro pueblo —pensó Hecar—. Ahí, encarnada en una cosa fea y débil con la mente de un niño, se concentra la suma total de nuestro patriótico afán de conquista».

El enano gully ni tan sólo era un verdadero esclavo, capturado en tiempo de guerra. El pueblo de Galump no poseía un hogar, propiamente dicho, ni tampoco destacaban en cuanto a capacidad de liderazgo y destreza en el combate. Hecar se imaginaba lo que probablemente había ocurrido.

Alguien divisó a una de las tribus que merodeaban por las colinas y mandó un reducido destacamento para apresarlos con redes. Atrapar a un enano gully era más fácil que cazar un conejo sin patas. En general, se quedaban paralizados de terror a la vista de un minotauro a caballo.

Era sorprendente que alguien hubiera conseguido enseñarle a recoger los desperdicios de una manera tan cuidadosa y concienzuda. Hecar sospechó que el adiestramiento del enano gully debió de incluir alguna forma de tortura.

Le exigió un gran esfuerzo obligarse a abandonar la familiar zona que tan a menudo había frecuentado, y adentrarse en el corazón de la ciudad. Las calles eran amplias y los edificios altos, y contemplarlos le produjo cierta incomodidad, después de tanto tiempo viviendo en los bosques. Hecar ya empezaba a echar de menos el blando contacto de la tierra bajo sus pies y el dulce aire libre que no respiraba desde que llegó a la distancia de una jornada de viaje de la superpoblada capital. Lo recibió no sólo el olor del mar, el cual, como marinero veterano, supo apreciar, sino también el rancio tufo predominante en la mayoría de las ciudades de los minotauros, y más especialmente en ésta.

El rumbo de Hecar lo acercó a los muelles, donde los efluvios marinos eran más intensos. El minotauro olisqueó el aire, recordando aventuras de los días de su juventud, cuando zarpó en su primera expedición importante a bordo del Gladiador. Hubo ocasiones en las que deseó no haber abandonado el barco tras aquellos dos primeros años, pero de no haberlo hecho, se habría hundido junto con el navío del maestro Ganth en el transcurso de la misión especial que el imperio encomendó al veterano. Nadie había vuelto a ver el barco ni a tener noticias de él, excepto por los escasos restos sueltos que encontró otra embarcación. Por más de una razón, Hecar echaba de menos al maestro Ganth. El capitán había sido un buen maestro y un exponente de primer orden del honor y la fuerza de los minotauros. Como miembro de la misma Casa del clan de su primer capitán, Hecar siempre se enorgullecía de recordar que había servido a las órdenes del fornido minotauro.

Todos los recuerdos de su época como navegante se desvanecieron como por ensalmo al reparar en la vista que se extendía ante él. No era por casualidad que su recorrido pasaba cerca de los muelles. Algunas de las noticias que él y sus compañeros habían recogido interrogando a otros minotauros que habían abandonado recientemente Nethosak hacían referencia a la construcción de una nueva flota. Lo que aquellos recién llegados a su campamento no recalcaron con suficiente insistencia fue lo numerosa que era la flota ya terminada.

Había barcos, barcos y más barcos. Todos ellos eran nuevos, sin lugar a dudas, el más viejo no tendría mucho más de tres años. Hecar no recordaba haber visto en toda su vida tantas naves de guerra atracadas en la capital. Nethosak había sido desde siempre el puerto más ajetreado de los dos reinos que conformaban el imperio minotauro, pero estaba claro que la mayoría de las embarcaciones que lo ocupaban ahora se encontraban amarradas por alguna razón estratégica de gran calado. Los estaban reservando para lo que sólo podía ser una sustancial invasión por mar.

Si bien el esfuerzo que debía de haber realizado el imperio para construir tantos barcos en pocos años resultaba asombroso y admirable, el hecho de que los trabajos estuvieran tan adelantados, en el tiempo transcurrido desde su partida, turbaba seriamente a Hecar. Se habían producido ciertas concentraciones de fuerzas en los primeros cinco años posteriores a la liberación de los minotauros de la servidumbre de la Reina Oscura, pero el increíble ritmo de los últimos tres años revelaba una obsesión.

«Es demasiado pronto para pensar en conquistas —se dijo para sus adentros Hecar, sacudiendo la cabeza con desaliento ante aquella visión—. Aún falta mucho».

El imperio se encaminaba directamente a otra catástrofe, si aquello continuaba.

—¿En qué especie de loco furioso se ha convertido el emperador desde que me fui? ¿Qué se proponen el clero y el Círculo Supremo?

Estas preguntas habían sido masculladas en voz baja. Cuando una voz respondió a sus espaldas, pilló desprevenido al minotauro visitante.

—Deberías tener cuidado con lo que preguntas, muchacho.

El dueño de la voz era un minotauro cubierto de cicatrices, de pelaje marrón claro y curtido por la intemperie, que sólo conservaba la mitad del brazo derecho. Con la otra mano sostenía un pesado saco; se trataba, obviamente, de un estibador. Su hocico era largo y presentaba infinidad de arrugas.

—Me arrancó el brazo un tiburón al que maté después de que mi barco se fuera a pique, muchacho —comentó el anciano, al percatarse de la mirada de Hecar—. Acabé comiéndomelo a él, en lugar de suceder lo contrario. —El viejo minotauro soltó una risita, pero enseguida se puso serio—. Hablar en voz alta no es bueno, a veces.

—Sólo verbalizaba algunos pensamientos inofensivos, anciano. —¿Por qué le importaba tanto a aquel individuo lo que él había dicho?

—Allá tú. —El otro minotauro le dedicó una mirada escrutadora—. Has estado fuera algún tiempo, ¿verdad? ¿Muy lejos?

—Lo suficiente.

—¿Has venido en barco?

No era el caso, pero, sin razón aparente, Hecar decidió asentir en silencio.

—Un largo viaje.

—¿Sí? Probablemente has tenido más suerte en tu viaje que yo en el último que realicé, muchacho… ¿Cuál era tu barco?

—El Gladiador —respondió inmediatamente Hecar, confiando en que su inquisitivo acompañante no estuviera informado de que los restos de aquel barco en particular se pudrían ahora en el fondo del mar. Se revolvió con inquietud y añadió—: Tengo asuntos que resolver, anciano. Que tus antepasados te guíen.

—Y que los tuyos te guíen a ti, muchacho.

El viejo minotauro parecía bastante inocente, pero Hecar no bajó la guardia. Tenía la nítida impresión de que había sido interrogado con algún propósito. Tal vez sólo era paranoia por su parte. Al fin y al cabo, durante largos días de viaje se había preocupado por los rumores y chismorreos de los minotauros que se habían unido a su poblado.

Sin embargo, Hecar estaba más seguro que nunca de que algo había cambiado en el imperio, algo que no se había materializado por el momento, pero que potencialmente entrañaba el desastre.

Sus apresurados pasos lo condujeron a su destino antes de lo esperado. La morada era del tipo más modesto que elegiría un minotauro tras alcanzar una posición social respetable. Como la mayoría de las viviendas típicas de la especie, era poco más que una estructura cúbica, de dos pisos de altura y con un largo muro de piedra de alrededor de un metro de alto que protegía la parte delantera. En una placa de madera podía verse el signo de la Casa del clan de aquel minotauro, así como sus propias marcas personales.

Aun siendo modesta, resultaba sin embargo más extravagante que la clase de morada en la que habitaban los minotauros de rango inferior. Dichas viviendas, situadas más hacia el centro de la ciudad y, en general, cerca de los circos menores, eran en su mayoría viviendas de una sola habitación construidas con una vulgar piedra gris. En algunos puntos se apiñaban hasta una altura de seis pisos, con más de una docena de viviendas por planta, y no estaban tan inmaculadas como el resto de la ciudad. Sus ocupantes, que normalmente procuraban alcanzar una posición social más elevada, raramente consideraban estos domicilios sus hogares definitivos.

Hecar se alegraba de haber elegido instalarse en los barracones de la gran casa solariega de su clan. A cambio de servir en la guardia durante tres años, le habían proporcionado una vivienda pequeña pero limpia. Cierto que algunos de sus compañeros de cuarto no fueron los camaradas más amistosos del mundo, pero aun así creía haber invertido aquellos años mejor que si se hubiera visto obligado a habitar entre la mugre. Naturalmente, muchos minotauros no tenían elección.

Las marcas del muro eran las mismas que Hecar recordaba de su última visita. Se alegró de que aún viviera allí aquél a quien buscaba, pero al mismo tiempo, curiosamente, se sintió decepcionado. Sin duda, Jopfer podía haber ascendido más en la escala social, en tres años. Siendo más diligente que otros minotauros, Jopfer de-Teskos, el hijo menor del señor del Clan Teskos, era un protegido de uno de los miembros del Círculo Supremo. De hecho, la última vez que conversaron, Jopfer insinuó que su señor tenía la intención de prepararlo para el cargo de ayudante personal.

Desde entonces, cabía esperar que Jopfer hubiera sido elegido miembro de los ocho, en opinión de Hecar. Por descontado, si conocía a alguien que cumpliera los requisitos establecidos para convertirse en uno de los ocho minotauros que supervisaban la administración del imperio, ése era el viejo Jopfer. Mas el ayudante de un miembro del Círculo jamás elegiría residir en un lugar como ése. Dicho cargo exigía algo mayor y más impresionante, y por añadidura más próximo a las dependencias de su señor.

—Sólo existe una forma de averiguarlo —masculló Hecar. Se dirigió a la alta puerta de madera y llamó golpeándola con el puño. El golpe contra la madera resonó con fuerza. Si había alguien en casa, no podía pasar por alto un estruendo semejante.

Sin embargo, no hubo respuesta. Hecar golpeó nuevamente la puerta con los nudillos. Aguardó lo que consideró un tiempo razonable y resolló con inquietud. O toda la parentela de Jopfer había salido, o bien hacían caso omiso de las visitas. Su breve estancia en Nethosak impelía a Hecar a plantearse seriamente lo segundo. ¿Existía alguna razón por la que Jopfer temiera recibir visitas?

—Vamos, ratón de biblioteca —gruñó Hecar para sus adentros—. ¡Contesta!

Pero nadie respondía. Pese a su natural obstinación, el minotauro se cansó finalmente de esperar. Si no podía hallar a su amigo, el único recurso que le quedaba a Hecar era acudir a la casa solariega de su propio clan. No estaba seguro de cómo lo recibiría el clan, después de que él y su hermana tomaran la decisión de no retornar jamás, pero sin duda, después de tanto tiempo, no podían seguir enojados con la pareja. Los otros integrantes de la partida armada que regresaron a Nethosak tras aquella alocada persecución habrían explicado las razones de Hecar y Helati para no acompañarlos. Todos menos Scurn, naturalmente, pero él regresaba cubierto de vergüenza. Nadie le habría hecho demasiado caso.

El sol ya trazaba una trayectoria descendente. Hecar puso mala cara, comprendiendo que si visitaba la Casa de Orlig, se vería obligado a pernoctar allí. Sería una afrenta para el clan que él se presentara después de una ausencia tan prolongada, sólo para volver a marcharse al cabo de un par de horas. El patriarca pensaría mal de él, eso seguro, algo que Hecar no deseaba. Orlig no podía alardear de haber colocado a un emperador en el trono desde hacía unas siete generaciones —una cuestión que despertaba muchas susceptibilidades—, y no obstante seguía siendo uno de los clanes más fuertes. Perder el favor del actual patriarca tendría repercusiones, en especial para la familia más directa de Hecar.

Absorto en sus pensamientos, que giraban alrededor del modo de presentarse a su señor, Hecar no prestó atención, al principio, a la menuda figura que corría hacia él como una exhalación. Sólo cuando chocó con él reparó el minotauro en el enano gully.

—¡Perdón, gran señor! ¡Galump lo siente! —El enano le dedicó una breve reverencia y enseguida se alejó a la carrera, dejando caer al suelo involuntariamente su bolsa de basura, en su precipitación rayana al pánico.

—¡Tú! ¡Vuelve aquí! —El grito de Hecar pasó desapercibido. El minotauro contempló al enano gully hasta que desapareció entre las sombras. Era la más veloz de aquellas menudas criaturas que Hecar había visto nunca.

El minotauro tenía cosas más importantes por las que preocuparse que perseguir a un enano gully cuyo único delito era su desaliño. Probablemente, el enano sería castigado por perder la bolsa y de paso ensuciar las calles que en principio debía limpiar. Pero a pesar de la compasión por los seres menos afortunados que Hecar había aprendido con el ejemplo del compañero de su hermana, no podía ayudarle de otro modo que recogiendo la bolsa y apoyándola cuidadosamente contra una pared.

Se hallaba en mitad de la operación cuando oyó un tintineo metálico. Tensando los músculos, Hecar se llevó ambas manos a la espalda. La mayoría de los minotauros preferían las pesadas hachas de combate, y muchos, incluido Hecar, se las colgaban a la espalda, enganchadas en un arnés diseñado con ese fin. Lo único que tenía que hacer era alargar los dedos unos centímetros y el hacha estaría a su alcance, dispuesta a catar la sangre de cualquier adversario.

—Que Sargas vele por ti, hermano —recitó monótonamente una voz.

Hecar bajó las manos mientras se volvía. Había reconocido el tono imperioso, como el de todos los minotauros: un clérigo de las Sagradas Órdenes de las Estrellas. Para los humanos, un clérigo minotauro podía ser una imagen un tanto ridícula, pues, a diferencia de Hecar y la mayoría de sus congéneres, que se cubrían con briales y corazas, pero poco más, los clérigos, fueran machos o hembras, solían ir ataviados con una solemne toga negra que los cubría de pies a cabeza. La capucha y los hombros de la prenda eran de color carmesí. Se consideraba que ambos colores eran los preferidos por el propio Sargas.

Sólo el hocico del clérigo era visible, el resto de su semblante quedaba oculto por la capucha. Mantenía las manos unidas, con los dedos entrelazados, y cuando avanzó hacia Hecar, el tintineo volvió a oírse, indicando que, bajo sus vestiduras, el personaje de la toga portaba armas y armadura.

Lo seguía de cerca una pareja de guerreros con el inconfundible aire de la guardia estatal grabado en sus pétreas facciones. Los miembros de la guardia se reclutaban normalmente entre los guerreros más fanáticos de las fuerzas armadas. Estos dos usaban largas espadas en lugar de hachas y parecían dispuestos a ensartar a Hecar si osaba ofrecer resistencia.

«¿Y frente a qué debería ofrecerla?», se preguntó el viajero, pero en voz alta respondió mecánicamente:

—Que tus antepasados te guíen, hermano.

—¿Tienes tratos con Jopfer de-Teskos?

—Buscaba a un viejo amigo, clérigo. No está en casa.

—Estoy informado de ello. ¿De qué lo conoces, hermano? —El clérigo separó las manos y se echó hacia atrás la capucha. Era sorprendentemente enjuto, para ser un minotauro, y mucho más joven de lo que Hecar había imaginado. Sin embargo, sus fríos ojos avisaban de que sería un error contrariarlo.

—Es un viejo amigo. Acabo de llegar y he pensado en hacerle una visita, aprovechando que pasaba por aquí.

—¿Has venido en barco?

Un leve rumor a sus espaldas previno a Hecar de que los tres recién llegados no estaban solos. No dio muestras de haber oído a los otros deslizándose furtivamente por detrás de él, pero adoptó una postura que le permitió aproximar las manos a su hacha cuanto se atrevía sin que sus movimientos delataran su intención.

—Sí, señor, he venido en barco. He estado ausente bastante tiempo.

El clérigo respondió con un mudo gesto de asentimiento. No sonrió ni frunció el entrecejo.

—El Gladiador, ¿verdad?

Hecar dio un respingo, incapaz de dominarse. No hacía mucho rato que había mencionado el nombre del barco al viejo del muelle.

—Sí, señor, el Gladiador.

El clérigo asintió de nuevo y cerró los ojos.

—El Gladiador —musitó segundos después—, perdido en el mar hace más de una década. Pereció casi toda su tripulación. —Abrió los ojos y contempló inexpresivamente al tenso Hecar—. Por lo tanto, no puedes haber llegado en él.

Hecar no replicó. Sus manos estaban muy cerca de la empuñadura de su hacha. Un poco más cerca y su gesto lo comprometería a enfrentarse con un clérigo de elevada posición en las Órdenes, por no hablar de varios miembros de la guardia. Pero ¿qué podía hacer? No era tan listo como el compañero de Helati. Su astucia no podía compararse con la de Kaz.

—¿Cómo te llamas?

Seguía decidiendo cuál debía ser su respuesta cuando uno de los guerreros desplegados a sus espaldas anunció:

—Se llama Hecar, del Clan Orlig, Santidad. Ya me pareció reconocerlo antes.

La voz le resultaba tan familiar a Hecar que se atrevió a echar un rápido vistazo por encima de su hombro. Detrás de él había tres minotauros, uno provisto de una espada y los otros dos, de hachas. El que había hablado era uno de estos últimos. La alta figura de las cicatrices le sonrió torvamente.

—También es vuestra Casa, ¿no es cierto, capitán Scurn? —preguntó el clérigo.

—La guardia es ahora mi Casa, hermano.

—¿Scurn? —La última vez que Hecar había visto al desfigurado minotauro, Scurn era un ser digno de lástima, tras la derrota en combate singular que le infligiera Kaz. Los otros minotauros se habían visto obligados a conducir de la mano a su compañero durante todo el camino de regreso desde Solamnia hasta el imperio, hasta tal punto se había derrumbado por su fracaso. En esta nueva encarnación, sin embargo, no parecía en absoluto derrotado. De hecho, era aun más feo y maléfico de lo que recordaba Hecar.

—Siempre nos alegramos de dar la bienvenida a un ser querido que vuelve al redil —afirmó el clérigo—. Acompáñanos, hermano Hecar.

Scurn y los minotauros que lo acompañaban cerraron filas a su alrededor.

Hecar asió su hacha… Y descubrió que algo la retenía con firmeza en su arnés. El minotauro tiró con más fuerza pero, pese a su considerable fuerza, el arma permaneció trabada e inamovible.

¿El enano gully? Era el único que se había aproximado a Hecar lo suficiente para tocarlo. ¿Había hecho algo en su arnés cuando habían colisionado?

Hecar miró en derredor, evaluó la expresión de los guardias y concluyó que se hallaba rodeado e indefenso.

«¿Qué haría Kaz en estas circunstancias?», se preguntó. Por supuesto, siendo mucho más listo, Kaz no habría emprendido este viaje, para empezar. Advirtió a Hecar que no lo hiciera, pero éste era demasiado curioso y testarudo.

¿Qué haría Kaz en su situación? En realidad sólo existía una opción. Si Scurn era el capitán de esta pandilla, acompañarlos voluntariamente no garantizaría el futuro bienestar de Hecar.

Con un bufido, arremetió contra el clérigo. La figura de la túnica resultó ser sorprendentemente ágil, tanto como para esquivar fácilmente a su agresor. Los dos guardias que lo acompañaban se abalanzaron sobre Hecar, al mismo tiempo que los tres que se habían situado a su espalda. Hecar descargó un violento puñetazo y logró alcanzar a uno de los guardias por debajo de la mandíbula. Su adversario retrocedió dando traspiés, pero no cayó. Su compañero aferró a Hecar por un brazo y se lo retorció cruelmente.

Rugiendo de dolor, Hecar consiguió mantener el equilibrio y propinó una patada a su adversario en una corva, justo debajo de la rodilla. El guardia cayó de rodillas y soltó su presa.

—¡Vivo! —gritó Scurn—. ¡Lo quiero vivo!

Una pesada bota golpeó a Hecar en la zona lumbar. El minotauro cayó de bruces. Algo duro y liso se estrelló contra su cabeza, justo detrás de los cuernos. El mundo giró vertiginosamente a su alrededor.

—No demasiado fuerte, capitán. Guardad algo para el circo.

La oscuridad empezó a envolver a Hecar. Sacudió la cabeza, en un intento de despejar su mente, pensando: «¿Qué está ocurriendo? Por el hacha de Kiri-Jolith, ¿a qué se debe esta locura? ¡No he hecho nada!».

Recibió un nuevo golpe demoledor. Curiosamente, lo último que oyó fue una voz, una voz tranquilizadora, que le decía:

—Hay que mantener un equilibrio, lo lamento.