17

Habían transcurrido unas pocas horas desde mi encuentro con Yefim y aún no me lo podía quitar de encima. En otros tiempos, lo habría dominado con una copa, o con media docena, y puede incluso que hubiera llamado a Oscar y a Devin para reunirnos en alguna parte a preparar algún tipo de respuesta violenta.

Oscar y Devin se habían retirado del cuerpo de Policía de Boston varios años atrás, lamentablemente, y habían adquirido juntos a continuación un bar en decadencia en Greenwood, Misisipi, de donde procedía la familia de Oscar. El bar en cuestión estaba prácticamente al lado de la supuesta tumba de Robert Johnson, así que lo convirtieron en un club de jazz. Lo último que oí era que el tugurio seguía hundiéndose, pero que Oscar y Devin estaban demasiado borrachos para que eso les importara, y sus barbacoas de los viernes por la tarde en el aparcamiento del local ya eran leyenda. Aquellos tiempos nunca iban a volver.

O sea, que por ahí no había nada que rascar. Pero eso ya lo tenía muy claro. Lo que de verdad quería era irme a casa de una vez. Abrazar a mi hija, abrazar a mi mujer. Ducharme hasta deshacerme del hedor del miedo. Esperaba hacer simplemente eso, enfilando el camino hacia el parque Franklin que me serviría de atajo para acceder a mi parte de la ciudad, cuando sonó mi móvil y vi en la pantalla el nombre de Jeremy Dent.

«Hay que joderse», dije en voz alta. Tenía puesto Sticky fingers en el reproductor de cedés, bien fuerte, que es como habría que escuchar siempre ese disco de los Stones, y estaba justo en esas estrofas de «Dead flowers» en las que siempre me ponía a cantar con Jagger, que pronunciaba en plan de cachondeo las palabras «Kentucky Derby Day».

Bajé el volumen de la música y me puse al teléfono.

—Feliz Casi Navidad —dijo Jeremy Dent.

—Feliz Casi Fin de Semana —repuse.

—¿Tienes un minuto para pasar por el despacho?

—¿Ahora?

—Ahora. Tengo un regalito para ti.

—No me digas.

—Pues sí —afirmó—. Se llama trabajo fijo. ¿Te apetece comentarlo?

Seguro médico, pensé. Centros de Día, pensé. Jardín de Infancia. Dinero para la Universidad. Orejeras nuevas.

—Voy para allá.

—Ahora nos vemos —colgó.

Estaba a medio camino por el parque Franklin. Si pillaba a tiempo el semáforo de Columbia Road, llegaría a casa en diez minutos. En vez de eso, torcí a la izquierda en la avenida Blue Hill y regresé al centro.

—Rita Bernardo ha aceptado un empleo en Yakarta, nada menos.

Jeremy Dent se reclinó en el asiento.

—Hoy día, la seguridad es un negocio floreciente por ahí, con todos esos maravillosos yihadistas sueltos… Una desgracia para el mundo, pero una bendición para nuestros asuntos —se encogió de hombros—. En fin, que se ha ido a Indonesia a evitar que las discotecas sigan saltando por los aires, y eso deja un hueco que nos gustaría ofrecerte a ti.

—¿Dónde está la trampa?

Se sirvió un segundo whisky y acercó la botella a mi vaso. Le hice un gesto con la mano para declinar la oferta.

—No hay trampa. Tras pensarlo un poco, llegamos a la conclusión de que tus habilidades como investigador, por no hablar de tu experiencia sobre el terreno, son alicientes demasiado valiosos para prescindir de ellos. Puedes empezar de inmediato.

Empujó una carpeta por encima de la mesa. La carpeta se salió de la mesa y aterrizó en mi regazo. Enganchada a la parte de dentro con un clip había una foto de un tipo joven, puede que de unos treinta años. Me resultaba vagamente familiar. Un tío delgado con el pelo oscuro y bien pegado al cráneo, una nariz que a punto estaba de poder ser descrita de ganchuda y la piel de color café con leche. Llevaba una camisa blanca con corbata roja y estrecha y sostenía un micrófono.

—Ashraf Bitar —me informó Jeremy—. Hay quien le llama Baby Barack.

—Organizador comunitario en Mattapan —dije al reconocerlo en ese momento—. Se opuso al proyecto del estadio.

—Se ha opuesto a muchas cosas.

—Le gustan las cámaras —dije.

—Es un político —replicó Jeremy—. Por definición, eso lo convierte en un narcisista de tomo y lomo. Y no te confundas con los orígenes de Mattapan y la dirección de Mattapan. Hace sus compras en Louis.

—¿Con qué? ¿Sesenta mil al año?

Jeremy se encogió de hombros.

—¿Qué es lo que necesitas?

—Examinar toda su puta vida con el microscopio.

—¿Quién es el cliente?

Tomó un sorbo de whisky:

—Eso es irrelevante para ti.

—De acuerdo. ¿Cuándo quieres que empiece?

—Ahora. Ayer. Pero al cliente le he dicho que mañana.

Le di un sorbito a mi propio vaso de whisky.

—No puedo.

—¿Te acabo de ofrecer un trabajo fijo en esta empresa y ya estás haciéndote el difícil?

—No tenía ni idea de que pudiera pasar algo así. Tuve que aceptar un caso para llevar comida a casa. No puedo abandonarlo a medias.

Dent parpadeó lentamente en plan «¿y a mí qué me importa»?

—¿Cuánto tiempo necesitas para cerrarlo?

—Un par de días más.

—Eso nos sitúa en Navidad.

—Pues sí, así es.

—Así pues, digamos que estás libre para Navidad. ¿Puedo decirle al cliente que cerrarás su caso —señaló la carpeta—, para Año Nuevo?

—Si he acabado con el que tengo entre manos para Navidad, por supuesto.

Suspiró.

—¿Cuánto te paga tu actual cliente? —me preguntó.

—Una buena suma —le mentí.

Llegué a casa con flores que no me podía permitir y comida china que tampoco. Me di esa ducha con la que llevaba fantaseando toda la tarde y me puse unos tejanos y una camiseta de la primera y única gira de Pela, antes de unirme a mi familia para la cena.

Después de comer, jugamos con Gabby. Luego le leí un cuento y la metí en la cama. Regresé al salón y le expliqué mi jornada a Angie.

Cuando hube terminado, ella se fue derecho al porche para fumarse un American Spirit light.

—O sea —me dijo—, que la mafia rusa tiene tu carné de conducir.

—Sí.

—Lo cual significa que saben dónde vivimos.

—Es una información que suele aparecer en los permisos de conducir, sí.

—Y si le decimos a la policía que han secuestrado a una chica…

—Se enfadarían conmigo —reconocí—. ¿Te he contado que Duhamel me ha ofrecido una plaza fija?

—Unas mil veces —repuso—. Así que te vas a alejar del asunto. Ahora mismo.

—No.

—Te digo que sí.

—No. Han secuestrado a una chica de diecisiete…

—… años. Sí, ya te he oído. También he pillado la parte de cuando te volaron el coche que conducías y te quitaron el carné para poder pasar por aquí cuando les apetezca a secuestrar a nuestra hija. Así pues, lo siento mucho por la cría de diecisiete años, pero yo tengo una de cuatro a la que pienso proteger.

—Incluso al coste de otra vida.

—Puedes jurarlo.

—Eso es una chorrada.

—No lo es.

—Sí, lo es. Tú me pediste que aceptara ese caso.

—Baja la voz. Vale, así fue. Te pedí que…

—Sabiendo lo que me pasó la última vez que busqué a Amanda. Lo que nos pasó a los dos. Pero tú solo pensabas en el bien absoluto. Y ahora que ese bien absoluto nos está mordiendo el culo y hay otra cría en peligro, me pides que lo deje correr.

—Estamos hablando de la seguridad de nuestra hija.

—Pero eso no es todo de lo que estamos hablando. Ahora estamos metidos en esto. Si quieres visitar a tu madre y llevarte a Gabby, me parecerá una gran idea. Se muere de ganas de verla. Pero yo voy a encontrar a Amanda y también voy a recuperar a Sophie.

—¿Elegirías este caso por encima de…?

—No. No vayas por ahí. Ni se te ocurra.

—Controla el volumen, por favor.

—Ya sabes quién soy. Desde el momento en que me convenciste de hacer lo que me pedía Beatrice, sabías que no pararía hasta volver a encontrar a Amanda. ¿Y ahora me dices que se acabó? Pues no. No se acabará hasta que la encuentre.

—¿A quién? ¿A Amanda? ¿O a Sophie? Ya ni sabes a quién estás buscando.

Estábamos llegando al punto de ebullición y ambos éramos conscientes de ello. Y sabíamos lo mal que se pondrían las cosas si seguíamos en ese plan. Junta un temperamento irlandés con uno italiano y prepárate para los platos rotos. Habíamos ido a ver brevemente a un consejero matrimonial justo antes de que naciera nuestra hija para que nos ayudara a mantener alejado el dedo del botón nuclear cuando se espesara en exceso el aire del silo, y en general nos había sido de utilidad.

Respiré hondo. Mi mujer hizo lo mismo y luego le dio una calada al pitillo. El aire del porche era frío, casi gélido, pero íbamos vestidos de manera adecuada y le sentaba bien a mis pulmones. Solté una larga exhalación. Veinte años de aire acumulado.

Angie se pegó a mi pecho. La envolví con mis brazos y ella colocó la cabeza debajo de mi barbilla y besó el hueco bajo la garganta.

—Detesto pelearme contigo —dijo.

—Detesto pelearme contigo —repetí.

—Pero discutimos muy a menudo.

—Eso es porque nos encanta hacer las paces.

—A mí me chifla hacer las paces —afirmó Angie.

—Y a mí también, hermana.

—¿Crees que la habremos despertado?

Me acerqué a la puerta que separa nuestros respectivos dormitorios, la abrí y vi dormir a mi hija. Más que apoyar el cuerpo en el estómago, lo hacía sobre el pecho, con la cabeza girada a la derecha y el culo en alto. Si la volvía a mirar dentro de dos horas, estaría de lado, pero antes de la medianoche dormía como un penitente.

Cerré la puerta y volví a la cama:

—Está frita.

—La voy a enviar.

—¿Qué? ¿Adónde?

—A ver a mi madre. Si Bubba se encarga de ella.

—Llámale. Sabes perfectamente lo que te dirá.

Asintió. La verdad es que no había nada que preguntar. Angie podría decirle a Bubba que lo necesitaba ayer en Katmandú y él le recordaría que ya estaba allí.

—¿Cómo va a introducir armas en el avión?

—Es Savannah. Estoy casi seguro de que tiene contactos allí.

—A Gabby le encantará ver a la abuela, eso seguro. Lleva hablando de ello sin parar desde el verano. Bueno, de eso y de los árboles —me miró—. ¿Te parece bien?

Le devolví la mirada:

—Me voy a ocupar de una gente mala de cojones. Y como tú has dicho, saben dónde vivimos. Si pudiera, metería a Gabby en un avión esta misma noche. Pero ¿y tú qué? ¿Te vas a poner de nuevo las espuelas y vas a cabalgar conmigo?

—Pues sí. Tal vez así aceleraríamos el proceso.

—Sin duda. Pero desde que tuvimos a Gabby, ¿cuál ha sido el máximo de tiempo que has estado alejada de ella?

—Tres días.

—Exacto. Cuando fuimos a Maine y te pasaste todo el rato quejándote de lo mucho que la echabas de menos.

—No me quejaba. Solo verbalizaba una evidencia.

—Una y otra vez. A eso se le llama quejarse.

Me dio en la cabeza con una almohada:

—Lo que tú digas. En cualquier caso, eso fue el año pasado. He madurado. Y a ella le va a encantar esa aventura. ¿Irse a ver a la abuelita con Bubba? Si se lo llegamos a decir esta noche, no duerme —se puso encima de mí—. Háblame de tus planes más inmediatos.

—Encontrar a Amanda.

—Otra vez.

—Otra vez. Cambiar la cruz que robó por Sophie. Y todo el mundo a casa.

—¿Quién te dice que Amanda va a entregar esa cruz?

—Sophie es su amiga.

—Por lo que he oído, Sophie es más bien la presidenta de su club de fans.

—No sé hasta qué punto eso es malo —me rasqué la cabeza—. Pero tampoco sé gran cosa al respecto. Por eso tengo que encontrarla.

—¿Cómo?

—Esa es la pregunta del mes.

Recogió mi bolsa del suelo sin quitárseme de encima. La abrió, sacó el expediente titulado «A. McCready» y lo abrió sobre la almohada situada a mi derecha:

—¿Estas son las fotos que tomaste de su cuarto?

—Sí. No, esas no…, esas son del cuarto de Sophie. Sigue buscando. Esas de ahí.

—Parece una habitación de hotel.

—Es muy impersonal, sí.

—A excepción del jersey de los Sox.

Asentí:

—¿Sabes lo que resulta extraño? Que no es una forofa. Nunca hablaba del equipo, ni iba al campo ni se preguntaba en voz alta qué estaba pensando Theo cuando fichó a determinado jugador o cambió a uno que funcionaba por un paquete.

—Tal vez solo fuera por Beckett.

—¿Cómo?

—Tal vez estuviera enamorada de Josh Beckett.

—¿Por qué lo dices?

—Bueno, ese jersey es el suyo, ¿no? El 19. ¿Por qué te has puesto blanco de repente?

—Ange.

—¿Qué?

—Lo que la obsesiona no son los Red Sox.

—¿No?

—Y no está enamorada de Josh Beckett.

—Ya, tampoco es mi tipo. Pero ¿y el jersey?

—Hace doce años, ¿dónde la encontramos?

—En casa de Jack Doyle.

—¿Y dónde estaba esa casa?

—En algún poblacho de los Berkshires. ¿A cuánto estaba de la frontera de Nueva York? ¿A treinta kilómetros? ¿Cuarenta? Ni siquiera había una cafetería.

—¿Cómo se llamaba?

—¿La población?

Asentí.

Angie se encogió de hombros:

—Dímelo tú.

—Becket.

—Dale un abrazo a papá.

—No.

—Cariñito, por favor.

—He dicho que no.

Estábamos en plena pataleta. De pie en la terminal C del aeropuerto Logan, con Bubba y Gabby pasajes en mano, un control de seguridad inusualmente relajado y mi hija cabreada conmigo como solo puede estar una niña de cuatro años. Los brazos cruzados, las patadas en el suelo y toda la pesca.

Me arrodillé a su lado y ella apartó la cabeza:

—Cariño, si ya hemos hablado de eso. Si te da la pataleta en casa, ¿qué es?

—Un problema nuestro —acabó diciendo.

—¿Y si la montas fuera de casa?

Negó con la cabeza.

—Gabriella… —insistí.

—Una vergüenza nuestra —dijo.

—Exactamente. Así que dale un abrazo a tu viejo. Puedes seguir enfadada conmigo, pero me tienes que dar un abrazo de todas formas. Es una de nuestras reglas, ¿vale?

Dejó caer a Mr. Lubble y se me echó en brazos. Se me abrazaba con tal fuerza que me clavaba los nudillos de los pulgares en la espina dorsal y el mentón en la parte lateral del cuello.

—Nos veremos muy pronto —le dije.

—¿Esta noche?

Miré a Angie. Por Dios bendito.

—Esta noche no. Pero dentro de muy poco.

—Siempre te estás yendo.

—No es verdad.

—Sí es verdad. Te vas de noche y a veces también te vas cuando me levanto por la mañana. Y te llevas a mamá.

—Papá tiene que trabajar.

—Trabajas demasiado —el tono de su voz sugería la posibilidad inminente de otra crisis.

La puse delante de mí. Me miró a los ojos y me recordó a una versión en pequeñito de su madre:

—Esta es la última vez, mi amor. ¿De acuerdo? La última vez que me voy. La última vez que te envío.

Me miró fijamente, con los ojos y los labios húmedos.

—Júralo.

Levanté mi mano y dije:

—Lo juro.

Angie se arrodilló a nuestro lado y besó a la cría. Yo me alejé y las dejé tener su propio momento, que era aún más complicado emocionalmente que el mío.

Bubba se me acercó:

—¿Tú crees que se va a echar a llorar en el avión, que me va a montar un numerito y mierdas por el estilo?

—Lo dudo —le tranquilicé—. Pero si le da por ahí y alguien te mira mal, tienes mi permiso para morderle. O por lo menos, rugirle. Y si ves algún ruso que la mira de manera extraña…

—Tío —me espetó—, como alguien mire mal a esa cría… Acabará con los ojos en el suelo mirando cómo le corto la cabeza.

Al otro lado del control de seguridad, volvieron la vista hacia nosotros. Bubba llevaba a Gabby a hombros mientras recogía las bolsas de la cinta. Nos saludaron.

Les devolvimos el saludo y luego desaparecieron.