Cuando nos sentamos a comer, Angie se quedó mirándome con la misma furia controlada que soportaba desde que le echó un buen vistazo a mi cara, se enteró de mi excursión al centro de salud y comprobó que, afortunadamente, no me iba a morir esa misma noche.
—Empecemos por el principio —me dijo mientras se hacía con unas hojitas de lechuga—. Beatrice McCready te encuentra en la estación JFK.
—Sí, señora.
—Y te cuenta que la furcia de su cuñada ha vuelto a perder a su hija.
—¿Furcia, Helene? No me había dado cuenta.
Mi mujer me dedicó una sonrisa. Pero no la buena. La otra.
—¿Papá?
Miré a nuestra hija, Gabriella:
—Dime, guapa.
—¿Qué quiere decir furcia?
—Es como «majareta», pero no rima con «piruleta».
—¿Es lo mismo que guarra?
—¿Por qué no te comes las zanahorias, cariño?
—Se te ve raro.
—¿Raro, yo? Pero si llevo vendas todos los jueves.
—No es verdad.
A Gabriella se le pusieron los ojos grandes y solemnes. Tenía los mismos y enormes ojos castaños que su madre. También había heredado la piel aceitunada, la boca grande y el cabello negro. De mí había sacado los rizos, la nariz fina y el amor a la tontería y a los juegos de palabras.
—¿Por qué no te comes las zanahorias? —insistí.
—Porque no me gustan.
—La semana pasada te las comiste.
—No es verdad.
—Sí que lo es.
Angie dejó el tenedor sobre la mesa:
—No empecéis con eso. Ni se os ocurra.
—No es verdad.
—Sí que lo es.
—No es verdad.
—Sí que lo es. Tengo fotos.
—No es verdad.
—Sí que lo es. Voy a traer la cámara.
Angie se hizo con su vaso de vino.
—Os lo suplico —me clavó unos ojos tan grandes como los de nuestra hija—. Hacedlo por mí.
Volví a mirar a Gabriella:
—Cómete las zanahorias.
—Vale —Gabby clavó el tenedor en una y se la metió en la boca. Se le iluminó la cara al ponerse a masticar.
Enarqué las cejas en su dirección.
—Están buenas —dijo ella.
—¿Lo ves?
Pilló otra zanahoria y se la zampó.
Dijo Angie:
—Llevo cuatro años estudiándote y aún no sé cómo lo consigues.
—Es un viejo secreto chino —mastiqué muy lentamente un trocito de pechuga de pollo—. Por cierto, no sé qué habrás oído al respecto, pero te aseguro que no es nada fácil comer cuando no puedes utilizar la parte izquierda de la boca.
—¿Sabes lo que resulta divertido? —preguntó Angie con una voz que no sugería nada divertido.
—Ni idea —dije sin dudar.
—A la mayoría de detectives privados ni los secuestran ni los zurran.
—Se rumorea que es una práctica que va en aumento.
Frunció el ceño y noté que ambos nos sentíamos atrapados dentro de nosotros mismos, no sabiendo muy bien qué hacer con la violencia de ese día. Hubo una época en la que éramos expertos en violencia. Ella me habría pasado un paquete de hielo de camino al gimnasio, confiando en encontrarme ansioso de volver al trabajo cuando regresara. Pero esos tiempos ya quedaban muy atrás, y el retorno de hoy al fácil derramamiento de sangre nos empujaba a proteger nuestros caparazones. El suyo está hecho de rabia contenida y recelosa desconexión. El mío, de humor y sarcasmo. Juntos parecemos un humorista suspendiendo un curso para controlar la ira.
—Tiene muy mala pinta —dijo con una ternura que me sorprendió.
—Pues el dolor es cuatro o cinco veces peor que el aspecto. Estoy bien, de verdad.
—Toma Percocet.
—Y cerveza.
—Creía que no se podían mezclar.
—Me niego a someterme a los convencionalismos. Yo soy de los que toma decisiones. Y he decidido que no quiero sentir dolor.
—¿Funciona?
Brindé con mi cerveza:
—Misión cumplida.
—¿Papá?
—Dime, cariño.
—Me gustan los árboles.
—A mí también, guapa.
—Son altos.
—Muy altos.
—¿A ti te gustan todos los árboles?
—Todos y cada uno de ellos.
—¿Los bajitos también?
—Claro que sí.
—Pero ¿por qué?
Mi hija extendió las manos con las palmas hacia arriba, señal de que consideraba el tema de una importancia capital y —qué suerte la nuestra— posiblemente interminable.
Angie me clavó una mirada que significaba: bienvenido a mi vida cotidiana.
Durante los últimos tres años, yo había pasado los días trabajando o, a medida que las oportunidades de hacerlo escaseaban, tratando de buscarme la vida. Tres noches a la semana, me ocupaba de Gabby mientras Angie iba a clase. Pero se acercaban las vacaciones de Navidad y Angie se examinaba la semana que viene. Pasado Año Nuevo, entraría de becaria en el Centro de Aprendizaje Cielo Azul, una entidad sin ánimo de lucro especializada en la educación de adolescentes con síndrome de Down. Cuando eso se acabara, en mayo, obtendría un máster en Sociología Aplicada. Pero hasta entonces seríamos una familia con una sola fuente de ingresos. Más de un amigo nos había sugerido que nos trasladáramos a las afueras, donde las casas eran más baratas, las escuelas más seguras y los impuestos sobre la propiedad y el seguro del coche más bajos.
Pero Angie y yo crecimos juntos en la ciudad. Nos acostumbramos a los ranchos y a las casas pequeñas con sus vallitas de madera casi tanto como a la lucha libre y a los videojuegos. Es decir, no gran cosa. Yo tuve en tiempos un bonito coche, pero lo vendí para iniciar una cuenta de ahorros con la que financiarle la universidad a Gabby, y ahora mi Jeep de batalla se tiraba semanas seguidas sin moverse de delante de casa. Prefiero el metro: entras por un agujero en una punta de la ciudad y sales por otra; y nunca tienes que darle a la bocina, ni una sola vez. No me gusta podar céspedes, ni recortar setos ni recoger los restos de tales actividades. No me gusta ir a centros comerciales ni comer en restaurantes que formen parte de una cadena. De hecho, el atractivo de las afueras —tanto en general como en particular— es un concepto que no acabo de pillar.
Me gustan el sonido de los martillos pilones, los aullidos nocturnos de las sirenas, las cafeterías abiertas las veinticuatro horas, los grafitis, el café servido en vasos de cartón, el vapor que sale del subterráneo, los guijarros, los tabloides, los anuncios luminosos, los que gritan «taxi» en las noches de frío, los chaperos de esquina, el arte callejero, los pubs irlandeses y los tíos que se llaman Sal.
De todo eso no hay gran cosa en las afueras, por lo menos no en la cantidad a la que estoy acostumbrado. Y Angie es aún peor que yo.
Así que decidimos criar a nuestra hija en la ciudad. Compramos una casita en una calle decente. Tiene un patio pequeño y está muy cerca de un parque donde puede jugar (también estamos cerca de un problemático bloque de viviendas sociales, pero eso ya es otra historia). Conocemos a la mayoría de los vecinos y Gabriella ya se sabe cinco estaciones de metro de la Línea Roja; y por orden, un logro que llena de un orgullo infinito a su progenitor.
—¿Se ha dormido?
Angie levantó la vista de su libro de texto cuando yo entraba en el salón. Se había puesto unos pantalones de entrenamiento y una de mis camisetas, la blanca de la gira Stay Positive de The Hold Steady. Le sobraba camiseta por todas partes, y a mí me dio por pensar que tal vez no comiera lo suficiente.
—Nuestra querida Gabby hizo una pausa durante un discurso sobre árboles y…
—Arghh —Angie se golpeó la cabeza contra el cojín del sofá—. Pero ¿qué le pasa con los árboles?
—… y no tardó nada en quedarse frita —me dejé caer en el sofá junto a ella, le cogí la mano y se la besé.
—Además de que te zurraran la badana —dijo—, ¿ha pasado algo más hoy?
—¿Te refieres a Duhamel-Standiford?
—Exactamente.
Respiré hondo.
—Si la pregunta es si me han puesto en nómina, la respuesta es no.
—¡Mierda! —pegó tal grito que tuve que señalar con la mano en dirección al cuarto de Gabby para que se cortara un poco.
—Me dijeron que no debería haber insultado a Brandon Trescott. Insinuaron que soy un grosero y que necesito afinarme un poco antes de que puedan acogerme definitivamente entre ellos.
—¡Mierda! —repitió, aunque esta vez más bajito y en un tono más desesperado que sorprendido—. ¿Qué vamos a hacer?
—No lo sé.
Nos quedamos unos instantes en silencio. Tampoco había mucho que decir. Nos estábamos haciendo insensibles a ello, al miedo, al peso de las preocupaciones.
—Dejaré la escuela.
—Ni hablar.
—Sí, lo haré. Siempre puedo volver…
—Estás a punto de acabar —le dije—. Exámenes finales la semana que viene, un trabajito de becaria y antes del verano ya estarás trayendo comida a casa, momento en el que…
—Si es que encuentro trabajo.
—… momento en el que yo me podré permitir ir por libre. No vas a abandonar tan cerca de la meta. Eres la mejor de la clase. Encontrarás trabajo sin problemas —le dediqué una sonrisa de confianza que no sentía—. Saldremos adelante.
Se reclinó un poquito para mirar mi cara de nuevo.
—Vale —le dije para cambiar de tema—. Suéltalo ya.
—¿Qué?
Falsa inocencia.
—Cuando nos casamos hicimos el pacto de que habíamos acabado con toda esa mierda.
—Lo hicimos, sí.
—Basta de violencia, basta de…
—Patrick —cogió mi mano entre las suyas—. Tú dime qué ha ocurrido.
Lo hice.
Cuando terminé, Angie me dijo:
—Así pues, además de no conseguir el empleo con Duhamel-Standiford, la peor madre del mundo ha vuelto a perder a su retoño; tú te negaste a ayudar, pero alguien te atacó, te amenazó y te molió a palos de todas maneras. Has ido a un hospital de copago y te has quedado sin tu bonito ordenador.
—Ya lo sé, ¿vale? Me gustaba ese chisme. Pesaba menos que tu vaso de vino. Y cada vez que lo abría, además, se materializaba en la pantalla un rostro sonriente que me decía: «hola».
—Estás cabreado.
—Pues sí, lo estoy.
—Pero no vas a emprender una cruzada por un ordenador, ¿verdad?
—¿Te he contado lo del rostro sonriente?
—Puedes comprarte otro portátil con otra cara sonriente.
—¿Con qué dinero?
No había respuesta para eso.
Volvimos a quedarnos en silencio, con sus piernas en mi regazo. Había dejado ligeramente entornada la puerta del cuarto de Gabby, y como no decíamos ni pío, podíamos oírla respirar, con unas exhalaciones que acababan en un tenue silbido. El sonido de mi hija respirando me recordó, una vez más, lo vulnerable que era. Y lo vulnerables que éramos también nosotros por lo mucho que la queríamos. El temor —de que algo le pasara en el momento menos pensado, algo que yo no podría evitar— se había hecho tan omnipresente en mi vida que a veces me lo imaginaba creciendo, como un tercer brazo, en el centro del pecho.
—¿Recuerdas algo del día en que te dispararon? —me preguntó Angie, aportando otro tema divertido a la conversación.
Deslicé mi mano entre las suyas, adelante y atrás.
—Fragmentos. Recuerdo el ruido.
—Era tremendo, ¿verdad? —sonrió al recordarlo—. Un ruido impresionante… Todas esas armas, los muros de cemento. ¡Joder!
—Sí —solté un leve suspiro.
—Tu sangre —dijo—, esparcida por las paredes. Te habías desmayado cuando llegó la ambulancia y recuerdo que la miraba: era tu sangre, eras tú, pero no estaba dentro de tu cuerpo, que es donde debía estar. Estaba repartida por el suelo y las paredes. No estabas de color blanco espectral, sino de un azul claro, como tus ojos. Yacías allí pero te habías ido, ¿sabes? Era como si ya estuvieras a medio camino del Cielo y con el pie en el acelerador.
Cerré los ojos y levanté la mano. Me reventaba oír hablar de ese día y ella lo sabía.
—Vale, vale —dijo—. Solo quiero que ambos recordemos por qué nos salimos de los asuntos chungos. No fue solo porque te dispararan. Fue porque nos habíamos hecho adictos al espanto. Nos gustaba. Y nos sigue gustando —se pasó una mano por el pelo—. A mí no me trajeron al mundo únicamente para leer Buenas noches, luna tres veces al día y mantener conversaciones de quince minutos sobre árboles.
—Lo sé —le dije.
Vaya si lo sabía. Nadie estaba peor preparada para ser una mamá recluida en el hogar que Angie. No es que no lo hiciera bien —era estupenda—, sino que no tenía ningunas ganas de definirse a sí misma a través de ese rol. Pero entonces volvió a la escuela, el dinero escaseó y lo más sensato era ahorrar en canguros todo lo posible durante unos meses, para que ella pudiera ir a la escuela por la noche y cuidar a Gabby de día. Y justamente así —gradualmente, y luego de repente, como dijo Hemingway—, acabamos donde acabamos.
—Me estoy volviendo loca con todo eso —sus ojos señalaban los cuadernos de colorear y los juguetes tirados por el suelo del salón.
—Me lo imagino.
—Como una puta chota.
—Excelente terminología médica, sin duda. Qué bien se te da.
Me miró con sarcasmo:
—Eres un encanto, amor, pero ¿sabes una cosa? Puedo ser muy buena disimulando, pero es todo una pantomima.
—¿No les pasa a todos los padres?
Torció la cabeza y me dedicó una mueca.
—No —dije—. De verdad. ¿A quién en su sano juicio le gusta mantener catorce conversaciones sobre árboles? Y todas ellas dentro de las mismas veinticuatro horas. Adoro a esa cría, pero es una anarquista. Se despierta cuando le da, considera positivo mostrarse enérgica a las siete de la mañana, a veces se pone a berrear sin motivo, decide de improviso qué comidas se zampará y cuáles rechazará te pongas como te pongas, mete la cara y las manos en los sitios más asquerosos y no nos la quitaremos de encima durante catorce años más, por lo menos, y eso si tenemos la suerte de que la acepten en alguna universidad que no nos podremos permitir.
—Pero la antigua vida nos estaba matando.
—Cierto.
—La echo tanto de menos —dijo—. Esa antigua vida que nos estaba matando…
—Yo también. Pero una cosa que he descubierto hoy es que me he convertido en un blandengue.
Angie sonrió:
—Lo has visto claro, ¿verdad?
Asentí.
Volvió a torcer la cabeza para mirarme:
—La verdad es que nunca fuiste tan duro.
—Ya lo sé —repuse—. Así que imagina el mequetrefe en el que me he convertido.
—¡Mierda! —dijo Angie—. A veces te quiero tanto…
—Yo a ti también.
Deslizó las piernas por mis muslos, adelante y atrás.
—Pero insistes en recuperar tu ordenador, ¿no?
—Pues sí.
—Y lo vas a conseguir, ¿verdad?
—Se me ha cruzado por la cabeza que sí.
Angie asintió:
—Con una condición.
No esperaba que estuviese de acuerdo conmigo. Y la pequeña parte de mí que confiaba en su bendición no esperaba recibirla tan rápido. Me incorporé en el sofá y adopté la actitud atenta y obsequiosa de un setter irlandés:
—¿A saber?
—Llévate a Bubba.
Bubba no era tan solo el socio ideal para esto porque estuviera construido como la puerta de la caja de seguridad de un banco y no tuviera la menor idea de lo que era el miedo. (Vale, una vez me preguntó en qué consistía esa emoción. Y también le pasmaba todo lo concerniente a la empatía). No, lo que le hacía especialmente ideal para las festividades de la velada era que había pasado los últimos años diversificando sus negocios para que incluyeran asistencia sanitaria ilegal. La cosa empezó como una sencilla inversión: fichó a un médico que acababa de perder la licencia y quería dedicar sus esfuerzos a esa gente a la que le da apuro informar a los hospitales de sus heridas de fuego y de arma blanca, así como de sus cabezas abiertas y huesos rotos. Uno, claro está, necesita medicamentos para tales pacientes, por lo que Bubba se vio obligado a conseguir de manera ilegal drogas «legales». Venían del Canadá, e incluso con todo el follón posterior al 11-S en lo relativo al control de fronteras, Bubba conseguía que le llegaran cada mes treinta bolsas de píldoras de cuatro kilos cada una.
Hasta ahora, no había perdido ni un solo cargamento. Si una compañía de seguros se negaba a cubrir un medicamento o si las empresas farmacéuticas le ponían un precio por encima de las posibilidades de las clases bajas o trabajadoras del barrio, unos susurros callejeros solían conducir al paciente hacia uno de los muchos camareros, floristas, conductores de furgoneta o cajeros de la tienda de la esquina que formaban parte de la red laboral de Bubba. Muy pronto, cualquiera que no perteneciera a la Seguridad Social o estuviese a punto de abandonarla acababa por deberle algo a Bubba. El hombre no era ningún Robin Hood, pues sacaba provecho del asunto. Pero tampoco era Pfizer, y su beneficio estaba entre el quince y el veinte por ciento, razonable en comparación con el mil por ciento de las farmacéuticas.
Sirviéndonos de la gente de Bubba que forma parte de la comunidad de personas sin hogar, apenas tardamos veinte minutos en identificar a un tío cuya descripción coincidía con la del que me había robado el portátil.
—¿Te refieres a Webster? —preguntó el lavaplatos de un figón de Fields Corner.
—¿El chaval negro de aquella serie de televisión de los noventa? —soltó Bubba—. ¿Y para qué íbamos a buscar a ese?
—No, tío, no te estoy hablando del chaval negro de aquella serie de los noventa. ¿No te has enterado de que ya estamos en pleno siglo XXI? —el lavaplatos se echó a reír—. Webster es blanco, bajito, con barba.
—Ese es el Webster que andamos buscando —intervine.
—No sé si Webster es un nombre o un apellido, pero se ha apalancado en un sitio por Sydney…
—No, hoy salió pitando de allí.
Otra risita. Para ser un simple lavaplatos, parecía tener una idea muy elevada de sí mismo:
—¿Un sitio por Sydney, avenida Savin Hill arriba?
—No, yo hablaba del otro extremo, por Crescent.
—Entonces no sabías lo que decías. No sabes una mierda, ¿vale? Así que a callar, chaval.
—Sí —se sumó Bubba—. Tú a callar, chaval.
No estaba lo suficientemente cerca de él como para darle una patada, así que me callé.
—Pues sí, el sitio en el que está se encuentra al final de Sydney. ¿Dónde se cruza con la calle Bay? Ahí. Segundo piso, casa amarilla, tiene un aparato de aire acondicionado en la ventana que no funciona desde que Reagan era presidente, y da la impresión de que en cualquier momento se le puede caer en la cabeza a alguien.
—Gracias —dije.
—El chaval negro de la serie de los noventa —le dijo a Bubba—. Tío, ¿sabes qué haría si no tuviera cincuenta y nueve años y medio? Te zurraría a conciencia por decir chorradas.