La verdad es que acabó siendo una Nochebuena muy interesante.
Nos retrasamos al salir del parque de caravanas porque tanto Helene como Tadeo se habían cagado encima al ver cómo Yefim y Pavel se cargaban a cuatro personas en lo que se tarda en encender un cigarrillo. Luego Tadeo se desmayó. Sucedió justo después de que Yefim y yo nos pusiéramos a hablar de Blu-Rays y Kindles. Intercambiamos nuestro viril abrazo ruso, oímos un ruido y vimos a Tadeo tirado en el suelo de la caravana, respirando como un pez que hubiese llegado a la costa a lomos de una ola, olvidándose de dar marcha atrás.
—No sé yo si el canijo podrá resistir lo de la venta de seguros —comentó Yefim.
Nos quedamos cosa de un minuto junto al Suburban: Amanda, la niña, Sophie y yo. Sophie tenía escalofríos, fumaba y me miraba como excusándose, no sé si por fumar o por los tembleques. Pavel nos había dicho que nos quedáramos quietos y luego había vuelto a la caravana. Cuando reapareció, traía con él dos reproductores de Blu-Ray.
En el interior, alguien puso en marcha una sierra mecánica.
Pavel me entregó los aparatos.
—A disfrutarlos. Do svidanya.
—Do svidanya.
Fui hasta la parte trasera del Suburban y luego llamé a Pavel mientras él iba hacia la puerta de la caravana:
—No tenemos las llaves del coche.
Me miró.
—Las tenía Kenny. Deben seguir en uno de sus bolsillos.
—Dame un minuto.
—Oye, Pavel…
Volvió a mirarme, con una mano en la puerta.
—¿Tienes algo de hielo por ahí? —le mostré la mano chamuscada.
—Voy a mirar.
Entró en la caravana.
Dejé los reproductores de Blu-Ray en la parte de atrás del Suburban, y entonces me sonó el teléfono. Era Angie. Abrí el móvil lo más rápido que pude y me alejé del Suburban en dirección al río.
—Hola, guapa.
—Hola —dijo ella—. ¿Qué tal Boston?
—El clima está muy bien —llegué a la orilla y me quedé mirando cómo corría ese río Charles de color marrón donde flotaban a veces trozos de hielo—. Diez o doce grados. Cielo azul. Un tiempo más propio de Acción de Gracias. ¿Y por ahí?
—Veintitantos. A Gabby le encanta, tío. Los parques, los coches de caballos, los árboles… No da abasto.
—¿Os vais a quedar?
—Dios, no. Es Nochebuena. Estamos en el aeropuerto. Embarcamos en una hora.
—Yo no te he dado permiso.
—Ya, pero Bubba sí.
—¡Ah!, vaya.
—Dijo que era igual de fácil matar rusos en Boston.
—Cuánta razón tiene. Pues nada, volved a casa.
—¿Has acabado?
—He acabado. Espera un momento.
—¿Qué?
—Que esperes un segundo —sostuve el móvil entre la oreja y el hombro, aunque no resulta tan fácil como con un fijo, y saqué de su funda la Colt Commander del 45—. ¿Sigues ahí?
—Aquí estoy.
Saqué el cargador y luego la bala de la recámara. Desmonté la pistola y arrojé el cañón al agua.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Angie.
—Estoy tirando la pistola al Charles.
—No es posible.
—Como lo oyes —tiré el cargador al agua y vi cómo se hundía bajo la turbia corriente. Le siguió la culata. Me quedaban una bala y la estructura del arma. Las observé cuidadosamente.
—O sea, que acabas de deshacerte del arma. ¿La cuarenta y cinco?
—Sí, señora —arrojé el esqueleto de la pistola, trazando un arco sobre el agua, e hizo un ruido notable al caer.
—Cariño, la vas a necesitar para trabajar.
—No —le dije—. No pienso seguir con esta mierda. Mike Colette me ofreció un empleo en su agencia de transportes y voy a aceptarlo.
—¿Lo dices en serio?
—¿Sabes qué ocurre, nena? —miré hacia la caravana—. Cuando empiezas con esto, piensas que solo te afectarán las cosas realmente graves: aquel crío de la bañera, en el noventa y ocho, lo que ocurrió en el bar de Gerry Glynn, joder, aquel búnker en Plymouth… —respiré hondo y solté el aire lentamente—. Pero no se trata de esos momentos, sino de los insignificantes. Lo que me deprime no es que la gente se mate por un millón de dólares, sino que lo hagan por diez pavos. A esta altura me importa una mierda si la mujer de Fulano le pone cuernos, pues probablemente se lo merece. ¿Y todas esas compañías de seguros? Les ayudo a probar que un tío se ha inventado la lesión del cuello y ellos se deshacen de la mitad del vecindario cuando llega la recesión. Durante estos últimos tres años, todas las mañanas, cuando me siento en el extremo del colchón para ponerme los zapatos, me entran ganas de volverme a meter en la cama. No quiero salir a la calle para hacer lo que hago.
—Pero has hecho mucho bien. Eres consciente de ello, ¿no?
—Pues no.
—Has hecho cosas buenas —dijo Angie—. Toda la gente que conozco miente y falta a su palabra, y todos tienen unas excusas perfectas para hacerlo. Excepto tú. ¿No te has dado cuenta? Dos veces en doce años dijiste que encontrarías a esa chica a cualquier precio. Y lo has hecho. ¿Por qué? Porque diste tu palabra, cariño. Y puede que eso no signifique una mierda para el resto del mundo, pero para ti lo es todo. Dejando aparte lo que haya podido ocurrir hoy, el caso es que la has encontrado dos veces, Patrick. Cuando cualquier otro ni lo intentaría.
Miré hacia el río y me entraron ganas de envolverme en él.
—Entiendo por qué no quieres seguir haciéndolo —dijo mi mujer—, pero no quiero oírte decir que no ha servido para nada.
Seguí contemplando el río:
—Algo sí sirvió.
—Por supuesto —sentenció Angie.
Miré los árboles pelados y el cielo gris que se extendía tras ellos:
—Pero pienso apartarme. ¿Te parece bien?
—Claro que sí.
—Mike Colette está teniendo un buen año. Su almacén de distribución le va de miedo. Va a abrir uno nuevo a las afueras de Freeport el mes que viene.
—Vale que te financiaste la universidad con los transportes, pero… —me dijo Angie—. ¿Te ves ahí dentro de diez años?
—¿Cómo? No, que va. ¿Tú me ves así?
—En absoluto.
—He pensado en sacarme un máster. Estoy bastante seguro de poder conseguir ayuda económica, una beca, algo. Saqué unas notas estelares en su momento.
—¿Estelares? —se echó a reír—. Pero si fuiste a una universidad estatal.
—De acuerdo —dije—, pero no dejaban de ser estelares.
—¿Y cuál sería la segunda carrera de mi marido?
—Estaba pensando en la docencia. Puede que Historia.
Me quedé a la espera del comentario sarcástico, de alguna chufla. Pero eso no sucedió.
—¿Te gusta la idea? —le pregunté.
—Creo que lo harías muy bien —dijo suavemente—. ¿Y qué les dirás a los de Duhamel-Standiford?
—Que esta ha sido mi última causa perdida —un halcón voló bajo y veloz sobre al agua sin hacer el menor ruido—. Os estaré esperando en el aeropuerto.
—Me acabas de arreglar el año —dijo Angie.
—Y tú a mí la vida.
Después de colgar, volví a mirar el río. La luz había cambiado mientras hablaba por teléfono y ahora el agua era de color cobrizo. Me quedé observando la última bala que me quedaba, sosteniéndola con el extremo del pulgar, y fui entornando los ojos hasta que pareció una alta torre erigida junto a la orilla del río. Luego le aticé con el dedo medio y salió disparada hacia el agua cobriza.
—Feliz Navidad —dijo Jeremy Dent cuando su secretaria me pasó con él—. ¿Ya has acabado con el caso caritativo?
—Así es —le dije.
—O sea, que te veremos pasado mañana.
—Pues no.
—¿Cómo?
—No quiero trabajar para ti, Jeremy.
—Pero dijiste que lo harías.
—Entonces supongo que te mentí —le dije—. Sienta mal, ¿verdad?
Colgué cuando empezaba a ponerme verde.
En el extremo sudoeste del parque de caravanas, alguien había instalado unos bancos y unas macetas para crear una zona de descanso. Caminé hacia allá y me senté. No era precisamente Versalles ni nada parecido, pero no estaba mal. Ahí me encontró Amanda. Me entregó las llaves del coche y una bolsita de plástico llena de hielo.
—Pavel te ha puesto los DVD en la parte de atrás.
—Un asesino moldavo de lo más considerado, sí, señor —me puse el hielo sobre la palma de la mano.
Amanda se sentó en el banco, a mi derecha, y se puso a mirar el río.
Yo dejé las llaves del Suburban sobre el banco, a su lado.
—No pienso ir a los Berkshires —le dije.
—¿No? ¿Y los Blu-Rays?
—Te los puedes quedar. Date una alegría en alta definición.
Asintió.
—Gracias. ¿Y cómo piensas volver a casa?
—Si la memoria no me falla —le dije—, hay una parada de autobús en la calle Spring, al otro lado de la Ruta Uno. Lo cogeré hasta Forest Hills y luego tomaré el tren T al aeropuerto Logan para recibir a mi familia.
—Es un buen plan.
—¿Y tú?
—¿Yo? —se encogió de hombros y volvió a mirar el río.
Cuando el silencio ya duraba demasiado, le pregunté:
—¿Dónde está Claire?
Inclinó la cabeza en dirección al Suburban:
—La tiene Sophie.
—¿Y Helene y Tadeo?
—La última vez que vi a Yefim, estaba intentando sacarle los cuartos a Tadeo por unos tejanos Mavi. Tadeo seguía temblando y no dejaba de decir: «Dame los putos Levis, tío». Pero Yefim está en plan: «¿Para qué quieres los Levis, macho? Creí que eras un menda con clase».
—¿Y Helene?
—Yefim le ha dado unos pantalones nuevos. Gratis.
—No, quiero decir si sigue vomitando.
—Acabó hace cosa de cinco minutos. Dentro de otros diez, ya podrá subirse al coche.
Miré la caravana por encima del hombro. Tenía un aspecto insignificante e inocuo en comparación con el agua sucia y el cielo azul. Al otro lado del río había un restaurante irlandés. Podía ver almorzar a la gente, que miraba ausente por las ventanas, sin tener la menor idea de lo que pasaba dentro de la caravana con cierta sierra mecánica.
Le dije:
—¿Es la primera vez que…?
Me siguió la mirada. Tenía los ojos abiertos de par en par: los residuos de una experiencia traumática, supuse. Puede que creyera saber lo que iba a pasar ahí, pero en realidad no era así. Le asomó en las comisuras una extraña mezcla de sonrisa y fruncimiento.
—Sigue.
—¿Habías visto ya morir a alguien?
Asintió:
—A Tibor y a Zippo.
—Así pues, ya conoces la muerte violenta.
—Tampoco soy una experta, pero supongo que mis jóvenes ojos ya han visto unas cuantas cosas.
Me cerré del todo la cremallera y me subí el cuello mientras el frío de los últimos días de diciembre salía del río y se extendía por el parque de caravanas.
—¿Y cómo se sintieron esos jóvenes ojos cuando vieron explotar a Dre delante de ellos?
Se quedó muy quieta, inclinada levemente hacia delante, con los codos apoyados en las rodillas:
—Fue por el llavero, ¿no?
—Sí, fue por el llavero.
—La idea de que, vivo o muerto, fuese por ahí con una foto de mi hija en el bolsillo no me acababa de hacer gracia —se encogió de hombros—. Ya ves.
—Y estabas al corriente de los horarios del tren rápido, estoy seguro, cuando lanzaste la cruz a las vías.
Se echó a reír:
—Pero ¿de qué vas? Sea lo que sea que crees que sucedió en aquel bosque, ¿de verdad piensas que la gente siempre tiene claras sus motivaciones? En la vida se improvisa mucho más. Tuve un impulso. Arrojé la cruz. El muy borrico salió tras ella. Y la palmó.
—¿Pero por qué arrojaste la cruz?
—Dre hablaba de dejar de beber para poder convertirse en el hombre que yo necesitaba. Vaya mierda. Yo no me veía con ánimos para decirle que no necesitaba a ningún hombre, así que me limité a tirar la maldita cruz.
—No está mal ese cuento —le dije—, pero no responde a la pregunta original. ¿Qué estábamos haciendo allí? No íbamos a cambiar nada por Sophie. Esa noche, Sophie ni siquiera estaba en el bosque.
Siguió inmóvil de una manera muy poco natural. Finalmente, dijo:
—Dre tenía que desaparecer. De un modo u otro, ya había cumplido. Si se hubiera largado, aún estaría vivo.
—Es decir, si hubiera ido en cualquier dirección, salvo en la de un puto tren rápido.
—Exactamente.
—¿Y si yo hubiera estado con él?
—Pero no lo estabas. Y eso no fue accidental. Desde el día en que murieron Tibor y Zippo y yo acabé con Claire y la cruz… —negó lentamente con la cabeza—, nada ha sido accidental.
—¿Y si no todo hubiese salido según lo previsto?
Apoyó las manos en las rodillas:
—Pero todo salió según lo previsto. Kirill nunca se habría dejado llevar a un sitio así de no parecer todo muy lógico, aunque desde el punto de vista de una lógica chiflada. Todo el mundo tenía que interpretar su papel a la perfección. Por lo que yo he aprendido, eso solo sucede cuando la gente ignora que está interpretando un papel.
—Como me ha pasado a mí.
—Venga, Patrick —se rio—. Tú lo sospechabas. ¿Cuántas veces me preguntaste por qué me había vuelto tan fácil de encontrar? Teníamos que hacerlo fácil: el intelecto combinado de Kenny, Helene y Tadeo no da ni para resolver un crucigrama del Teleprograma. Más que ir dejando miguitas, tenía que dejar mendrugos.
—¿Cuánto tiempo pasó desde la muerte de Tibor hasta que Yefim te encontró?
—Unas seis horas.
—¿Y?
—Y le pregunté qué se sentía al tener un jefe tan chapucero que enviaba a un idiota como Tibor para hacerse con algo tan valioso como la Cruz de Bielorrusia. Eso puso en marcha todo el proceso.
—O sea, que el plan siempre consistió en mostrar a un Kirill tan desesperado y metepatas como para que, visto desde fuera, un golpe de estado pareciese inevitable.
—Lo fuimos refinando a lo largo del tiempo, pero ese era el objetivo principal, sí. Yo me hacía con la niña y con Sophie, y Yefim con todo lo demás.
—¿Y qué hay de Sophie? ¿Qué le va a pasar ahora?
—Bueno, para empezar, a rehabilitación. Y luego puede que le hagamos una visita a su madre.
—¿Te refieres a Elaine?
Asintió:
—Es su auténtica madre. Todo tiene que ver con la crianza, no con el nacimiento.
—¿Y qué me dices de quien te crió a ti?
—¿Beatrice? —sonrió—. Pues claro que voy a ir a ver a Bea. No de inmediato, pero pronto. Tiene que conocer a su nieta. No te preocupes por Bea. No tendrá nada de qué preocuparse en lo que le queda de vida. Ya tengo un abogado dedicado a sacar pronto de la cárcel al tío Lionel —se echó hacia atrás—. Estarán bien.
La contemplé unos momentos. Me pareció una chica de diecisiete años a punto de cumplir… No sé, ¿ochenta?
—¿Sientes algún remordimiento?
—¿Te ayudaría eso a conciliar el sueño? ¿Saber que siento remordimientos? —Amanda subió una pierna al banco, apoyó el mentón en la rodilla y se asomó al espacio que había entre nosotros—. Para que quede constancia, no tengo mal corazón. Solo lo tengo para los capullos. Si quieres lágrimas de cocodrilo, lo siento, pero no dispongo de ellas. ¿Por quién las iba a derramar? ¿Por Kenny el violador? ¿Por Dre y su fábrica de bebés? ¿Por Kirill y la «psico-puta» de su mujer? ¿Por Tibor y…?
—¿Qué tal por ti misma? —propuse.
—¿Cómo?
—Por ti misma —repetí.
Clavó su mirada en mí, la mandíbula en movimiento, pero sin pronunciar una sola palabra.
—¿Sabes qué era la madre de Helene?
Negué con la cabeza.
—Un desastre empapado en ginebra —dijo—. Se pasó veinte años yendo al mismo bar para darle al tabaco y a la bebida hasta que la diñó antes de tiempo. Cuando murió, nadie del bar acudió al funeral. No porque no les cayera bien, sino porque no sabían cómo se llamaba —se le nublaron los ojos por un momento, o tal vez se tratara del reflejo del río—. ¿Y la madre de esa? Pues más o menos lo mismo. No conozco a ninguna McCready que acabara el instituto. Todas se pasaron la vida dependiendo de los hombres y de las botellas. Pero dentro de veintidós años, cuando Claire vaya a la universidad y vivamos en una casa en la que el entretenimiento principal no sean las carreras de cucarachas y en la que jamás nos corten la electricidad y en la que los de la Asistencia Social no pasen todas las tardes a las seis… Cuando mi vida sea así, pregúntame entonces qué es lo que lamento de mi perdida juventud —juntó las palmas de las manos sobre la rodilla. Vista desde cierta distancia, podría parecer que rezaba—. Pero hasta ese momento, si no te importa, pienso dormir como un bebé.
—Los bebés se despiertan llorando cada dos horas.
Amanda me dedicó una amable sonrisa:
—En ese caso, me despertaré cada dos horas y me echaré a llorar.
Nos quedamos ahí sentados unos minutos más, sin nada que decirnos. Contemplamos el río. Nos arrebujamos en nuestros respectivos chaquetones. Luego nos levantamos y caminamos de regreso hacia los demás.
Helene y Tadeo estaban plantados ante el monovolumen, impávidos, en estado de choque. Sophie sostenía a Claire y no dejaba de mirar a Amanda como si esta fuese a fundar una religión en su honor.
Amanda cogió a Claire y le echó un vistazo a su extraña pandilla.
—Patrick prefiere el transporte público, así que despedíos de él.
Recibí tres saludos; el de Sophie, acompañado de una sonrisa de disculpa.
Dijo Amanda:
—Tadeo, has dicho que vivías por Bromley-Heath, ¿no?
—Pues sí.
—Primero dejaremos a Tadeo y luego a Helene. Sophie, tú conduces. Estás sobria, ¿verdad?
—Lo estoy.
—Pues muy bien. Hay que hacer otra parada. Hay un supermercado a unos cuatro kilómetros, por la Ruta Uno. Tienen cosas para críos.
—No es el momento de comprar juguetes —protestó Tadeo—. ¡Joder!, es Nochebuena.
Amanda le dedicó una mueca de disgusto:
—No le vamos a comprar juguetes. Vamos por una sillita para el coche. ¿O es que piensas que voy a volver a los Berkshires sin la sillita? Caramba, tío —acarició el suave pelo castaño de Claire—. Pero ¿qué clase de madre te crees que soy?
Eché a andar hacia la parada de autobús. Me subí a uno que me llevó al metro. Luego tomé un tren hasta al aeropuerto Logan. Nunca volví a ver a Amanda.
Encontré a mi mujer y a mi hija en la Terminal C de Logan. Pese a lo que había imaginado para esta clase de situaciones, mi hija no vino corriendo hacia mí en cámara lenta. Se ocultó tras las piernas de su madre, en uno de sus escasos momentos de timidez, y me miró desde allí. Estuve besando a Angie hasta que noté que me tiraban del pantalón y miré hacia abajo, descubriendo a Gabby, que me miraba con los ojos aún somnolientos de la siesta que se había pegado en el avión. Alzó los brazos.
—¿Me subes, papá?
La agarré. La besé en la mejilla. Ella hizo lo propio en la mía. Le besé la otra mejilla y ella siguió mi ejemplo. Juntamos nuestras respectivas frentes.
—¿Me has echado de menos? —le pregunté.
—Te he echado de menos, papá.
—Caramba, cuanta formalidad: «Te he echado de menos, papá». ¿Te ha estado enseñando tu abuela a comportarte como una señorita?
—Me ha hecho sentarme derecha.
—Qué horror.
—Todo el rato.
—¿Hasta en la cama?
—No, en la cama no. ¿Sabes por qué?
—¿Por qué?
—Porque eso sería una tontería.
—La verdad es que sí —reconocí.
—¿Cuánto van a durar las cucamonas? —Bubba se materializó de repente. Teniendo en cuenta que es del tamaño de un rinoceronte plantado sobre las patas traseras, su habilidad para pillarme por sorpresa nunca deja de impresionarme.
—¿Dónde estabas?
—Tuve que dejar algo al ir, así que tenía que recogerlo a la vuelta.
—Me sorprende que no colaras una de matute.
—¿Quién dice que no? —señaló a Angie con el pulgar—. Esta tiene maletas que recoger.
—Solo una pequeña —dijo Angie, extendiendo las manos hasta alcanzar la medida de una barra de pan—. Y otra igual de pequeña. Es que ayer me fui de compras.
—Pues a por ellas —dije.
Dado que Logan es como es, nos cambiaron dos veces la cinta transportadora prevista y acabamos recorriendo toda la zona de equipajes. Luego nos quedamos de pie junto a un montón de gente, dándonos codazos para estar más cerca de la cinta y viendo cómo no pasaba nada. La cinta no se movía. La lucecita de la sirena no daba vueltas.
Gabby se subió a mis hombros y se dedicó a tirarme del pelo y, de vez en cuando, de las orejas. Angie se me agarraba un poco más fuerte que de costumbre. Bubba se acercó al quiosco y acabó charlando con la cajera, apoyado en el mostrador y sonriendo de veras. La cajera era de piel oscura y tendría treinta y tantos años. Era bajita y delgada, pero incluso a distancia parecía muy capaz de liarla parda si se cabreaba. Pero ante las atenciones de Bubba, parecía cinco años más joven y no dejaba de sonreír.
—¿De qué crees que hablan? —me preguntó Angie.
—De armas.
—Ya que sacas el tema, ¿de verdad tiraste la tuya al Charles?
—Pues sí.
—Eso es contaminar.
Asentí:
—Pero como soy muy bueno reciclando, se me permite de vez en cuando algún pecado ecológico.
Angie me apretó el brazo y apoyó un momento la cabeza en mi pecho. La agarré fuerte con un brazo. El otro lo tenía dedicado a cuidar de la seguridad de mi hija en las alturas.
—No deberías contaminar —me dijo Gabby, poniendo la cara al revés y a dos centímetros de la mía.
—No, no debería.
—¿Y por qué lo has hecho?
—A veces, la gente comete errores —le dije.
Eso debió dejarla satisfecha, pues apartó su cabeza de la mía y siguió jugando con mi pelo.
—Bueno, ¿qué ocurrió? —preguntó Angie.
—¿Después de hablar contigo? No gran cosa.
—¿Dónde está Amanda?
—Ni idea.
—Vamos a ver, ¿arriesgas tu vida para encontrarla y luego la dejas ir sin más?
—Más o menos.
—Menudo detective estás hecho.
—Ex detective —precisé—. Ex.
En el camino de regreso del aeropuerto, las chicas se dedicaron a chinchar a Bubba por su flirteo con la cajera. Descubrimos que se llamaba Anita y era de Ecuador. Vivía en Boston Este con dos niños y un perro y sin marido. Su madre vivía con ella.
—Qué miedo —dije.
—No sé qué decirte —repuso Bubba—. Esas viejas ecuatorianas cocinan de maravilla, tío.
—¿Ya estás pensando en cenar con la suegra? —le preguntó Angie—. Caramba. ¿Ya se te ha ocurrido un nombre para el primer hijo?
Gabby se puso a chillar:
—El tío Bubba se va a casar.
—El tío Bubba no se va a casar. El tío Bubba solo se ha hecho con un número de teléfono. Eso es todo.
Dijo Angie:
—Tendrás a alguien con quien jugar, Gabby.
—No voy a tener un hijo —dijo Bubba.
—Y para poneros vestiditos —siguió Angie.
—¿Cuántas veces voy a tener que decir…?
—¿Podré hacerle de canguro? —dijo Gabby.
—¿Puede hacerle de canguro? —le preguntó Angie a Bubba—. Cuando sea algo mayor, claro está.
Bubba captó mi mirada en el retrovisor:
—Hazlas callar.
—No se puede —le dije—. Pero ¿no las conoces?
Salimos del túnel Ted Williams hacia la 93 Sur. Angie cantaba: «Bubba y A-ni-ta sentados en un árbol». Y mi hija continuaba: «B-E-S-Á-N-D-O-S-E…».
—Si te paso la pipa —me dijo Bubba—, ¿me volarías la cabeza?
—Por supuesto. Dámela.
Salimos de la oscuridad del túnel al tráfico de última hora de la tarde mientras las chicas cantaban y daban palmas. El tráfico era fluido porque era Nochebuena y la mayoría de la gente o no había ido a trabajar o había salido antes. El cielo estaba de un color púrpura metálico. Caían algunos copos de nieve, pero no los suficientes como para que cuajara. Mi hija volvió a chillar y tanto Bubba como yo pegamos un respingo. No es un sonido muy agradable, teniendo en cuenta que el tono es chillón y se te clava en los oídos como cristales ardientes. Por mucho que quiera a mi hija, nunca soportaré sus chillidos.
O puede que sí.
Igual hasta llegan a gustarme.
Conduciendo por la 93 en dirección sur, me di cuenta, de una vez y para siempre, de que me gustan las cosas irritantes. Las cosas que me estresan de tal manera que olvido haber estado alguna vez tranquilo y relajado. Me gusta aquello que si se rompe no puede repararse. Lo que si se pierde no puede reemplazarse.
Me encantan mis angustias.
Por primera vez en mi vida, compadecí a mi padre. Era una sensación tan extraña que el coche se me fue hacia las rayas blancas sin darme cuenta. Mi padre nunca tuvo suerte; la rabia, el odio y un narcisismo destructivo —todo ello incomprensible, incluso ahora, veinticinco años después de su muerte— le habían arrebatado a su familia. Si yo hubiera chillado en la parte de atrás del coche, como Gabriella, mi padre me habría pegado un sopapo. O dos. O habría aparcado el coche en la cuneta para pasarse atrás y zurrarme. Lo mismo hacía con mi hermana. Y si ninguno de los dos rondaba por allí, con mi madre. Por eso murió solo. Arrastró a mi madre a la tumba antes de tiempo, mi hermana se negó a volver a Boston cuando estaba en las últimas; y cuando en el momento de su muerte, extendió la mano por encima de la cama del hospital hacia mí, la dejé colgando en el aire hasta que se desplomó sobre las sábanas y sus pupilas se convirtieron en mármol.
Mi padre nunca amó sus angustias porque nunca amó nada.
Soy un hombre cargado de defectos que quiere a una mujer cargada de defectos con la que he conseguido fabricar una niña preciosa que, según temo en ocasiones, nunca va a dejar de hablar. O de chillar. Mi mejor amigo es un psicópata al límite que acumula más pecados que todas las bandas callejeras y algunos gobiernos. Pero aun así…
Salimos de la autovía en Columbia Road mientras el día se retiraba tras un cielo que ahora adoptaba un color ciruela. La nieve seguía cayendo débilmente, como si no quisiera comprometerse. Doblamos a la izquierda por la avenida Dot mientras se iluminaban los edificios, los bares, la residencia de ancianos y las tiendas de la esquina. Me gustaría decir que todo me parecía de una belleza sublime, pero no era así.
De todos modos…
De todos modos, la vida que habíamos construido llenaba nuestro coche.
Vi nuestra calle a lo lejos, pero no tenía ganas de aparcar delante de casa e interrumpir este momento. Quería seguir conduciendo. Quería que todo siguiera siendo exactamente igual que ahora.
Pero giré.
Cuando salimos del coche, Gabby cogió a Bubba de la mano y le guio hacia la casa para poder llevárselo al sótano. El año pasado, habíamos respondido a sus constantes preguntas acerca de cómo podía Santa Claus entrar en una casa sin chimenea asegurándole que, en Dorchester, entraba por los sótanos. Así pues, acababa de fichar a Bubba para que la ayudara a dejar la leche y las galletas.
—Y cerveza —dijo Bubba, al llegar a la casa—. A Santa Claus le gusta la cerveza. Y tampoco le hace ascos al vodka.
—Cuidado con lo que dices —le gritó Angie, mientras íbamos hacia la parte trasera del Jeep en busca del equipaje—. No corrompas a mi niña.
Un copo de nieve aterrizó en mi mejilla, se deshizo de inmediato y Angie me secó con el dedo. Luego me besó en la nariz:
—Es un placer verte.
—Lo mismo digo.
Tomó mi mano quemada en la suya y miró la enorme tirita que me había puesto en la palma.
—¿Estás bien?
—Claro que sí —repuse—. ¿Es que no lo parezco?
Me miró a los ojos. Ahí estaba esa mujer hermosa, volátil y extremadamente apasionada de la que había estado enamorado desde que iba a la escuela primaria.
—Tienes muy buen aspecto. Solo que…, no sé… Se te ve pensativo.
—Pensativo.
—Pues sí.
Saqué las maletas de Angie:
—Hoy he caído en algo mientras estaba sentado junto al río, deshaciéndome de una pistola de quinientos dólares.
—¿Y qué era?
Cerré el maletero:
—Que mis alegrías superan mis penas.
Torció la cabeza y me lanzó una sonrisa traviesa mientras la nieve le rozaba el pelo.
—¿De verdad?
—De verdad.
—Entonces vas ganando, cariño.
Tragué un poco de nieve y aire helado:
—De momento.
—Sí —dijo ella mirándome fijamente—. De momento.
Me eché una bolsa al hombro y cogí la otra con la mano derecha. La mano dañada se la di a mi mujer y ambos echamos a andar por el pequeño sendero de ladrillo hacia nuestro hogar.