20

Amanda se llevó al bebé a un dormitorio, y durante cosa de un minuto pudimos oírles a ambos, a la niña llorando y a Amanda arrullándola, hasta que esta reapareció cerrando la puerta a su espalda.

—¿Cuándo dejan de llorar? —nos preguntó Dre.

Angie y yo nos echamos a reír.

—Se supone que eres médico.

—Yo solo los reparto. En cuanto abandonan el útero materno, los pierdo de vista.

—¿No estudiaste desarrollo infantil en la facultad?

—Sí, pero ya hace años de eso. Y era una cuestión académica. Ahora la cosa tiene mucha más inmediatez.

Me encogí de hombros:

—Cada crío es distinto. Los hay que empiezan a dormir con regularidad a partir de la quinta o sexta semana.

—¿Y la vuestra?

—Pasaron cuatro meses y medio hasta que se regularizó.

—¿Cuatro meses y medio? ¡Mierda!

—Pues sí —reconoció Angie—, y poco después empezaron a salirle los dientes. Tú te creerás que sabes lo que son los berridos, pero te equivocas. No tienes ni idea. Por no hablar de las infecciones de oído.

Añadí:

—¿Te acuerdas de cuando se le infectaron los dos oídos y además le estaba saliendo un diente?

—Os estáis quedando conmigo —dijo Dre.

Angie y yo le echamos un vistazo y negamos lentamente con la cabeza.

—¿Cómo es que nunca se portan así en la tele ni en el cine? —preguntó.

—Porque siempre desaparecen cuando los personajes principales no los necesitan.

—La otra noche estaba viendo un programa, ¿no? El padre es un agente del FBI, la madre es cirujana y tienen un crío de… no sé… ¿seis años? Hay un episodio que empieza que están de vacaciones, sin el niño. Y yo pienso, pues vale, debe de estar con la señora que lo cuida, pero en la siguiente secuencia, la señora en cuestión sale haciendo doblete en el hospital de la madre. ¿Y el crío? Pues supongo que al volante del coche, en busca de chuches. Corriendo como un poseso por la autopista.

—Es la lógica que rige en Hollywood —dijo Angie—, de la misma manera que en las películas siempre hay una plaza de aparcamiento justo delante de hospitales y ayuntamientos.

—¿Y a ti qué más te da? —le pregunté a Dre—. La niña no es tuya.

—Ya, pero…

—Pero ¿qué? Mira, ahora que ya hemos superado la fase de si el bebé es tuyo o no lo es, dime una cosa: ¿te acuestas con Amanda?

Se echó hacia atrás y colocó el tobillo derecho sobre la rodilla izquierda:

—¿Y si así fuera?

—Ya hemos pasado por ahí. Te pregunto si lo estás haciendo o no.

—¿Y a ti qué más…?

—No creo que seas su tipo, colega.

—Tiene diecisiete…

—Dieciséis.

—Cumple diecisiete la semana que viene.

—En ese caso, diré que tiene diecisiete la semana que viene.

—Lo que quiero decir es…, ¿cuál podría ser su tipo a esa edad?

—Y lo que yo quiero decir es que tú no puedes serlo —extendí las manos—. Lo siento, tío, pero no lo veo. Me doy cuenta de cómo la miras y… sí, veo a un tío que espera con ansia ese decimoséptimo cumpleaños para que su conciencia deje de atormentarle. Pero no veo nada parecido cuando ella te mira a ti.

—Las personas cambian.

—Cierto —le dijo Angie—, pero la atracción no.

—¡Joder! —dijo, y de repente adoptó un aire de rechazo y desamparo—. ¡Joder, tíos!, no sé…, yo qué sé…

—¿Qué es lo que no sabes? —inquirió Angie.

Cuando la miró, Dre tenía el pelo húmedo y sus ojos estaban cubiertos de una película lechosa:

—No sé por qué sigo jodiéndome la vida. La cago cada equis años para tener la certeza absoluta de que nunca disfrutaré de una vida normal. Seguro que mi psiquiatra diría que me apunto a conductas compulsivas y que intento repetir patrones que se remontan al divorcio de mis padres, consiguiendo unos resultados distintos. Y lo entiendo, de verdad, pero yo lo único que quiero es que alguien me diga cómo dejar de cagarla y de hacer el imbécil. ¿Sabéis cómo acabé perdiendo la licencia médica y debiendo dinero a los rusos?

Negamos con la cabeza.

—¿Drogas? —supuse.

—Más o menos. Yo no era adicto a nada. No iba de eso. Conocí a una chica, una rusa. Bueno, georgiana. Se llamaba Svetlana. Era… Bueno, era la hostia. Demencial en la cama y fuera de la cama. Tan guapa que hacía daño mirarla. Y ella… —dejó caer el pie derecho en el suelo y se quedó mirándolo—. Un día me pidió que le hiciera una receta para Dilaudid. Y yo le dije, ni hablar. Le hablé del juramento hipocrático, de los estatutos de Massachusetts, que prohíben a los médicos recetar cosas que no sean para enfermedades debidamente diagnosticadas y bla, bla, bla. Resumiendo, que lo consigue en menos de una semana. ¿Cómo? Pues no lo sé. Porque soy un pusilánime, por lo que sea. Pero se me impone. Al cabo de tres semanas, ya le estoy extendiendo recetas para el Oxy-Con y para el puto Fentanyl, ¡joder!, y para cualquier cosa que me pida. Cuando empieza a cantar tanto papeleo, me pongo a trincar las pastillas de la farmacia del hospital. Hasta me hice con un trabajo extra en el Faulkner para poder pillar también de allí. Yo no lo sabía, pero a esas alturas ya me estaban investigando. Svetlana, Dios la bendiga, se dio cuenta de lo mucho que me gustaba jugar al black-jack en Foxwoods, las dos veces que fuimos, así que no paró hasta hacerme adicto al juego en Allston. La timba tenía lugar en la trastienda de una pastelería ucraniana. La primera vez que jugué, arrasé. Había tíos simpáticos y unas mujeres de bandera por ahí, todos bien puestos, probablemente, de mi material. La siguiente vez, vuelvo a ganar. Mucho menos, pero gano. Para cuando empiezo a perder, todos se muestran de lo más amables: aceptarán más Oxy-Con en vez de dinero, lo cual ya me está bien porque Svetlana me ha dejado a dos velas. Me pasan la lista de la compra: Vicodin HP, Palladone, Fentora, Actiq, el asqueroso Percodan de toda la vida, lo que se os ocurra. Cuando el Colegio de médicos se encarga de que me detengan y me empapelen, ya le debo veintiséis de los grandes a la chusma de Kirill. Pero veintiséis de los grandes es calderilla si lo comparas con lo que se me viene encima. Porque a no ser que quiera chuparme entre tres y seis años en el talego, tengo que conseguir dinero para financiarme unos buenos abogados. Ponle otros doscientos cincuenta de los grandes para pagar a esos buitres, pero algo es algo, solo me quitan la licencia, no me envían al trullo y no encuentran pruebas de delito alguno. Un par de semanas después, Kirill se me acerca en uno de sus restaurantes y me dice que lo de que «no encuentran pruebas de delito alguno» ha sido cosa suya. Y eso cuesta otro cuarto de millón. Yo no puedo probar que él no movió un dedo con el juez, y aunque pudiera, si Kirill Borzakov insiste en que le debes quinientos veintiséis mil dólares, ¿cuánto le debes en realidad?

—Quinientos veintiséis mil dólares —repuse.

—Exacto.

Me vibró el móvil, lo saqué del bolsillo, miré la pantalla y vi un número que no me sonaba de nada. Lo volví a guardar.

—No pasó mucho tiempo hasta que uno de los muchachos de Kirill, Pavel, creo que ya lo conoces, aparece para decirme que debería solicitar una plaza en el Departamento de Niños y Familias. Resulta que ya tienen dentro a un tío que está pagando su propia deuda. Así que hago la solicitud, el tío mangonea las cosas y me dan ese trabajo para el que tan cualificado estoy. Al cabo de unas semanas, justo después de que una chica embarazada de catorce años y de lo más guapa salga de mi despacho, suena el teléfono y me dicen que tengo que hacerle una oferta.

—¿Y tú qué sacas de cada bebé? —le preguntó Angie con un tono cargado de desprecio.

—Mil dólares menos de deuda.

—O sea, que para liberarte necesitas entregarles quinientos veintiséis bebés.

Dre puso cara de resignación.

—¿Cuánto te falta?

—Bastante.

El teléfono volvió a vibrar. Lo miré. El mismo número. Me lo metí de nuevo en el bolsillo.

Dijo mi mujer:

—¿Eres consciente de que aunque les dieras quinientos veintiséis bebés para vender en el mercado negro…?

—¿Nunca me soltarán? —terminó Dre la frase.

—Por supuesto.

El móvil vibró por tercera vez. Tenía un mensaje de texto. Abrí el teléfono:

¡Eh, tío!, contesta el puto teléfono. Tuyo afectísimo, Yefim.

Dre le dio otro tiento a la petaca y me dijo:

—Pareces una cría de quince años con lo del móvil.

—Ya sé que sabes mucho de ese tema.

Me volvió a sonar el teléfono. Me levanté del sofá y eché a andar hacia el porche. Amanda tenía razón: desde ahí se podía oír el gorgoteo del arroyo.

—¿Sí?

—Hola, amigo mío. ¿Qué has hecho con el Hummer?

—Me lo llevé hasta el estadio y ahí lo dejé.

—Ja. Eso está bien. Igual un día de estos veo a Hamilton conduciéndolo.

Sonreí, a mi pesar.

—¿Qué pasa, Yefim?

—¿Dónde andas, amigo mío?

—Por ahí. ¿Por qué?

—Pensé que igual podríamos hablar. Que igual nos podríamos echar una manita mutuamente.

—¿Cómo has conseguido mi número de móvil?

Soltó una risotada: larga y profunda.

—¿Tú sabes qué día es hoy?

—Jueves.

—Pues sí, amigo mío, jueves. Y el viernes es el gran día.

—Porque querías que Kenny y Helene te encontraran algo para el viernes.

Pude oír el gruñido al otro lado de la línea:

—Esos dos no encontrarían agua en el mar, compadre. Pero ¿tú? Te miré a los ojos después de dispararle a ese coche para maricas y vi que estabas asustado —serías un cabrón de lo más frío de no ser así—, pero también detecté cierta curiosidad. Estabas ahí sentado y pensando: si ese chiflado moldavo no aprieta el gatillo, tengo que averiguar por qué coño me apunta. Lo vi en tus ojos, tío. Lo vi. Tú eres de esa clase.

—¿Ah, sí? ¿Qué clase?

—La de los que muerden y no sueltan. ¿Qué es eso que dicen sobre el tamaño de un perro?

—Lo importante no es el tamaño del perro en la pelea, sino…

—… el tamaño de la pelea en el perro pequeño. ¿No?

—Algo así.

—Así pues, intuyo que ya sabes dónde está la loca de Amanda.

—¿Qué te hace pensar que está loca?

—Que nos ha robado. Eso la convierte en una puta cabra, tío. Y si no sabes dónde está, me apuesto un saco de ratones a que te falta poco.

—¿Un saco de ratones?

—Es una vieja expresión moldava.

—¡Ah!

—A ver, amigo, ¿dónde está?

—Déjame antes que te haga una pregunta.

—Dispara.

—¿Qué tiene ella que tanto os pueda interesar?

—¿Me estás tomando el pelo, macho?

—No.

—¿Te estás burlando de Yefim?

—Te aseguro que no.

—Entonces, ¿por qué preguntas semejante chorrada? Ya sabes lo que queremos.

—Te juro que no lo sé. Sé que queréis a Amanda y sé…

—No queremos a Amanda, tío. Queremos lo que se llevó. Kirill lo está encajando muy mal, macho. Se le ve incapaz de encontrar a una chiquilla que le robó algo que le pertenecía. ¿Y sabes cómo se toman eso los chechenos de la esquina? Se están empezando a tronchar de él, tío. Lo más probable es que nos tengamos que cargar a algunos para que dejen de reírse, para no tener que seguir viéndoles esos putos dientes podridos que tienen.

—Entonces, ¿qué es lo…?

—¡La puta cría! ¡Y la puta cruz! Necesito ambas cosas. Si ese capullo de médico yonqui y fullero vuelve al trabajo y me consigue otro bebé, se lo daré a Kirill, que no va a notar la diferencia. Pero como no tenga esa cruz y algún bebé para el fin de semana… Aquí va a correr la sangre, macho.

—¿Y me darás a Sophie a cambio?

—No. Los cojones te voy a dar a Sophie. Aquí no estamos haciendo ningún trato. Si Yefim te dice que quiere el bebé y la cruz, tú le llevas el bebé y la cruz. De lo contrario…, ¿sabes esa sopa que venden en los pueblecitos del Mar Negro? Solo se encuentra en esos sitios. Va en una lata roja. Y partes de tu cuerpo pueden acabar dentro de esas latas. Y partes de los de tu familia también, tío.

Nadie dijo nada durante cosa de un minuto. La mano se me había puesto de color rojo oscuro por agarrar el teléfono y el meñique se me había dormido.

—¿Sigues ahí, figura?

—Que te den por culo, Yefim.

Soltó una risita suave y discreta:

—No, tío, yo te daré por culo a ti. A ti, a tu mujer y a tu hijita, la que está en Savannah.

Eché un vistazo a la carretera. El asfalto era muy negro. Hacía juego con los troncos de los árboles situados junto a la iglesia. Las nubes se habían descolgado de las montañas y se mantenían justo encima de los cables telefónicos que se extendían a lo largo del camino. Había humedad en el aire.

—¿Crees que no te vigilamos? —preguntó Yefim—. ¿Te crees que no tenemos amigos en Savannah? Tenemos amigos en todos lados, macho. Y sí, ya sabemos que tienes al majara polaco ese protegiendo a la cría, con lo que igual perdemos a un par de tíos a la hora de pillarlos. Pero no pasa nada: nos hacemos con más gente.

Estaba de pie en el porche, contemplando la carretera. Cuando dije, las palabras me salieron entrecortadas y en un tono más duro de lo previsto:

—Háblame de esa cruz.

—La cruz —dijo Yefim— es la Cruz de Bielorrusia. La cosa se remonta a unos mil años atrás, tío. Hay quien la llama la Cruz de Varangia. Otros se refieren a ella como la Cruz Yaroslav, pero yo siempre la he llamado la Cruz de Bielorrusia. No tiene precio, chaval. El príncipe Yaroslav pagó a los de Varangia con esa cruz para que asesinaran a su hermano Boris durante la guerra de unificación de…, digamos 1010 ó 1011. Pero luego la echaba tanto de menos que, tras convertirse en el líder supremo, envió a unos de Varangia contra los primeros, a que los mataran y recuperasen la cruz. Esa cruz estaba en el bolsillo del zar en 1917 cuando lo colocaron contra aquella pared del sótano y, bang, le volaron los sesos. Trotski la llevaba con él en México cuando le abrieron la cabeza con un piolet. Esa cruz no para de viajar, tío. Ahora resulta que la tiene Kirill y que el sábado quiere fardar de ella en una fiesta. Van a estar ahí todos los peces gordos, tío. Gánsteres de verdad. Y necesita esa cruz.

Finalmente, conseguí dominar mi ira:

—Y tú crees…

—No creo, lo sé. La tiene esa chica. O el puto médico yonqui y ludópata. Por cierto, dile que vuelva al tajo. Dile que lo necesitamos tanto que no le cortaremos un dedo. De la mano. Se lo cortaremos del pie, que son menos necesarios que los otros. Bueno, sí, cojeará un poco. Hay mucha gente que cojea. Consígueme esa cruz, tío, y consígueme ese bebé o…

—No hay trato.

—Te acabo de decir…

—Ya sé lo que me acabas de decir, mamarracho de mierda. ¿Amenazas a mi mujer? ¿Amenazas a mi hija? Como les pase algo o me llame mi amigo para decirme que ha visto a alguno de tus cabrones en el centro comercial… Voy a acabar con toda tu puta organización. Voy a…

Se estaba tronchando de tal manera que tuve que apartarme el móvil de la oreja.

—Vale, vale —dijo finalmente entre unas últimas risitas—. Muy bien, señor Kenzie. Qué gracioso eres, amigo mío. Muy, muy gracioso. ¿Sabes dónde está mi cruz?

—Puede ser. ¿Sabes tú dónde está Sophie?

—Ya no, pero puedo averiguarlo rápido —se rio de nuevo—. ¿De dónde has sacado eso de «mamarracho», tío? Nunca lo había oído.

—No lo sé —dije—. Es un insulto algo anticuado.

—Me gusta. ¿Puedo utilizarlo?

—Tú mismo.

—Le diré a alguien: O me pagas, mamarracho, o… ¡Ja, ja!

—Todo tuyo.

—Yo encuentro a Sophie y tú la cruz. Te llamo luego.

Una última risotada y colgó.

Yo seguía temblando cuando volví a entrar en la casa, con la adrenalina zumbándome en la base del cráneo de tal manera que me estaba dando dolor de cabeza.

—Háblame de la Cruz de Bielorrusia.

Dre parecía haberle dado a la petaca unas cuantas veces más mientras yo estaba en el porche. Angie ocupaba el sillón más cercano al hogar. Por algún motivo, se la veía muy pequeñita, muy perdida. Me miró de una manera que no pude desentrañar, pero que estaba teñida de dolor, incluso de desamparo. Amanda estaba sentada en un extremo del sofá, con un monitor de vídeo para bebés sobre la mesa situada a su lado. Había estado leyendo Last night at the Lobster y lo dejó sobre la mesita de café, abierto, para mirarme.

—¿Con quién hablabas?

—La Cruz de Bielorrusia —insistí.

—¿Estabas hablando con una cruz?

—Amanda…

Se encogió de hombros:

—No tengo ni idea de qué estás diciendo. ¿La qué?

No tenía tiempo para chorradas. Lo cual me dejaba dos opciones: amenazas o promesas.

—Te dejarán conservar a la niña.

Pegó un respingo:

—¿Qué?

—Ya me has oído —señalé con la cabeza a Dre—. Si el genio aquí presente consigue otro bebé de inmediato, te dejarán quedarte con Claire.

Amanda se giró en el sofá, mirando a Dre:

—¿Puedes lograrlo?

—Es posible.

—¡Joder!, Dre —le dijo—. ¿Puedes o no?

—No lo sé. Hay una chica que está a punto de dar a luz. Vamos a ver, podría tratarse de un parto prematuro o de un parto falso. Con el equipo que tengo a mi disposición, la cosa no es una ciencia exacta.

Amanda abrió y cerró la boca. Utilizó ambas manos para echarse el pelo hacia atrás. Lo retorció lentamente para hacerse una cola de caballo, cogió una cinta que había a un lado de la mesa y se la ató.

—Así que has estado hablando con Yefim.

Asentí.

—Y ha sido claro.

—No podría haberlo sido más: dales la cruz y el bebé y se olvidarán de ti.

Amanda se arrebujó, con las rodillas rozándole el pecho y los pies descalzos arañando el cojín del sofá. El cabello que se había apartado del rostro debería haberle dado un aspecto más atento y menos vulnerable, pero había sucedido exactamente lo contrario. Volvía a parecer una niña. Una niña aterrorizada.

—¿Y te lo has creído?

Repuse:

—Creo que él lo creía. En cuanto a si puede pasar de Kirill y de su mujer, eso ya es otra cuestión.

—Todo esto empezó porque Kirill vio una foto de Sophie. Ese es uno de los —bajó la vista al sofá— servicios que ofrece Dre, las fotos. Kirill y Violeta vieron a Sophie y supongo que a ella le recordaba a su hermana pequeña o algo así, por lo que a partir de ese momento quisieron tener al bebé de Sophie y no a ningún otro.

—Es decir, que todo puede ser más complicado de lo que insinúa Yefim.

—Siempre lo es —dijo Amanda—. ¿Qué edad tienes?

Le respondí con una sonrisita.

Amanda miró a Dre, que estaba ahí sentado como un perro que espera a que su ama le diga «al parque» o «a cenar».

—Aunque ese pudiera conseguir otro bebé, ¿no sería igual de grave entregárselo a esos dos perturbados?

Asentí.

—¿Podrías vivir con eso?

Le dije:

—Vine aquí en tu busca y a arrancarles a Sophie de las manos. No he pensado en nada más.

—Qué amable de tu parte.

—Oye, Amanda, la gente que vive en casas de cristal con niños secuestrados no debería arrojar piedras.

—Ya lo sé. Lo que pasa es que tu lógica me recuerda mucho la que me envió de regreso a Helene hace doce años.

—Ahora, esa no es la cuestión. Si algún día quieres discutirlo, estaré encantado de escucharte. Pero ahora mismo lo que necesitamos es conseguirles esa Cruz de Bielorrusia y, a ser posible, convencerles de que les llevaremos otro bebé.

—¿Y si no podemos?

—¿Conseguirles otro bebé?

Asintió.

—No tengo la menor idea, pero lo que sí sé es que la cruz nos ayudará a ganar tiempo. Se supone que debe estar a la vista en casa de Kirill el sábado por la noche. En caso contrario, estoy convencido de que nos matarán a todos, incluyendo a mi familia. Pero si se la llevamos, nos haremos con otro par de días para el tema del crío.

Angie tenía los ojos como platos y me contemplaba airada.

—A mí me suena bien —dijo Dre.

—No me extraña —dijo Amanda. Se volvió hacia mí—. ¿Y si se echan atrás? Lo único que tiene que hacer Yefim es averiguar dónde estoy, y no hay muchos sitios en los que buscar. Tú nos has encontrado en una mañana. ¿Qué le va a impedir hacerse con la cruz y luego aparecer por aquí para agarrar al bebé?

—Lo único que tengo es su palabra de no hacerlo.

—¿Y tú confías en la palabra de un asesino que proviene de la Solntsevskaya Bratva de Moscú?

—Ni siquiera sé lo que es eso —repuse.

—Una banda —me informó—, una hermandad. Como los Crips o los Bloods, pero con disciplina militar y unos contactos que llegan hasta la altura de los conglomerados petrolíferos rusos.

—¡Ah!

—Pues sí. Ahí es donde empezó Yefim. ¿Y tú le crees?

—No —reconocí—. No le creo. Pero ¿qué alternativa tenemos?

Tras un par de conatos de llanto, la niña empezó a berrear a lo bestia. La podíamos oír por el monitor y a través de la puerta. Amanda saltó del sofá y se puso las zapatillas. Se llevó el monitor al dormitorio.

Dre tomó otro trago de su petaca:

—Jodidos rusos.

—¿Por qué no te lo tomas con calma? —le dije.

—Tenías razón —se atizó otro lingotazo—. Antes.

—¿Sobre qué?

Apoyó la cabeza en el sofá, dirigiendo los ojos hacia la puerta del dormitorio.

—Sobre ella. Tengo la impresión de que no le gusto gran cosa.

—¿Y entonces qué hace contigo? —preguntó Angie.

Exhaló el aire hacia sus propios ojos:

—Hasta Amanda, pese a lo espabilada que es, necesita ayuda con un recién nacido. ¿Sabes lo que han sido estas dos primeras semanas? Hay que ir al supermercado cada cinco minutos: pañales, biberones, más pañales, más biberones. La cría se despierta cada noventa minutos, chillando. No duermes mucho ni dispones de tu tiempo.

—Lo que estás diciendo es que Amanda necesitaba un chico de los recados.

Asintió.

—Pero ahora ya controla la situación —soltó una risita amarga—. Cuando la conocí, pensé… esta es mi oportunidad: una chica inocente, sin tocar, sin corromper, de una inteligencia deslumbrante. Vamos a ver, cita a Bernard Shaw, a Stephen Hawking, es tan enrollada que hasta puede citar El jovencito Frankenstein, discutir de física cuántica y sobre la letra de Monkey man la misma noche. Le gusta Rimbaud y Axl Rose, Lucinda Williams y…

—¿Esto va a durar mucho? —le interrumpió Angie.

—¿Qué?

Le dije:

—Da la impresión de que pensabas poder convertir a Amanda en un modelo perfeccionado de todas las chicas que te dieron calabazas en el instituto.

—No, no era eso.

—Era exactamente eso. Esa versión mejorada no se te cagaría encima, sino que te adoraría. Y tú podrías pasarte la noche dándole la tabarra con Sigur Rós o el significado metafórico del conejo en Donnie Darko. Y ella fliparía y se preguntaría dónde te habrías metido durante toda su vida.

Clavó la vista en su regazo.

—Que te den, tío —susurró.

—Vale.

Podía ver a la niña que encontré al cabo de siete meses, jugando en un porche no muy lejos de aquí con una mujer de buen corazón que la adoraba y un bulldog llamado Tío Larry. Si la hubiese dejado allí, ¿qué habría sido de ella? Puede que se convirtiera en una chiflada que recordaba lo justo de su existencia anterior, antes de que se la arrebataran a una madre displicente para saber que su vida ahí, con Jack y Patricia, era una mentira. Pero también era posible que recordara muy poco del tiempo que pasó junto a una alcohólica de clase baja en un apartamento de Dorchester que olía a mierda de gato y tabaco; tan poco que consiguiera alcanzar una vida equilibrada en algún pueblecito de la América profunda y que lo único que supiese del robo de identidades, del fraude de tarjetas de crédito y de los asesinos rusos de la Solntsevskaya Bratva lo hubiera visto en la tele. Incluso si Amanda nunca hubiese sido secuestrada, con una madre como Helene, sus posibilidades de ser una niña saludable y equilibrada eran de una en cien millones. De manera algo desquiciada, el secuestro le había mostrado que había otra manera de vivir. Una que no era la de su madre, hecha a base de comida rápida y ceniceros rebosantes. De notas de embargo y novios ex presidiarios. Tras haber atisbado el mundo de esa pequeña localidad montañosa, Amanda había decidido emprender el camino de regreso hacia allí. Y puede que a partir de ese momento, la voluntad se convirtiera en el rasgo determinante de su carácter.

—No lo van a dejar correr —dijo Dre—. Da igual lo que te haya dicho Yefim.

—¿Por qué no?

—Para empezar, alguien tiene que pagar por lo de Tibor.

—¿Quién es Tibor? —preguntó Angie, acercándose al sofá.

—Era un ruso.

—No me digas. ¿Y qué le pasó?

—Que nos lo cargamos.