Hasta hacía tres semanas, Amanda McCready asistía al colegio femenino Caroline Howard Gilman. El Gilman está en un callejón de Cambridgeport, al lado de Memorial Drive y a unos pocos golpes de remo del MIT —el Instituto de Tecnología de Massachusetts— por el río Charles. En sus inicios fue un instituto para las hijas de la clase dominante. En 1843, la institución afirmaba: «Somos necesarios en estos tiempos de confusión, ya que el colegio femenino Caroline Howard Gilman convertirá a su hija en una damita de modales impecables. Cuando su marido la lleve de la mano al altar, estrechará la suya en agradecimiento por proporcionarle una esposa dotada de una educación y de unos fundamentos sin parangón».
El Gilman había cambiado un poco desde 1843. Seguía ofreciendo sus servicios a las clases acomodadas, pero el alumnado era menos conocido por sus modales que por su falta de ellos. Ahora, si tenías el dinero y los contactos necesarios para enviar a la niña al Windsor o al St. Paul’s, pero la niña en cuestión ostentaba un historial educativo lamentable o, aun peor, mostraba problemas de conducta, la enviabas al Gilman.
—No nos gusta que se nos considere, ni tan siquiera desde un punto de vista caritativo, como una «escuela terapéutica» —me informó la directora, Mai Nghiem, mientras me guiaba hacia su despacho—. Preferimos pensar que somos la última fortaleza antes de semejante opción. Muchas de nuestras chicas irán a las mejores universidades, aunque sus expedientes sean bastante menos tradicionales de lo habitual. Y como conseguimos buenos resultados, obtenemos fondos importantes, lo cual nos permite admitir a muchachas inteligentes de entornos menos privilegiados.
—Como Amanda McCready.
Mai Nghiem asintió y me hizo entrar en su despacho. Era una mujer bajita de treinta y tantos años con el cabello largo, suelto y de un color tan negro que parecía azul. Se movía como si el suelo que tenía bajo los pies fuese más suave y más blando que el mío. Llevaba una blusa de color marfil con los hombros al descubierto y una falda negra. Me señaló una silla mientras ella ocupaba la suya al otro lado del escritorio. Cuando Beatrice la llamó a casa la noche anterior para organizar este encuentro, se había mostrado reticente, pero como yo ya sabía de primera mano, Beatrice acababa rápidamente con las reticencias.
—Beatrice es la madre que debería haber tenido Amanda —dijo Mai Nghiem—. Esa mujer es una santa.
—Como hay pocas.
—No pretendo ser desconsiderada, pero tendré que hacer otras cosas durante esta conversación —Mai Nghiem se inclinó sobre la pantalla del ordenador y pulsó un par de teclas.
—No pasa nada —dije.
—La madre de Amanda nos llamó para decir que no vendría al colegio durante dos semanas porque había ido a visitar a su padre.
—No sabía que conociera a su padre.
Los ojos negros de Mai se apartaron un instante de la pantalla, y su rostro esbozó una sonrisa triste.
—No lo conoce. La historia de Helene es una trola, pero a no ser que un progenitor haya manifestado tendencias violentas hacia un hijo, y tenemos constancia de tales tendencias, no podemos hacer mucho más que creerle.
—¿Piensa usted que Amanda ha podido huir?
Lo pensó unos momentos y luego negó con la cabeza.
—No es de las que se dan a la fuga —dijo—. Es de las que ganan premios y más premios y consiguen una beca para una buena universidad. Amanda es de las que salen adelante.
—Y aquí salió adelante.
—A nivel académico, indudablemente.
—¿Y a nivel no académico?
Sus ojos regresaron a la pantalla y aporreó el teclado con una sola mano para fabricar algunas frases:
—¿Qué es lo que necesita saber?
—Cualquier cosa. Todo.
—No le sigo.
—Parece que es una chica muy práctica.
—Mucho.
—¿Racional?
—Excepcionalmente racional.
—¿Aficiones?
—¿Perdón?
—Aficiones. Cosas que le gustase hacer aparte de ser racional todo el rato.
Apretó la tecla «retorno» y se echó hacia atrás en el asiento un instante. Dio unos golpecitos en la mesa con un bolígrafo y se puso a mirar al techo.
—Le gustaban los perros.
—Los perros.
—De cualquier raza y estilo. Trabajaba como voluntaria en el Rescate Animal de Cambridge Este. El servicio comunitario es un requisito imprescindible para la graduación.
—¿Algún problema de adaptación? No hay que olvidar sus orígenes. Las chicas de aquí conducen el Lexus de papá. Y a ella su padre no le ha dado ni un pase para el autobús.
Asintió:
—En su primer año, según creo recordar, algunas de las chicas fueron un poco crueles con ella. La chinchaban por su falta de joyas, por la ropa que llevaba…
—La ropa.
—Resultaba perfectamente aceptable, entiéndame. Pero era de Gap o de Aéropostale, no de Hollister o Barneys. Sus gafas de sol eran de mercadillo, mientras que las de sus compañeras eran de Maui Jim o Dolce & Gabbana. Amanda llevaba un bolso de Old Navy…
—Y las demás, de Gucci.
Mai sonrió y negó con la cabeza:
—Más bien de Fendi o Marc Jacobs, incluso de Juicy Couture. Gucci es para mayores.
—Mis conocimientos de moda son lamentables.
Sonrió de nuevo:
—Ahí está la cosa: nosotros podemos hacer bromas al respecto. Porque nos parece una tontería. Pero para unas crías de quince y dieciséis años no lo es, ¿verdad?
—Para ellas es una cuestión de vida o muerte.
—Más bien sí.
Pensé en Gabby. ¿Era este el mundo para el que la estaba preparando?
Dijo Mai:
—Pero de repente, se acabó el acoso.
—Así de fácil.
Asintió.
—Amanda es una de esas pocas chicas a las que no parece importarles mucho la opinión ajena. Tanto si la felicitas como si la criticas, conseguirás la misma mirada de desinterés. Es posible que las otras chicas se cansaran de chincharla al ver que a ella le daba lo mismo —sonó una campana y Mai miró por la ventana un instante mientras pasaban corriendo una docena de muchachas—. ¿Sabe una cosa? Creo que no me he explicado bien antes.
—¿A qué se refiere?
—A lo de que Amanda no saldría corriendo. Creo que no lo haría físicamente, pero… Bueno, en cierta medida, siempre estaba huyendo. Eso fue lo que la trajo aquí. Eso fue lo que le hizo sacar sobresalientes. Día tras día, iba poniendo más distancia entre ella y su madre. ¿Sabía usted que Amanda orquestó su propia admisión en este colegio?
Negué con la cabeza.
—Hizo la solicitud, rellenó los formularios financieros y hasta pidió unas becas federales de esas que nadie sabe muy bien que existen. Empezó con todo el trabajo previo cuando hacía séptimo. Su madre nunca se enteró de nada.
—Ese podría ser el epitafio de Helene.
Esbozó un gesto fatalista al escuchar el nombre de Helene:
—Cuando vi por primera vez a Amanda y a su madre, Helene estaba francamente molesta. Ahí estaba su hija, a punto de iniciar sus estudios en un colegio preuniversitario de cierto prestigio, convenientemente becada, y ella le echó un vistazo al despacho y soltó: «A mí me bastó con la escuela pública».
—Claro que sí, es la prueba viviente de lo bien que funciona la escuela pública en Boston.
Mai Nghiem sonrió:
—Ayuda económica, becas… Lo cubren prácticamente todo si sabes buscar en el lugar adecuado, como hizo Amanda. Matrícula y libros, cubiertos. Pero nunca los gastos. Y los gastos se van acumulando. Amanda pagaba los suyos en efectivo cada trimestre. Recuerdo que un año pagó cuarenta dólares en monedas que había acumulado de propinas en la tienda de donuts donde trabajaba. A lo largo de mi carrera, he visto a muy pocas alumnas que recibieran tan poco de sus padres y trabajaran de tal manera que sabías que nada iba a detenerlas.
—Pero algo la ha apartado de esto. Por lo menos, recientemente.
—Eso es lo que me preocupa. Iba a ir a Harvard. Con todo pagado. O a Yale. O a Brown. La que a usted se le ocurra. Y ahora, a no ser que vuelva de inmediato y supere esas tres semanas de exámenes y de trabajos perdidos y consiga que su expediente sea intachable, ¿adónde va a ir?
Volvió a negar con la cabeza:
—No ha huido.
—Pues eso es una pena.
Asintió:
—Porque ahora tiene usted que asumir que la han secuestrado. De nuevo.
—Así es —reconocí—. De nuevo.
Le entró un mensaje en el ordenador y contempló la pantalla. No sé qué es lo que vio, pero le dedicó un movimiento negativo de cabeza casi imperceptible. Luego me volvió a mirar.
—Crecí en Dorchester, ¿sabe? Justo al lado de la Avenida. Entre Savin Hills y Fields Corner.
—Yo soy de por allí cerca.
—Ya lo sé —pulsó un par de teclas y se echó hacia atrás—. Yo estudiaba en el Mount Holyoke cuando usted la encontró por primera vez. Ese caso me obsesionaba. Solía salir pitando hacia mi habitación para ver las noticias de las seis de la tarde. Todos pensábamos que estaba muerta, tras ese largo invierno y el comienzo de la primavera.
—Lo recuerdo —dije, deseando que no fuera así.
—Y de repente, caramba, va usted y la encuentra. Después de tantos meses. Y la devuelve a casa.
—¿Y qué piensa?
—¿Sobre lo que usted hizo?
—Sí.
—Que hizo lo correcto —sentenció.
—Oh —casi le sonreí, de pura gratitud.
Me miró a los ojos:
—Pero se equivocó.
En la taquilla de Amanda, me quedé mirando libros de texto ordenados de mayor a menor y con los lomos perfectamente alineados en el extremo del estante. Un jersey de los Red Sox colgaba de un gancho en la puerta: era de color azul oscuro con ribete rojo y lucía un diecinueve rojo en la espalda. Aparte de eso, nada. Ni fotos pegadas a la puerta, ni calcomanías en el interior, ni un batiburrillo de pulseras y pinturitas.
—Así pues, le gustan los perros y los Red Sox —declaré.
—¿Por qué dice lo de los Red Sox? —preguntó Mai.
—Lleva un chaquetón de los Red Sox en una foto que tengo de ella.
—Le he visto muchas veces ese jersey. Y a veces una camiseta. Y he visto el chaquetón. Y yo soy una auténtica forofa. Puedo hablar hasta quedarme sin aliento del sistema de entrenamiento o de la lógica —o falta de ella— de los últimos fichajes y tal.
Le sonreí:
—Yo también.
—Pero Amanda no. Intenté pegar la hebra con ella media docena de veces hasta que un día, mirándola a los ojos, me di cuenta de que no sabía el nombre de ningún jugador del equipo titular. No sabía cuántas temporadas llevaba Wakefield en el equipo ni cuántos partidos llevábamos de temporada.
—¿Forofa de estar por casa?
—Peor —dijo Mai—. Forofa de la moda. Le gustaban los colores. Eso era todo.
—La muy descreída —ironicé.
—Era una estudiante perfecta —dijo Stephanie Tyler—. Per-fec-ta.
La señorita Tyler enseñaba Historia de Europa. Tendría unos veintiocho años y el pelo rubio ceniza, recogido en un moño del que no se escapaba ni un pelo. Tenía aspecto de estar acostumbrada a que la mimaran.
—Nunca hablaba cuando no le tocaba y siempre llegaba a clase preparada. Nunca la pillabas enganchada al Twitter, o enviando mensajitos, dándole a un videojuego en la Blackberry ni nada parecido.
—¿Tenía una Blackberry?
Lo pensó unos segundos:
—Ahora que lo pienso, la verdad es que no. Tenía un móvil antiguo de lo más normal. Pero le sorprendería ver cuántas de esas chicas tienen Blackberrys. Hasta las de primer curso. Y las hay que tienen móvil y Blackberry. Las mayores conducen bemeuves y Jaguars —la indignación la llevó a inclinarse hacia delante, como si estuviésemos conspirando—. Hay que ver lo que han cambiado los institutos, ¿no le parece?
Puse cara de ni sí ni no. No estaba muy convencido de que los institutos hubiesen cambiado tanto, como no fuera por los accesorios.
—Así pues, Amanda…
—Per-fec-ta —insistió la señorita Tyler—. No faltaba ni un día, respondía cuando se le preguntaba, en general de manera correcta, y se iba a casa al final de la jornada a prepararse para la siguiente. No se puede pedir más.
—¿Amigas?
—Solo Sophie.
—¿Sophie? —inquirí.
—Sophie Corliss. Su padre es el profesor de gimnasia. Brian Corliss. A veces sale a dar consejos sobre fitness en el Canal 5.
Negué con la cabeza:
—Yo solo veo The Daily Show.
—¿Y cómo se entera de las noticias?
—Leyendo.
—Claro —dijo mientras se le nublaban repentinamente los ojos—. En cualquier caso, mucha gente le conoce.
—No tengo la menor duda —repuse—. ¿Y su hija?
—Sophie. Amanda y ella eran como hermanas gemelas.
—¿Se parecían?
Stephanie Tyler torció ligeramente la cabeza:
—No, pero yo tenía que esforzarme para distinguirlas. Qué raro, ¿no? Amanda era bajita y rubia. Sophie era morena y mucho más alta, pero yo tenía que recordar constantemente esas diferencias.
—Eran íntimas.
—Desde el primer día del primer trimestre del primer curso.
—¿Qué era lo que las unía?
—Las dos eran bastante iconoclastas, aunque en el caso de Sophie creo que era más una cuestión de moda que de carácter. Era como si… A ver, Amanda es marginal porque no sabe ser de otra manera, motivo por el que las otras chicas la respetan. Pero Sophie optó por definirse como marginal, lo cual la convierte…
—En una impostora.
—Pues sí, un poco.
—Pero las otras chicas respetaban a Amanda.
La señorita Taylor asintió.
—¿Les caía bien?
—No les caía mal.
—Pero…
—Pero tampoco la conocía nadie de verdad. Aparte de Sophie, claro está. Por lo menos, nadie que a mí se me ocurra. Esa cría es una isla.
—Una muy buena alumna —dijo Tom Dannal. Dannal daba clases de Macroeconomía, pero se parecía al entrenador de fútbol—. De las que hay una entre un millón, de verdad. Educada, con poder de concentración, más lista que el hambre. Nunca montaba el número ni te daba el menor problema.
—Es todo lo que oigo sobre ella —dije—. La chica perfecta.
—Exacto. ¿Y a quién cojones le gusta eso?
—Tommy… —intervino Mai Nghiem.
—No, no, de verdad —levantó una mano—. Vale, Amanda era un encanto, de acuerdo. Podía ser agradable y humana. Pero ya sabes que, a veces, detrás de una fachada no hay nada. Así es ella. La tuve en microeconomía el curso pasado y en macro ahora, y en ambas ha sido mi mejor alumna, pero… ¿Y qué? No podría decir nada sobre su vida fuera del trabajo. Nada. Si le haces preguntas personales, te las devuelve. Si le preguntas cómo le van las cosas, te contesta: «Bien. ¿Y a usted?». Y siempre parecía estar bien. De verdad. Siempre parecía satisfecha. Pero si la mirabas a los ojos, te quedabas con la impresión de que estaba imitando la conducta humana. Estudiaba a las personas, aprendía a caminar y a hablar como ellas, pero seguía observándolo todo desde fuera.
—Como una extraterrestre.
—Lo que digo es que era una de las personas más solitarias que he conocido jamás.
—¿Y su amiga?
—¿Sophie? —soltó una risa gélida—. «Amiga» es una definición muy generosa.
Miré a la directora Nghiem, quien me dedicó un leve encogimiento de hombros.
—Le oí decir a otro miembro del claustro de profesores que Amanda y Sophie parecían hermanas siamesas.
—No digo que no lo fuesen. Lo único que he dicho es que el término «amigas» no es el que yo utilizaría para describir su relación. La cosa era un poco más del modelo «mujer blanca soltera busca».
—¿Por parte de quién?
—De Sophie —dijo Mai Nghiem asintiendo con la cabeza—. Sí, ahora que Tom lo menciona… Amanda no se daba cuenta, creo yo, pero era evidente que Sophie la idolatraba.
—Y cuanta menos cuenta se daba Amanda —dijo Tom Dannal—, más crecía el pedestal en el que la había situado Sophie.
Dije:
—En ese caso, creo que tengo otra pregunta del millón de dólares.
Tom asintió:
—¿Dónde está Sophie?
Miré a la directora Nghiem.
—Se largó —dijo esta.
Se me pusieron los ojos como platos.
—¿Cuándo?
—A principio de curso.
—¿Y no cree que puede haber una relación?
—¿Entre que Sophie Corliss decidiera no volver a clase en mayo y que Amanda McCready no aparezca por clase después del Día de Acción de Gracias?
Lancé una mirada circular al aula vacía mientras intentaba no traslucir mi frustración.
—¿Hay alguien más con quien pueda hablar?
En la cafetería estudiantil, conocí a siete compañeras de clase de Amanda y Sophie. La directora Nghiem y yo nos sentamos en el centro de la sala con las chicas frente a nosotros, formando un semicírculo.
—Amanda era… Bueno, ya sabe —dijo Reilly Moore.
—No, no lo sé —repuse.
Risitas.
—O sea, ya sabe.
Caras de fastidio. Más risitas.
—Ah —dije—. Era, o sea, ya sabes. Ahora lo pillo.
Miradas de estupefacción. Cero risitas.
—O sea, era como que hablabas con ella —dijo Brooklyn Doone— y ella, o sea, escuchaba y eso. Pero, o sea, si esperabas que te contara cosas, no sé, quién le molaba o qué tenía en el iPad o cosas así… Pues, o sea, había que esperar mucho.
La chica que estaba a su lado, Coral o Crystal, puso cara de asco:
—Sí, o sea, te daban las tantas.
—O sea, las-tan-tas —dijo otra chica, y todas asintieron como muestra de estar de acuerdo.
—¿Y su amiga Sophie? —pregunté.
—¡Puaj!
—¿Esa zorra absurda?
—¿La tostón punto com?
—Punto pelota.
—No te digo…
—Pero ¿ha visto su página de Facebook? Ella, o sea, hasta le habría puesto a usted en la lista de amigos.
—¡Puaj!
—No te digo…
Cuando mi hija nació, consideré la posibilidad de comprar una escopeta con la que alejar, al cabo de unos catorce años, a pretendientes potenciales. Ahora, mientras escuchaba a esas chicas farfullar e imaginaba que algún día Gabby pudiera expresarse con la misma banalidad y el mismo desinterés por el idioma, pensé de nuevo en comprar esa escopeta, pero esta vez para volarme los putos sesos.
Cinco mil años de civilización, más o menos, dos mil trescientos años transcurridos desde los tiempos de la biblioteca de Alejandría, cosa de cien desde el nacimiento de la aviación, con ordenadores de pequeños a nuestro alcance para acceder a toda la riqueza intelectual del planeta… y a juzgar por las chicas que había en esa sala, el único avance realizado desde la invención del fuego había consistido en convertir la expresión «o sea» en un comodín que tanto podía ser un verbo, un pronombre, un artículo o, si era necesario, toda una frase.
—Es decir —me arriesgué—, que ninguna de vosotras las conocía bien, ¿no?
Siete miradas vacías.
—Deduzco que no.
El silencio más largo del mundo se vio interrumpido por un poco de nerviosismo.
—¿Os acordáis de aquel tío? —acabó por decir Brooklyn—. El que se parecía, o sea, a Joe Jonas…
—Ese sí que es, o sea, chachi.
—¿El tío?
—No, boba, Joe Jonas.
—Yo creo que tiene pinta, o sea, de maricón.
—¡Ah!
—¡Oh!
Me centré en la que había sacado el tema:
—Ese tío… ¿era el novio de Amanda?
Brooklyn se encogió de hombros:
—Ni idea.
—¿Sabes algo o no?
Eso la fastidió. Probablemente, también le fastidiaba la luz del sol.
—Ni idea. Yo solo la vi una vez con un tío en South Shore.
—¿South Shore Plaza? ¿El centro comercial?
—Eh… —se sorprendió ante mi ignorancia—. Claro.
—Así que estabas en el centro comercial y…
—Sí, o sea, yo y Tisha y Reilly —señaló a dos de las chicas—. Y nos cruzamos con ellos saliendo de Diesel. Pero no compraron nada.
—No compraron nada —repetí.
Se miró las uñas, cruzó las piernas y suspiró.
—¿Alguna cosa más? —pregunté en general.
Nada. Ni las miradas vacías. Todas se habían puesto a estudiarse las uñas o los zapatos o su imagen reflejada en las ventanas.
—Pues nada, gracias —les dije—. Habéis sido todas muy útiles.
—Vale —dijeron dos de ellas.
En los peldaños de la entrada, intercambié tarjetas profesionales con la directora Nghiem y estreché su mano pequeña y suave.
—Gracias —le dije—. Me ha sido de gran ayuda.
—Así lo espero. Buena suerte.
Empecé a bajar las escaleras.
—Señor Kenzie…
Levanté la vista en su dirección. El sol había salido a lo grande, fuerte y poderoso. Estaba convirtiendo la nieve de la víspera en un arroyuelo que gargareaba mientras recorría las alcantarillas hacia el desagüe.
Mai se tapó los ojos con la mano.
—Lo de los exámenes que se perdió… Lo de los trabajos atrasados… Si nos la devuelve pronto, encontraremos la manera de solucionarlo todo. Sin que afecte a su expediente académico. Conseguirá la beca para una buena universidad, se lo prometo.
—Solo debo encontrarla cuanto antes.
Asintió.
—En ese caso —le dije—, así lo haré.
—Me consta.
Reconocimos la gravedad de la situación con un leve movimiento de cabeza, y sentí algo en ese intercambio, algo tierno y levemente melancólico que más valía no considerar ni examinar.
Se dio la vuelta, entró en la escuela y la pesada puerta verde se cerró a su espalda. Eché andar calle arriba, hacia mi Jeep. Cuando le di al mando a distancia para abrir el cerrojo de la puerta, salió una chica de detrás del vehículo. Era una de las siete chicas con las que acababa de hablar. Tenía los ojos negros y sombríos, el cabello moreno y lacio y la piel más blanca que el poliuretano. De las siete chicas de la sala, era la única que no había abierto la boca.
—¿Qué vas a hacer si la encuentras?
—Llevarla a casa.
—¿Qué casa?
—No puede andar sola por ahí.
—Puede que no esté sola. Puede que «por ahí» no esté tan mal.
—A veces está muy mal.
—¿Has visto dónde vive? —encendió un cigarrillo.
Negué con la cabeza.
—Pues cuélate algún día, tío. Y para empezar, fíjate en el microondas.
—El microondas.
Lo repitió mientras expulsaba círculos de humo por la boca:
—Pues sí, el microondas.
Me asomé a sus ojos negros, bordeados por una sombra de ojos aún más negra.
—No me parece que Amanda sea de las que se traen amigos a casa.
—Yo no he dicho que fuese Amanda quien me llevó a su casa.
Unos segundos de desconcierto por mi parte.
—¿Fuiste con Sophie?
La chica no dijo nada. Se limitó a morderse la parte izquierda del labio superior.
—De acuerdo. Así pues, ¿Sophie sigue allí?
—Puede ser —dijo la chica.
—Y Amanda… ¿dónde está?
—De verdad que no lo sé. Te lo juro.
—¿Por qué hablas conmigo si no quieres que la encuentre?
Mientras le daba otra calada al cigarrillo, cruzó los brazos de tal modo que se le quedó el codo derecho apoyado en la palma de la mano izquierda. Unas cuantas cicatrices rosadas le subían por el interior del brazo cual vías de tren:
—Oí una historia sobre Amanda y Sophie. Oí que cinco personas entraron en un cuarto hacia el Día de Acción de Gracias. ¿Me sigues, hasta ahora?
—Sí, creo que sí.
—Dos personas de ese cuarto murieron. Pero luego salieron cuatro.
Me eché a reír:
—¿Qué fumas, aparte de tabaco?
—Tú acuérdate de lo que te he dicho.
—¿No podrías ser un poco más críptica?
Se encogió de hombros y se mordió una uña.
—Me tengo que ir.
Mientras pasaba a mi lado, le pregunté:
—¿Por qué has hablado conmigo?
—Porque Zippo era amigo mío. El curso pasado. Fue más que un amigo. El primer más que amigo de mi vida.
—¿Quién es Zippo?
Su fachada de apatía enrollada se desmoronó y parecía que tenía nueve años. Una niña de nueve años abandonada por sus padres en el centro comercial.
—¿Lo dices en serio?
—Pues claro.
—¡Joder! —dijo con la voz quebrada—. No sabes nada.
—¿Quién es Zippo? —insistí.
—Yo ya he dicho lo que tenía que decir, tío —arrojó el cigarrillo al suelo—. Tengo que seguir con mi educación. Conduce con prudencia.
Echó a andar calle arriba mientras la nieve fundida seguía arrastrándose por las alcantarillas y el cielo adquiría un tono azul pizarra. Cuando desapareció por la misma puerta que la directora Nghiem, me di cuenta de que no me había dicho su nombre. La puerta se cerró y yo me subí al Jeep y me dispuse a atravesar el río.