—Así que os cargasteis a un ruso llamado Tibor para conseguir la Cruz de Bielorrusia…
—No —dijo Dre.
—¿No lo matasteis?
—Bueno, sí, pero no fue para quitarle la Cruz de Bielorrusia. No sabíamos una mierda de esa cruz hasta que abrimos el maletín.
—¿Qué maletín? —Angie estaba sentada al extremo del sofá.
—El que Tibor llevaba esposado a la muñeca.
Me quedé mirándolo:
—¿De qué coño estás hablando?
Dre empuñó la petaca, pero se la volvió a guardar en el bolsillo sin beber. En vez de eso, se puso a jugar con un llavero, haciendo bailar las llaves de manera ausente en torno a una chapa de plástico con una foto de Claire:
—¿Habéis oído hablar de Zippo?
—El novio de Sophie —dijo Angie.
—Exacto. ¿Os habéis dado cuenta de que hace un tiempo que nadie lo ve?
—Nos ha llamado la atención, sí.
Se reclinó en el sofá como si estuviera en la consulta de un psiquiatra. Se puso la cadena del llavero sobre la cabeza, con lo que la foto de Claire subía y bajaba por encima de su rostro, proyectando una sombra sobre la nariz.
—Hay un viejo almacén de cosas de cine en Brighton, justo al lado del Mass Pike. Si entras ahí, verás que hay toda una planta dedicada a carteles de películas, la mitad de los cuales son de esos europeos tan grandes. La segunda planta es de disfraces y atrezo; si quieres el título de Filosofía de la Universidad de Nueva York que tenía en la pared Patrick Swayze en Roadhouse, ahí lo encontrarás, no en Los Ángeles. Los rusos tienen ahí todo tipo de rarezas: la placa de Sharon Stone en Rápida y mortal, uno de los disfraces peludos de Big Foot en Big Foot y los Henderson. También tienen una tercera planta a la que no va nadie porque ahí es donde se encuentran las salas de parto y postparto —meneó los dedos—. No hay que olvidar que yo soy médico y que esos niños no pueden pasar por un hospital. En cuanto entran en el sistema, son fáciles de detectar. Así pues, los traemos al mundo en un almacén de parafernalia cinematográfica de Brighton y suelen abandonar la ciudad en avión al cabo de tres días. En algunos casos especiales, salen del almacén en cuanto se les corta el cordón umbilical.
—Que es lo que pasó con Claire —dijo Angie, inclinándose hacia delante y apoyando la barbilla en la mano.
Dre levantó un dedo:
—Que es lo que se suponía que pasaría con Claire. Pero en la sala de partos no estábamos únicamente Sophie y yo. También estaban Amanda y Zippo, cosa a la que yo me había opuesto con vehemencia. Ya iba a ser lo bastante duro entregar al bebé sin haberlo visto nacer, pero Amanda hizo lo que quiso, como de costumbre. Y ahí estábamos todos cuando Sophie dio a luz —suspiró—. Fue un parto increíble. Facilísimo. A veces pasa cuando la madre es muy joven. En general, no, pero a veces… —se encogió de hombros—. Esa fue una de esas veces. Conclusión, que estamos todos allí pasándonos a la cría de mano en mano, riendo, llorando y abrazándonos —hasta llegué a abrazar a Zippo, aunque no podía soportarlo—, cuando se abre la puerta y aparece Tibor. El tal Tibor era un gigante, una especie de niño de Chernóbil calvo y con enormes orejas al que solo podría querer una madre ciega. No lo digo en broma, que conste, nació literalmente en Chernóbil a mediados de los ochenta. Un pedazo de mutante ese Tibor. Además de un borracho adicto al crack. Una alhaja. Está ahí para recoger al bebé. Llega antes de tiempo, va puesto hasta las cejas y lleva un maletín esposado a la muñeca.
Ahora empezaba a entenderlo: cinco personas entran en una habitación, mueren dos, pero salen cuatro.
—Deduzco que Tibor no estaba para negativas.
—¿Negativas? —Dre se incorporó y se metió el llavero en el bolsillo—. Tibor entra en el cuarto, dice «me llevo al bebé» y se dispone a cortar el cordón umbilical. Juro por Dios que nunca había visto algo igual. Agarra las tijeras quirúrgicas y viene con ellas hacia mí. Yo estoy sosteniendo al bebé, acabamos todos de reír y de llorar y de darnos abrazos, y ahí tenemos al mutante de Chernóbil que se me acerca con unas tijeras. Las lleva abiertas y va directo al cordón umbilical, con un ojo cerrado porque está tan hecho mierda que ve doble, y entonces es cuando Zippo se le tira encima y le raja el cuello con un bisturí. De oreja a oreja —se cubrió el rostro con las manos por un instante—. Era lo peor que había visto en mi vida, y eso que hice las prácticas en Gary, Indiana.
Llevaba un rato sin escuchar nada en el dormitorio. Me levanté.
Dre no se dio ni cuenta:
—Y ahora viene lo mejor. Tibor, el Mutante de Chernóbil, pese a tener la garganta rajada, se quita de encima a Zippo y, en cuanto este llega al suelo, le dispara tres veces en el pecho.
Me quedé junto a la puerta del dormitorio, escuchando.
—Así que ahora tenemos a ese fenómeno de feria con la raja de oreja a oreja apuntándonos con una pistola. Parece que la vamos a diñar todos, ¿verdad? Pero entonces se le ponen los ojos en blanco, se desploma y llega muerto al suelo.
Llamé discretamente a la puerta del dormitorio.
—Al principio no sabemos qué hacer, pero enseguida nos damos cuenta de que hagamos lo que hagamos, lo más probable es que nos liquiden. Kirill quería mucho a Tibor. Lo trataba como a su perro favorito. Lo cual, si lo piensas un poco, es lo que era.
Volví a llamar suavemente. Empuñé el pomo de la puerta. Estaba abierta. La empujé y me asomé a un cuarto vacío. Sin bebé. Sin Amanda.
Miré a Dre, que no pareció sorprendido:
—¿Se ha largado?
—Pues sí —repuse—. Se ha largado.
—Lo hace constantemente —le dijo a Angie.
Estábamos en la parte de atrás de la casa, contemplando un pequeño patio y un sendero de grava que corría a lo largo del extremo de ese patio, en bajada, hasta acabar en un estrecho callejón de tierra. Al final de ese callejón había otro patio, mucho más grande, y una mansión victoriana de color blanco.
—Así que teníais otro coche aquí atrás —dije.
—Vosotros sois los investigadores privados. ¿No se supone que tenéis que controlar esas cosas? —Dre aspiró el aire puro de la montaña—. Es un utilitario.
—¿Qué?
—El coche de Amanda. Un Honda pequeñito. Le quitó el freno de mano y se deslizó por el callejón, a la derecha —señaló hacia allí—. Llegó a la carretera en cosa de diez segundos, digo yo, y luego puso el motor en marcha, metió la primera —silbó a través de los dientes de abajo—. Y carretera y manta.
—Mira qué bien —le dije.
—Lo hace constantemente, ya os lo he dicho. Es como un conejo. Cuando algo le molesta, se da a la fuga. Volverá.
—¿Y si no vuelve? —pregunté.
—¿Y adónde va a ir?
—Es la Gran Impostora Adolescente. Puede ir a donde se le antoje.
Dre levantó un dedo índice:
—Correcto. Pero no lo hará. Durante todo el tiempo que llevamos huyendo, le he estado hablando de países extranjeros, de islas… Pero ella no pica. Aquí es donde fue feliz tiempo atrás y aquí es donde quiere quedarse.
—Es un sentimiento muy bonito —dijo Angie—, pero nadie se pone tan sentimental cuando su vida corre peligro, y tengo la impresión de que Amanda no es una persona especialmente sentimental.
Dre alzó las manos al cielo:
—Pero así están las cosas —se abrazó a sí mismo—. Tengo frío. Me voy adentro.
Y lo hizo. Empecé a seguirle, pero Angie me dijo:
—Espera un momento.
Encendió un cigarrillo con manos temblorosas:
—¿Yefim amenazó a nuestra hija?
—Es lo que suelen hacer para asustarte.
—Pero lo hizo, ¿no?
Al cabo de un instante, asentí.
—Pues ha funcionado. Estoy asustada —le dio unas rápidas caladas al cigarrillo, sin mirarme—. Le diste tu palabra a Beatrice de que encontrarías a Amanda y la llevarías a casa. Y tú, cariño, eres de los que se partirían por la mitad antes de faltar a tu palabra, lo cual es, probablemente, lo que más me gusta de ti. Lo sabes, ¿no?
—Lo sé.
—¿Y sabes lo mucho que te quiero?
Asentí:
—Por supuesto. Y me afecta más de lo que tú piensas, créeme.
—Continuemos —me dedicó una sonrisa temblorosa y le dio otra temblorosa calada a su tembloroso cigarrillo—. El caso es que tienes que hacer honor a tu palabra. Yo no aceptaría otra cosa.
Veía dónde quería ir a parar:
—No tienes por qué hacerlo.
—Exacto. Lo que importa es a quién le das tu palabra —sonrió.
—¿Sabes cómo me ponen las citas de Grupo salvaje?
Sonrió de nuevo, pero no tardó en adoptar un aire de seriedad y preocupación.
—Esa gente me importa un rábano —dijo—. Vamos a ver, ¿tú has oído esa historia? El zurullo ese no es un simple zurullo, sino un zurullo monstruoso. Vende bebés. Si hubiera justicia en este mundo, lo estarían violando en la cárcel, no estaría tan tranquilo sentado en el confortable salón de un pueblecito muy mono. ¿Y ahora mi hija está en peligro? ¿Por gente así? —señaló la casa—. A mí no me parece que haya mucho equilibrio entre el riesgo y la recompensa.
—Ya lo sé.
—Y sabiendo que ellos saben que Gabby está en Savannah, te aseguro que esta noche la niña no va a dormir sin su madre.
Le dije que ya había alertado a Bubba y que este me había hablado de los refuerzos que se había llevado al sur, pero eso no pareció tranquilizarla en absoluto.
—Está muy bien —dijo—. Claro que sí. Bubba moriría para protegerla. No lo dudo. Pero, cariño, yo soy su madre. Y necesito verla. Esta noche. Cueste lo que cueste.
—Lo cual es lo que más me gusta de ti —le cogí la mano libre—. Tú eres su mamá. Y ella necesita a mamá.
Me abrazó y nos besamos en tan frío ambiente, que hacía aún más cálido el suave calor de su lengua.
Cuando separamos nuestros labios, me dijo:
—Hay una estación de autobuses en Lenox.
Negué con la cabeza:
—No digas tonterías. Coge el Jeep y conduce como lo haría yo. Deja el coche en el aparcamiento del aeropuerto. Si lo necesito, iré a buscarlo.
—¿Cómo llegarás a casa?
Le puse la mano en la mejilla por un instante, pensando en la suerte monumental que había tenido al conocerla, casarme con ella y tener juntos una hija:
—¿Alguna vez, en toda tu vida, has visto que tuviera yo algún problema para llegar a donde necesito llegar?
—Eres un genio de la autosuficiencia —meneó la cabeza mientras le empezaban a brotar las lágrimas—. Pero mi hija y yo te estamos superando en eso, ¿sabes?
—Oh, ya me he dado cuenta.
—¿De verdad?
—De verdad.
Su abrazo era brutal, y sus manos se me agarraban al cuello y a la nuca como si fueran lo único que la separaba de ahogarse en el Atlántico.
Caminamos por la parte delantera de la casa en dirección al Jeep. Le pasé las llaves. Subió al coche e intercambiamos otro minuto de afecto inapropiado en público antes de que yo me apartara de la ventanilla del conductor.
Angie puso en marcha el Jeep y me miró por la ventanilla:
—¿Cómo pueden encontrar a nuestra hija en Georgia pero no saben dar con una chica de dieciséis años en Massachusetts?
—Buena pregunta.
—Una chica de dieciséis años que se pasea con un bebé por una población de, en el mejor de los casos, ¿dos mil personas?
—A veces lo mejor es esconderse a plena luz del día.
—Pero a veces si algo apesta es porque está podrido, cariño.
Asentí.
Me envió un beso.
—En cuanto veas a nuestra hija —le dije—, envíame una foto suya.
—Me encantará —le echó un vistazo a la casa—. No sé cómo he podido dedicarme a esto durante quince años. Y no sé cómo tú puedes seguir haciéndolo.
—No pienso en ello.
Me sonrió:
—Anda que no.
Volví a entrar en la casa y me encontré a Dre tirado en el sofá, viendo un programa de televisión en el que unas chicas hablaban del cambio climático con Al Gore. La rubia tonta, con pómulos a lo campo de concentración, le pedía a Gore que le explicara un estudio que ella había leído en el que se relacionaba el cambio climático con la flatulencia vacuna. Al sonrió y puso cara de preferir que le sometieran a una colonoscopia allí mismo. Me vibró el móvil: una vez más, el número de marras.
—Es Yefim —dije.
Dre se incorporó:
—La tengo.
—¿Qué?
—La cruz —sonrió como un chiquillo. Metió la mano por el cuello del jersey y debajo de la camiseta. Tiró del cordel de cuero del que colgaba del cuello. Era una cruz, gruesa y negra—. La tengo, tío. Dile a Yefim…
Le hice un gesto con el dedo y me puse al teléfono.
—Hola, Patrick, mamarracho.
Sonreí.
—Hola, Yefim.
—¿Te gusta? Te he llamado «mamarracho».
—Me encanta.
—¿Tienes mi cruz, tío?
Colgaba sobre el pecho de Dre. Era negra y del tamaño de mi mano.
—Tengo tu cruz.
Dre me saludó blandiendo los pulgares y con otra sonrisita idiota.
—Pues nos vemos. Vete a Great Woods.
—¿Qué?
—Great Woods, tío. El Centro Tweeter. Oh, espera —le oí colocar la mano sobre el teléfono y dirigirse a alguien—. Me han dicho que ya no se llama ni Great Woods ni Centro Tweeter. Se llama… ¿cómo? Espera un momento, Patrick.
—El Centro Comcast —dije.
—Se llama el Centro Comcast —me dijo Yefim—. Ya lo sabías, ¿no?
—Ya lo sabía. Y ahora está cerrado. Fuera de temporada.
—Motivo por el cual nadie aparecerá a molestarnos, macho. Ve a la puerta este. Ya encontrarás una manera de entrar. Nos vemos junto al escenario principal.
—¿Cuándo?
—En cuatro horas. Trae la cruz.
—Y tú a Sophie.
—¿Me traes el bebé también?
—Por el momento, lo único que tengo es la cruz.
—Vaya mierda de trato, macho.
—Es el único que tengo si quieres que esa cruz esté en casa de Kirill el sábado por la noche.
—Pues tráete al médico.
Le eché un vistazo a Dre, que miró fijamente, con los ojos como platos y una euforia infantil que supuse de origen farmacéutico.
—¿Y quién te dice que sé dónde está?
Yefim suspiró:
—Eres demasiado listo para no saber que sabemos más de lo que decimos que sabemos.
Me llevó un segundo entender esa frase:
—¿Sabemos? ¿Quiénes?
—Yo —repuso—. Pavel. Nosotros. Formas parte de algo, amigo mío, algo que se supone que aún no tienes que entender.
—¿De verdad?
—Como te lo digo. Yo juego a lo que ella dice y tú juegas a lo que digo yo. Tráete al médico.
—¿Por qué?
—Quiero darle un mensaje en persona.
—Hum —dije—. No sé si me gusta.
—Tranquilo, macho, no voy a hacerle daño. Lo necesito. Solo quiero decirle personalmente lo mucho que me gustaría que volviera al trabajo. Tú tráetelo.
—Se lo consultaré.
—Vale —dijo Yefim—. Nos vemos.
Y colgó.
Dre devolvió la cruz a su escondrijo bajo el jersey, pero no antes de que yo pudiera echarle un vistazo. Si la hubiera visto en una tienda de antigüedades, la habría tasado en cincuenta dólares e iba que chutaba. Era de ónice negro y de un estilo ruso ortodoxo, con inscripciones en latín talladas en los extremos superior e inferior. En el centro había el dibujo de otra cruz junto a una lanza y una esponja, todo ello sobre una pequeña loma que supuse que pretendía representar el Gólgota.
—No parece ser tan valiosa como para que tanta gente haya muerto por ella a lo largo de los tiempos, ¿verdad? —comentó Dre antes de volver a ocultarla.
—Como la mayoría de las cosas por las que la gente se mata.
—¡Por los capullos que se matan entre sí! —hizo como que brindaba.
Extendí la mano:
—¿Por qué no me la das?
Me dedicó una sonrisa llena de dientes:
—Que te jodan.
—Lo digo en serio.
—Yo también —me miró con asco.
—En serio —insistí—. Yo me la llevo y hago el intercambio. No hace falta que te juegues el pellejo con esa gentuza. No es lo tuyo, Dre.
Una nueva sonrisa, más amplia aún:
—Puede que la gente se trague lo de que eres un buen chaval y todas esas chorradas, pero eres igual que todo el mundo. ¿Que se te presenta la oportunidad de echarle el guante a esto? A este artefacto que vale…, yo qué sé… ¿Lo mismo que un Van Gogh? Pues te creerás que haces lo correcto, pero al final saldrás pitando en busca de alguien al que vendérselo.
—¿Y por qué no lo haces tú?
—¿Qué?
—Robar la cruz y venderla.
—Porque no conozco a nadie, tío. Soy un jugador empedernido inflado a pastillas. No soy el puto Val Kilmer en Heat. La primera persona a la que le pidiese ayuda para mover la cruz me pegaría un tiro en la nuca en cuanto le diera la espalda. Pero tú, tú conoces gente, estoy seguro, gente del hampa en la que puedes confiar. Si pudieras, ya estarías a medio camino de México con la cruz.
—¡Ah!, vale.
—Tu displicencia no me engaña.
—Parece que no —le dije—. Maldita sea. Déjame que te pregunte una cosa: ¿cómo es que Yefim parece saberlo todo de nosotros, pero no acaba de encontrarnos?
—¿Qué es lo que sabe de nosotros?
—Sabe que estamos juntos. Incluso dejó caer que este juego es cosa de Amanda, que es la que nos ha metido a todos en él…
—¿Acaso lo dudabas?
Una hora después, nos pusimos en camino hacia el Centro Comcast de Great Woods, en Mansfield. Mientras caminábamos hasta el Saab de Dre, el hombre extrajo la llave del llavero y me la pasó.
—Es tu coche —le dije.
—Dado mi abuso de ciertas sustancias, ¿de verdad quieres que me ponga al volante?
Conduje yo. Dre se sentó a mi lado y se puso a mirar por la ventanilla con aire soñador.
—No solo le has dado a la priva, ¿verdad? —le pregunté.
Giró la cabeza:
—Bueno, también me he tomado un par de Xanax…
Volvió a mirar por la ventanilla.
—¿Un par? ¿No serán tres?
—Bueno, sí, tres. Y un Paxil.
—O sea, que tú, para lidiar con la mafia rusa, le das a las pastillas y al alcohol.
—De momento funcionan —dijo, y se puso la foto de Claire que llevaba en el llavero ante los ojos borrosos.
—¿Por qué cojones tienes una foto de la niña? —le pregunté.
Me echó un vistazo.
—Porque la quiero, tío.
—¿De verdad?
Se encogió de hombros:
—O algo parecido.
Medio minuto después, ya estaba roncando.
Cuando se plantea cualquier trueque ilegal, es muy raro que el que tiene la sartén por el mango no decida cambiar a última hora el punto de encuentro. Es algo que suele alejar la posibilidad de que la policía te eche el guante porque es muy complicado improvisar la instalación de micrófonos y porque los equipos de agentes federales vestidos de negro y con micros de percha, bolsas para la grabadora y telescopios de rayos infrarrojos resultan bastante fáciles de detectar en un espacio abierto.
Así pues, supuse que Yefim llamaría para cambiar de sitio en el último minuto, pero aun así quería echarle un vistazo al lugar por si no me lo cambiaba. Había estado, como mínimo, dos docenas de veces en el Centro Comcast. Era un anfiteatro al aire libre incrustado en los bosques de Mansfield, Massachusetts. Ahí había visto a Bowie haciendo de telonero de Nine Inch Nails. Había visto a Springsteen y a Radiohead. Un año atrás, vi a The National de teloneros de Green Day y pensé que estaba muerto y había ido a parar al paraíso del rock alternativo. Es decir, que me conocía el sitio bastante bien. El anfiteatro era como un gran tazón con una larga pendiente que llegaba hasta otras cuestas más anchas que se iban curvando en remolinos no muy empinados, por lo que si seguías caminando en círculo en la misma dirección, acababas por llegar al anfiteatro. Y si caminabas en círculo en la dirección opuesta, acababas llegando al aparcamiento. En esas lomas es donde instalaban los puestos de camisetas, junto a los de cerveza, pastas, caramelos y perritos calientes de casi medio metro.
Dre y yo deambulamos por allí mientras una dubitativa nieve empezaba a caer en la penumbra. Los copos resaltaban en el aire que se oscurecía cual luciérnagas, y acto seguido se fundían en contacto con aquello que rozaran: un puesto de madera, el suelo, mi nariz. En uno de esos puestos de madera, cerca de una entrada de torniquete, miré a derecha e izquierda y me di cuenta de que Dre ya no estaba conmigo. Di media vuelta, subí a una de las lomas y bajé por otra, siguiendo mis tenues pisadas previas sobre el pavimento humedecido. Vi dónde acababan las suyas y seguí la última que distinguí como si fuera una flecha. Estaba dejando atrás la zona VIP, en dirección al escenario, cuando sonó el teléfono.
—¿Sí?
Era Amanda:
—¿Dónde estáis?
—Yo te podría preguntar lo mismo.
—Mi posición no tiene la menor importancia ahora. Me acaban de llamar para decir que han cambiado el sitio de vuestra reunión. Y por cierto, ¿de qué va esa reunión?
—Estamos en el Centro Comcast. ¿Quién ha llamado?
—Un tío con fuerte acento ruso. ¿Alguna otra pregunta idiota? Dijo que Yefim tiene problemas para llamarte al móvil.
—¿Cómo saben tu número los rusos?
—¿Cómo supieron el tuyo?
Para eso no tenía respuesta.
—Han cambiado la reunión a una estación de tren —dijo.
—¿Cuál?
—La de Dodgeville.
—¿Dodgeville? —repetí. Recordaba vagamente ese nombre de haberlo visto en ciertos paquetes cuando me dedicaba a cargar camiones en la universidad, pero era incapaz de señalarlo en un mapa—. ¿Dónde coño está eso?
—Según el mapa que estoy mirando, hay que ir a la 152 y dirigirse al sur. No está lejos. Me dijeron que solo podía salir del coche uno de vosotros con la cruz. O sea, que tenéis la cruz.
—La tiene Dre, sí.
—Dijeron que o llevabais la cruz o se cargan a Sophie en vuestra presencia. Y luego os matarán.
—¿Dónde…?
Había colgado.
Llegué al final del pasillo y encontré a Dre sentado en el extremo del escenario, contemplando los asientos.
—Nos han cambiado el punto de encuentro.
No pareció sorprenderle la noticia:
—Tú ya lo habías previsto.
Me encogí de hombros.
—Debe ser estupendo —dijo—. Lo de tener siempre razón.
—¿Esa es la impresión que te doy?
Me miró fijamente:
—La gente como tú vais de un sobrado que…
—No me eches la culpa de que tu vida sea una mierda. Yo a ti no te juzgo por ello.
—¿Y por qué me juzgas, entonces?
—Por intentar tirarte a una cría de dieciséis años.
—En muchas culturas, se considera normal.
—Entonces trasládate a una de esas culturas. Aquí significa que eres un tío asqueroso. ¿Que no te gustas? No es culpa mía. ¿Que no te gusta cómo te ha ido en la vida? Bienvenido al club.
Contempló el patio de butacas, súbitamente animado:
—En el grupo que tenía en el instituto, yo tocaba el bajo de la hostia.
Intenté no perdonarle la vida.
—Hay que ver la de cosas que podríamos haber sido —prosiguió—. ¿Sabes? Pero hay que elegir un camino, y lo eliges y acabas saliendo de la facultad de medicina convencido de una sola cosa: de que vas a ser un médico del montón. ¿Y cómo aceptas tu propia mediocridad? ¿Cómo aceptas que en todas las carreras del resto de tu vida siempre llegarás de los últimos?
Me apoyé en el escenario, junto a él, y no abrí la boca. Era una vista estupenda: todos esos asientos… Más allá, la enorme zona para el público en general ascendía hacia el cielo oscuro bajo la suave nieve que caía. Casi todas las noches de julio estaría lleno. Veinte mil personas cantando, bailando y berreando, con los puños apuntando al cielo. ¿Quién no querría subirse al escenario y disfrutar de esa vista?
En cierta medida, aunque poco, Dre me daba pena. Alguien le habría dicho, probablemente su madre, que era especial. Seguramente se lo repitió todos los días de su vida, aunque cada vez resultara más evidente que se trataba de una mentira, por muy bienintencionada que fuese. Y ahora ahí estaba el hombre, con su primera carrera destrozada, la segunda a punto de estarlo y, con toda probabilidad, incapaz de recordar la última vez que consiguió atravesar una jornada sin darle a las drogas.
—¿Sabes por qué nunca tuve el menor escrúpulo cuando vendía bebés?
—No. No lo sé.
—Porque nadie sabe nada —me miró—. ¿Tú te crees que el Estado sabe algo sobre cómo colocar críos? ¿Tú crees que hay alguien que sepa algo al respecto? No sabemos una mierda. Y nos incluyo a todos. Todos aparecemos con el mismo aspecto presentable y esperamos que alguien se crea que somos aquello de lo que vamos vestidos. Unas cuantas décadas así, ¿y qué pasa? Nada. No pasa nada. No aprendemos nada, no cambiamos y luego nos morimos. Y la siguiente generación de impostores ocupa nuestro lugar. Y eso… Eso es todo lo que hay.
Le di una palmada en la espalda:
—Veo un futuro para ti en la autoayuda, Dre. Hay que moverse.
—¿Hacia dónde?
—Hacia la estación ferroviaria de Dodgeville.
Saltó del escenario y me siguió por el pasillo.
—Una pregunta rápida, Patrick.
—¿A saber?
—¿Dónde coño está Dodgeville?