24

El único parque de caravanas que hay dentro de los límites de la ciudad de Boston está en la frontera entre Roxbury Oeste y Dedham, incrustado entre un restaurante y un negocio de venta de coches en una zona de la Ruta Uno dedicada a uso comercial o industrial. Pese a ello, tras décadas combatiendo a los constructores y rechazando ofertas de la tienda de coches, el pequeño aunque aguerrido parque de caravanas sigue en su sitio, junto a un tramo especialmente guarro del río Charles. A mí siempre me había gustado ese sitio, pues me enorgullecía de manera vicaria de la resistencia de sus moradores ante la invasión del comercio. Si un día pasara por delante y viese en su lugar un McDonald’s o un Outback, creo que se me partiría el corazón. Hay que reconocer, eso sí, que resultaría poco probable que alguien me citara en un McDonald’s para matarme, mientras que había muchas posibilidades de acabar estirando la pata en un parque de caravanas.

Kenny salió por la Ruta Uno para acceder al camino de entrada y nos llevó en dirección este, hacia el río. Descubrí que seguía cabreado con lo de su Hummer, pues se tiró la mitad del trayecto despotricando al respecto: que si los polis se lo habían inmovilizado en Southie y no se habían creído su historia de que se lo habían robado; que si, probablemente, le iban a revocar la libertad vigilada aunque se demostrara que no se había acercado al vehículo en toda la mañana; pero más que nada, lo que realmente le había destrozado era que le tenía mucho cariño a ese coche.

—Uno —le dije—, no entiendo cómo se puede querer a un Hummer.

—Pues yo lo quería, cabronazo.

—Dos —proseguí—, ¿por qué me echas la culpa a mí? No fui yo el que le disparó a tu birria de coche. Fue Yefim.

—Pero tú lo robaste.

—Vale, pero tampoco es como si te dijera: «me lo llevo a que lo acribillen a balazos». Intentaba averiguar adónde llevaban a Sophie, y Yefim se cargó a tiros ese trasto espantoso.

—No es un trasto espantoso.

—Es repugnante —intervino Amanda.

—Tiene una pinta un poco maricona —se apuntó Tadeo—. Pero tú eres lo suficientemente macho como para que dé igual.

Helene le tocó el brazo a Kenny:

—A mí me encanta, cariño.

—A ver, todos vosotros, hacedme el favor de callaros de una puta vez —sentenció Kenny.

Circulamos en silencio durante los últimos cuarenta minutos. Kenny conducía un Chevy Suburban de finales de los noventa que, probablemente, acarreaba el mismo kilometraje que el Hummer, pero no era ni la mitad de ridículo. Amanda, la niña y yo íbamos sentados detrás con Tadeo en medio. Me habían atado las manos a la espalda con una soga. La cosa resultaba bastante incómoda para un trayecto en coche de dos horas, y tenía una rampa en el cuello que se estaba extendiendo a los hombros y que me duraría, sin duda alguna, varios días. Esto de hacerse mayor es una mierda.

Salimos del Pike y fuimos en dirección sur por la 95 durante unos veinte kilómetros, hasta que Kenny se pasó a la 109 y recorrimos otros diez kilómetros hacia el este, para luego seguir por la Ruta Uno y doblar a la derecha en dirección al parque de caravanas.

—¿Cuánto te pagan por esto? —le pregunté a Kenny.

—¿Y si te digo que me dejarán vivo? Es una buena oferta, ¿no crees? ¿Puedes mejorarla?

—No.

—Me lo suponía.

Miró hacia el retrovisor:

—Amanda…

—Dime, Ken.

—Quiero que sepas que siempre te he considerado una gran chica.

—En ese caso, moriré feliz, Ken.

Kenny se rio:

—En mis tiempos, a las tías como tú las llamábamos pistolas.

—No sabía que hubiera pistolas en tus tiempos.

Tadeo se echó a reír:

—La zorra esta es la hostia —se volvió hacia ella—. Es un piropo.

—Nunca lo he dudado.

Seguimos hasta el final del camino principal. Los árboles y el río eran del mismo color marrón claro, y un amasijo de hojas con restos de nieve lo cubría todo: el suelo, los coches, los techos de las caravanas, las antenas de televisión por satélite, las plazas de aparcamiento para los coches. El cielo era de un limpio color azul marmóreo. Un halcón volaba bajo sobre el río. Las caravanas lucían guirnaldas y lucecitas de colores, y en el tejado de una de ellas hasta había una imagen hecha con luces de un Santa Claus que, por motivos inexplicables, conducía un carrito de golf.

Era uno de esos días fríos, pero tan claros y vivificantes que casi compensaban los cuatro meses de gélida grisalla que se nos venían encima. El aire limpio olía como una manzana fría. El sol me daba con ganas en la piel cuando Kenny detuvo el Suburban, abrió la puerta de atrás y me sacó al exterior.

Amanda, la niña y Tadeo salieron por el otro lado y todos nos quedamos junto a una caravana enorme que había al lado de la orilla del río. Era una zona prácticamente vacía. No había coches frente a las escasas caravanas, pues lo más probable es que todo el mundo estuviese trabajando o haciendo compras navideñas de última hora.

Se abrió la puerta de la caravana y apareció Yefim, sonriente y masticando, con un bocadillo en la mano y una Springfield XD del calibre 40 en el cinturón.

—Bienvenidos, amigos, pasad, pasad —nos hizo señales para que nos acercásemos y fuésemos subiendo.

Cuando Amanda pasó a su lado, levantó una ceja al ver las esposas:

—No están nada mal.

Cuando ya estábamos todos dentro, cerró la puerta y me dijo:

—¿Qué tal andas, mamarracho?

—Estupendamente. ¿Y tú?

—Bien, bien.

El interior de la caravana era mucho más espacioso de lo que me había imaginado. En la pared del fondo, en el centro, había un televisor de sesenta pulgadas. Frente a él, de pie, dos tipos jugaban al tenis con la Wii, moviendo los brazos adelante y atrás y saltando sin moverse del sitio mientras sus avatares enanos corrían por toda la pantalla. A la derecha de la tele, había un sofá de cuero azul celeste, dos sillones a juego y una mesita de centro de vidrio. Más allá, una espesa cortina negra se extendía de un extremo a otro de la habitación. En el sofá azul celeste vimos a Sophie con la boca tapada con cinta aislante y las manos atadas con una cuerda. Nos miró a todos, pero sus ojos solo se iluminaron cuando reparó en Amanda.

Amanda le devolvió la sonrisa.

A nuestra izquierda había una cocinita, y más allá un pequeño cuarto de baño y un gran dormitorio. El espacio que quedaba libre estaba prácticamente ocupado por cajas de cartón: en las estanterías, en el suelo, abarrotando las zonas que dejaban libres las alacenas de la cocina. Las vi apiladas en el dormitorio y supuse que también llenaban el espacio que había detrás de la cortina negra: reproductores de DVD y Blu-Ray, Wii, PlayStations y Xbox, cine en casa de la marca Bose, iPods, iPads, Kindles y GPS Garman.

Nos quedamos en la entrada, contemplando durante unos instantes a los dos jugadores de tenis virtual mientras Sophie nos miraba fijamente a nosotros. Tenía mucho mejor aspecto que el otro día, tal vez porque la habían mantenido alejada de las drogas y su cuerpo empezaba a responder.

Yefim me miró torciendo un poco la cabeza:

—¿Por qué estás atado, tío?

—Pregúntaselo a tu amigo Kenny.

—No es mi amigo, tío. Date la vuelta.

A Kenny pareció ofenderle el comentario. Miró a Helene como diciendo, ¡lo que hay que aguantar!

Le di la espalda a Yefim y él me cortó la cuerda de las muñecas, todo ello sin dejar de zamparse el bocadillo y de respirar por esa nariz suya trufada de pelos.

—Tienes buen aspecto, amigo mío. Se te ve saludable.

—Gracias. A ti también.

Se dio una palmada en la tripa con la mano que sostenía la pistola:

—¡Ja, ja, ja! Pero qué mamarracho más divertido.

De repente, levantó la voz.

—¡Pavel!

Pavel se dio la vuelta en medio de un revés y miró a Yefim mientras su avatar trastabillaba, se caía al suelo y la pelota de tenis le pasaba de largo.

—Vosotros, quitadles las armas.

Pavel suspiró y lanzó el mando a distancia a un sillón. Su compañero hizo lo mismo. Era un tipo delgado a más no poder, con las mejillas hundidas y la cabeza afeitada. Lucía unas palabras en ruso tatuadas en el cuello. Llevaba una camiseta imperio pegada a los huesos del pecho y pantalones de chándal a rayas negras y amarillas.

—Spartak —me susurró Amanda.

Spartak se hizo con la escopeta de Tadeo, y Pavel con la de Kenny.

—El resto —dijo Pavel chasqueando los dedos, con una voz y una mirada que no sugerían nada—. Rápido.

Kenny entregó una Taurus del 38 y a Tadeo no le quedó más remedio que desprenderse de una FNP-9. Pavel metió las dos escopetas y las dos pistolas en una bolsa negra que había en el suelo.

Yefim se acabó el bocadillo y se secó las manos con una servilleta. Acto seguido, soltó un eructo que nos permitió disfrutar a todos de una suculenta mezcla de pimientos, vinagre y lo que yo diría que era jamón.

—Tengo que ir al gimnasio, Pavel.

Pavel levantó la vista de la bolsa mientras cerraba la cremallera:

—Estás bien, tío.

—Siento que me falta disciplina.

Pavel se llevó la bolsa a la cocina y la colocó sobre la pequeña encimera que había junto al horno.

—Tienes buena pinta, Yefim. Todas las chicas lo dicen.

Yefim le respondió con una amplia sonrisa. Alzó las cejas mientras hacía como que se atusaba el pelo:

—Soy George Clooney, ¿verdad? ¡Ja, ja!

—Eres George Clooney con una buena polla rusa.

—¡El mejor George Clooney posible! —gritó Yefim, mientras se tronchaba de risa con Pavel y Spartak.

Los demás nos miramos.

Cuando Yefim dejó de reírse, se secó los ojos, suspiró y luego juntó las manos. Dijo:

—Vamos a ver a Kirill. Spartak, tú te quedas con Sophie.

Spartak asintió y descorrió la cortina de otro salón. Era más grande que el que estábamos abandonando —calculé que de unos cinco metros por siete— y tenía espejos en la pared. Había un largo sofá de módulos en forma de U. Hecho a medida, seguramente, pues sus flancos encajaban a la perfección con las paredes. No había nada en el centro del cuarto. Por encima de nosotros, reflejada en los espejos, se veía una televisión que emitía un culebrón mexicano. Sobre el sofá había estanterías a docenas, llenas de más reproductores de Blu-Ray, más iPods y Kindles y más ordenadores portátiles.

Un tipo delgado con una enorme cabeza estaba sentado junto a una mujer de cabello oscuro en medio del sofá. La mujer en cuestión tenía una cara de loca angustiada que producía una fascinación morbosa y absorbente. Violeta Concheza de Borzakov había sido hermosa en tiempos, pero algo la había carcomido, aunque solo tenía treinta años, puede que treinta y dos. Tenía la piel canela cubierta de leves manchitas, como la superficie de un estanque cuando empieza a lloviznar, y su cabello era el más negro que yo había visto en mi vida. Sus ojos eran tan oscuros que casi hacían juego con el cabello, y en ellos había algo que al mismo tiempo que expresaban terror, aterrorizaban: allí detrás residía un alma destrozada, abandonada e inquieta. Llevaba una gorra de charol, un jersey de pico de seda negra bajo un chal de seda gris, leotardos negros y botas negras hasta la rodilla. Nos miraba como si fuésemos bistés que le trajeran en un carrito.

Kirill Borzakov, por su parte, lucía una camiseta de seda blanca bajo un chaquetón de cachemira blanco, pantalones marrón claro de estilo militar y zapatillas blancas de tenis. Llevaba el cabello plateado corto pegado a su enorme cráneo y lucía unas ojeras de tres capas. Fumaba un cigarrillo emitiendo esos ruidos líquidos que te quitan definitivamente las ganas de fumar y tiraba la ceniza en las inmediaciones de un cenicero a rebosar que había junto a su mano derecha. Al lado del cenicero había un espejito con varios montoncitos de cocaína. Su mirada resultaba impersonal. Debían de haber transcurrido tres décadas, por lo menos, desde que la empatía se le había hecho un ovillo ahí dentro y la había diñado. Tuve la sensación de que si me explotaba el pecho y me salía de dentro el mismísimo Lenin, Kirill seguiría fumándose el cigarrillo y echándole un vistazo al culebrón mexicano.

Habló Yefim:

—Señoras y señores, Kirill y Violeta Borzakov.

Kirill se puso de pie y dio vueltas a nuestro alrededor, inspeccionando sus nuevas propiedades. Miró a Kenny y a Helene, y luego a Pavel.

Pavel cogió a Kenny y a Helene por el hombro y los sentó al pie del sofá, a la izquierda. Kirill movió de nuevo la cabeza en dirección a Pavel y, al cabo de un par de segundos, Tadeo fue empujado al sofá junto a Helene.

Kirill dio una lenta vuelta en torno a mí:

—¿Y tú quién eres?

—Soy un investigador privado —repuse.

Hubo un ruido de succión mientras el hombre le daba una calada al cigarrillo y tiraba la ceniza al suelo de roble falso.

—¿El investigador privado que me ha encontrado a la chica?

—No la encontré para ti.

Asintió al oír eso, como si yo hubiera dicho algo de lo más acertado, y me cogió de la mano izquierda:

—¿No la encontraste para mí?

—No.

Me cogía de manera suave, casi delicada.

—¿Para quién la encontraste?

—Para su tía.

—¿Y no para mí?

Negué con la cabeza:

—No para ti.

Asintió de nuevo mientras me agarraba de la muñeca y me apagaba el cigarrillo en la palma de la mano.

No sé muy bien cómo me las apañé para no gritar. Durante medio minuto, todo lo que sentí fue una especie de rescoldo que me quemaba la carne. Podía olerlo. El cerebro se me puso negro, luego rojo, y me vino la imagen de los nervios de la mano colgando flácidos mientras el humo los envolvía.

Mientras me quemaba, Kirill Borzakov me miraba a los ojos. En los suyos no había nada que ver. Ni ira ni alegría ni esa emoción inherente a la violencia o a la euforia propia del poder absoluto. Nada. Sus ojos eran los de un reptil tumbado al sol sobre una roca.

Solté varios gruñidos, exhalé el aire a través de unos dientes rechinantes y traté de no pensar en el aspecto que tendría ahora mi mano. Pensé en mi hija, y por un momento eso me calmó, pero entonces me di cuenta de que la había empujado a esta situación, a este delirio de violencia, y traté de borrar la imagen de mi cabeza, intenté apartarla de esta depravación, y el dolor se multiplicó por dos. Acto seguido, Kirill me soltó la muñeca y se apartó de mí.

—A ver si la tía consigue que te vuelva a crecer la piel.

Me arranqué la colilla del centro de la palma mientras Violeta Borzakov decía:

—Kirill, quítate de en medio, que no me dejas ver la tele.

La brasa ya estaba negra, a punto de convertirse en ceniza, y la parte central de la palma de la mano parecía la cima de un volcán: roja y arrugada, con la carne quemada arrancada.

En el culebrón mexicano sonaba música, y una latina preciosa con blusa blanca de campesina se daba la vuelta y abandonaba una habitación mientras se apagaba la luz. Lo siguiente que vimos fue un anuncio en el que Antonio Sabato Junior cantaba las excelencias de una crema para la piel.

Habría pagado mil dólares por esa crema. Y dos mil por la crema y un cubito de hielo.

Violeta apartó la mirada del televisor:

—¿Por qué sigue la niña con la chica?

Amanda les mostró a todos las esposas.

—Pero ¿qué es esta mierda, Yefim? —Violeta se incorporó en el asiento y se inclinó hacia delante.

A Yefim se le abrieron considerablemente los ojos: parecía tenerle miedo.

—Señora Borzakov, se la hemos traído como le habíamos prometido.

—¿Cómo me lo habíais prometido? Con varias semanas de retraso, pendejo. Semanas. ¿Y la has traído tú, Yefim, o han sido estos señores?

Hizo un gesto que incluía a Kenny, Helene y Tadeo.

—Hemos sido nosotros —dijo Kenny desde el sofá, dirigiéndole un saludo a Violeta que esta ignoró—. Todos nosotros.

Kirill encendió otro cigarrillo:

—Ya tienes a tu cría. Cógela y acabemos de una vez.

Violeta se deslizó hacia Amanda como una serpiente de agua.

Observó a Claire y luego la olisqueó.

—¿Es inteligente?

Amanda repuso:

—Solo tiene cuatro semanas.

Violeta le acarició la frente al bebé:

—Di ma-má. Di ma-má.

Claire se echó a llorar.

¡Ssshhh…! —le susurró Violeta.

Claire lloró más fuerte.

Violeta se puso a cantar:

—Tranquila, pequeñita, no te asustes. Mamá te va a regalar un…

Nos miró fijamente.

—¿Un ruiseñor? —propuse.

Empujó el labio inferior hacia delante en un gesto de aceptación.

—Y si ese ruiseñor no vuela, mamá te comprará un…

Nueva mirada general a la habitación. Claire seguía berreando.

—Un Corvette —dijo Tadeo.

Violeta frunció el ceño en su dirección.

—Un anillo de diamantes —dijo Yefim.

—Eso no rima.

—Pues estoy seguro de que es correcto.

Los chillidos de Claire batieron un nuevo récord: se trataba de ese tipo de aullidos que había mencionado Amanda.

Kirill, sentado en el sofá, se metió una de las rayas que había en el espejito y dijo:

—Hazla callar.

Violeta repuso:

—Es lo que intento —volvió a acariciarle la frente a Claire—. ¡Ssssshhhhh! —siseaba una y otra vez—. ¡Sssssshhhhh! ¡Sssssshhhh!

Pero las cosas no mejoraban.

Kirill hizo una mueca de dolor y se esnifó otra raya. Se llevó la mano a la oreja y la nueva mueca de dolor superó a la anterior.

—Haz que se calle.

¡Sssssshhhhh! ¡Sssssssshhhhhh! No sé qué coño hacer. Dijiste que contratarías a una cuidadora.

—Yo contrato a la cuidadora. Pero no la traigo aquí. Hazla callar.

¡Ssssshhhhh!

A estas alturas, Tadeo y Kenny ya se habían tapado las orejas con las manos, y Pavel y Yefim mostraban diferentes expresiones de incomodidad. Solo Helene parecía no enterarse de nada y se dedicaba a observar los reproductores de DVD y los iPods.

Le dije a Amanda:

—¿Chupete?

—Bolsillo derecho.

Acerqué la mano a su bolsillo y miré a Yefim:

—¿Puedo?

—¡Joder, macho!, por supuesto.

Introduje la mano en el bolsillo de Amanda y saqué el chupete.

¡Sssssshhhh! —Violeta ahora gritaba.

Le saqué la tapa de plástico al chupete, movimiento que me produjo un pinchazo en la achicharrada palma de la mano. Se me llenaron los ojos de lágrimas, pero pasé el brazo por encima del hombro de Amanda e introduje el chupete en la boca del bebé.

El volumen en la habitación cayó en picado. Claire chupaba el artilugio hacia delante y hacia atrás.

—Mejor —dijo Kirill.

Violeta se pasó las manos por las mejillas:

—La has malcriado —le soltó a Amanda.

Esta repuso:

—¿Cómo dices?

—Que la has malcriado. Por eso berrea de esa manera. Ya aprenderá a no hacerlo.

Amanda le espetó:

—Solo tiene cuatro semanas, tonta del culo.

—No digas palabrotas delante de la cría —le recordé.

Vi que sus ojos brillaban de afecto:

—Culpa mía.

—¿Qué me has llamado? —Violeta miró un momento a su marido—. ¿La has oído?

Kirill bostezó en su puño.

Violeta se acercó más a Amanda y la miró fijamente con esos ojos enfermizos que tenía.

—Córtalas —dijo.

—¿Qué? —preguntó Yefim.

—Las esposas.

—No se puede —afirmó Yefim—. Igual quemándolas…

Kirill encendió otro cigarrillo con la colilla del anterior. Mientras entrecerraba los ojos a causa del humo, dijo:

—Pues quémalas.

—Acabaremos chamuscando a la chica.

Intervino Violeta:

—No si le cortas las manos.

Yefim repuso:

—¿Señora Borzakov…?

Violeta mantenía la vista fija sobre Amanda: sus rostros estaban tan cerca que casi se rozaban la nariz.

—Primero la matamos. Luego le cortamos las manos. Y después encontramos una manera de quitarle las esposas a la niña —miró a su marido—. ¿Vale?

Kirill estaba mirando la tele:

—¿Qué?

—¡Escúchame, Kirill, escúchame! —dijo Violeta dándose un golpe en el pecho—. Estoy aquí —nuevo golpe en el pecho, más fuerte—. Yo existo, ¿sabes? —un golpe más—. Formo parte de tu vida.

—Vale, vale —dijo él—. ¿Y ahora qué?

—Nos cargamos a la chica y le cortamos las manos.

—Muy bien, cariño —Kirill hizo una señal en dirección al otro extremo de la caravana—. Hazlo en el dormitorio de atrás.

Yefim agarró a Amanda, que no movió ni un dedo.

—Déjame a mí —dijo Violeta.

Yefim enarcó las cejas:

—¿Cómo?

—Quiero hacerlo yo —dijo Violeta sin dejar de mirar a Amanda a la cara—. Seguro que prefiere que se lo haga una mujer. La conozco.

—Deja que se encargue ella —le dijo Kirill a Yefim con un gesto cansado de la mano.

Durante toda la conversación sobre su propio asesinato, Amanda no dijo ni pío. No movió un músculo, no se desmoronó. Se dedicó a mirarlos a ambos fijamente, sin parpadear.

Dijo Helene:

—¿Qué? Esperad un momento. ¿Qué está pasando aquí?

Helene aún tenía la bolsa a sus pies. No la habían registrado en busca de armas y mi 45 seguía allí dentro. Llegaría a la bolsa en cuatro pasos. Luego debería hacerse con el arma, quitarle el seguro y apuntarle a alguien. Supuse que, incluso adoptando la perspectiva más optimista, Pavel y Yefim me coserían a balazos antes de sacar la pistola de la bolsa. Así que me quedé donde estaba.

—¿Qué está pasando? —preguntó Helene de nuevo, pero nadie le hacía caso.

Violeta besó a Amanda en la mejilla y le acarició la cabecita a Claire.

—Señora Borzakov —le dijo Yefim—, ¿usted ha usado antes este tipo de pistola?

Violeta se acercó a Yefim:

—¿Qué tipo de pistola?

—Una como esta —dijo Yefim—. Es una automática del calibre 40.

—Prefiero los revólveres.

—Pues ahora no tengo ninguno.

—Vale —Violeta suspiró y se echó el cabello hacia atrás—. Enséñame cómo funciona.

Yefim puso el arma en manos de Violeta y le mostró dónde estaba el seguro.

La previno:

—Se desvía un poco a la izquierda. Y en un espacio como este la cosa hará ruido.

Helene se dirigió a Kenny:

—Me prometiste que no le harían daño a nadie.

Kenny le dijo a Kirill:

—Sí, señor Borzakov. Teníamos un trato, ¿no?

—Yo no hago tratos contigo —Kirill se lo quitó de encima con un gesto displicente de la mano—. Pavel.

Pavel apuntó a Helene y a Kenny con una pistola Makarov:

—¿Me los cargo también ahí atrás, Kirill?

—Sí. ¿Qué habéis hecho con la otra chica?

Pavel señaló al bebé:

—¿La madre de la niña?

—Sí.

—No molesta, jefe. Está en el salón. Spartak se encargará de ella en cuanto se lo diga.

—Muy bien, muy bien.

Yefim terminó de explicarle a Violeta cómo usar el arma:

—¿Le ha quedado todo claro?

—Tranquilo, lo he pillado.

—¿Está segura, señora Borzakov?

Violeta le devolvió el arma:

—Claro que estoy segura. ¿Te crees que soy idiota, Yefim?

—Pues sí, un poquito.

Yefim inclinó el cañón hacia arriba y apretó el gatillo. La bala le entró a Violeta en la cabeza a través de la piel blanda del cuello. Salió por el otro extremo en compañía de una explosión de sangre y huesos que llegó hasta el techo. La gorra le desapareció detrás del sofá.

Las rodillas se le doblaron a la izquierda, luego a la derecha. Se desplomó sobre el sofá, para deslizarse acto seguido hasta el suelo.

Kirill intentó levantarse del sofá, pero Yefim le pegó un tiro en el estómago. Kirill emitió un sonido muy parecido al que en cierta ocasión le oí a un perro cuando lo atropellaban.

Spartak apareció tras la cortina blandiendo un revólver, pero Pavel le disparó en la sien antes de que tuviera tiempo de apuntar. Spartak dio unos pasitos mientras sus sesos decoraban de rosa y rojo la pared de espejos, y luego cayó de bruces a mis pies, con la boca abierta y resoplando.

Los resoplidos se acabaron al cabo de escasos segundos.

Pavel le apuntó a Kenny al pecho.

—Espera —le dijo Kenny—. No dispares.

Pavel miró a Yefim. Yefim le echó un vistazo a Amanda. Un par de segundos después, miró de nuevo a Pavel y parpadeó una vez.

Pavel le descerrajó un tiro a Kenny en el pecho y este empezó a agitarse sin moverse del sitio, como si le acabaran de arrear con una sartén.

Helene se puso a gritar.

Tadeo dijo:

—No, no, no, no, no —con los ojos entornados.

Kenny levantó un brazo y miró a su alrededor, terriblemente asustado, la mirada perdida. Pavel dio un paso hacia él, le descerrajó otro tiro en la frente y Kenny dejó de moverse.

Helene pasó de los berridos al silencio sepulcral. Tenía la boca abierta y húmeda, la saliva le caía barbilla abajo, pero no emitía ni un sonido mientras contemplaba cómo Kenny se desplomaba muerto sobre la alfombra, junto a Spartak. Pavel la apuntó, pero no apretó el gatillo. Tadeo saltó del sofá, cayó de rodillas y empezó a rezar.

Kirill palmoteaba el sofá como si estuviera buscando el mando a distancia a oscuras. Gruñía sin parar mientras la sangre se extendía por el jersey blanco y los pantalones marrón claro. Abrió la boca para tragar aire y clavó la vista en el techo mientras Yefim apoyaba la rodilla en el sofá, junto a él, y le ponía en el corazón la punta de su Springfield XD.

—Te quería como a un padre, pero te convertiste en un puto engorro, macho. Me temo que te metiste demasiada mierda por la nariz. Y mucho vodka, ¿verdad?

Dijo Kirill:

—¿Con quién vas a trabajar si te cargas a tu propio jefe? ¿Quién se va a fiar de ti?

Yefim sonrió:

—Cuento con la aprobación de todo el mundo: los chechenos, los georgianos y hasta aquel moscovita chiflado de Brighton Beach, ¿te acuerdas de él? ¿Aquel que tú dijiste que nunca podría controlar el cotarro? Pues lo controla, Kirill. Y está de acuerdo en que había que librarse de ti.

Kirill se llevó las manos al orificio que tenía en el abdomen y se dobló de dolor.

Yefim rechinó los dientes y contrajo los labios.

—Te voy a decir una cosa, Yefim, yo…

Yefim apretó el gatillo dos veces. A Kirill se le quedaron los ojos en blanco. Exhaló haciendo un siseo muy agudo. Seguían sin vérsele los ojos, exceptuando la parte blanca. Cuando Yefim abandonó el sofá, a Kirill le salía humo al mismo tiempo de la boca y el agujero del pecho.

Yefim se acercó a Amanda:

—¿Dejamos viva a tu madre?

—Oh, Dios mío —Helene, en posición fetal sobre el sofá, pegó un gritito.

Amanda la contempló durante un buen rato.

—Supongo que sí. Pero no la llames mi madre.

—¿Y el hispano bajito?

—Seguro que necesita un trabajo.

—Eh, tú, canijo —le dijo Yefim—, ¿quieres trabajo?

—Ni hablar, tío —repuso Tadeo—. Estoy hasta los huevos de esta mierda. Prefiero irme a trabajar con mi tío.

—¿A qué se dedica?

Súbitamente, Tadeo perdió el acento:

—Creo que vende seguros.

Yefim sonrió:

—Eso es peor que lo nuestro, ¿verdad, Pavel?

Pavel soltó una risa sorprendentemente aguda y chillona.

—Pues muy bien, hombrecito. Cuando te largues de aquí, a vender seguros se ha dicho. Creo que ya hemos matado bastante por hoy, ¿no te parece, Pavel?

Pavel asintió:

—Me duelen las putas orejas, tío.

Yefim miró al techo:

—Estos trastos son una mierda. Demasiado latón. Bum, bum. Ahora que soy el rey, Pavel, se van a acabar las caravanas.

Pavel le dijo:

—George Clooney no es un rey.

Yefim dio una palmada:

—Ahí tienes razón. A la mierda George Clooney. Puede que algún día haga de rey, pero nunca será un rey como Yefim.

—Puedes jurarlo, jefe.

Yefim echó mano al bolsillo de la chaqueta y sacó una llavecita negra. Se acercó a Amanda y le dijo:

—Enséñame las muñecas.

Amanda le obedeció.

Yefim le abrió la esposa derecha y luego hizo lo propia con la de la niña:

—¡Mírala, joder, está dormida!

—Parece que no le molestan los ruidos —dijo Amanda—. Os juro que esta cría me sorprende todos los días.

—Ya lo creo —Yefim abrió las esposas de la mano izquierda—. ¿La aguantas?

—La aguanto.

—Aguántala fuerte.

—Pues claro. Va en una mochilita, Yefim.

—Ah, claro, me había olvidado —Yefim apretó las esposas por el centro y se las quitó a Amanda y al bebé.

Amanda se frotó las muñecas y le echó un vistazo a la carnicería:

—Bueno…

Yefim le extendió la mano:

—Un placer, señorita Amanda.

—Lo mismo digo, Yefim —le estrechó la mano—. ¡Ah!, la cruz está en el bolso de Helene.

Yefim chasqueó los dedos. Pavel le lanzó el bolso. Yefim sacó la cruz y sonrió.

—Mi familia, antes de que acabáramos en Moldavia hace doscientos años, vivía en Kiev —alzó las cejas en mi dirección—. De verdad. Mi padre dice que descendemos del príncipe Yaroslav, nada menos. Esto pertenece a la familia, macho.

—De un príncipe a un rey —sentenció Pavel.

—Qué amable eres, tío —Yefim se puso a rebuscar en el bolso y luego me miró—. ¿De quién es esta pistola?

—Es mía.

—¿Y ha estado en la bolsa todo el rato? ¡Pavel!

Pavel levantó las manos:

—Se suponía que Spartak tenía que cachear a la mujer.

Ambos contemplaron a Spartak mientras su sangre corría a los pies del sofá. Al cabo de unos segundos, se miraron el uno al otro y se encogieron de hombros.

Yefim me devolvió la pistola, cogiéndola como si fuera una lata de refresco, y yo la guardé en la funda que llevaba en la rabadilla. Cuatro personas acababan de ser asesinadas en mi presencia y no sentía nada. Nada de nada. Es lo que tiene llevar veinte años nadando entre la mierda.

—Oh, espera —Yefim echó mano al bolsillo posterior y sacó una cartera negra y gruesa. La escudriñó un ratito y luego me pasó el carné de conducir—: Si alguna vez me necesitas, llámame.

—No pienso hacerlo —le dije.

Me miró con los ojos entornados:

—¿Piensas vender seguros, como el canijo?

—Ni hablar.

—¿Entonces?

—Pienso volver a la escuela —le dije, y me di cuenta de que lo pensaba realmente.

Yefim alzó las cejas y asintió:

—Buena idea. Esta vida ya no es para ti.

—No.

—Estás mayor.

—Cierto.

—Tienes una hija, una mujer.

—Exacto.

—Estás mayor.

—Eso ya lo has dicho.

Me mostró la cruz:

—Bonita, ¿eh? Yo creo que se vuelve más hermosa cada vez que alguien muere por ella.

Señalé la inscripción en latín de la parte inferior:

—¿Y eso qué significa?

—¿Tú qué crees?

—Algo acerca del cielo o el paraíso. Quizás incluso del Edén. No lo sé.

Yefim miró los cadáveres que había en el sofá y en el suelo, junto a sus pies. Se echó a reír:

—Te va a gustar, tío. Quiere decir: «El lugar del cráneo se ha convertido en el paraíso».

—¿Y eso qué significa?

—Siempre pensé que morirse no es la muerte. ¿Dónde le ves el cráneo a ese tío? Ya está en el paraíso. Eternamente, amigo mío —se rascó la sien con la punta del cañón y suspiró—. ¿Tienes un Blu-Ray?

—¿Qué?

—Que si tienes un reproductor de Blu-Ray.

—No.

—Tú estás loco, macho. Pavel, explícaselo.

Y Pavel dijo:

—Las películas solo se ven de verdad en Blu-Ray. Es cosa de los píxeles. Una definición acojonante. Sonido Dolby. Te cambia la vida, tío.

Yefim señaló con los brazos las cajas almacenadas por encima del cadáver de Kirill:

—Yo prefiero el de Sony, pero Pavel bebe los vientos por el de JVC. Llévate uno de cada. Pruébalos con tu mujer y tu hija y luego dime cuál te gusta más, ¿vale?

—Por supuesto.

—¿Quieres la Play Station 3?

—No, ya está bien.

—¿iPod?

—Tengo un par, gracias.

—¿Y qué me dices de un Kindle, amigo mío?

—No hace falta.

—¿Seguro?

—Seguro.

Negó con la cabeza varias veces:

—No puedo regalar todas esas mierdas…

Le ofrecí la mano buena:

—Cuídate, Yefim.

Me dio unas palmadas en los hombros y me besó en ambas mejillas. Seguía oliendo a jamón y vinagre. Me dio un abrazo, acompañado de unos puñetazos cariñosos en la espalda. Finalmente, me estrechó la mano.

—Cuídate tú también, amigo mío, mamarracho.