18

Las nubes colgaban muy por debajo de un cielo pálido mientras salíamos de la autovía y seguíamos esa línea del mapa que llevaba a Becket. Dicha población estaba a unos cincuenta kilómetros al sur de la frontera de Nueva York, en el corazón de los Berkshires. En esta época del año, las colinas estaban espolvoreadas de nieve y las húmedas carreteras eran tan negras como peligrosas. Becket contaba con un camino principal, pero no con una calle mayor. No había un centro a la vista ni, al menos, uno de esos conglomerados que ocupan una manzana y albergan una tienda de esas en que hay de todo, una peluquería, una lavandería y la agencia inmobiliaria de la localidad. Tampoco había, como me hizo notar Angie, una cafetería. Para encontrar cualquiera de esas cosas, tenías que desplazarte a Stockbridge o a Lenox. Lo único que ofrecía Becket eran casas y colinas y árboles y más árboles. Y un estanque en forma de ameba de color crema. Y aún más árboles, algunos de ellos con la copa medio escondida entre las nubes bajas.

Estuvimos dando vueltas por Becket y Becket Oeste durante toda la mañana: arriba, abajo, en las cuatro direcciones de la brújula y vuelta a empezar. La mayoría de caminos de las colinas llevaban a callejones sin salida, motivo que nos hizo acreedores de miradas cargadas de curiosidad o de hostilidad cada vez que nos deteníamos en la propiedad de alguien y nos veíamos obligados a volver por donde habíamos venido, haciendo crujir la grava por el mismo precio. Pero ninguno de esos rostros curiosos u hostiles era el de Amanda.

Al cabo de tres horas en ese plan, hicimos un alto para almorzar. Encontramos una cafetería a unos cuantos kilómetros, en Chester. Yo pedí un sándwich de pavo, sin mayonesa. Angie pidió una hamburguesa con queso y una Coca Cola. Me dediqué a darle sorbitos a mi botella de agua e hice como que en realidad no envidiaba su comida. Había otros ocho parroquianos. Nosotros éramos los únicos que no llevábamos botas. Ni camisas a cuadros. Todos los hombres lucían tejanos y gorra. Había un par de mujeres que llevaban esos jerseys que te suele regalar por Navidad tu anciana tía. Los chalecos almohadillados eran muy populares por la zona.

—¿Qué otra manera hay de enterarse de algo? —le pregunté a Angie.

—El periódico local.

Eché un vistazo alrededor en busca de un diario, pero no vi ni uno, así que hice todo lo posible para llamar la atención de la chica que se encargaba de la barra.

Tendría unos diecinueve años. Era bonita, pero tenía la cara dañada por las cicatrices del acné y pesaba unos quince kilos de más. Ojos ausentes tras los que se adivinaba una ira disfrazada de apatía. Si seguía en ese plan, se convertiría en ese tipo de madre que les da Doritos a los niños para desayunar y que se compra pegatinas insultantes con muchos signos de exclamación. Pero en estos momentos solo era una más de una larga lista de pueblerinas cabreadas con aspecto infame. Cuando por fin conseguí llamar su atención y le pregunté si tenía algún periódico detrás de la barra, me dijo:

—¿Un qué?

Mirada en blanco.

—Un periódico —le dije—. Es como una página web, pero sin cursor.

Cara de palo.

—Por regla general, la portada tiene fotos y, bueno, ya sabes, palabras debajo de esas fotos. Y en ocasiones, hasta anuncios en la esquina inferior izquierda.

—Esto es un restaurante —me soltó, como si eso lo explicara todo.

Luego se inclinó sobre el mostrador, junto a la cafetera, y se puso a enviar mensajitos con el móvil.

Miré al tipo que tenía más cerca, pero estaba muy concentrado en su filete. Luego miré a Angie, que se encogió de hombros. Me di la vuelta en mi taburete y descubrí una estantería de alambre junto a la puerta que contenía algún tipo de material impreso. Me acerqué hasta allí y descubrí que el estante superior me ofrecía el boletín mensual de la propiedad inmobiliaria, mientras que el inferior contenía folletos sobre la región. Vistos desde fuera, tales folletos no ofrecían nada de interés: básicamente, anuncios locales. Pero cuando abrí uno de ellos, fuimos premiados con un mapa en color de la zona. Las gasolineras estaban marcadas, así como los cines de verano, las tiendas de antigüedades, el centro comercial de saldos de Lee, las cristalerías de Lenox, los sitios que vendían sillas estilo adirondak y los que vendían mantas tradicionales y carretes de hilo.

Situamos Becket y Becket Oeste en el mapa con bastante facilidad. La escuela por la que habíamos pasado esa mañana en una de las colinas era, como pudimos descubrir, la Jacob’s Pillow Dance School. Aparentemente, la charca junto a la que habíamos pasado una docena de veces carecía de nombre. Aparte de eso, las únicas atracciones destacadas de Becket eran el Parque Estatal Middlefield y el parque McMillan, cuyo interior acogía el Parque de Mascotas.

—Un parque para perros —comentó Angie mientras yo pensaba lo mismo que ella—. Merece la pena echarle un vistazo.

La chica de la barra dejó caer la hamburguesa con queso de Angie sobre el mostrador y luego colocó el sándwich de pollo ante mí con un quiebro de la mano y desapareció en la trastienda antes de que pudiera decirle que lo había pedido sin mayonesa. Mientras andábamos entretenidos con el mapa, la mayoría de los parroquianos se habían largado. Estábamos solos, a excepción de una pareja de mediana edad: sentados junto a la ventana, preferían contemplar la carretera a mirarse mutuamente. Dos taburetes más allá encontré un cuchillo y un tenedor envueltos en una servilleta de papel y utilicé el cuchillo para quitarle al pan la mayor parte de la mayonesa. Angie me observaba, perpleja, y luego regresó a su hamburguesa con queso. Mientras le pegaba un mordisco al sándwich, vi cómo desaparecía de su puesto el cocinero. Se abrió una puerta en algún lugar y poco después pude oler a humo de cigarrillo y escuchar una conversación en voz baja entre el cocinero y la chica de la barra.

Mi sándwich era asqueroso. El pavo estaba tan seco que parecía de tiza. El beicon era de goma. La lechuga se iba poniendo marrón ante mis ojos. Lo dejé caer en el plato.

—¿Qué tal está tu hamburguesa?

—Espantosa —dijo Angie.

—¿Y por qué te la comes?

—Por aburrimiento.

Miré la cuenta que nos había dejado Doña Encantadora: dieciséis dólares por dos bocadillos inmundos servidos por una persona aún más inmunda. Dejé un billete de veinte en el platito.

—¿No pensarás darle propina? —preguntó Angie.

—Pues claro que sí.

—Pero no se la merece.

—La verdad es que no.

—¿Entonces…?

—Con todos los años que me tiré haciendo de camarero antes de convertirme en detective privado, le dejaría propina hasta a Stalin —sentencié.

—O a su nieta, según parece.

Dejamos el dinero, cogimos el mapa y salimos de allí.

En el parque McMillan había un campo de béisbol, tres pistas de tenis, un enorme patio de juegos para niños en edad escolar y otro no tan grande, aunque pintado de brillantes colores, para críos pequeños. Un poco más allá estaban los dos parques caninos: el de los perros de menor tamaño formaba un óvalo vallado dentro del de los perros grandes. Alguien se había estrujado el magín con ese parque: estaba lleno de pelotas de tenis y tenía cuatro fuentes con grandes cuencos de metal en la base. En el suelo había varias sogas gruesas, de las que se usan para amarrar el barco. Ser perro en Becket estaba la mar de bien.

Estábamos a media tarde, así que no había mucha gente. Dos tíos, una mujer de mediana edad y una pareja mayor se ocupaban, respectivamente, de dos weimaraners, un labrador y un corgi muy mono que mangoneaba a los otros tres bichos.

Nadie reconoció a Amanda en la foto que hicimos circular. O puede que nadie quisiera reconocerla en nuestra presencia. A los investigadores privados ya no se les concede con frecuencia el beneficio de la duda. La gente suele considerarnos un símbolo más de la Era del Final de la Vida Privada. Y la verdad es que no es fácil discrepar de ese juicio.

Los dos tipos de los weimaraners comentaron que Amanda se parecía un poco a la chica de la saga Crepúsculo, no en el pelo y los pómulos, sino en la nariz, la frente y los ojos tan juntos; pero luego se pusieron a discutir si la actriz de Crepúsculo se llamaba Kristen o Kirsten; yo me acerqué a la señora de mediana edad antes de que la cosa degenerara en bronca.

La mujer de mediana edad iba bien vestida, pero se podían guardar monedas en las bolsas que tenía bajo los ojos. Tenía la punta de los dedos índice y medio de la mano derecha amarillenta a causa de la nicotina, y era la única persona en el parque que llevaba al perro con correa. Los dientes le rechinaban cada vez que el perro le daba un tirón a la correa porque sus tres congéneres lo provocaban.

—Aunque la conociese —dijo la mujer— ¿por qué se lo iba a decir a usted? No le conozco de nada.

—Pero si lo hiciera —la tranquilicé—, no tendría nada que reprocharse.

Me lanzó una mirada exenta de parpadeo que me pareció especialmente hostil, precisamente por su falta aparente de hostilidad:

—¿Y qué ha hecho esa chica?

—Nada —intervino Angie—. Solo se ha escapado de casa. Y solo tiene dieciséis años.

—Yo me escapé a los dieciséis —repuso la mujer—. Y regresé al cabo de un mes. Todavía no sé por qué lo hice, pues me podría haber quedado por ahí tan tranquila.

Cuando dijo «por ahí» señaló con la barbilla más allá de donde se congregaba un grupo de madres y niños en torno al parque de juegos pequeño, más allá del aparcamiento y más allá de las colinas que se alzaban y se integraban en la inmensa masa azul de los Berkshires. Al otro lado de la cadena montañosa, parecía decir su gesto, podría haber existido una vida mejor.

Dijo Angie:

—Esa chica podría lamentar enormemente haberse escapado. La esperaban en Harvard. O en Yale. En cualquier sitio al que quisiera ir.

La mujer le dio un tirón a la correa:

—¿Para qué? ¿Para acabar metida en un cubículo con un sueldo más o menos razonable? ¿Para colgar en la pared el puto diploma de Harvard? ¿Para tirarse treinta y tantos años aprendiendo a robarle a la gente el trabajo y la casa y el coche? Pero eso está muy bien porque fue a Harvard. De noche duerme como un bebé y se repite que la culpa no es suya, sino del sistema. Un buen día se encuentra un bulto en el pecho. Y ya nada va bien, pero a nadie le importa una mierda, cariño, porque tú misma te hiciste la puta cama. Así que haznos un favor y díñala de una puñetera vez.

La mujer tenía los ojos rojos para cuando concluyó su monólogo, y la mano libre le temblaba mientras la metía en el bolso para hacerse con un cigarrillo. El aire del parque parecía haberse emponzoñado. Angie estaba como en estado de choque. Yo me había apartado un paso de esa mujer y tanto la pareja gay como la mayor nos miraban fijamente. La señora nunca había llegado a levantar la voz, pero la rabia que lanzaba a la atmósfera resultó tan crispada y lamentable como para salpicarnos a todos. Y tampoco era tan extraño. Más bien al contrario. Últimamente, podías plantear una pregunta sencilla o hacer un comentario inocuo y, de repente, te caía encima un alarido de furia y fracaso. Ya no entendíamos cómo habíamos llegado a esta situación. No éramos capaces ni de intuir qué nos había pasado. Nos despertamos un día y habían robado toda la señalización urbana y se habían estropeado todos los sistemas de navegación. El coche no tenía gasolina, no había muebles en el salón y la huella del cuerpo que dormía en la cama junto a nosotros se había borrado.

—Lo siento —fue todo lo que se me ocurrió.

Se llevó el tembloroso cigarrillo a los labios y lo encendió con un Bic sin dejar de temblar:

—No sé qué es lo que siente.

—Solo lo siento —le dije.

Asintió y nos dedicó a Angie y a mí una mirada perdida:

—Es una mierda, ¿saben? Todo este rollo que nos venden.

Se mordió el labio inferior y bajó la vista. Acto seguido, ella y su labrador echaron a andar hacia la verja que llevaba a la salida posterior del parque.

Angie encendió su propio cigarrillo mientras yo me acercaba a la pareja mayor con la foto de Amanda. El hombre le echó un vistazo, pero la mujer ni me miró a los ojos.

Le pregunté al marido si reconocía a Amanda.

Le echó otro vistazo a la fotografía y luego negó con la cabeza.

—Se llama Amanda —le dije.

—Aquí no sabemos mucho de nombres —dijo—. Es un parque para perros. ¿Sabe quién es esa mujer que se acaba de ir? Es la dueña de Lucky. No sabemos cómo se llama, pero sabemos que tiempo atrás tuvo un marido y una familia, pero que ya no tiene nada. No podría decirle exactamente por qué. Solo que la cosa es muy triste. ¿Mi mujer y yo? Somos los amos de Dahlia. ¿Y estos dos caballeros? Son los amos de Linus y Schroeder. ¿Y ustedes quiénes son? Pues únicamente los Dos Capullos que pusieron aún más triste a la Dueña de Lucky. Que ustedes lo pasen bien.

Todos se fueron. Salieron por la entrada lateral del parque y se congregaron en la acera. Abrieron las puertas de sus coches y los perros se colaron en el interior. Nos quedamos en el parque para perros sin perro, sintiéndonos muy tontos. No había nada que decir, así que nos quedamos ahí de pie mientras Angie se fumaba el cigarrillo.

—Creo que deberíamos irnos —dije.

Angie asintió:

—Pero hagámoslo por esa salida.

Señaló la verja situada al otro lado del parque canino y nos fuimos hacia allá porque no queríamos cruzarnos con ese grupito que, de repente, nos despreciaba. La puerta más alejada llevaba a la zona infantil y a la acera de más allá junto a la que habíamos aparcado el coche.

Ahí había un grupo muy distinto: madres e hijos con los carritos, los vasos con pajita, los biberones y las bolsas de pañales. Había media docena de mujeres y un solo hombre. El hombre llevaba ropa de hacer jogging y se mantenía de pie junto a un carrito de bebé, ligeramente apartado del grupo, mientras bebía sin parar de una botella de agua tan larga como mi pierna. Parecía estar exhibiéndose ante las mujeres, y ellas parecían agradecerlo.

A excepción de una. Estaba a escasa distancia, junto a la verja baja que separaba el parque de los niños del de los perros. Llevaba al bebé en una bolsa mochila agarrada al pecho, con la espalda de la niña contra su cuerpo para que pudiera contemplar el mundo que la rodeaba. Pero a esa niña no le interesaba en absoluto ese mundo. Lo que le interesaba era berrear. Se calmó por un segundo cuando su madre le metió el pulgar en la boca, pero apenas se dio cuenta de que no se trataba de un pezón, de un chupete o del biberón que estaba esperando, los aullidos empezaron de nuevo y su cuerpo se agitó como si la estuvieran electrocutando. Recordé que cuando Gabby reaccionaba de esa misma manera, yo me sentía impotente y de lo más inútil.

La mujer seguía mirando por encima del hombro. Supuse que había enviado a alguien en busca del biberón o del chupete y se preguntaba dónde diablos se habría metido. Dio unos saltitos y el bebé saltó con ella, pero la medida no resultó suficiente para interrumpir los berridos.

Los ojos de la madre se cruzaron con los míos, y estaba yo a punto de decirle que las cosas acaban por mejorar, y mucho, cuando sus pequeños ojos se entrecerraron y los míos hicieron lo propio, mientras a ambos se nos abría la boca. Noté que se me humedecía el cabello.

No nos habíamos visto en doce años, pero ahí estaba ella.

Amanda.

Y su bebé.