9

Kenneth Hendricks tenía varios alias. Se le había conocido, en diferentes momentos de su vida, como KJ, K Boy, Richard James Stark, Edward Toshen y Kenny B. Nació en 1969 en Warrensburg, Misuri. Su padre era un mecánico de aviación asignado al Escuadrón de Bombardeos 340 de la base de la Fuerza Aérea en Whiteman. Desde allí, había dado tumbos por todo el país: Biloxi, Tampa, Montgomery, Great Falls… Su primera detención por delincuencia juvenil tuvo lugar en King Salmon, Alaska; la segunda, en Lompoc, California. A los dieciocho lo volvieron a arrestar en Lompoc por asalto con violencia y lo juzgaron como adulto. La víctima era su padre, que le libró de una condena segura no presentando cargos en su contra. La segunda detención como adulto fue dos días después. Una vez más, asalto con violencia. Misma víctima. Esta vez, su padre presentó cargos, a lo mejor porque su hijo había intentado cortarle una oreja. Kenny estaba a punto de lograrlo cuando los berridos de su progenitor alertaron a un vecino. Hendricks cumplió dieciocho meses de condena, más otros tres de libertad vigilada. Su padre murió mientras él estaba en la cárcel. La siguiente detención tuvo lugar en Sacramento por deambular por una zona muy popular entre prostitutos. Seis semanas después, todavía en Sacramento, lo detuvieron de nuevo por asalto. En esta ocasión, por zurrarle la badana a un hombre en la Come On Inn de la carretera I-80. La víctima, diácono pentecostal y prominente recaudador por causas políticas, no sabía muy bien cómo justificar su presencia en una habitación de motel, desnudo, con un prostituto, así que renunció a presentar cargos. El Estado de California, en cualquier caso, le revocó la condicional a Kenny por encontrarse bajo los efectos del alcohol y de la cocaína en el momento de la detención.

Cuando salió del trullo en 1994, lucía un tatuaje de las Waffen SS en el cogote, cortesía de sus nuevos y queridos colegas de la Hermandad Aria. También había aprovechado su estancia entre rejas para elegir su especialidad delictiva: todas las detenciones a lo largo de los años siguientes fueron por suplantación de identidad. Cuanto más sofisticados se hacían los ordenadores personales, más sofisticado se volvía también Kenny. De todos modos, la vieja bestia era difícil de domar, así que en 1999 lo trincaron por violar y apalear a una menor en Peabody, Massachusetts. La chica tenía diecisiete o dieciséis años, dependiendo de la hora exacta en que tuvo lugar la violación. El abogado de Kenny se agarró a eso como a un clavo ardiendo. El Fiscal del Distrito se dio cuenta de que si sacaba a la víctima a testificar, lo que quedaba de ella acabaría hecho añicos. Así pues, Kenny acabó declarándose culpable de agresión sexual contra una adulta. Y como el Estado se tomaba la violación tan en serio, solo le cayeron dos años de condena, menos de lo que había cumplido en 1991 en Sacramento por meterse un par de rayas de coca y tragarse un paquete de seis cervezas. La última detención era de 2007. Lo pillaron mientras le entregaban televisores por valor de cincuenta mil dólares que había adquirido con una falsa identidad. El plan consistía en venderlos de extranjis por quinientos pavos menos de los que había pagado utilizando la tarjeta de empresa de un tal Oliver Orin, propietario de la cadena de bares deportivos Ollie O, varios de los cuales acababan de ser remodelados. Eso había que reconocérselo: si alguien podía comprar teles de plasma por un valor de cincuenta de los grandes sin inmutarse, ese era Oliver Orin. Como Kenny tenía antecedentes, le cayeron cinco años. Cumplió algo menos de tres. Desde entonces, no lo habían vuelto a detener.

—Un gran chico, francamente —dijo Angie.

—Un encanto, sin duda alguna.

—Solo necesita cariño, un buen abrazo…

—Y dejarle a su aire.

—Por supuesto —remató Angie—. No somos unos bárbaros.

Estábamos en esa especie de dormitorio y armario grande donde tenemos algo parecido a un despacho. Eran algo más de las nueve y Gabby se había ido al cole a eso de las ocho. Desde entonces, nos habíamos dedicado a indagar en el historial de Kenny Hendricks.

—Así pues, es el novio de Helene.

—Pues sí.

—Entonces todo está en orden.

Angie se reclinó en el asiento y expulsó aire hacia las cejas, señal evidente de que estaba a punto de cabrearse.

—Nunca tuve la menor esperanza de que Helene llegara a ser una buena madre —dijo—, pero tampoco pensé que esa puta adicta al crack pudiera ser tan bruta con su hija.

—Espera, espera —contraataqué—, yo creo que es más bien del sector pastillero. Eso la convertiría, técnicamente hablando, en una puta adicta a las anfetas.

Me lanzó la mirada más letal de los últimos meses. Se habían acabado las bromas. El elefante que presidía nuestra relación y del que ninguno de los dos hablaba era lo que habíamos hecho cuando Amanda McCready desapareció por primera vez. Cuando Angie tuvo que elegir entre la ley y el bienestar de una cría de cuatro años, su reacción se resumió en la siguiente e inapelable frase: a la mierda la ley.

Yo, por el contrario, había emprendido el camino recto y ayudado al Estado a devolverle a una madre displicente su desatendida hija. Por eso nos separamos y estuvimos casi un año sin dirigirnos la palabra. Unos años son más largos que otros; ese duró cosa de una década y media. Desde que nos reconciliamos, no habíamos vuelto a pronunciar los nombres de Amanda o Helene McCready hasta hacía tres días. En esos tres días, cada vez que alguno de nosotros mencionaba uno de esos nombres, era como si le quitara la argolla de seguridad a una granada.

Doce años atrás, yo me había equivocado. Y cada día transcurrido desde entonces, unos cuatro mil cuatrocientos aproximadamente, he sido consciente de ello.

Pero doce años atrás, yo había obrado bien. Dejar a Amanda en manos de unos secuestradores, por muy interesados que estuviesen en su bienestar, era dejarla con unos secuestradores y punto. Durante los cuatro mil cuatrocientos días transcurridos desde que se la devolví a su madre, he estado convencido de tener razón. ¿Y adónde me había llevado eso?

A una esposa que aún estaba convencida de que la había cagado.

—Este Kenny… —dijo mientras le daba unos golpecitos a mi ordenador—. ¿Sabemos dónde vive?

—Tenemos su última dirección.

Se pasó las manos por el largo cabello negro:

—Voy a salir al porche.

—¿Por qué no?

Nos pusimos los chaquetones. Ya en el porche trasero, cerramos cuidadosamente la puerta y Angie levantó la tapa de la barbacoa, donde guardaba un paquete de cigarrillos y un encendedor. Juraba que solo se fumaba un par al día, pero a veces yo reparaba en que el paquete estaba mucho más vacío de lo esperado. Hasta ahora, le ocultaba a Gabby las pruebas de su adicción, pero ambos sabíamos que la cosa no iba a durar mucho. Aunque me encanta que mi mujer esté libre de vicios, en general no soporto a la gente así. Consiguen unir un instinto narcisista de conservación a cierta superioridad moral. Y además, son unos aguafiestas profesionales. Angie sabe que a mí me encantaría que dejase de fumar, y a ella también. Pero de momento fuma. Y yo, por mi parte, apechugo con el asunto y la dejo en paz.

—Si Beatrice no está loca —me dijo— y Amanda ha vuelto a desaparecer realmente, tenemos una segunda oportunidad.

—No —repuse—. Ni hablar.

—Ni siquiera sabes qué iba a decir.

—Sí que lo sé. Ibas a sugerir que si nos las apañamos para localizar a Amanda McCready, podremos redimirnos de nuestros pecados del pasado.

Me dedicó una sonrisita triste y lanzó el humo al aire:

—Pues sí que sabías lo que iba a decir.

Aspiré con agrado un poco de humo de segunda mano y le di un beso en el cuello:

—No creo en la redención.

—Yo pensaba que no creías en las conclusiones.

—Tampoco.

—Entonces, ¿en qué crees?

—En ti. En ella. En esto.

—Cariño, tienes que encontrar un poco más de equilibrio.

—Pero ¿quién te crees que eres, mi gurú?

—Así es, pequeño saltamontes —hizo una leve inclinación de cabeza—. No, en serio: te puedes quedar sentado, dándole vueltas a lo que le sucedió a Peri Pyper o a cómo ayudaste a un majadero como Brandon Trescott a eludir la responsabilidad de sus actos, o puedes hacer algo bueno.

—¿Y se supone que esto es bueno?

—Te lo puedo asegurar. ¿Tú crees que un sujeto como Kenny Hendricks puede vivir con Amanda McCready?

—No, pero ese no es motivo suficiente para meter la nariz en la vida de la gente.

—¿Se te ocurre uno mejor?

Me eché a reír.

Ella no:

—Ha desaparecido.

—Tú quieres que me lance a por Kenny y Helene.

Negó con la cabeza:

—Quiero que nos lancemos a por Kenny y Helene. Y quiero que encontremos de nuevo a Amanda. Puede que yo no tenga mucho tiempo libre…

—No tienes ningún tiempo libre.

—Bueno, vale —reconoció—, pero aún soy un hacha con los ordenadores, amigo mío.

—¿Has dicho un hacha?

—Recuerdo los viejos tiempos.

—Yo también: entonces ganábamos dinero.

—Y éramos más guapos y tú tenías más pelo —me plantó las palmas de las manos en el pecho y se puso de puntillas para besarme—. No te ofendas, cariño, pero últimamente tampoco estamos haciendo gran cosa, ¿verdad?

—Eres una zorra insensible. Te quiero. Pero eres una zorra insensible.

Soltó una risotada profunda de las suyas, de esas que me recorren la sangre:

—Pero te encanta.

Media hora después, Beatrice McCready estaba sentada a nuestra mesa del comedor, tomando una taza de café. No parecía tan destrozada como el otro día, ni tan perdida, pero eso no significaba que no lo estuviera.

—No debería haber mentido con respecto a Matt —dijo—. Lo siento.

Levanté una mano:

—Beatrice, por el amor de Dios, no hace falta que te disculpes.

—Él solo… Es una de esas cosas de las que sabes que, probablemente, nunca te recuperarás, pero tienes que seguir, tirar adelante, ¿no es cierto?

—Mi primer marido murió asesinado —dijo Angie—. Eso no significa que comprenda tu dolor, Bea, pero aprendí que disfrutar de un momento en el que no sufres… Eso no es un pecado.

Beatrice asintió sin mucha convicción.

—Yo… Te lo agradezco —miró a su alrededor, calibrando nuestro pequeño comedor—. Tenéis una hija, ¿verdad?

—Sí. Se llama Gabriella.

—Es un nombre muy bonito. ¿Se parece a ti?

Angie me miró en busca de confirmación y yo asentí.

—Más que a él, ¿verdad? —dijo mi mujer, y luego señaló una foto de Gabby que había encima de la repisa—. Esa es Gabby.

Beatrice cogió la fotografía y sonrió:

—Parece muy guerrera.

—Lo es —le confirmó Angie—. Dicen que a los dos años son terribles.

Beatrice se inclinó hacia delante:

—Oh, ya lo sé, ya. La cosa empieza a los dieciocho meses y continúa hasta que tienen tres años y medio.

Angie asintió con energía.

—Era un monstruo. Dios mío, era…

—Horrible, ¿no? —dijo Beatrice. Parecía estar a punto de contarnos alguna anécdota de su hijo, pero se contuvo. Bajó la vista hacia la mesa, esbozó una extraña sonrisa y se movió levemente en la silla—. Pero lo superan.

Angie me miró. Yo le devolví la mirada, sin saber qué decir.

—Bea —dijo ella—, la policía dice que investigaron tu denuncia y que encontraron a Amanda en la casa.

Beatrice negó con la cabeza:

—Desde que se mudaron, Amanda me llama a diario. Nunca ha dejado de hacerlo hasta hace dos semanas. Justo después del Día de Acción de Gracias. No he vuelto a saber de ella desde entonces.

—¿Se mudaron? ¿Fuera del barrio?

Bea asintió:

—Hace cosa de cuatro meses. Helene tiene una casa en Foxboro. De tres dormitorios.

Foxboro estaba en las afueras, a unos treinta kilómetros al sur.

No era Belmont Hills ni nada por el estilo, pero constituía todo un progreso para alguien procedente de la parroquia de San Bartolomé, en Dorchester.

—¿En qué trabaja ahora Helene?

Beatrice se echó a reír:

—¿Trabajar? Bueno, lo último que supe es que se encargaba de la máquina de la Loto en una tienda, pero eso fue hace tiempo. Estoy convencida de que se las apañó para que la despidieran, como tiene por costumbre. Hablamos de una mujer a la que se la quitó de encima hasta la compañía del gas. Pero ¿cómo te pueden echar de un servicio público?

—O sea, que si no trabaja gran cosa…

—¿Cómo se puede permitir una casa? —se encogió de hombros—. ¿Quién sabe?

—No le sacó nada al ayuntamiento de todos los juicios, ¿verdad?

Beatrice negó con la cabeza:

—Todo fue a parar a un fideicomiso para Amanda. Helene no puede tocarlo.

—Vale —dijo Angie—. Me enteraré de lo concerniente a esa propiedad.

Le pregunté a Beatrice con toda la mano izquierda posible:

—¿Qué pasa con esas órdenes de alejamiento en tu contra?

Se quedó mirándome:

—Helene se aprovecha del sistema. Lleva haciéndolo desde la adolescencia. Hace un par de años, Amanda se puso enferma. Gripe. Helene tenía un novio nuevo, un barman que le servía copas gratis, así que se olvidó de vigilar a la niña. Eso era cuando vivían por Columbia Road. Yo aún conservaba una llave y empecé a dejarme caer por allí para cuidar de Amanda. Era eso o dejarla que pillara una pulmonía.

Angie le echó un vistazo a la foto de Gabby y luego regresó a Bea:

—Y Helene te encontró allí y pidió la orden de alejamiento.

—Pues sí —Bea tocó la taza de café con la punta de un dedo—. Bebo más de lo que solía. A veces, me da la tontería de llamar por teléfono borracha —levantó la vista hacia mí—. Que es lo que hice contigo la otra noche. Con Helene lo he hecho varias veces. Después de la última llamada, pidió otra orden de alejamiento. Eso fue hace tres semanas.

—¿Qué te llevó a…? No quiero decir que a «acosarla», pero…

—«Acosar» es correcto. A veces, me gusta chinchar a Helene —sonrió—. Había hablado con Amanda. Es una buena chica. Dura, ¿sabes? Muy madura para la edad que tiene, pero buena.

Pensé en la cría de cuatro años que había devuelto a esa casa. Ahora era «dura». Ahora era «muy madura para la edad que tiene».

—Amanda me pidió que recogiera las cartas en la dirección anterior, cosas que en Correos se olvidaron de reexpedir a la nueva. Les pasa constantemente. Así que me iba para allá y casi todo lo que encontraba era correo basura —echó mano al bolso—. A excepción de esto.

Me pasó una hoja de papel marfil: un certificado de nacimiento de la Comunidad de Massachusetts, condado de Suffolk, a nombre de Christina Andrea English, nacida el 4 de agosto de 1993.

Se lo pasé a Angie.

—Una edad parecida —dijo.

Asentí:

—Christina English sería un año mayor.

Estábamos pensando lo mismo. Angie dejó la partida de nacimiento junto al ordenador y sus dedos se lanzaron a bailar sobre el teclado.

—¿Cómo reaccionó Amanda cuando le dijiste que habías encontrado esto? —le pregunté a Bea.

—Dejó de llamar. Y luego desapareció.

—Y entonces empezaste a llamar a Helene.

—En busca de respuestas. Vaya si lo hice, ¡joder!

—Bien hecho —le dijo Angie—. Ojalá hubiera estado contigo.

Le pregunté a Bea:

—¿Llamaste a Helene y qué pasó?

Asintió:

—La llamé un montón de veces. Y le dejé varios mensajes, cabreada.

—Que Helene conservó —dijo Angie— para que los oyera el juez.

Beatrice asintió:

—En efecto.

—¿Y estás segura de que Amanda no está en la casa de Foxboro?

—Del todo.

—¿Por qué?

—Porque la estuve vigilando tres días.

—Vigilando —sonreí—. Y con una orden de alejamiento en tu contra. ¡Joder!, Bea, tú eres de hierro.

Se encogió de hombros:

—No sé con quién habló la policía, pero no era Amanda. —Angie levantó un instante la vista del ordenador, con los dedos aún tecleando.

—No hay constancia de que Christina English haya ido al colegio. Nada de la Seguridad Social. Ningún informe hospitalario.

—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó Bea.

—Quiere decir que Christina English puede haber salido del estado —repuse—. O que…

—Lo tengo —dijo Angie—. Fecha de fallecimiento: 16 de septiembre de 1993.

—… o que está muerta —concluí.

—Accidente automovilístico —nos informó Angie—. En Wallingford, Connecticut. Sus padres murieron en la misma fecha.

Bea nos miró a ambos con aire confundido.

Angie dijo:

—Amanda intentaba asumir la identidad de Christina English, Bea. Y tú interrumpiste el proceso. No aparece ningún certificado de defunción en Connecticut —debería seguir indagando—, pero existe una buena posibilidad de que alguien se haga pasar por Christina English y que el Estado nunca descubra la superchería. Podrías hacerte con un carné de la Seguridad Social, falsificar un historial laboral y algún día, si te daba por ahí, inventarte una lesión en un trabajo inexistente y pillar una pensión.

—O —intervine—, Amanda podría gastar dinero de varias tarjetas de crédito a lo largo de treinta días y no pagar nunca porque…, en fin, porque no existe.

—Es decir —apuntó Angie—, que Amanda trabaja para Helene y Kenny en operaciones fraudulentas…

—O intenta convertirse en otra persona.

—Pero entonces nunca conseguiría los dos millones que el ayuntamiento le tiene que entregar el año que viene.

—Ahí has estado bien —reconocí.

—El hecho de asumir una nueva identidad no implica que se deshaga de la auténtica —precisó Angie.

—Pero yo intercepté la partida de nacimiento —dijo Bea—, así que ya no tiene más remedio que seguir siendo ella misma, ¿no?

—Bueno, lo más probable es que la identidad de Christina English ya no le sirva —dije.

—Pero…

—Pero —dijo Angie— es como los avatares de los juegos de ordenador. Podría disponer de varios si fuese lo bastante lista. ¿Es Amanda lo bastante lista para eso?

—Insuperable.

Nos quedamos un minuto en silencio. Pillé a Bea mirando fijamente la foto de Gabriella. La habíamos tomado el pasado otoño. Gabby estaba sentada sobre una pila de hojarasca, con los brazos bien abiertos, como si sostuviera un trofeo, y con una sonrisa más grande que el montón de hojas que le servía de asiento. Millones de imágenes así adornaban repisas, estanterías, mesas y televisores por todo el globo. Bea seguía mirándola, internándose en ella.

—Es una edad estupenda —dijo—. Cuatro añitos, cinco. Todo es sorpresa y cambio.

Yo era incapaz de mirar a los ojos a mi mujer.

—Estudiaré el asunto —dije.

Angie me dedicó una sonrisa del tamaño del condado de Suffolk.

Bea extendió las manos por encima de la mesa. Se las estreché. Conservaban el calor de la taza de café.

—La encontrarás de nuevo.

—Te he dicho que estudiaría el asunto, Bea.

Me plantó una mirada angelical.

—La encontrarás de nuevo.

No dije nada. Pero Angie sí:

—La encontraremos, Bea. Sea como sea.

Cuando Beatrice se fue, nos sentamos en el salón y me puse a mirar una foto de ella con Amanda en mi regazo. Había sido tomada un año atrás y ambas estaban de pie ante una pared con paneles de madera. Bea contemplaba a Amanda y el amor le salía por los poros como la luz de una linterna. Amanda miraba directamente a la cámara. Su sonrisa era dura, su mirada también, y la mandíbula se le torcía ligeramente hacia la derecha. Su cabello, en tiempos rubio, era ahora castaño. Lo llevaba largo y liso. Era bajita y delgada y llevaba una camiseta gris con personajes de cómics, una chaqueta azul marino de los Red Sox y unos tejanos oscuros. La nariz ligeramente torcida lucía un estampado de pecas; los ojos, verdes, eran muy pequeños. Tenía los labios finos, los pómulos marcados y un mentón cuadrado. Sus ojos eran tan elocuentes que supe de inmediato que esa imagen era incapaz de hacerle justicia. Lo más probable es que su rostro cambiara de expresión treinta veces en quince minutos. No llegaba a ser una belleza, pero era imposible quitarle la vista de encima.

—Caramba —dijo Angie—. Esa niña ya no es una niña.

—Lo sé —cerré los ojos un segundo.

—¿Qué esperabas? —atacó—. Con una madre como Helene, si Amanda consigue llegar a los veinte sin tener que desintoxicarse de algo, ya habrá triunfado en la vida.

—¿Por qué vuelvo a meterme en esto? —pregunté.

—Porque eres bueno.

—No soy tan bueno —me defendí.

Me dio un beso en el lóbulo de la oreja:

—Cuando tu hija te pregunte por qué estás dispuesto a dar la cara, ¿no te gustaría poder darle una buena respuesta?

—Estaría bien —admití—. Muy bien. Pero esta recesión, esta depresión, esta… como coño se llame… Va en serio, nena. Y no va a desaparecer así como así.

—Yo creo que sí —me animó—. Ya lo verás. Algún día. Pero tus principios, aquí y ahora, son eternos —alzó las piernas y se las sujetó a la altura de los tobillos—. Te acompañaré dos o tres días. Será divertido.

—Divertido. ¿Y cómo piensas…?

—PR me debe una desde el verano pasado, cuando estuve vigilando a la Bestia. Puede cuidar de Gabby mientras yo comparto tu vida de perdulario durante un par de días, ¿no?

La Bestia era el hijo de una amiga de Angie, Peggie Rose, conocida también como PR. Gavin Rose tenía cinco años y, hasta donde yo sé, nunca dormía ni dejaba de romper lo que tenía a su alcance. También le encantaba ponerse a berrear sin motivo aparente. A sus padres todo eso les resultaba entrañable. El nacimiento, el año anterior, del segundo hijo de PR coincidió con la muerte de su suegra, motivo por el que Angie y yo acabamos compartiendo la vida de la Bestia durante los cinco días más largos de mi existencia.

—Vaya si nos debe una —dije.

—Y hasta dos —Angie consultó el reloj—. Ya es demasiado tarde para llamarla, pero lo intentaré por la mañana. Por la tarde sabrás si tienes socia o no.

—Muy amable por tu parte —dije—, pero así no vamos a ganar más dinero. Y eso es lo que necesitamos. Tal vez podría meterme a obrero. Siempre hay maneras de ganar algo más, ¿no? Podría descargar coches de los barcos en Southie. Podría…

Dejé de hablar, pues detestaba la desesperación que emanaba de mi propia voz. Me recliné en el sofá y vi cómo la nieve húmeda escupía contra la ventana. Se pegaba a las farolas y recorría los cables telefónicos. Miré a mi mujer.

—Puede que nos arruinemos.

—Te llevará un par de días, una semana a lo sumo. Y si en ese tiempo Duhamel-Standiford llama para ofrecerte otro caso, lo dejas. Pero, de momento, intenta encontrar a Amanda.

—Acabaremos recurriendo a la sopa boba.

—No tengo nada en contra de la sopa —sentenció Angie.