12

Mientras se fumaba un cigarrillo, Angie había llamado a Información para que le dieran el número de teléfono de Elaine Murrow en Exeter, New Hampshire. Acto seguido, llamó a la tal Elaine, quien accedió a que nos viéramos.

Nos mantuvimos en silencio durante los primeros minutos de ese trayecto de media hora hacia el Estado del Granito. Angie miraba por la ventanilla los pelados árboles marrones que había a lo largo de la autopista, mientras se deshacía rápidamente en el suelo la escarcha dejada por la nevada de la víspera.

—Solo tenía ganas de saltar por encima de esa mesa y sacarle los ojos de la cara —acabó diciendo.

—Es sorprendente que nunca te hayan invitado al Baile de las Debutantes —repuse.

—Hablo en serio —Angie apartó la vista de la ventanilla—. Se queda ahí sentado, hablando de «valores», mientras envía a su hija a dormir al banco de una estación de autobuses. Y llamándome «Angela», como si me conociera, el muy cabrón. ¡Joder!, no sabes cómo detesto a la gente que hace eso. Y por el amor de Dios, ¿te has fijado en cómo se quejaba de «ese entorno totalmente inadecuado» de la madre? ¿Por qué? ¿Por qué le gustaba la tapioca y ver La palabra con L?

—¿Has terminado?

—¿Que si qué?

—Que si has acabado —le dije—. Porque yo solo fui a buscar información sobre una chica desaparecida que pudiera llevarme a otra chica desaparecida. En fin, ya sabes, lo que se llama hacer mi trabajo.

—¡Ah!, yo pensaba que habías ido a limpiarle los zapatos con la lengua.

—¿Y qué alternativa tenía? ¿Ponerme severo y enviarlo a la mierda?

—Yo no lo he mandado a la mierda.

—Has sido muy poco profesional. El tipo se ha dado cuenta de que lo estabas juzgando.

—¿No es eso lo que dicen de ti en Duhamel?

Maldición. Qué agudeza la suya.

—Pero yo nunca lo he hecho ni la décima parte de mal que tú.

—Ni la décima, ¿eh?

—Ni la décima.

—A ver si lo entiendo. Según tú, ¿me tengo que quedar callada mientras un padre abusivo se recrea en su propia hipocresía?

—Sí.

—Pues no puedo.

—Ya me he dado cuenta.

—Vamos a ver, ¿en eso consiste todo? —protestó—. ¿De eso va este trabajo? ¿Acaso me he olvidado de que se trata de hablar con gente que te provoca sarpullidos?

—A veces es así —le eché un vistazo—. De acuerdo: la mayoría.

El tráfico era más fluido a medida que nos acercábamos a la frontera de New Hampshire. Le di al acelerador hasta que los árboles de la autopista se convirtieron en una imagen borrosa de color marrón.

—¿Intentando acabar el año con una buena multa? —preguntó Angie.

Yo siempre conducía rápido cuando mi hija no iba en el coche. Y Angie lo había aceptado hacía tiempo, de la misma manera que yo toleraba que fumase. O eso creía.

—¿Se puede saber qué mosca te ha picado, guapa? —salté.

El silencio que se hizo a continuación llegó a ser tan espeso que consideré la posibilidad de bajar las ventanillas, pero entonces Angie se repantingó en el asiento, clavó las suelas de los zapatos en la guantera y soltó un largo «aaarrrgghhh». Seguido de un: «Lo siento, ¿vale? De verdad que lo siento. Tienes razón. He sido muy poco profesional».

—¿Te importa repetirlo para que lo grabe?

—Hablo en serio.

—Yo también.

Su rostro adoptó una expresión fatalista.

—De acuerdo, vale —la tranquilicé—. Disculpa aceptada. Y muy agradecida.

—La verdad es que la he cagado.

—No, no es verdad. Casi la cagas. Pero yo lo arreglé. Todo está bien.

—No, no lo está.

—Llevas tiempo sin dedicarte a esto. Estás un poco oxidada.

—Pues sí —se pasó las manos por el pelo—. Estoy cubierta de óxido.

—Pero aún conservas tus habilidades de la hostia con los ordenadores, ¿no?

Sonrió:

—Pues sí.

—Bien. ¿Crees que podrías recurrir a tu Blackberry y buscar en Google a James Lighter?

—¿Y ese quién es?

—Zippo. Veamos si aparece por algún lado.

—¡Ah! —pulsó unas cuantas teclas y luego dijo: «Hombre, pues sí que aparece. Aunque está muy muerto».

—No me jodas.

—No te jodo, su cadáver ha sido identificado en Allston hace cosa de tres semanas.

Me lo leyó en voz alta. El cuerpo de James Lighter, de dieciocho años, había sido hallado en un campo situado detrás de una licorería de Allston el fin de semana siguiente al Día de Acción de Gracias. Le habían disparado dos veces en el pecho. La policía no tenía sospechosos ni testigos.

Hacia la mitad del artículo aparecía su predecible y mierdoso historial: a los seis años, su madre (soltera) se lo había dejado a una amiga para que hiciera de canguro y no habían vuelto a verla. Hasta el momento, Heather Lighter continuaba en paradero desconocido. Su hijo, James, creció en una serie de hogares de acogida. Su última madre adoptiva, Carol Weezy Louise, aparecía diciendo que siempre había sabido que el muchacho acabaría así, o por lo menos desde que le robó el coche a los catorce años.

—Parece que si le robas el coche a Weezy —comenté—, te mereces dos balazos en el pecho.

—Qué desastre —dijo Angie—. Toda una vida resumida en…

Se puso a buscar la palabra adecuada.

—Nada —le ayudé.

—No diré que Sophie fuese una cría perfecta hasta que apareció su padre y se lo cargó todo…

Elaine Murrow estaba sentada en un sofá rojo de metal sin almohadones plantado en el centro del granero restaurado que utilizaba como estudio de escultora. Nosotros ocupábamos unos taburetes rojos puestos frente al sofá. También eran de metal, tampoco tenían cojines y eran tan cómodos como un cuello de botella. El granero era acogedor, pero las esculturas impedían que lo fuese en exceso: todas eran de metal o de cromo y la verdad es que no se sabía muy bien qué pretendían representar. Si tuviera que adivinarlo, yo diría que se trataba de enormes dados. Pero sin números. Y también había una mesa de café —creo que era una mesa de café— en forma de sierra mecánica. Pero bueno, la verdad es que no entiendo el arte moderno y estoy casi seguro de que él tampoco me entiende a mí, así que lo dejamos estar y tratamos de no incordiarnos mutuamente.

—Era hija única —prosiguió Elaine—, así que era un poco malcriada y egoísta. Su madre tenía tendencia al drama y Sophie la heredó. Pero créanme, a Brian nunca le importó una mierda su hija hasta que la madre le dejó. E incluso entonces, lo que más le interesaba era que Cheryl volviese con él para no tener que soportar lo que el rechazo de ella decía de él.

—¿Cuándo empezó a mostrar interés por obtener la custodia? —le pregunté.

Y se echó a reír:

—Cuando se enteró de por quién le había dejado Cheryl. Estuvo en la inopia durante cosa de seis meses. Creyó que vivía con una amiga, no con una novia. En fin, écheme un vistazo: ¿tengo pinta de haber sido heterosexual alguna vez?

Llevaba el pelo de punta, con mucho gel, teñido de blanco. Lucía una camisa a cuadros sin mangas, tejanos oscuros y unas Doc Martens marrones. Por lo que respectaba a Elaine Murrow, lo de «no preguntes, no lo digas» resultaba innecesario.

—A mí no me lo parece —repuse—. Para nada.

—Gracias. Pero el borrico de Brian no lo pilló a la primera.

—¿Y cuándo ató finalmente cabos? —intervino Angie.

—Apareció hecho una furia y dando berridos: «Tú no puedes ser lesbiana, Cheryl. No puedo aceptarlo».

—Y como él no podía aceptarlo —dijo Angie—, no podía ser cierto.

—Exactamente. Cuando por fin le entró en la mollera que Cheryl no solo no pensaba volver con él, sino que, de hecho, estaba muy enamorada de mí y la cosa no era un delirio propio de una crisis de identidad… Pues… —expulsó aire por la boca, inflando y desinflando las mejillas— …toda la rabia de Brian, todos sus sentimientos de alienación y odio a sí mismo, que probablemente llevaban carcomiéndole desde…, no sé…, ¿desde la infancia?… Pues adivinen qué forma tomaron. La de una cruzada moral para rescatar a la hija que nunca conoció de las garras de la inmoralidad. A partir de ahí, cada vez que venía a recoger a Sophie llevaba camisetas con textos adorables como «Dios creó a Adán y Eva, no a Adán y Esteban», o con la palabra «Desevolución» escrita sobre el dibujo de un hombre acostado con una mujer, seguido del de un hombre con otro hombre, seguido del de un hombre con… ¿Usted qué cree?

—Yo apostaría por algún tipo de animal.

Elaine asintió:

—Una oveja —se secó una lágrima que le asomaba por el rabillo del ojo—. Llevaba eso en presencia de una niña, pero a nosotras nos sermoneaba sobre el pecado.

Un perro grandote —medio collie, medio vaya usted a saber qué—. Se coló en el granero reconvertido en estudio a través de una tronera en la parte de atrás. Deambuló entre las esculturas y acabó posando el morro sobre el muslo de Elaine, quien se puso a rascarle la mejilla y la oreja.

—Al final —continuó—, Brian nos atacó con toda su artillería. La armaba cada día. Todas las mañanas, al abrir los ojos, se nos llenaba el cuerpo de temor. Puro temor. ¿Aparecería por uno de nuestros trabajos con una pancarta llena de versículos bíblicos y llamándonos corruptoras de menores? ¿Pediría alguna ridícula orden de alejamiento basándose en supuestas conversaciones mantenidas con Sophie en las que esta le habría confesado que bebíamos, fumábamos canutos y nos lo montábamos delante de la niña? Lo único que hace falta para convertir una batalla por la custodia de un niño en una carnicería es alguien que no le tenga el menor afecto al niño en cuestión. Brian decía lo primero que se le ocurría, por absurdo o ridículo que fuese, se inventaba mentiras y las ponía en boca de Sophie. La cría tenía siete años cuando empezó esta pesadilla. Siete. Los gastos judiciales nos arruinaron, pese a que su reclamación era absurda, cosa que ya le había dicho todo el mundo desde un buen principio. Yo… —se dio cuenta de que estaba rascando demasiado fuerte la oreja del perro. Retiró la mano: estaba temblando.

—Tómese su tiempo —le dijo Angie—. No pasa nada.

Elaine asintió en señal de agradecimiento y cerró los ojos un instante:

—Cuando Cheryl empezó a quejarse de cierta acidez de estómago, yo pensé, «no me extraña», con la tremenda presión a la que estábamos sometidas. Cuando le diagnosticaron cáncer de estómago, recuerdo que yo estaba de pie en la consulta del médico y que me venía a la cabeza la cara de gañán cabrón y estúpido de Brian y pensaba: «¡Joder! Los malos siempre ganan». Y así es, ¿no?

—No siempre —le dije, aunque no estaba convencido.

—La noche en que Cheryl murió, Sophie y yo estuvimos con ella hasta su último aliento. Al final, nos fuimos del hospital a las tres de la mañana. Fuera hacía frío y llovía. Adivinen quién estaba esperándonos en el aparcamiento.

—Brian.

Asintió:

—Tenía una expresión en la cara… Nunca la olvidaré: la boca torcida hacia abajo, el ceño fruncido para aparentar tristeza. Pero los ojos… ¡Joder…!

—Iluminados, ¿no?

—Como si acabara de tocarle la lotería. Dos días después del funeral, apareció con dos policías estatales y se llevó a Sophie.

—¿Se mantuvo usted en contacto con ella?

—Al principio no. Había perdido a mi mujer, y después a la hija que había llegado a considerar como propia. Brian le prohibió que me llamara. Y yo no tenía ningún derecho legal sobre ella. Así pues, tras la segunda visita que le hice en Boston, en la escuela, Brian pidió una orden de alejamiento.

—He cambiado de idea —dijo Angie—. Creo que debería haber sido más severa con semejante capullo. Debería haberle dado una hostia en la laringe.

Elaine esbozó una sonrisa:

—Siempre puedes hacerle otra visita.

Angie le dio unas palmaditas a Elaine en la mano y esta le apretó los dedos y asintió varias veces mientras las lágrimas aterrizaban en los pantalones.

—Sophie empezó a ponerse en contacto conmigo a los catorce, más o menos. A esas alturas, estaba tan confusa y rabiosa ante la pérdida de su madre, que era como hablar con otra persona. Vivía con un falso padre que era un gilipollas, con una falsa madre macizorra y un hermanastro malcriado que la odiaba. O sea, que siguiendo la lógica de la naturaleza, yo me convertí en uno de sus blancos favoritos: ¿por qué había consentido que se la llevaran? ¿Por qué no había hecho lo suficiente para salvar a su madre? ¿Por qué no nos habíamos trasladado a un estado en el que Cheryl y yo nos pudiésemos casar legalmente y yo pudiera adoptarla? Y para empezar, ¿por qué éramos un par de bolleras de mierda? —respiró hondo y luego expulsó el aire—. Era brutal. Todas las heridas estaban en carne viva. Al cabo de un tiempo, dejé de devolverle las llamadas porque ya no podía aguantar más tanta rabia y tantos reproches por crímenes no cometidos.

—No tienes por qué culparte —le dije.

—Eso es muy fácil de decir —repuso—, pero muy difícil de conseguir.

—Así pues, ¿hace tiempo que no sabes nada de ella? —le preguntó Angie.

Elaine acarició su mano por última vez antes de soltarla:

—Hablé con ella un par de veces el año pasado. Siempre estaba colocada.

—¿Colocada?

Elaine se quedó mirándome:

—Colocada. Pasé diez años en rehabilitación y sé perfectamente cuándo estoy hablando con alguien que está jodido.

—¿Qué se metía?

Se encogió de hombros:

—Intuyo que algo estimulante. Tenía ese tono de voz insistente de los cocainómanos. No digo que se tratara de coca, pero era algo que te pone tenso.

—¿Alguna vez mencionó a un tal Zippo?

—El novio, sí. Parecía toda una alhaja. Estaba muy orgullosa de sus contactos con unos rusos.

—¿Rusos… mafiosos? —preguntó Angie.

—Eso deduje yo.

—Estupendo —sentencié.

—¿Y Amanda McCready? —añadí—. ¿Alguna vez la mencionó?

Elaine silbó:

—¿La diosa? ¿El ídolo? ¿La que era todo lo que Sophie aspiraba a ser? No la he visto nunca, pero parece una chica… imponente, para tener dieciséis años.

—Es la impresión que tenemos. ¿Sophie es de las chicas que necesitan un líder?

—Le sucede a la mayoría de las personas —dijo Elaine—. Se pasan la vida esperando que alguien les diga lo que tienen que hacer y en quién deben convertirse. Eso es todo lo que quieren. Ya se trate de un político, de un cónyuge o un líder religioso, todo lo que le piden a la vida es un Alfa.

—¿Y Sophie lo ha encontrado? —preguntó Angie.

—Pues sí —Elaine se levantó de su asiento—. Seguro que sí. Hace que no me llama… Quizá desde julio. Espero haberos sido de cierta ayuda.

Le aseguramos que sí.

—Gracias por venir.

—Gracias por hablar con nosotros.

Le estrechamos la mano y la seguimos a ella y al perro al exterior del granero y, sendero abajo, hasta el coche. Oscurecía sobre las copas de los árboles pelados y el aire olía a pino y a hojas mojadas y moribundas.

—Cuando encontréis a Sophie, ¿qué vais a hacer?

Repuse:

—A mí me contrataron para encontrar a Amanda.

—Es decir, que no te sientes obligado a devolver a casa a Sophie.

Negué con la cabeza:

—Ya tiene diecisiete años. No podría hacerlo aunque quisiera.

—Y no quieres.

Angie y yo abrimos la boca a la vez:

—No.

—¿Me haríais un favor si la encontrarais?

—Cuenta con ello.

—Decidle que aquí tiene un sitio al que acudir. A cualquier hora del día. Colocada o no. Cabreada o no. Ya no me importan mis propios sentimientos. Solo quiero saber que está a salvo.

Acto seguido, Elaine y Angie se dieron un abrazo con esa naturalidad tan femenina que a los hombres se nos escapa, pese a que vivimos en un mundo en el que los tíos se llaman «colega» unos a otros. A veces me gusta chinchar a Angie acerca de ese tipo de abrazo. Le llamo el Abrazo Definitivo o el Oprah, en honor a esa presentadora de televisión tan dada a los achuchones. Pero en este caso no había la menor sensiblería, solo un reconocimiento, diría yo, o una afirmación.

—Ella te merecía —dijo Angie.

Elaine se echó a llorar en silencio sobre su hombro, y ella le acarició la nuca y la meció suavemente, como hace a menudo con nuestra hija.

—Ella te merecía.