Mientras yo pasaba la mañana entrevistando a colegialas irritantes, la amiga de Angie, PR, aceptaba encargarse de Gabby unas cuantas tardes. Así fue como mi mujer volvió a trabajar conmigo por primera vez en casi cinco años y como acabamos trasladándonos en coche a la parte norte de la ciudad para ver al padre de Sophie Corliss.
Brian Corliss vivía en Reading, en una calle llena de arces con espaciosas aceras blancas y jardines con aspecto de ser podados dos veces al día. Era una zona de la ciudad poblada por una clase media acomodada, puede que tirando a alta, pero sin llegar a extremos elitistas. Los garajes tenían espacio para dos coches, no cuatro, y las marcas eran Audi y 4Runner Limited, nada de Lexus o de BMW 740. Todas las casas se veían bien cuidadas, y tenían luces y adornos navideños. Especialmente la de los Corliss, una mansión colonial blanca con persianas negras, pulcras ventanas y puerta delantera también negra.
Gotas de agua helada caían de las alcantarillas, los buzones y las verjas. Sobre la puerta del garaje, colgaba una guirnalda tan grande como el sol. Frente a los matorrales del jardín delantero había un pesebre con las figuras de los tres Reyes Magos. María, José y unos cuantos animales congregados en torno a una cuna vacía. A su derecha encontrabas una mezcla un tanto incongruente de muñecos de nieve, elfos, ciervos, Santa Claus y señora y un duende malicioso. En el tejado, un trineo junto a la chimenea y más luces, formando en esta ocasión la frase Feliz Navidad. El poste del buzón era como un bastón de caramelo.
Cuando llegamos, Brian estaba en el garaje, sacando bolsas de comestibles del maletero de un monovolumen Infiniti. Nos saludó con un movimiento de la mano y una sonrisa más amplia que una pradera de la Madre Patria. Era un hombre atildado que vestía una camisa de tela vaquera sobre una camiseta blanca bien metida dentro de unos pantalones de loneta muy bien planchados. Su chaqueta modelo safari era de color granate, con el cuello de cuero negro. Tenía cuarenta y tantos años y parecía estar en estupenda forma. La cosa tenía lógica, pues se había ganado la vida durante los últimos diez años como entrenador de gimnasia, primero, y como gurú del fitness, a continuación. Se recorría Nueva Inglaterra dando conferencias en empresas pequeñas acerca de cómo incrementar su productividad poniendo a sus empleados en forma. Hasta había escrito un libro, Pierde la grasa y verás qué pasa, que se había convertido en un superventas en el país durante varias semanas, y un estudio somero de sus webs (tenía tres) y de su autobiografía permitía deducir que aún no había alcanzado la cima de su carrera. Nos estrechó la mano, sin sobreactuar en el apretón, como suelen hacer muchos devotos del ejercicio físico, nos dio las gracias por haber ido y se disculpó por no haber podido recibirnos a medio camino.
—Es por culpa del tráfico, ¿saben? Después de las dos, olvídate. Pero se lo comenté a Donna y me dijo: «¿Acaso no tendrán los detectives que regresar entre ese mismo tráfico?».
—¿Donna es su mujer?
Asintió:
—Tenía razón. Así que me siento culpable.
—Somos nosotros los que le damos la lata —dije.
Hizo un gesto con la mano para mostrar su desacuerdo con ese comentario:
—No me están dando la lata en absoluto. Si pueden ayudarme a recuperar a mi hija, no me habrán dado la lata en absoluto.
Alzó del suelo una bolsa de comida. Había seis. Yo me hice con dos y Angie con otras tantas.
—Oh, no —protestó él—. Puedo con todas.
—Haga usted el favor —le dijo Angie—. Es lo menos que podemos hacer.
Corliss cerró el maletero del Infiniti y yo me llevé una pequeña sorpresa al ver en el vidrio posterior una de esas estúpidas pegatinas que rezan: Licencia para Cazar Terroristas del 11-S. Supongo que debería haberme sentido más seguro sabiendo que si Osama Bin Laden aparecía por allí para pedir una taza de azúcar, Brian Corliss le volaría la cabeza por el bien de la patria, pero más bien me molestó que los miles de personas que habían muerto en los atentados del 11 de septiembre fuesen explotados por una puta pegatina para idiotas. Eso sí, antes de que mi bocaza pudiera ponerme en un compromiso, ya estábamos siguiendo a Brian Corliss hacia la puerta negra de la entrada y accediendo a su mansión de doscientos años de antigüedad.
Nos quedamos de pie junto a la encimera de granito de la cocina mientras él repartía las vituallas entre la nevera y las alacenas. La planta baja había sido remodelada a fondo tan recientemente que aún podías oler el serrín. Doscientos años atrás, dudo mucho de que el constructor hubiera visto la necesidad de hacer un salón hundido en el suelo, de colocar cobre prensado en el techo del comedor o de dejar espacio para un congelador en la cocina. Todas las ventanas eran nuevas y de color clara de huevo. Aun así, la casa tenía un aire disparejo. El salón era un amasijo de blanco sobre blanco: sofá blanco, alfombras blancas, repisa de la chimenea en tonos crudos, leños de color blanco ceniza en una cesta de metal de color marfil, un enorme y blanco árbol de Navidad presidiéndolo todo desde un rincón. La cocina era negra: despensas de madera de cerezo, negros mostradores de mármol, granito negro por doquier. Hasta el congelador y el respiradero que había encima del horno eran negros. El comedor era de estilo danés moderno, con una mesa de madera maciza clara, limpia, rodeada de sillas no menos macizas de respaldo alto. El efecto resultante y definitivo era el de una casa amueblada con la ayuda de demasiados catálogos.
Había retratos enmarcados de Brian Corliss, una mujer rubia y un niño también rubio repartidos por todas partes. De las paredes colgaban collages con todos ellos. Podías seguir el crecimiento del chaval entre el nacimiento y, aproximadamente, los cuatro años. La mujer rubia era Donna, supuse. Tenía el atractivo típico de las camareras de los bares deportivos y de las visitadoras médicas: pelo de color ron, muy abundante, y unos dientes tan brillantes que más te valía mirarlos con gafas de sol. Su aspecto era el de una mujer que se sabe de memoria el número de teléfono de su cirujano plástico. Los pechos se destacaban sobremanera en la mayoría de las fotos, pues parecían pelotas hechas de carne. La frente carecía de arrugas, como la de los recién embalsamados, y la sonrisa parecía la de alguien que estuviese recibiendo un electrochoque. En un par de fotografías —solo un par— aparecía una chica de cabello negro, ojos angustiados y mentón rollizo e inseguro: Sophie.
—¿Cuándo fue la última vez que la vieron? —pregunté.
—Ya han pasado unos meses.
Angie y yo lo miramos fijamente.
Puso las manos con las palmas hacia arriba:
—Vale, vale. Debería ser más preciso, pero… —hizo una mueca y luego sonrió—, digamos que lo de ser padre no es fácil. ¿Ustedes tienen hijos?
—Uno —dije—. Una niña.
—¿De qué edad?
—Cuatro.
—Niño pequeño, problemas pequeños —sentenció—. Niño grande, problemas grandes —se quedó mirando a Angie al otro lado del mostrador—. ¿Y usted, señorita?
—Estamos casados —repuso Angie señalándome con la cabeza—. Compartimos la misma hija de cuatro años.
Eso pareció agradarle. Sonrió para sus adentros y se puso a canturrear por lo bajinis mientras guardaba en la nevera una docena de huevos y una botella de leche descremada.
—Era una cría muy feliz —terminó de vaciar la bolsa y la plegó cuidadosamente antes de ponerla bajo el mostrador—. Siempre alegre. Debo reconocer que no estaba preparado para el momento en que se convirtió en una amargada.
—¿Y qué es lo que la convirtió en eso? —preguntó Angie.
Brian le echó un vistazo a la berenjena que asomaba de la siguiente bolsa y se quedó paralizado un instante.
—Su madre —continuó—. Dios la ampare. Pero sí, ella… —levantó la vista de la berenjena y nos miró como si le sorprendiera que aún siguiéramos allí—. Se largó.
—¿Qué edad tenía Sophie cuando sucedió?
—Bueno, la verdad es que se fue con Sophie.
—O sea, que le abandonó a usted. No a Sophie —Angie me lanzó una mirada—. Brian, no me acabo de aclarar.
Brian metió la berenjena en el compartimento de las verduras.
—Recuperé la custodia de la niña cuando tenía diez años. Es duro decirlo, pero la madre de Sophie desarrolló una dependencia química. Primero, al Vicodin, luego al Oxy-Contin. Dejó de actuar como un adulto responsable. Luego me abandonó y se fue a vivir con otro. Y juntos crearon un entorno de lo menos adecuado para un crío, créanme —nos miró a ambos, esperando, aparentemente, una señal de comprensión.
Le ofrecí mi asentimiento más empático y mi mirada más compasiva.
—Así pues, la llevé a juicio por la custodia —siguió Corliss—. Y acabé ganando.
—Antes de eso, ¿cuántos años estuvo Sophie con su madre? —le preguntó Angie.
—Tres.
—Tres…
—Durante ese tiempo —intervine—, ¿la madre de Sophie siguió abusando de los sedantes?
—Se supone que no. Según ella, lo había dejado. En teoría, no tomó nada durante esos años.
—Entonces, ¿qué es lo que creó ese entorno insano?
Nos dedicó una cálida sonrisa:
—Nada que me apetezca comentar en estos momentos.
—Vale —dije.
Siguió Angie:
—Así pues, ¿se trajo de vuelta a Sophie a los diez años?
Asintió:
—Y al principio fue todo un poco raro porque yo había sido una presencia ocasional en su vida durante seis años. Pero permítanme que les diga que encontramos la manera de tirar adelante. Encontramos nuestro ritmo. Vaya que sí.
—Seis años —comentó Angie—. Creí que había hablado de tres.
—No, no. Su madre y yo nos separamos cuando Sophie estaba a punto de cumplir los siete, y luego tuve que pelear tres años por la custodia, pero los seis años de los que le hablo fueron los primeros de su vida. Estuve en el extranjero la mayoría de ellos. Mientras Sophie y su madre se quedaban aquí.
—Así pues, en realidad —dijo Angie con un tono de voz que no me acababa de convencer—, se perdió usted toda su vida.
—¿Cómo? —se le borró la sonrisa y se le ensombreció el semblante.
—¿En el extranjero, Brian? —intervine—. ¿En el ejército o algo así?
—Afirmativo.
—¿Haciendo qué?
—Protegiendo a este país.
—Sin duda —le dije—. Y se lo agradezco. Sinceramente. Muchas gracias. Solo me preguntaba dónde sirvió.
Cerró la puerta de la nevera y plegó y archivó la última bolsa de papel. Me dedicó de nuevo una de sus sonrisas enternecedoras:
—¿Para calibrar la importancia de mi contribución?
—Le aseguro que no —me defendí—. Solo es una pregunta.
Tras diez segundos de extraña tensión, alzó una mano y ensanchó la sonrisa:
—Claro, claro. Discúlpeme. Era ingeniero civil con Bechtel en Dubai.
Angie mantuvo un tono de voz bajo:
—¿No había dicho que estaba en el ejército?
—No —repuso Brian con los ojos plantados en la nada—. Le he dado la razón a su socio en lo de que mi trabajo tenía connotaciones militares. Cuando estás en los Emiratos Árabes, trabajando para un gobierno amigo, es como si estuvieras en el ejército. Desde luego, eres el blanco de cualquier yihadista al que le dé por hacerte añicos porque simbolizas su visión retorcida de un Occidente corrupto e influyente. Yo no quería que mi hija creciera en medio de eso.
—¿Y por qué se hizo con ese trabajo?
—Mire, Angela, yo me he hecho esa pregunta mil veces, y la respuesta es que no me siento orgulloso de ello —nos dedicó un encogimiento de hombros propio de un niño adorable—. Pagaban muy bien, eso hay que reconocerlo. Y había exención de impuestos. Sabía que si trabajaba a lo bestia durante cinco años, podría volver a casa cargado de pasta que invertir en mi familia y en mi negocio como entrenador.
—Cosa que, evidentemente, hizo —dije—. Y le ha salido muy bien.
Hoy me tocaba hacer de poli bueno. E incluso de poli lameculos. Lo que hiciera falta.
Levantó la vista del mostrador de la cocina hacia el salón, cual moderno Alejandro Magno al que ya no le quedan mundos por conquistar.
—Vale, no fue la mejor idea del mundo la de creer que podría mantener unida a mi familia mientras yo estaba a diez mil kilómetros de distancia. La culpa es mía. Lo acepto. Pero cuando volví, me encontré a una esposa que abusaba de los fármacos y cuyo sistema de valores —aquí escenificó una mezcla de encogimiento de hombros y respingo— me parecía desagradable. Nos peleamos mucho. No podía conseguir que Cheryl se diera cuenta de lo destructiva que estaba siendo con Sophie. Y cuanto más lo intentaba, más se refugiaba ella en la negación. Un día llegué a casa y me la encontré vacía —otro respingo, otro encogimiento de hombros—. Pasé los siguientes tres años luchando por mis derechos como padre y acabé ganando. Gané.
—¿Nada de custodia compartida?
Nos condujo al salón hundido. Brian y yo nos sentamos en el sofá mientras Angie ocupaba un sillón frente a nosotros. En la mesita de centro que teníamos en medio había un cubo de cobre blanco lleno de botellas de agua. Brian nos dio una a cada uno. Las etiquetas anunciaban el libro de Brian para perder peso.
—La hubo hasta que Cheryl murió.
—¡Oh! —exclamó Angie con los ojos más abiertos que de costumbre y tratando de disimular su frustración—. Su mujer murió, y entonces usted… eh…, ¿obtuvo la custodia?
—Exactamente. Tuvo un cáncer de estómago. Me iré a la tumba convencido de que la culpa fue de los fármacos. No puedes abusar de tu cuerpo de esa manera y esperar que se regenere solo continuamente.
Observé que la piel más cercana a sus ojos, donde deberían verse las patas de gallo, estaba más clara y más tensa que la del resto de la cara. Se apreciaban unos circulitos marcados en la carne. Al igual que su mujer, se había hecho algo. Parece que su cuerpo tampoco se regeneraba solo.
—Así pues, se convirtió en el único custodio —dijo Angie.
Brian asintió:
—Gracias a Dios que vivían en New Hampshire. Si llega a ser en Vermont o aquí… Lo más probable es que me hubiera tirado otros tres años porfiando.
Angie me miró. Le ofrecí mi rictus más tenso, el que reservo para situaciones que me ponen los pelos de punta.
—Perdone que saque conclusiones apresuradas, Brian —dijo mi mujer—, pero ¿estamos hablando de un matrimonio entre personas del mismo sexo?
—Eso no es un matrimonio —plantó la punta del dedo índice en la mesa y apretó hasta que la carne adquirió un tinte rosado—. Nada de matrimonio. En New Hampshire no. Pero sí, era una especie de compañerismo doméstico lo que tenía que presenciar mi hija. Si les hubiesen dejado casarse, ¿quién sabe cuánto habría durado la lucha por la custodia?
—¿Por qué? —pregunté.
—¿Perdón?
Intervino Angie:
—La compañera de su ex mujer…
—Elaine. Elaine Murrow.
—Elaine, gracias. ¿Adoptó legalmente Elaine a Sophie?
—No.
—¿Inició algún proceso para lograrlo?
—No. Pero si llegan a dar con un juez de su cuerda…, y eso no es difícil por aquí. ¿Quién me dice que no habrían convertido mi intento por hacerme con la custodia de mi hija en la ocasión perfecta para darle la vuelta a todo el concepto de los derechos de los padres biológicos?
Angie me lanzó otra mirada prudente.
—Eso me parece un poco exagerado, Brian.
—¿Usted cree? —le quitó el tapón a su botella de agua y le dio un buen trago—. Pues yo no. Y lo viví.
—Tiene usted razón —le adulé—. Así pues, cuando Sophie vino a vivir con usted y ambos limaron asperezas, ¿las cosas iban bien?
—Pues sí —dejó la botella de agua sobre la mesa y, por un momento, la cara se le iluminó con algún recuerdo lejano—. Sí. Durante tres años todo fue muy bien. Bueno, claro, tuvo algunos problemas con la muerte de su madre y el traslado desde New Hampshire, pero en general…, las cosas iban bien entre nosotros. Era una chica respetuosa, se hacía la cama todas las mañanas, parecía estarle cogiendo afecto a Donna, sacaba buenas notas en clase…
Sonreí, sintiendo el calor de sus recuerdos:
—¿Y de qué hablaban usted y ella?
—¿Hablar?
—Sí —repuse—. A mi hija y a mí nos gustan las cámaras, ¿sabe? Yo tengo la SLR negra y ella tiene esa cosita digital de color rosa y…
—Nosotros éramos más bien de los que hacen cosas juntos —se movió un poco en el sofá—. Cosas como… Pues la ponía a correr, o a hacer una fusión de yoga y Pilates con Donna que las ayudaba a intimar. Y Sophie solía venir al gimnasio que dirijo en Woburn. Con el que empecé mi empresa. Desde ahí emitimos el programa matutino de los domingos y atendemos las peticiones por correo. Era muy buena echando una mano. Era estupenda.
—¿Y entonces?
—Estalló la guerra —declaró nuestro anfitrión—. A partir de cierto día, sin motivo aparente, cuando yo decía negro, ella decía blanco. Si le ponía pollo para cenar, nos soltaba que se había vuelto vegetariana. Empezó a hacer las tareas a desgana o, simplemente, dejó de hacerlas. Cuando nació BJ, la cosa se descontroló del todo.
—¿BJ?
Señaló al chavalín de las fotos:
—Brian Junior.
—¡Ah! —dije—. BJ.
Se volvió para darme la cara, con las manos pegadas a las rodillas:
—No soy ningún tirano. En esta casa solo hay unas cuantas reglas, pero hay que seguirlas. ¿Me entiende?
—Por supuesto —concedí—. Con los críos hay que imponer reglas.
—Exacto —empezó a enumerarlas con los dedos—. Nada de tacos, nada de fumar, nada de traer chicos a casa cuando yo no estoy, nada de drogas ni de alcohol, y me gustaría saber en qué andas metido en Internet.
—De lo más razonable —sentencié.
—Y además, nada de carmín negro, nada de medias de rejilla, nada de amigos con tatuajes o aros en la nariz, nada de comida basura o procesada, nada de bebidas con gas.
—¡Ah! —dije.
—Exacto —afirmó, como si yo le hubiera dicho «qué gran hombre». Se inclinó hacia delante un poco más—. La comida basura le incrementaba el acné. Se lo dije, pero no me hizo ni caso. Y todo ese azúcar contribuía a su hiperactividad y a su incapacidad para concentrarse en clase. Así que las notas empezaron a bajar y el peso a subir. Era un ejemplo espantoso para BJ.
—Pero si solo tiene tres años, ¿no? —intervino Angie.
Ojos abiertos de par en par y rápido asentimiento:
—Es un niño de tres años muy impresionable. ¿Usted no cree que el problema nacional de la obesidad empieza a una edad muy temprana? Por no hablar de la crisis educativa que padecemos. Angela, todo está conectado. Sophie, su autocomplacencia y sus constantes numeritos teatrales le estaba dando muy mal ejemplo a nuestro hijo.
—Pero ella ya había entrado en la pubertad —señaló Angie—. E iba al instituto. Todo eso deja huella en el cerebro de una chica.
—Y me parece muy bien —asintió Brian—. Pero hay muchos estudios recientes en este país que demuestran bien a las claras que nuestra tolerancia con los niños púberes contribuye a alargar la adolescencia y a retrasar el desarrollo.
—Aún no entiendo cómo cancelaron esa serie —dije—. Era genial.
—¿Perdón?
—Lo siento —me disculpé—. Estaba pensando en otra cosa.
Angie me habría pegado un tiro de no haber testigos.
—Adelante —dije.
—Vale. Pues sí, Sophie estaba atravesando la pubertad. Ya lo pillo. De verdad. Pero seguía habiendo reglas que obedecer, ¿no? Pues ella se negaba. Finalmente, acabé planteándole un ultimátum: o pierdes cuatro kilos en cuarenta días o te vas de casa.
Algo emitió un gruñido por debajo de nosotros, algo mecánico, y a continuación empezó a salir aire caliente del suelo de madera.
—Lo siento —dijo Angie—, pero a lo mejor me he perdido algo. ¿Si su hija quería disfrutar de casa y comida tenía que ponerse a dieta?
—No es tan simple.
—Entonces debo estarme perdiendo algún matiz complicado, ¿no? —comentó Angie—. ¿Y en qué consiste ese matiz, Brian?
—El tema no consistía en negarle ciertas cosas si…
—Comida y alojamiento —dije.
—Sí —admitió—. La cuestión no era negarle esas cosas si no se ponía a dieta. La cosa consistía en amenazarla con hacerlo si no recuperaba la propia estimación y no cumplía nuestras expectativas. Se trataba de convertirla en una mujer americana fuerte y orgullosa, dotada de valores importantes y de una autoestima genuina.
—¿Cuánta autoestima consigues viviendo en la calle? —preguntó Angie.
—Bueno, no creí que las cosas fueran a acabar así. Es evidente que me equivoqué.
Angie miró hacia la cocina, y luego al vestíbulo. Parpadeó unas cuantas veces. Se echó el bolso al hombro y se levantó del sofá. Me dedicó una mirada de estupor, con los labios muy pegados a los dientes.
—No puedo más —dijo—. No puedo seguir aquí sentada. Salgo fuera y te espero allí, ¿vale?
—De acuerdo —repuse.
Le tendió la mano a un atónito Brian Corliss:
—Ha sido un placer, Brian. Si atisba algo de humo por la ventana, no llame a los bomberos: seré yo, fumando un cigarrillo.
Se marchó. Brian y yo nos quedamos unos instantes en silencio, escuchando el siseo de esa calefacción que se extendía por toda la casa.
—¿Fuma? —preguntó refiriéndose a Angie.
Asentí:
—Y además le chiflan las hamburguesas con queso y la Coca Cola.
—¿Y tiene esa pinta?
—¿De qué pinta hablas, colega?
—Muy buena pinta. ¿Qué tiene, treinta y tantos?
—Cuarenta y dos —no negaré que disfruté mucho de su expresión de sorpresa.
—¿Se ha hecho algo?
—No, por Dios —repuse—. Es cuestión de genes. Y de tener una energía de la hostia. Va mucho en bici, pero sin fanatismo.
—Me estás llamando fanático.
—En absoluto —le tranquilicé—. Es tu trabajo y es el tipo de vida que has elegido. Me alegro por ti. Espero que llegues a los ciento cincuenta. Lo que me pasa es que creo que, a veces, la gente confunde sus elecciones vitales con las morales.
Nos quedamos callados un momento. Cada uno de nosotros bebió un sorbo de agua.
—Siempre pensé que volvería —dijo Brian en voz baja.
—Sophie.
Se miró fijamente las manos:
—Al cabo de unos cuantos años de aguantar sus numeritos, mientras nosotros intentábamos criar a un bebé, pensé que bastaba con volver a la lógica de toda la vida, ¿sabes? En los viejos tiempos, los chavales no tenían desórdenes alimenticios, no eran hiperactivos, no se rebotaban ni escuchaban música que glorifica el sexo.
Aunque de manera involuntaria, fruncí levemente el ceño:
—Compadre, no creo que los viejos tiempos fueran como tú dices. Escucha atentamente Wake Up, Little Susie o Hound Dog y dime de qué tratan. ¿Hiperactividad, desórdenes alimenticios? ¿Te acuerdas de cuando hacías octavo? Venga, Brian. Solo porque esos temas no tuvieran tratamiento no quiere decir que no existieran.
—De acuerdo —dijo—. ¿Y qué me dices de la cultura? No existían todas esas revistas y esos reality shows que glorifican la estupidez y la cobardía. No había porno al instante por Internet, ni la comunicación viral, sin ningún tipo de contexto, de las ideas más insípidas. No solo te vendían la idea de que podías convertirte en una superestrella de algo, sino de que tenías derecho a serlo. Olvidemos el detalle de que no tienes ni idea de en qué consiste ese algo, e ignoremos la desagradable evidencia de que careces del menor talento. ¿Qué más da? Tú te lo mereces todo —clavó los ojos en mí, súbitamente desamparado—. Tú tienes una hija, ¿verdad? Pues déjame que te diga una cosa: no podemos competir con eso.
—¿Eso?
—Eso —señaló hacia las ventanas—. El mundo exterior.
Seguí su mirada. Consideré la posibilidad de señalarle que no había sido el Mundo Exterior el que había echado a Sophie de su propia casa, sino el Mundo Interior. Pero preferí no decir nada.
—No podemos, simplemente.
Soltó otro suspiro digno de Gargantúa y arqueó la espalda contra el cojín del sofá para poder sacar la cartera. La registró convenientemente hasta encontrar una tarjeta profesional que me entregó.
Andre Stiles
Asistente social
Departamento de Niños y Familias
—El asistente social de Sophie. Estuvo trabajando con ella hasta hace poco, diría yo, hasta que cumplió los diecisiete. No sé si aún le ve, pero merece la pena comprobarlo.
—¿Tú dónde crees que está?
—No tengo ni idea.
—¿Y si te obligaran a hacer alguna sugerencia?
Lo pensó un poco mientras devolvía la cartera al bolsillo de atrás:
—Donde siempre está. Con esa amiga suya, la que andas buscando.
—Amanda.
Asintió:
—Al principio pensé que era una buena influencia para Sophie, pero luego descubrí más cosas de su entorno. Era de lo más sórdido.
—Pues sí —reconocí—. Lo era.
—No me gusta la sordidez. No tiene cabida en una existencia respetable.
Contemplé su salón de blanco sobre blanco y su árbol de Navidad no menos blanco.
—¿Conoces a un tal Zippo?
Parpadeó unas cuantas veces.
—¿Todavía le trata Sophie?
—No lo sé. Solo intento almacenar datos hasta que todo se entienda.
—Eso es parte de tu trabajo, ¿no?
—Eso es mi trabajo.
—Zippo se llama James Lighter, Encendedor —me hizo un gesto de complicidad—. De ahí el apodo. No sé nada más de él a excepción de que la única vez que lo vi apestaba a marihuana y tenía pinta de gamberro. Era exactamente la clase de chico que nunca quise que apareciera en la vida de mi hija: tatuajes por todas partes, pantalones caídos, los calzoncillos asomando, aros en las cejas, perillita entre el labio inferior y el mentón —su cara parecía un puño—. Un ser humano de lo menos recomendable.
—¿Sabes de algún sitio al que pudieran acudir tu hija, Amanda y puede que Zippo? ¿Algún sitio que a mí no me suene?
Lo pensó durante un tiempo suficiente como para que ambos nos termináramos nuestra respectiva botella de agua. Todo ello para acabar diciendo:
—No. La verdad es que no.
Abrí el cuaderno y di con la página que había utilizado unas horas antes:
—Una de las compañeras de colegio de Amanda y Sophie me dijo que Sophie y otras cuatro personas entraron en un cuarto. Dos de esas personas murieron, pero…
—Ay, Señor.
—… cuatro salieron de allí. ¿Tú entiendes algo de eso?
—¿Qué? No. Es pura jerigonza —se levantó del sofá, con una mano jugueteando con las llaves del bolsillo mientras se inclinaba hacia delante y hacia atrás sin moverse del sitio—. ¿Mi hija está muerta?
Le sostuve por un instante la mirada de desesperación.
—No tengo ni idea.
Apartó la vista y la volvió a clavar en mí:
—Ese es el problema con los hijos, ¿verdad? No tenemos ni idea. Ninguno de nosotros.