13

Nos encontramos con Andre Stiles frente a las oficinas del Departamento de Niños y Familias en la calle Farnsworth y echamos a andar por Seaport, bajo una leve llovizna, hacia una taberna de la calle Sleeper.

Una vez que tomamos asiento y le pedimos nuestras consumiciones a la camarera, dije:

—Gracias por atendernos tan rápidamente, señor Stiles.

—Por favor —repuso—, no me llames «Señor». Basta con Dre.

—Pues Dre.

Tendría treinta y siete o treinta y ocho años, el pelo castaño y corto, que se agrisaba en las sienes y en los extremos de la perilla. Iba bien vestido para tratarse de un asistente social: jersey negro de algodón de cuello alto, tejanos azul oscuro más bonitos que los de Gap y un abrigo negro de cachemira ribeteado en rojo.

—Bueno —dijo—. Sophie.

—Sophie.

—Ya habéis conocido a su padre.

—Pues sí —dijo Angie.

—¿Y qué pensáis de él?

La camarera nos trajo las bebidas. Dre sacó la rodaja de limón de su vodka con tónica, removió el líquido y luego dejó la caña que había usado junto a la rodaja de limón. Sus dedos se movían con la segura delicadeza de los de un pianista.

—El padre —dije—. Menudo elemento, ¿no?

—Si por «elemento» entiendes «cabronazo», sí.

Angie se echó a reír y le dio un sorbo a su copa de vino.

—No uses eufemismos, Dre —dije.

—No, por favor —añadió Angie.

Dre tomó un trago de su bebida y mascó un trozo de hielo.

—En muchos de los chavales con los que trato, el problema no es él. Lo que pasa es que al crío le tocó un capullo en el sorteo de padres. O dos. Podría soltaros un rollo políticamente correcto al respecto, pero ya lo hago bastante en el trabajo.

—Pasamos de la corrección política —le aseguré—. Te agradeceremos cualquier cosa que nos cuentes.

—¿Cuánto tiempo lleváis ejerciendo de investigadores privados?

—Yo me he tomado cinco años sabáticos —repuso Angie.

—¿Y cuándo acabaron?

—Esta misma mañana —afirmó.

—¿Lo echabas de menos?

—Eso creía —repuso Angie—. Pero ya no estoy tan segura.

—¿Y tú? —me preguntó—. ¿Cuánto llevas en eso?

—Demasiado —me inquietó la sinceridad de mi respuesta—. Desde que tenía veintitrés años.

—¿Alguna vez has pensado en dedicarte a otra cosa?

—Cada día con más frecuencia. ¿Y tú?

Negó con la cabeza:

—Esta ya es mi segunda carrera.

—¿Cuál fue la primera?

Se terminó la copa y le hizo una señal a la camarera. A mí aún me quedaba medio whisky y a Angie dos tercios del vino, así que señaló hacia su propio vaso y levantó un dedo.

—Mi primera carrera, la de médico —declaró— como lo oís.

De repente, se entendía a la perfección lo de sus delicados dedos.

—Tú te crees que la cosa consiste en salvar vidas, pero no tardas mucho en descubrir que es un tema de facturación, como cualquier otro negocio. ¿Cuántos servicios puedes realizar al precio más alto posible y gastando lo mínimo en material y mano de obra? En cuanto se presenta la oportunidad, agarras a alguien, le aplicas un tratamiento, le sacas lo que puedes y lo envías de vuelta a la calle.

—Deduzco que ahí se acabó tu interés por la corrección política, ¿no? —dijo Angie.

Dre se echó a reír mientras la camarera le traía la copa:

—Me echaron por insubordinación de cuatro hospitales, todos ellos en un área de diez kilómetros cuadrados. Estoy convencido de que es algún tipo de récord. El caso es que ya no había quien me contratara en esta ciudad. Vale, me podría haber trasladado a, no sé, New Bedford o algún sitio así. Pero me gusta la ciudad. Y un buen día me desperté y me di cuenta de que mi vida me daba asco, de que odiaba lo que estaba haciendo con ella. Había perdido la fe —se encogió de hombros—. Al cabo de un par de días, vi una oferta de trabajo en el DNF y aquí estoy.

—¿Echas de menos la medicina?

—A veces. ¿Con mucha frecuencia? Ni hablar. Es como cualquier relación que no funciona: seguro que hubo buenos momentos, porque si no, ¿para qué te habrías embarcado en ella? Pero en general me estaba matando. Ahora tengo horarios normales, realizo un trabajo del que me siento orgulloso y de noche duermo como un bebé.

—¿Qué tipo de trabajo hiciste con Sophie Corliss?

—Principalmente confidencial. Vino en busca de ayuda y yo se la ofrecí. Es una cría que está muy perdida.

—¿Y el motivo por el que abandonó la escuela?

Hizo una mueca de disculpa:

—Me temo que eso es confidencial.

—No consigo hacerme una idea concreta de ella —le dije.

—Porque no la hay. Sophie es una de esas personas que… Vaya, que entró en la adolescencia sin ninguna habilidad especial, sin ambición de ningún tipo y sin la menor idea de quién era. Es lo suficientemente lista para saber que tiene deficiencias, pero no lo bastante como para saber en qué consisten. Y aunque lo supiera, ¿qué podría hacer al respecto? Tú no puedes decidir que te apasionarás por algo. No puedes fabricarte una vocación. Sophie es como un flotador. Va por ahí bogando a la espera de que aparezca alguien que le diga adónde ir.

—¿Llegaste a conocer a una amiga suya llamada Amanda? —le preguntó Angie.

—¡Ah! —repuso Dre—. Amanda.

—¿La viste?

—Si te encontrabas con Sophie, te encontrabas con Amanda.

—Eso he oído —dije—. Algunas compañeras de la escuela hablaban del Síndrome de Mujer Blanca Soltera Busca.

—La cosa no era tan grave, aunque entiendo que unas cuantas chicas del instituto no aprecien ciertas distinciones.

—¿Qué distinciones?

—¿Tú has visto a Amanda?

—La conocí hace mucho tiempo, cuando la…

—Espera un momento —dijo Dre, empujando la silla ligeramente hacia atrás—. Tú eres el tío que la encontró en los años noventa, ¿no? Coño, ya sabía yo que tu nombre me resultaba familiar.

—Pues eso es lo que hay.

—¿Y ahora la vuelves a buscar? Resulta algo irónico —negó con la cabeza—. Bueno, yo no sé cómo era entonces, pero ahora Amanda es una chica estupenda. Puede que demasiado, ¿sabes? Nunca he conocido a nadie, de ninguna edad, que estuviera tan seguro de sí mismo. Vamos a ver, encontrarse a gusto en la propia piel ya resulta extraño a los sesenta, así que imagínate a los dieciséis. Amanda sabe perfectamente quién es.

—¿Y quién es?

—No te sigo.

—Ya hemos oído a mucha gente hablar de lo estupenda que es Amanda, y tú la describes como alguien que sabe perfectamente quién es. Mi pregunta es: ¿quién es?

—Es quien le convenga ser. Es la adaptación personificada.

—¿Y Sophie?

—Sophie es… flexible. Se apuntará a cualquier filosofía que la acerque a los más listos de la clase. Amanda se adapta a lo que el grupo cree que quiere. Y vuelve a lo suyo en cuanto sale de la habitación.

—Tú la admiras.

—«Admirar» es excesivo, pero reconozco que es una cría que impresiona. Nada le afecta. Nada puede alterar su voluntad. Y solo tiene dieciséis años.

—Vale, la chica impresiona —reconocí—. Pero me gustaría que hubiese alguien, aunque solo fuera una persona, que dijera de ella algo cómico o tierno o… no sé… desastroso.

—Amanda no es así.

—Eso parece.

Intervino Angie:

—¿Qué me dices de un chaval llamado Zippo? ¿Has oído hablar de él?

—El novio de Sophie. Creo que en realidad se llama David Lighter. O Daniel. No estoy seguro.

—¿Cuándo viste a Sophie por última vez?

—Hace dos semanas, tal vez tres.

—¿Y a Amanda?

—Más o menos igual.

—¿Y a Zippo?

Se acabó la copa de un trago.

—¡Mierda! —exclamó.

—¿Qué ocurre?

—También hace tres semanas que lo vi. Todos… —nos miró fijamente.

—Han desaparecido —dijo Angie.

Nuestra hija salió de la jungla de metal que había en medio del Parque Ryan. Llevaba nevando desde la puesta del sol. Bajo el armatoste metálico había treinta centímetros de arena, pero me mantuve cerca por si las moscas.

—Así pues, detective… —dijo Angie.

—Di, aprendiz de detective.

—¡Ah!, ahora soy aprendiz de detective, ¿no? Hay que ver lo que cuesta prosperar en este oficio.

—Serás aprendiz de detective durante una semana. Luego te ascenderé.

—¿Y en qué te basarás?

—En una sólida investigación y en cierta inventiva nocturna cuando se apaguen las luces.

—Eso es acoso sexual, ¿sabes?

—La semana pasada, un acoso semejante hizo que no recordaras ni tu nombre.

—Mamá —intervino Gabby—, ¿por qué te olvidaste de tu nombre? ¿Te diste un golpe en la cabeza?

—Muy bonito —me dijo Angie, y luego se dirigió a la niña—: No, mamá no se dio un golpe en la cabeza. Pero tú sí que te lo vas a dar si no prestas atención. Cuidado con esa barra. Tiene hielo.

Mi hija me miró con expresión fatalista.

—Haz caso a la jefa —le dije.

—Bueno —siguió Angie mientras Gabby volvía a encaramarse—, ¿qué hemos descubierto hoy?

—Hemos descubierto que Sophie es, probablemente, la chica que habló con la policía y se identificó como Amanda. Hemos descubierto que Amanda es una chica astuta y enrollada. Hemos descubierto que Sophie no. Hemos descubierto que cinco personas entraron en el mismo cuarto y que dos murieron, pero salieron cuatro. Aunque no sepamos qué significa. Hemos descubierto que en este mundo hay un chaval que se llama Zippo. Hemos descubierto que es posible que Amanda haya sido secuestrada porque nadie la cree capaz de darse a la fuga con todo lo que la ata al colegio —contemplé a Angie—. He terminado. ¿Tienes frío?

Los dientes le castañeteaban:

—Nunca tuve la menor intención de salir de casa. ¿Cómo es que nos ha salido una hija esquimal?

—Los genes irlandeses.

—Papá —dijo Gabby—, cógeme.

Dos segundos después de decirlo, se lanzó desde la barra y la recogí en mis brazos. Llevaba orejeras, un chaquetón rosa con capucha y como cuatro capas de ropa debajo, incluyendo leotardos termales: tantas prendas que el cuerpecito atrapado en el interior parecía un guisante dentro de una vaina.

—Tienes las mejillas frías —le dije.

—Qué va.

—Bueno, vale —me la subí a los hombros y la agarré por los tobillos—. Mamá tiene frío.

—Mamá siempre tiene frío.

—Eso es porque es italiana —dijo Angie mientras salíamos del parque de juegos.

Ciao —gorjeó Gabby—. Ciao, ciao, ciao.

—PR no se puede hacer cargo de ella mañana —dentista—, pero sí los siguientes dos días.

—Estupendo.

—¿Y qué vas a hacer tú mañana? —me preguntó Angie—. Cuidado con el hielo.

Pasé por encima del trozo de hielo y llegamos al paso de peatones:

—Más vale que no lo sepas.