Kenny apareció detrás de ella. Aparentó cierta confusión durante cosa de medio segundo y enseguida se llevó la mano a la cintura. Yo hice lo propio.
Me dijo:
—Hola.
Y yo repuse:
—¿Qué tal?
Apareció una chica tras él. Abrió la boca de par en par, pero sin emitir el menor sonido. Extendió las manos a los lados, como si hubiera tropezado en el tercer peldaño. Le eché un buen vistazo mientras se hacía rápidamente a la izquierda para salir de nuestra línea de fuego. Sophie Corliss. Había perdido el peso que su padre le exigía. Y algo más. Adusta y sudorosa, dejó de actuar como si estuviera sometida a corrientes eléctricas, se llevó las manos al cogote y se puso a tirarse de los pelos.
Alcé una mano en señal de concordia:
—No hace falta que sigamos en este plan.
—¿Qué plan? —inquirió Kenny.
—El plan de que los dos sacamos la pistola.
—Pues ya me dirás qué otro plan tienes, colega.
—Bueno —le dije—. Yo podría apartar la mano del arma.
—Pero yo podría pegarte un tiro de todas maneras.
—Cabe esa posibilidad —admití.
—¿Y si aparto yo la mano? —frunció el ceño—. El resultado es el mismo y solo cambia la víctima.
—¿Y si lo hiciéramos los dos a la vez? —le propuse.
—Harías trampas —sentenció.
Mientras yo asentía, él sacó la pistola y me apuntó.
—Traidorzuelo —le dije.
—A ver esa mano.
Aparté la mano de detrás de la espalda y exhibí el móvil.
—Muy bonito —se guaseó Kenny—, pero creo que el mío tiene más balas.
—Cierto, pero ¿puedes llamar a alguien con tu arma?
Dio un paso adelante. Y luego otro. En la pantalla de mi móvil ponía: Casa. Conexión: 39 segundos.
—Oh —exclamó Kenny.
—Pues sí.
Helene dijo, muy bajito:
—¡Mierda!
—O bajas la pistola o mi mujer llama a la policía y les da esta dirección.
—Vamos a…
—Tic-tac —dije—. Resulta evidente que estáis trincando identidades y cometiendo todo tipo de fraudes al consumidor. No contentos con eso, estáis fabricando crack por las inmediaciones y metiendo luego los filtros usados de café en el microondas para sacar un poquito de material extra. Si quieres que la policía aparezca en cosa de, digamos, treinta segundos, Kenny, tú sigue apuntándome.
Se oyó la voz de Angie a través del móvil:
—Hola, Kenny. Hola, Helene.
Dijo esta:
—¿Es Angie?
—Lo es —dijo la interesada—. ¿Qué tal andas?
—Bueno, ya sabes… —repuso Helene.
Kenny puso mala cara y, de repente, se le notó terriblemente cansado. Le puso el seguro a la pistola y me la entregó:
—Eres un hijo de puta aguafiestas.
Me metí el arma, una S&W Sigma de 9 mm, en el bolsillo de la chaqueta.
—Gracias —le dije, y me puse al teléfono—. Luego hablamos, cariño.
—Pilla algunas botellas de agua de camino a casa, ¿vale? ¡Ah!, y un poco de leche para mañana.
—Vale. ¿Algo más?
Kenny puso cara de incredulidad.
—Pues sí, pero ahora no recuerdo de qué se trata.
—Llámame cuando te acuerdes.
—Chachi. Te quiero.
—Yo también.
Colgué.
—¿Sophie? —dije.
Se quedó mirándome, sorprendida de que supiera cómo se llamaba.
—¿Llevas algo?
—¿Qué?
—Un arma, Sophie. Que si llevas pistola.
—No. Yo odio las armas.
—Yo también —le dije.
—Pero llevas una en el bolsillo.
—Ironías del destino. ¿Cómo estás de colocada?
—Oh, no estoy mal —contestó Sophie.
—Tienes mal aspecto.
—¿Y tú quién eres?
—Es Patrick Kenzie —intervino Helene mientras encendía un cigarrillo—. El que encontró a Amanda aquella vez.
Sophie se abrazó a sí misma y la frente le empezó a sudar.
—¿Helene? —dije.
—¿Qué?
—Me quedaría mucho más tranquilo si dejaras tu bolsa en el sofá y te apartaras de ella.
Hizo lo que le dije y regresó junto a Kenny.
—Vamos todos al comedor.
Nos sentamos a la mesa de juego y Kenny encendió un cigarrillo mientras yo observaba de cerca a Sophie. Seguía pasándose la lengua por el labio superior, adelante y atrás, adelante y atrás. Los ojos le giraban de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, otra vez de derecha a izquierda, como si siguieran un partido de tenis. En el exterior hacía frío y ella estaba sudando.
—Pensaba que ibas a dejarlo correr —me espetó Kenny.
—Pensaste mal.
—Ella no te va a pagar.
—¿Quién?
—Bea.
—O Amanda —intervino Helene—. Aún le falta cosa de un año para tocar la pasta.
—En ese caso, no hay más que hablar —ironicé—. Pero ya que estamos, ¿dónde se encuentra Amanda?
—Se ha ido a California, a visitar a su padre —repuso Helene.
—¿Tiene un padre en California? —pregunté.
—No salió de una caja de cereales, ¿verdad? —dijo Helene—. Tenía una madre y un padre.
—¿Y cómo se llama ese padre?
—Como si no te acordaras.
—¿De un caso en el que trabajé hace doce años, Helene? Pues no, no me acuerdo.
—Bruce Combs.
—B Diddy para los amigos.
—¿Cómo?
—Nada. ¿Dónde vive el tal Bruce?
—En Salinas.
—¿Y ahí es adonde se ha ido Amanda?
—Sí.
—¿En qué aeropuerto aterrizó?
—En el de Salinas.
—Salinas no tiene aeropuerto comercial. Querrás decir que aterrizó en el de Santa Cruz o en el de Monterrey.
—Eso.
—¿En cuál?
—Santa Cruz.
—Pues ahí tampoco tienen un aeropuerto comercial. Despídete de tu mierda de historia, Helene.
Kenny expulsó una nube de humo y consultó su reloj.
—¿Tienes que irte a alguna parte?
Negó con la cabeza.
Detrás de él, Sophie seguía mostrándose nerviosa mientras mantenía la mirada fija en un punto por encima de mi cabeza. Me di la vuelta, vi el reloj de pared y luego pillé a Helene también mirándolo.
—No tienes que estar en ningún otro sitio —le dije a Kenny.
—No.
—Se supone que tienes que estar aquí.
—Ahora empiezas a pillarlo.
—Estás esperando a alguien.
Tenso asentimiento, seguido de unos golpecitos en la puerta corredera de cristal que teníamos a la espalda.
Me volví en el asiento mientras Kenny decía:
—Hay que reconocer que son unos cabrones de lo más puntuales.
Los dos tíos que había al otro lado del vidrio no eran especialmente altos, pero sí fornidos. Ambos llevaban chaquetas negras de cuero. El de la izquierda la llevaba cerrada; el de la derecha, abierta. Los dos usaban jerseys de cuello alto: el de la izquierda, blanco; el de la derecha, azul cielo. El de la izquierda lucía barba negra; el de la derecha, rubia. Ambos tenían una buena mata de pelo, cejas pobladas y unos bigotazos en los que podrías esconder un bolso. El de la izquierda llamó de nuevo, saludó ligeramente con la mano y nos regaló una sonrisa llena de dientes. Luego intentó abrir la puerta. Puso mala cara al no lograrlo y nos miró a través del cristal mientras se le iba desvaneciendo la sonrisa.
Helene saltó del asiento y fue a abrir la puerta. El tipo del pelo negro la descorrió del todo. Entró en tromba, puso sus manazas en torno al rostro de Helene y le dijo: «Señorita Helene, ¿cómo andamos hoy?». Acto seguido, le plantó un beso en la frente. La soltó dándole impulso y ella retrocedió unos pasos dando tumbos. El tipo juntó las manazas al entrar en el comedor y nos dedicó otra gran sonrisa. El compañero cerró la puerta tras él y echó a andar hacia la sala encendiendo un cigarrillo. Los dos llevaban el pelo largo y con raya en medio, en plan Stallone hacia 1981, y antes incluso de que el moreno abriese la boca, intuí que se trataba de europeos del Este: si eran checos, rusos, georgianos, ucranianos o, joder, de Uzbekistán, eso ya estaba fuera de mi alcance, pero tenían un acento más espeso que sus propias barbas.
—¿Cómo estás, amigo mío? —me preguntó el moreno.
—No estoy mal.
—¡No estás mal! —pareció encantarle—. Eso es que estás bien, ¿no?
—¿Y tú? —le pregunté.
Enarcó alegremente las cejas ante mi pregunta:
—Yo estoy de miedo, colega. De la hostia.
Se sentó en el sillón que Helene había dejado vacío y me dio una palmada en el hombro.
—¿Tú haces negocios con este hombre? —señaló a Kenny con el pulgar.
—A veces —le dije.
—Deberías mantenerte alejado de él. Solo trae problemas el tío. Mal bicho.
Intervino Kenny:
—No.
El moreno asintió severamente en mi dirección:
—Puedes creerme. ¿Tú has visto lo que le ha hecho a esa pobre chica? —señaló a Sophie, que estaba de pie contra la nevera, temblando y sudando cada vez más—. Una cría, y él la convierte en drogadicta. Menudo tío mierda.
—Te creo —le dije.
Los ojos se le ensancharon al oírme:
—Haces bien, tío. Ese es un vaquero loco. No escucha. Y no cumple los tratos.
Saltó Kenny:
—Dile a Kirill que estamos buscando. Estamos buscando. No hacemos otra cosa.
El tipo me propinó un leve revés en el pecho: parecía de lo más divertido.
—«Dile a Kirill». ¿Tú has oído una chorrada semejante? ¿Eh? Dile a Kirill. Como si a Kirill se le pudiera decir nada. A Kirill se le pide. A Kirill se le suplica. Ante Kirill hay que ponerse de rodillas. Pero ¿decirle algo a Kirill? —apartó la vista de mí y la clavó en Kenny—. ¿Decirle qué, cacho mierda? ¿Decirle que estás buscando? ¿Que estás investigando? ¿Que andas por ahí dando tumbos en busca de lo que le pertenece? —se inclinó y sacó un cigarrillo del paquete que Kenny había dejado sobre la mesa. Lo encendió con el mechero de Kenny y luego se lo lanzó al regazo—. Kirill me dice esta mañana, va y me dice, «Yefim, acaba con esto. Basta de esperar. Basta de aguantarle las trolas a un yonqui».
Dijo Kenny:
—Estamos muy cerca. Ya casi sabemos dónde está.
Yefim pegó un puñetazo en la mesa. Apenas le vi mover el brazo, pero de repente, la mesa ya no estaba delante de nosotros; o, lo que era más importante, ya no estaba entre Yefim y Kenny.
—Mira que te lo dije, cabrón, que no la jodieras. Nos haces ganar dinero, vale, vale, vale. Siempre cumples, vale, vale, vale. Pero esta vez no has cumplido con Kirill, ¡joder! Y lo que es peor, no has cumplido tu puta palabra con la mujer de Kirill y a ella le va la vida en esto. Está… —chasqueó los dedos un par de veces y luego me consultó por encima del hombro—. Amigo mío, ¿cómo se dice cuando alguien ya no encuentra la felicidad en la vida y no hay manera de que se anime?
—Yo diría que está desconsolada.
La sonrisa que se le dibujó en el rostro era como las de las estrellas de cine en la alfombra roja: inmensa y encantadora.
—¡Desconsolada! —levantó los pulgares en mi dirección—. Ahí has estado bien, mi buen amigo, gracias —se volvió hacia Kenny, pero cambió de opinión y me contempló de nuevo. Dijo muy bajito—: No, de verdad. Muchas gracias.
—No hay de qué.
—Tú eres un buen tío, chaval —me dio unas palmaditas en la rodilla y luego se dio la vuelta—. ¿Tú sabes cómo está Violeta, Kenny? Desconsolada, colega. Así es cómo está. Está desconsolada, y Kirill, como la quiere con locura, pues también está desconsolada. Y tú… Se supone que tú tienes que arreglarlo. Pero no lo haces.
—Lo intento.
Yefim se inclinó hacia delante. Su voz era suave, casi amable:
—Pero no lo consigues.
—Oye, pregúntale a cualquiera…
—¿A quién?
—A cualquiera. Me paso el día por ahí, buscando. Es lo único que hago.
—Pero no das una —sentenció Yefim, aún más bajito.
Dijo Kenny:
—Dame un par de días más.
Yefim negó con su cabeza de bisonte.
—Un par de días más. ¿Tú le has oído, Pavel?
El rubio que estaba de pie detrás de Kenny repuso:
—Le he oído.
Yefim acercó su sillón a Kenny:
—Tú le enseñaste a Amanda lo que sabe. ¿Cómo es que ahora te da esquinazo?
—Vale, le enseñé lo que sabe —reconoció Kenny—. Pero no le enseñé todo lo que sabe.
—Yo creo que es más lista que tú.
—Oh, sí que es lista —dijo Helene desde el umbral—. En el cole siempre saca sobresalientes. El curso pasado, hasta…
—Cállate, Helene —le dijo Kenny.
—¿Por qué le hablas así? —intervino Yefim—. Es tu mujer. Deberías tenerle más respeto —se volvió hacia Helene—. Dime, ¿qué es lo que consiguió Helene? ¿Algún premio?
—Sí —dijo Helene, consiguiendo que sonara como una palabra de tres sílabas—. Ganó lazos dorados en trigonometría, inglés y ciencia de ordenadores.
Yefim le dio un revés a Kenny en la rodilla:
—Lazos dorados, tío. ¿Y tú qué?
Yefim se puso de pie, tiró el cigarrillo a la alfombra y lo apagó con la punta de la bota. Levantó la mesa del suelo y la dejó en su sitio. Pavel y él se quedaron mirándose el uno al otro durante un buen minuto, sin parpadear, limitándose a respirar por la nariz.
—Tienes dos días —le dijo Yefim a Kenny—. Después de eso, despídete de la familia. Tú ya me entiendes, ¿no?
—Sí, sí —dijo Kenny—. Por supuesto. Claro.
Yefim asintió. Se dio la vuelta, me extendió la mano y yo se la estreché. Me miró a los ojos. Los suyos eran como zafiros líquidos y me recordaron la llama de una vela derritiendo una superficie de cera.
—¿Cómo te llamas, amigo mío?
—Patrick.
—Patrick —se llevó una mano al pecho—. Yo soy Yefim Molkevski. Este es Pavel Reshnev. ¿Sabes quién es Kirill?
Ojalá no lo supiera.
—Supongo que te refieres a Kirill Borzakov.
Asintió:
—Muy bien, amigo mío. ¿Y quién es Kirill Borzakov?
—Un hombre de negocios checheno.
Otra señal de asentimiento:
—Un hombre de negocios. Estupendo. Pero no es de Chechenia. En este país, a cualquier empresario eslavo se le considera checheno o… —escupió en la alfombra—, georgiano. Pero Kirill, como Pavel y yo, es moldavo. Nos llevamos a la chica.
—¿Cómo? —protesté.
Pavel atravesó el comedor y arrancó a Sophie de la pared. La muchacha no gritó, pero gimoteó lo suyo, agitando esas manos que tenía a la altura de las orejas como si quisiera ahuyentar a unas avispas. La mano libre de Pavel seguía embutida en el bolsillo de la chaqueta.
Yefim chasqueó los dedos y extendió la palma de la mano en mi dirección:
—Dámela.
Los ojos se le oscurecieron de golpe:
—Patrick, compadre, hasta ahora te has portado muy bien. Sigue así, tío —empezó a bailotear con los dedos—. Vamos. Dame la pistola que tienes en el bolsillo izquierdo.
Sophie dijo, «Suéltame», pero sin la menor convicción: solo le quedaban lágrimas y resignación.
Pavel se había vuelto hacia mí, con la mano en el bolsillo, esperando instrucciones. Bastaba con que Yefim estornudase para que Pavel me metiera una bala en el cerebro en un decir Jesús.
Los dedos de Yefim reemprendieron el baile.
Sosteniendo la culata con dos dedos, saqué la Sig del bolsillo y se la pasé a Yefim. Se la metió en el suyo y me dedicó una pequeña reverencia:
—Gracias, compadre.
Acto seguido, le dijo a Kenny:
—Nos la llevamos. Igual hacemos que nos fabrique otro. O igual nos da por probar con ella la pistola nueva de Pavel, ¿sabes? Y la cosemos a balazos.
Sophie chillaba y no dejaba de llorar, unos chillidos húmedos y entrecortados. Pavel la agarró con más fuerza, pero aparte de eso, no podía parecer más despreocupado.
—En cualquier caso —les dijo Yefim a Kenny y a Helene—, ahora es nuestra. No volverá a ser vuestra. Encontrad a la otra chica. Devolvedle a Kirill lo que es suyo. Tenéis hasta el viernes. Y no la volváis a cagar, sacos de mierda.
Chasqueó los dedos y Pavel arrastró a Sophie, por delante de Helene y de mí, hacia las puertas correderas de cristal.
Yefim me atizó un puñetazo cariñoso en el hombro:
—A seguir bien, amigo mío.
Mientras salía del comedor, agarró de nuevo el rostro de Helene con sus manazas y le estampó otro beso en la frente, seguido del tradicional empujón. Esta vez, la pobre se cayó de culo.
De espaldas a nosotros, levantó el dedo medio:
—No me dejes colgado, Kenny, o yo mismo te colgaré con mis propias manos.
Dicho lo cual, desaparecieron. En cuestión de segundos, sonó el motor de una camioneta al ponerse en marcha y yo me lancé a la ventana de la cocina a tiempo para ver cómo una Dodge Ram salía pitando desde la parte posterior de la casa.
—¿Tenéis otra pistola? —pregunté.
—¿Cómo?
Miré a Kenny:
—Otra pistola.
—No, tío. ¿Por qué?
Estaba mintiendo, claro está, pero yo no tenía tiempo para discutir:
—Mira que llegas a ser cabrón, Kenny.
Se encogió de hombros, encendió un cigarrillo y luego me pegó un berrido cuando le agarré las llaves del coche que había dejado sobre la encimera de granito y eché a correr hacia la puerta principal.
Había un Hummer amarillo en la entrada. La prueba evidente de Hasta Qué Punto Metió La Pata Detroit. Un mastodonte totalmente inútil que tragaba tanta gasolina que hasta los jeques árabes se negaban a conducirlo. Y todavía nos sorprendimos cuando General Motors le pidió árnica al Gobierno.
Tuve la Dodge Ram a la vista cosa de medio minuto mientras me subía al Hummer. Iba dando tumbos por el campo, ahora arriba, ahora abajo, con el pelo rubio de Pavel bien visible tras el volante. Cuando salieron del prado, enfilaron hacia el este, en dirección a la verja de la entrada, y los perdí de vista, pero intuí que había por lo menos un cincuenta por ciento de posibilidades de que pillaran la Ruta Uno. Cuando salí de Sherwood Forest Drive y enfilé el Robin Hood Boulevard, las marcas de sus neumáticos me indicaron que, al salir, se habían dirigido hacia la Ruta Uno. Le di al gas todo lo que pude, pero tampoco era cuestión de exagerar y acabar pegado al culo de su vehículo.
Aunque casi lo logré. Llegué a un punto alto de la carretera comarcal por la que iba, y ellos estaban en un punto bajo, plantados ante un semáforo en rojo situado junto a una mezcla de colmado y estafeta de correos. Intenté reducir la velocidad de la manera más despreocupada posible mientras, al mismo tiempo, mantenía la cabeza baja, como si estuviese consultando un mapa abierto en mi regazo, pero intentar pasar desapercibido al volante de un Hummer amarillo es como entrar desnudo en una iglesia y confiar en que nadie se fije en ti. Cuando levanté la vista, el semáforo se había puesto verde y ellos apretaron el acelerador y salieron de ahí a buena velocidad, pero sin que las ruedas chirriaran.
Al cabo de un par de kilómetros, llegaron a la Ruta Uno y siguieron en dirección norte. Les di treinta segundos de ventaja y salí tras ellos. El tráfico no era excesivo, pero tampoco es que no hubiera nadie, así que conseguí quedarme a varios coches de distancia del suyo y a dos carriles. Cuando intentas pasar desapercibido en un Hummer amarillo, cualquier cosa ayuda.
Solo un suicida se mete con matones rusos. Y a mí me gustaba vivir. Mucho. Tanto que no pensaba pasar de un seguimiento discreto hasta que vi cómo se llevaban a Sophie. En cuanto obtuviera una dirección, llamaría a la policía y me desentendería del asunto.
Y eso es lo que le conté a mi esposa.
—Deja de seguirlos —me dijo—. Ahora mismo.
—Tampoco estoy encima de ellos. Me separan cinco coches y dos carriles. Y ya sabes lo bueno que soy con los seguimientos.
—Lo sé. Pero ellos podrían ser aún mejores. Y tú estás conduciendo un puto Hummer amarillo. Apunta la matrícula, llama a la policía y apártate.
—¿Tú crees que tienen el coche registrado legalmente? Por favor…
—Hazme un favor —dijo Angie—. Esos tíos representan un grado de peligro absolutamente diferente. Hasta Bubba cree que los mafiosos rusos están demasiado locos para tratar con ellos.
—Soy de la misma opinión —admití—. Me voy a limitar a observar e informar. Han secuestrado a una adolescente, Ange.
En ese momento, oí a mi hija decir «Hola, papá» al fondo.
—¿Quieres hablar con ella? —preguntó Angie.
—Eso es un golpe bajo.
—Yo nunca te dije que jugase limpio.
Pasé junto al Gillette Stadium, a la derecha. Sin partido, se veía enorme y solitario. Junto a él había un centro comercial con unos pocos coches en el aparcamiento. Ahí delante, Pavel encendió el intermitente de la derecha y se pasó al carril de la derecha.
—Pronto estaré en casa. Te quiero —dije, y colgué.
Cambié de carril, luego me pasé al siguiente. Solo había un PT Cruiser rojo entre mi Hummer y su Ram, así que mantuve una distancia de cien metros.
En el siguiente cruce, la camioneta giró a la derecha por la calle North y luego efectuó un rápido giro, también a la derecha, hasta un terreno lleno de tráileres de tractor ante una larga terminal blanca de distribución. Desde la carretera, pude ver cómo la Ram circulaba por un camino de tierra paralelo a una fila de tráileres de tractor y cómo, acto seguido, torcía a la izquierda hacia la parte de atrás de la terminal.
Me colé en el terreno y les seguí. A mi derecha se alzaba un muro de contención junto al paso elevado de la Ruta Uno. Debajo de él, los trenes de carga y de pasajeros circulaban hacia el norte, a la ciudad, o hacia el sur, a Providence. A mi izquierda estaban los tráileres dispuestos hacia sus muelles de carga. En uno de estos, unos cuantos tipos fornidos empujaban unas gruesas tiras de plástico para cargar cajas en un tráiler con matrícula de Connecticut.
Al final del sendero, las vías del ferrocarril se extendían a mi derecha mientras el polvoriento camino de tierra giraba hacia la izquierda. También yo doblé a la izquierda, alrededor de la terminal. La camioneta estaba plantada en mitad del sendero, a unos quince metros de distancia. Las luces de aparcar estaban encendidas. El motor ronroneaba. La puerta del pasajero estaba abierta de par en par.
Yefim saltó del asiento del pasajero y colocó un silenciador en el extremo de un arma semiautomática. Durante el tiempo que tardé en hacerme cargo de la situación, él dio cinco pasos y extendió el brazo. El primer disparo le hizo un agujero a mi parabrisas. Los siguientes cuatro tiros se cargaron las ruedas delanteras. Los neumáticos empezaban a sisear cuando el sexto balazo le abrió otro boquete al parabrisas. Al agujero le salían venas. Las venas se fueron ensanchando rápidamente y el parabrisas reventó, haciendo un ruido muy similar al de las palomitas en un microondas. Luego se vino abajo. Dos tiros más se empotraron contra el capó, aunque no sé exactamente en qué partes, pues me hallaba hecho un ovillo en el asiento delantero, cubierto de cristales.
—Eh, tío —dijo Yefim—. Eh, tío.
Me sacudí un poco los vidrios del pelo y de las mejillas.
Yefim se asomó al Hummer, con los codos en el marco de la ventanilla y la pistola con silenciador colgada de la mano derecha.
—A ver, los papeles del coche.
—Ahí has estado bien —dije mientras miraba su pistola.
—Ni bien ni hostias —repuso—. Esto va en serio. Permiso de conducir y documentación del vehículo —golpeó el marco de la ventanilla con el silenciador—. Ahora mismo, ¡joder!
Me incorporé y me puse a buscar los papeles. Los acabé encontrando embutidos en la visera del techo. Se los pasé, junto a mi carné de conducir. Le echó un buen vistazo a todo y me devolvió los papeles del coche.
—Está a nombre de ese mierda de Kenny. El mierda de Kenny conduce una mierda de coche amarillo para maricones. Un Hummer. Sabía que no podía ser tuyo. Tú tienes demasiada clase, tío.
Me sacudí unos cristalitos del abrigo:
—Gracias.
Se abanicó con mi carné de conducir y luego se lo guardó en el bolsillo.
—Esto me lo quedo, ¿sabes, Patrick Kenzie de la calle Taft? Me lo quedo para que te acuerdes de mí. Para que sepas que sé quién eres y dónde vives con tu familia. Porque tú tienes una familia, ¿verdad?
Asentí.
—Pues vuelve con ella —me dijo—. Y dales a todos un buen abrazo.
Arañó la puerta con la pistola por última vez y echó a andar de regreso a la camioneta. Se subió a ella, cerró la puerta y se largó.