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Aparentemente, el actual domicilio de Helene McCready constituía todo un avance con respecto al apartamento de Dorchester el que, hasta fecha muy reciente, había considerado adecuado para criar de la peor manera posible a su hija. Helene y Kenny Hendrick vivían en el número 133 de Sherwood Forest Drive, en Nottingham Hill, una comunidad protegida por verjas situada a unos cuatro kilómetros de la Ruta Uno, en Foxboro. Todo lo que yo sabía de Foxboro era que el equipo de los Patriots jugaba allí ocho veces al año y que no estaba demasiado lejos del centro comercial de productos de ocasión de Wrentham. Aparte de esos dos datos de un interés más que discutible, no sabía nada. Se acabó lo que se daba. Resultó que Foxboro también acogía media docena de comunidades de apartamentos bautizadas con nombres adorables. De camino a Nottingham Hill (Colina de Nottingham), pasé por Bedford Falls (Cataratas de Bedford), Juniper Springs (Manantiales de Enebro), Wuthering Heights (Cumbres Borrascosas) y Fragrant Meadows (Arroyos Fragantes). Todas ellas, como ya he comentado, con su correspondiente verja de acceso. Francamente, no entendía a qué venía lo de la verja, pues Foxboro tenía un índice de criminalidad muy bajo. Como no fuese una plaza de aparcamiento en un día de partido, no tenía ni idea de lo que se podría robar aquí, a no ser que se produjera una repentina escasez de utensilios para barbacoa o de segadoras eléctricas.

La verja de Nottingham Hill no era difícil de burlar porque no había nadie que la vigilara. Un rótulo en la garita rezaba: «Durante el día, marque el 958 si necesita contactar con Seguridad». Un poco más allá de dicha garita, el camino principal, Robin Hood Boulevard, se bifurcaba. Las cuatro flechas de la izquierda me conducían a Loxley Lane, Tuck Terrace, Scarlett Street y Sherwood Forest Drive. La carretera era recta y lo que había al final parecía ser la típica subdivisión de clase media que esperaba encontrar.

A la derecha, por el contrario, las flechas prometían conducirme a Archer Avenue, Little John Lane, Yorkshire Road y Maid Marian’s Meeting House, pero la carretera solo llevaba a una colección de montículos de arena con una solitaria azada amarilla en lo alto de uno de ellos. En algún momento del boom inmobiliario de Nottingham Hill, la burbuja había explotado.

Pillé el desvío de la izquierda y encontré el número 133 de Sherwood Forest Drive al final de un callejón sin salida. Por aquí, los patios traseros eran de la misma arena oscura que los montículos que ocupaban el lugar de la supuesta Casa de Encuentros de la Doncella Marian y, tanto el 131 como el 129 estaban vacíos, con los permisos de construcción colgados todavía de las ventanas, salpimentados de serrín. Sin embargo, los jardines delanteros eran de hierba verde, incluso los de las casas vacías, lo cual significaba que aún quedaba alguien en la constructora que creía en el pulcro mantenimiento de la zona. Le di la vuelta al callejón sin salida, con la suficiente parsimonia como para observar que las cortinas estaban corridas en las ventanas de Helene y Kenny. Por lo menos las que daban al norte, al sur y al oeste. Las del este daban a los montículos de arena de atrás, por lo que no podía verlas. Pero algo me decía que también lo estarían. Mientras recorría el callejón, conté otros dos letreros de SE VENDE, uno de ellos con un letrerito más pequeño colgando debajo que rezaba: ES UNA GANGA. HAGA UNA OFERTA. POR FAVOR.

Me desvié por Tuck Terrace y aparqué junto a un rancho a medio acabar que había al final de otro callejón sin salida. Las casas a derecha e izquierda estaban terminadas. Pero vacías. El césped y los matorrales estaban recién plantados y verdes como tréboles, incluso en diciembre, aunque el sendero de entrada seguía esperando que lo pavimentaran. Atravesé el esqueleto del rancho a medio construir del 133 de Tuck Terrace y recorrí un acre de arena cobriza con estacas de madera unidas por hilo azul que marcaban la extensión del futuro patio trasero. Se trataba del típico modelo seudoitaliano de dos plantas, con pretensiones de casa señorial, tan predecible que, desde el patio trasero, podía oler el granito de las encimeras de la cocina y el jacuzzi del baño principal.

La verdad es que había metido la pata cuarenta veces al acercarme a mi objetivo. Había pasado por delante con tal lentitud que hasta un basset con tres patas y la cadera chunga podría haberme lamido. Había aparcado el coche por las inmediaciones… Vale, a una manzana de distancia, pero eso no era plan. Me había acercado al objetivo a campo abierto. No había ido de noche. Aparte de quedarme plantado delante, con un cartel que pusiera HERMANO, ¿NO TENDRÁS UNA LLAVE DE LA CASA?, no sé qué más podría haber hecho para dar el cante.

Lo inteligente habría sido pasar frente a la casa sin parar, confiar en que alguien de dentro me tomara por un supervisor de terrenos o un carpintero de últimos retoques y salir pitando hacia mi hogar. En vez de eso, decidí que hasta el momento la suerte me sonreía, pues no había visto ni un alma desde que llegué a la zona. Ya sé que es una estupidez creer en la suerte, pero lo hacemos cada vez que cruzamos una calle llena de coches.

Y la mía seguía sonriéndome. Las puertas correderas de detrás las habría abierto hasta Gabby. O incluso yo con mis oxidadas habilidades para allanamientos de morada. Me cargué la cerradura con un llavero abre botellas y una tarjeta de crédito. Entré en la cocina y me quedé esperando junto a la puerta por si se disparaba una alarma. Cuando vi que eso no sucedía, subí a toda prisa las escaleras enmoquetadas que llevaban a la planta superior. Revisé todos los dormitorios para comprobar que no había nadie en ellos y luego volví a bajar.

Conté hasta nueve ordenadores en el salón. El más cercano lucía una etiqueta de color rosa en la que ponía BCBS, HPIL. El siguiente mostraba una pegatina amarilla: BOA, CIT. Pulsé una tecla del primer ordenador y salió un ruidito de la pantalla. Por un instante, pude ver un salvapantallas con una imagen del Pacífico, y luego todo se volvió de color verde lima y cuatro figuritas con las caras de los protagonistas del programa Different Strokes se pusieron a bailar por la pantalla. Apareció un globo junto a la cabeza de Willis y parpadeó un cursor. Arnold dijo: «¿De qué estás hablando, Willis?». Kimberly andaba pegando tiros cuando adoptó una expresión fatalista y dijo: «Contraseña, gilipollas». Apareció un cronómetro en el globo con los pensamientos del señor Drummond. La cuenta atrás empezaba en el diez y, mientras tanto, Kimberly hacia un estriptís, Arnold se disfrazaba de guardia de seguridad y Willis se subía a un descapotable y lo estrellaba de inmediato. Mientras el coche ardía, el reloj situado sobre la cabeza del señor Drummond explotó y la pantalla se fundió en negro.

Llamé a Angie.

—¿Todo el reparto de Different Strokes?

—Ahora que lo dices, la señora Garrett no estaba.

—Debe de ser la temporada de Facts of life —me aclaró—. ¿Qué has encontrado?

—Ordenadores con contraseñas. Nueve en total.

—¿Nueve contraseñas?

—Nueve ordenadores.

—Son muchos ordenadores para un salón sin amueblar. ¿Has encontrado ya el cuarto de Amanda?

—No.

—Mira si ahí hay un ordenador. Los críos suelen pasar de contraseñas.

—Vale.

—Si puedes acceder, consígueme una dirección IP y los servidores de entrada y de salida. La mayoría de la gente, por muchos ordenadores que tengan, utilizan un único servidor. Si yo no puedo piratearlo, conozco a alguien que sí.

—¿Con quién tratas en la red?

Colgamos y subí a los dormitorios. El de Helene y Kenny era como me lo había imaginado: baúl y cómoda de baratillo, convenientemente cubiertos de ropa arrugada, una caja en el suelo, ni hablar de mesitas de noche, latas vacías de cerveza a un lado de la cama y vasos vacíos con algún residuo pringoso al otro. Cigarrillos en el suelo, moqueta guarra.

Revisé el baño principal, le dediqué una sonrisa al jacuzzi y pasé al siguiente dormitorio. Pulcro y vacío. La cómoda de madera falsa, el baúl, la cama y la mesita de noche a juego ofrecían un aspecto barato, pero respetable. Los cajones estaban vacíos y la cama hecha. En el armario había doce perchas, correctamente espaciadas, de las que no colgaba nada.

La habitación de Amanda. No había dejado nada atrás a excepción de las perchas y las sábanas de la cama. Bueno, sí, en la pared había dejado un jersey de los Red Sox, enmarcado y firmado por Josh Beckett, y un calendario con fotos de perritos. Era el primer detalle sensible que podía otorgarle. Aparte de eso, me quedé con la misma impresión de pulcritud que le había adjudicado desde un buen principio.

El cuarto de enfrente ya era otra cosa. Parecía como si alguien lo hubiese metido en una batidora, le hubiera dado al botón y, acto seguido, le hubiese quitado la tapa. La cama estaba oculta bajo un gurruño de manta, edredón, pantalones, jersey, camiseta, chaqueta vaquera y pantalones cargo modelo Capri. La cómoda lucía cajones abiertos y un espejo. Sophie había insertado fotografías a uno y otro lado del espejo, entre el cristal y el marco. Muchas de ellas eran de un muchacho en los últimos momentos de su adolescencia, Zippo, o eso supuse. Solía llevar una gorra de los Sox puesta de lado. Una hilera de pelos le unía las orejas a guisa de barbuquejo, y le salía una perillita entre el labio inferior y el mentón. Tatuajes en el cuello y aros de plata clavados en las cejas. En la mayoría de las fotos, tenía el brazo en torno a Sophie. Y en todas blandía una botella de cerveza o un vaso rojo de plástico. Sophie sonreía a más no poder, pero parecía estar ensayando, buscando la sonrisa que encajara con lo que la gente esperaba. Sus ojos parecían sensibles a la luz, pues en cada imagen se la veía a punto de cerrarlos. Sus dientecitos asomaban inseguros tras la sonrisa. No era fácil imaginársela feliz. Por encima y por debajo de las fotos había postales de clubs con fechas atrasadas: la mayoría, de la pasada primavera y el último verano. Todos los locales eran para mayores de veintiún años.

Era evidente que Sophie cultivaba un aspecto de mayor de veintiuno. Pero aún se le notaba la grasa infantil que le colgaba de la barbilla o le cubría los pómulos. Si la dejaban entrar en los clubs, lo hacían a sabiendas de que era menor de edad. Casi todas las fotos eran de ella y Zippo; había dos de ella con otras amigas: no reconocí a ninguna y ninguna era Amanda, aunque ambas fotos habían sido cortadas por la izquierda, amputándole el brazo a Sophie donde se suponía que estaba tocando a alguien.

Registré el cuarto y encontré unas pastillas que no reconocí, pero cuyas etiquetas me hicieron pensar en medicina holística. Les saqué fotos con mi PDA y seguí adelante. Encontré varias pulseras de tela, las suficientes como para intuir cierto fetichismo por las pulseras de tela o algún otro motivo. Les eché un buen vistazo. La mayoría estaban apiladas en el estante superior del armario, pero había algunas mezcladas con el desbarajuste general.

Aparté las mantas de la cama y la ropa tirada y encontré el ordenador portátil que me estaba esperando, con el piloto parpadeando. Lo abrí y me recibió un salvapantallas de Sophie y Zippo, haciendo ese típico gesto «gangsta» de los dos dedos que los definía de inmediato como blancos con aspiraciones de pandillero. Cliqué dos veces en el icono de Apple situado en la esquina superior izquierda de la pantalla y recorrí el camino hacia el panel de control sin problemas de contraseña. Ahí descubrí la información sobre el servidor IP que necesitaba Angie, lo copié todo en la PDA y se lo envié.

Volví a la pantalla principal y luego cliqué en el icono del correo.

Sophie no borraba gran cosa. Su buzón de entrada tenía 2.871 mensajes que se remontaban a un año atrás. El buzón de salida contenía 1.673 mensajes, almacenados también desde hacía un año. Llamé a Angie para contarle lo que había encontrado:

—Con los datos del IP, ¿puedes piratearlo?

—Pan comido —repuso—. ¿Cuánto tiempo llevas ahí?

—No sé. Veinte minutos.

—Eso es mucho tiempo para estar en casa de una gente que no tiene horarios laborales normales.

—Sí, mamá.

Me colgó.

Lo volví a dejar todo como lo había encontrado y me dirigí a la planta baja. En el salón encontré una caja de cartón llena de correo: estaba sobre la mesa de juego del centro. El correo en cuestión no tenía nada de especial —casi todo eran facturas de compañías de servicios, algunas correspondientes a tarjetas de crédito y estados de cuenta— hasta que me fijé en los nombres y las direcciones de los destinatarios. Ninguno de ellos vivía aquí. Había cartas para Daryl Bousquet de Westwood, Georgette Bing de Franklin, Mica Griekspoor de Sharon, Virgil Cridlin de Dedham… Hojeé el montón y conté otros nueve nombres, todos ellos de gente que vivía por las inmediaciones: en Walpole, Norwood, Mansfield y Plainville. Miré a través del pórtico, hacia el salón y el montón de ordenadores. La casa apenas tenía muebles, los que había procedían de una tienda de saldos y no tenía la menor lógica que alguien pensara tirarse diez años allí. Nueve ordenadores. Correo robado. Si le dedicaba al asunto una horita más, acabaría encontrando partidas de nacimiento de niños muertos desde hacía décadas. Me apostaría lo que fuese.

Volví a mirar el correo. Pero ¿por qué eran tan tontos? ¿Para qué proteger los ordenadores con contraseñas si se olvidaban de conectar las alarmas de la casa? ¿Para qué elegir un sitio perfecto para sus timos —una casa al final de un callejón sin salida de una edificación sin acabar— si luego dejaban a la vista de cualquiera una caja llena de cartas robadas?

Le eché un vistazo a la cocina y no encontré más que alacenas vacías, una nevera llena de comida para llevar en cajas de poliuretano, cerveza y un paquete de doce Coca Colas. Cerré la última alacena y recordé lo que había dicho la compañera de clase de Amanda sobre el microondas.

Lo abrí y lo inspeccioné. Era un microondas. Interior blanco, luz amarilla, bandeja circular. Estaba a punto de cerrarlo cuando noté un fuerte olor acre y le eché otro vistazo a las paredes interiores. Eran blancas, sí, pero había una capa extra de blanco. Cuando incliné la cabeza y ajusté la vista, detecté la misma película en la bombilla amarilla. Me hice con un cuchillo para cortar mantequilla y rasqué ligeramente una de las paredes: lo que salió fue un polvo fino, blanco y ligero como el talco.

Cerré la puerta del microondas, devolví el cuchillo al cajón y regresé al salón. Fue entonces cuando escuché que se abría la cerradura de la puerta principal.

No la había visto en persona en once años. Y ya me parecía bien. Pero ahí estaba ahora, recién entrada en su salón, sus ojos clavados en los míos. Había ganado algo de peso, sobre todo en las caderas, en la cara y a los lados del cuello. Tenía más manchas en la piel. Los ojos azules, que siempre habían constituido su mayor atractivo, seguían siendo los mismos. Los tenía abiertos de par en par, bajo esa pelambrera de color jengibre de la que asomaban unas raíces grises, y de su boca abierta, en un óvalo arrugado, intentaba salir alguna palabra.

La situación no era como para decir que yo había ido a arreglar el triturador de basura, así que le ofrecí una sonrisa que no dudo en calificar de triste, extendí los brazos y me encogí de hombros.

—¿Patrick? —dijo ella.

—¿Qué tal andas, Helene?