La calle donde se cruzan la calle Sydney y la avenida Savin Hill es la calle Bay, que circula sobre un túnel del metro. Cada cinco minutos, toda la manzana se echa a temblar al paso de un tren zumbando por el subsuelo. Bubba y yo llevábamos ya cinco terremotos de estos, lo cual significaba que llevábamos casi media hora metidos en su Escalade.
Bubba no lleva muy bien lo de estarse quieto. Es algo que le recuerda en exceso las casas de acogida, los orfanatos y las prisiones, esos sitios que han sido su hogar durante más de la mitad del tiempo que lleva en este planeta. Había intentado pasar el rato con el GPS, marcando a boleo direcciones y ciudades para comprobar si había una calle Entrepierna en Amarillo, Texas, o si en Toronto había una avenida que llevara su apellido, Rogowski. Cuando agotó la capacidad de entretenimiento inherente a lo de buscar calles inexistentes en ciudades que no tenía la menor intención de visitar, Bubba se pasó a la radio por satélite, aunque no solía quedarse en ninguna emisora más de treinta segundos antes de ponerse a suspirar, esbozar un ronquido y cambiar de frecuencia. Al cabo de un rato, sacó una botella de vodka polaco de patata de debajo del asiento y se echó un trago.
Me pasó la botella, pero decliné la oferta. Se encogió de hombros y le arreó otro lingotazo.
—¿Y si echamos la puerta abajo?
—Ni siquiera sabemos si está ahí.
—Es igual.
—Y si aparece mientras estamos ahí dentro, ve que le han destrozado la puerta y sale pitando, ¿entonces qué hacemos?
—Le disparamos desde la ventana.
Le miré fijamente. El hombre echó un vistazo al segundo piso del inmueble clausurado de tres plantas donde se suponía que vivía el tal Webster. Su rostro de querubín majareta mostraba gran serenidad, cosa que le suele suceder cuando está a punto de liarla parda.
—No vamos a dispararle a nadie. Ni le vamos a poner la mano encima a ese tío.
—Te robó.
—Es inofensivo.
—Te robó.
—Es un sin techo.
—Sí, pero te robó. Deberías escarmentarle como ejemplo.
—¿Ejemplo para quién? ¿Para los demás desgraciados de su cuerda, para que se maten por robarme la bolsa con la intención de que los persiga hasta una casa en la que me zurren a conciencia?
—Para esos, sí —echó otro trago de vodka—. Y no me vengas con el rollo de los «sin techo» —apuntó con la botella hacia el edificio abandonado del otro lado de la calle—. Vive ahí, ¿no?
—Está de okupa.
—Pero tiene un techo —dijo Bubba—. No puedes decir que alguien es un sin techo cuando vive bajo un puto techo.
El pensamiento profundo de Bubba es a veces inapelable.
En la otra acera de la avenida Savin Hill, se abrió la puerta del bar de Donovan. Le di un codazo a Bubba y le señalé a Webster, que cruzaba la calle en nuestra dirección.
—Es un sin techo, pero va al bar. Ese tío vive mejor que yo. Lo más probable es que tenga una puta pantalla de plasma y una asistenta brasileña que le limpie el chamizo los martes.
Bubba abrió la puerta de golpe cuando Webster iba a pasar junto al vehículo. Webster se detuvo un instante, pero fue suficiente para quedarse sin la menor posibilidad de escapar. Bubba se le plantó delante y le preguntó, mientras yo salía por el otro lado: «¿Te acuerdas de este?».
Webster había adoptado una posición semiencogida. Cuando me reconoció, los ojos se convirtieron en ranuras.
—No voy a pegarte, tío —le tranquilicé.
—Pero yo sí —Bubba le arreó un manotazo en la sien.
—¡Eh! —se quejó Webster.
—Te voy a atizar otra.
—Webster —intervine—, ¿dónde está mi bolsa?
—¿Qué bolsa?
—No me jodas.
Webster miró a Bubba.
—Mi bolsa —insistí.
—La devolví.
—¿A quién?
—A Max.
—¿Y quién es Max?
—Pues el tío que me pagó para que te la quitara.
—¿El pelirrojo? —inquirí.
—No. El menda tiene el pelo negro.
Bubba le arreó otro sopapo en la sien.
—Pero ¿por qué coño me pegas?
Bubba se encogió de hombros.
—Se aburre fácilmente —expliqué.
—Yo no he hecho nada.
—¿Cómo dices? —le señalé mi cara.
—No sabía que te iban a hacer eso. A mí solo me dijeron que te robara la bolsa.
—¿Dónde está el pelirrojo? —le pregunté.
—No conozco a ningún pelirrojo.
—Vale. ¿Dónde está Max?
—No lo sé.
—¿Adónde te llevaste la bolsa? Supongo que no la entregaste en la misma casa hasta la que te perseguí.
—No, tío, la llevé a un garaje.
—¿Qué clase de garaje?
—¿Cómo? Pues de esos que arreglan coches y tal. A la entrada hay unos cuantos a la venta.
—¿Dónde está?
—En la avenida Dot, justo antes de llegar a Freeport, a la derecha.
—Conozco ese sitio —dijo Bubba—. Se llama Reparaciones Castle o algo así.
—Kestle. Con K —le corrigió Webster.
Bubba le arreó de nuevo, esta vez en la cocorota.
—¡Joder! ¡Mierda! —se quejó el otro.
—¿Te quedaste algo de la bolsa? —le pregunté—. ¿Algo en concreto?
—Ni hablar, tío. Max me dijo que no lo hiciera y yo le obedecí.
—Pero miraste dentro.
—Sí. No. —Se rindió—. Bueno, sí.
—Había una foto de una niña.
—Sí, ya la vi.
—¿La volviste a guardar?
—Sí, tío, te lo prometo.
—Si no está en la bolsa cuando la encuentre, volveremos a por ti, Webster. Y no seremos tan amables como ahora.
—¿A esto le llamas amabilidad? —protestó.
Bubba le pegó en la sien por quinta vez.
—No podemos ser más amables.
Kestle Coches y Reparaciones estaba enfrente de un Burger King de una zona de mi barrio cuyos vecinos llaman Ho Chi Minh City, una extensión de siete manzanas de la avenida Dorchester en la que se han ido instalando diferentes oleadas de inmigrantes vietnamitas, camboyanos y laosianos. Había seis coches en el aparcamiento, todos en condiciones dudosas y con la frase haga una oferta pintada de amarillo en el parabrisas. Las puertas del garaje estaban cerradas y las luces apagadas, pero podíamos oír una animada conversación procedente de la parte de atrás. Había una puerta de color verde oscuro a la izquierda del portalón. Me hice a un lado y miré a Bubba.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Está cerrada.
—¿Ya no sabes abrir una cerradura?
—Sí, pero no llevo el equipo encima. A los polis no les gusta.
Hizo una mueca despectiva y se sacó del bolsillo un pequeño hatillo de cuero. Lo desenrolló y eligió una ganzúa.
—¿Todavía sabes hacer algo? —se guaseó mi amigo.
—Cocino un pez espada a la provenzal estupendo —me defendí.
Meneó levemente la cabeza en señal de desaprobación:
—Las dos últimas veces estaba bastante seco.
—Mi pescado nunca está seco.
Se cargó la cerradura:
—Pues entonces debe de ser un tío que es igual que tú, y me lo sirvió seco las dos últimas veces que estuve en tu casa.
—Qué se le va a hacer.
El despacho de la trastienda olía a cerrado, a aceite de motor quemado y a restos rancios de marihuana y cigarrillos mentolados. Encontramos a cuatro tíos ahí dentro. A dos ya los había visto antes: el gordo que echaba el bofe y Tadeo, que lucía en la nariz y la frente un vendaje tan ridículo que hacía que el mío lo pareciera un poco menos. El gordo estaba de pie en la parte izquierda del cuarto. Tadeo se alzaba frente a nosotros, con la mitad del cuerpo oculto tras un escritorio de metal de color cáscara de huevo. Un tercer individuo, vestido con un mono de mecánico, estaba pasando un porro justo cuando entramos. Aún no tenía edad de beber y puso cara de horror cuando vio a Bubba; a no ser que el miedo le llevara a hacer alguna estupidez (esas cosas pasan), sería el menor de nuestros problemas.
El cuarto sujeto estaba sentado ligeramente a nuestra derecha, tras el escritorio. Tenía el cabello oscuro. Y la piel cubierta por una película de sudor: las gotas le salían por los poros mientras lo mirábamos. Tendría unos treinta años, parecía estar a punto de sufrir un infarto y desde Terranova podías oler la droga que circulaba por sus venas. Con la rodilla izquierda golpeaba la parte de debajo de la mesa, mientras la mano derecha practicaba el noble arte de la percusión en la de arriba. Mi ordenador estaba justo delante de él. Nos miró con ojos desorbitados.
—¿Este es uno de los chicos?
El gordo me señaló:
—Es el que le jodió la cara a Tadeo.
El citado Tadeo me dijo:
—Este ha venido a que le demos un poco más, tíos.
Pero había cierto temblor en su voz, achacable sin duda al hecho de intentar no mirar a Bubba.
—Soy Max —el tembleque que tenía mi ordenador me dedicó una franca sonrisa. Aspiró un poco de oxígeno por la nariz y me guiñó un ojo—. Soy el que entiende de ordenadores. Bonito portátil.
Asentí:
—Mi portátil.
—¿Ah, sí? —parecía de lo más confuso—. El portátil es mío.
—Qué curioso. Se parece mucho al mío.
—Eso se llama «modelo» —los ojos pugnaban por salírsele de las órbitas—. Si todos fueran distintos, serían difíciles de manufacturar, ¿no crees?
—Sí —dijo Tadeo—. Puto subnormal.
—Solo soy un pobre infeliz que intenta recuperar su portátil.
—Creí que te habían quedado las cosas claras —dijo Max—. Se suponía que no íbamos a volver a verte. Ni daños ni chorradas. Si insistes en incorporarnos a tu existencia, no tienes ni puta idea de lo que te puede llegar a pasar —cerró el portátil y lo metió en el cajón de su derecha.
—Mira —le dije—. No me puedo permitir comprar otro.
Se pegó a la mesa sobre la silla con ruedecitas: el esqueleto pugnaba por atravesar la piel.
—Pues llama a la puta agencia de seguros.
—No está asegurado.
—Tío, menudo elemento —le dijo a Bubba. Acto seguido, comprobó la posición de sus hombres. Me miró—. No te metas en líos. Déjalo correr y no pasará nada. Vuelve a tu cutre vida.
—Lo haré. Solo quiero llevarme el portátil. Y la foto de mi hija que había en la bolsa. Puedes quedarte la bolsa.
Tadeo salió por completo de detrás del escritorio. El gordo se quedó pegado a la pared, resoplando. El mecánico adolescente también resoplaba, y además parpadeaba como un poseso.
—La bolsa ya es mía —Max se levantó de la silla—. Este despacho es mío. Y tu agujero del culo también es mío, si me da por ahí.
—Ah, vale —repuse—. Y por cierto, ¿quién te contrató?
—Tío, tú y tus preguntas —estiró los brazos en mi dirección como si estuviera en un casting para un videoclip de Lil Weezy y se puso a rascarse la cabeza de manera furiosa—. Basta de exigencias. Vete a tu puta casa de una vez —hizo el gesto de echarme—. Mira, tío, si digo una palabra, te vas a joder…
El disparo de Bubba le cogió por sorpresa. Pegó un grito y se derrumbó sobre la silla. La silla rodó hasta la pared y lanzó a Max al suelo. Se quedó ahí tirado, con un reguero de sangre saliéndole de la cintura.
—Tú no eres tío suyo, ¿verdad? —me preguntó Bubba mientras bajaba el arma.
Era su nuevo juguete preferido, una Steyr de 9 milímetros. Austríaca. Con un aspecto horrible.
—¡Joder! —dijo Tadeo—. ¡Hostia puta!
Bubba apuntó con la Steyr a Tadeo y luego al gordo. Tadeo se puso las manos en la cabeza. El gordo hizo lo propio. Ambos estaban ahí de pie, temblando, a la espera de más instrucciones.
Bubba ni se preocupaba por el chaval, que se había puesto de rodillas, miraba fijamente el suelo y no dejaba de susurrar:
—Por favor, por favor.
—¿Te lo has cargado? —le pregunté—. Un poco radical, ¿no?
—No me traigas para estas mierdas si piensas dejarte los huevos en casa —repuso frunciendo el ceño—. Te has convertido en un civil de lo más molesto, amigo.
Le eché un vistazo de cerca a Max mientras le salía un poco de aire de la boca. Clavó la frente en el suelo y le arreó un puñetazo al cemento.
—Está bien jodido —dije.
—Apenas lo rocé.
—Le has volado una cadera.
—Le queda otra —repuso Bubba.
Max empezó a agitarse. El temblequeo no tardó mucho en convertirse en convulsiones. Tadeo dio un paso hacia él y Bubba dio dos en su dirección, apuntándole al pecho.
—Te mataré solo por ser bajito —le dijo.
—Lo siento —Tadeo levantó las manos todo lo que pudo.
Max consiguió ponerse boca arriba. Cada respiración iba precedida por un ruido como de tetera al fuego.
—Te mataré por usar ese desodorante —le dijo Bubba a Tadeo—. Y me cargaré a tu amigo por ser amigo tuyo.
Tadeo bajó las manos hasta que se quedaron temblando ante su rostro. Cerró los ojos.
Su amigo dijo:
—No somos amigos. Se ríe de mi peso.
Bubba alzó una ceja:
—Podrías perder unos kilitos, pero tampoco es que seas una ballena. ¡Joder!, hombre, tú pasa del pan blanco y del queso.
—Estoy pensando en la dieta Atkins —dijo el gordo.
—Yo lo intenté.
—¿Y?
—Tienes que dejar el alcohol dos semanas —Bubba hizo una mueca de dolor—. Dos semanas.
El otro asintió:
—Es lo que le dije a mi mujer.
Max le dio una patada al escritorio. Su cabeza golpeó contra el suelo. Y se quedó quieto.
—¿Está muerto? —preguntó Bubba.
—No —repuse—. Pero no tardará en estarlo si no le ve un médico.
Bubba sacó una tarjeta profesional y le preguntó al gordo:
—¿Cómo te llamas?
—Augustan.
—No me jodas.
—De verdad. Me llamo así.
Bubba me lanzó una mirada y se encogió de hombros antes de volverle a prestar atención a Augustan. Le pasó la tarjeta:
—Llama a este tío. Trabaja para mí. Recauchutará a tu amigo. El tratamiento es gratuito, pero las medicinas hay que pagarlas.
—Me parece justo.
Bubba hizo una mueca fatalista y suspiró:
—Pilla el portátil, ¿vale? —me dijo.
Le obedecí.
—Tadeo —dije.
Y Tadeo apartó de la cara sus temblorosas manos.
—¿Quién os contrató?
—¿Cómo? —parpadeó unas cuantas veces—. Eh… un amigo de Max Kenny.
—¿Kenny? —intervino Bubba—. ¿Me sacas de la cama para que me cargue a un capullo que trabaja para un Kenny? Eso es muy humillante, ¡joder!
Le ignoré.
—¿Es el pelirrojo de la casa, Tadeo?
—Kenny Hendricks, sí. Dijo que conocías a su parienta. Dijo que encontraste a su hija una vez que desapareció.
Helene. A la que olía a estupidez, Helene tenía que andar cerca.
—Kenny —repitió Bubba con un amargo suspiro.
—¿Dónde está mi bolsa? —pregunté.
—En el otro cajón —repuso Tadeo.
Augustan le dijo a Bubba:
—¿Puedo llamar ya a tu médico?
—¿Siempre te llaman Augustan? —le preguntó mi amigo—. ¿Nunca Gus?
—Nunca Gus —declaró el grandullón.
Bubba le dio vueltas al asunto unos instantes y luego asintió:
—Adelante. Llama a ese número.
Augustan abrió el móvil y empezó a marcar. Encontré la bolsa en el cajón del escritorio, así como la foto de Gabby y los expedientes de mis casos. Mientras Augustan le explicaba al médico que su colega estaba perdiendo mucha sangre, metí el portátil en la bolsa y eché a andar hacia la puerta. Bubba se guardó el arma en el bolsillo y me siguió al exterior del garaje.