La llamada telefónica se produjo a las tres de la madrugada.
—¿Te acuerdas de mí? —una voz de mujer.
—¿Qué? —yo estaba aún medio dormido. Miré el identificador de llamadas. Número privado.
—La encontraste una vez. Vuelve a hacerlo.
Sus palabras se deslizaban por la línea telefónica:
—Me lo debes.
—Vete a dormir la mona —le dije—. Voy a colgar.
—Me lo debes.
Y fue ella quien colgó.
A la mañana siguiente, me preguntaba si no habría soñado esa llamada. Si realmente se había producido, tampoco tenía muy claro si había sido esa noche o la anterior. Al cabo de un día, deduje, me habría olvidado del asunto. De camino al metro, me fui bebiendo mi vaso de café bajo un cielo plomizo y ominoso lleno de nubes deshilachadas. Frágiles hojas grises se agitaban en las alcantarillas, esperando fosilizarse con las primeras nieves. Los árboles de la avenida Crescent estaban desnudos y el gélido aire oceánico se me colaba por los resquicios de la ropa. Entre el final de la avenida Crescent y el propio puerto estaba la estación JFK/UMass, al lado de un aparcamiento. Las escaleras que conducían a la estación de metro ya rebosaban de viajeros.
Aun así, se materializó en lo alto de las escaleras un rostro ante el que no pude permanecer impasible. Una cara que había confiado en no volver a ver. La cara preocupada y dañada de una mujer a la que la vida había ignorado a la hora de repartir la suerte. Mientras me acercaba a ella, esbozó una tímida sonrisa y levantó una mano.
Beatrice McCready.
—Hola, Patrick.
El aire cortaba más en las alturas y ella le hacía frente con una chaquetilla tejana con el cuello subido hasta las orejas.
—Hola, Beatrice.
—Perdona por la llamada de anoche. Yo… —se encogió de hombros como si no supiera qué otra cosa hacer y miró unos instantes a los pasajeros.
—No pasa nada.
La gente tropezaba con nosotros mientras se acercaban a los tornos de la entrada. Beatrice y yo nos hicimos a un lado y nos quedamos plantados contra una blanca pared de metal con un mapa del metro pintado encima.
—Tienes buen aspecto —me dijo.
—Tú también.
—Qué bien mientes.
—No estoy mintiendo —mentí.
Hice un cálculo rápido y deduje que tendría unos cincuenta años. Puede que en estos tiempos los cincuenta sean los nuevos cuarenta, pero en su caso eran los nuevos sesenta. Su cabello, antaño rojizo, se había vuelto blanco. Las arrugas de su rostro eran lo suficientemente profundas como para llenarlas de grava. Su aspecto no podía ser más desesperanzador.
Hace mucho tiempo —toda una vida—, su sobrina fue secuestrada. Yo la encontré y la devolví a la casa que compartía con su madre, la cuñada de Bea, Helene, aunque la tal Helene no era lo que se suele considerar una madre vocacional.
—¿Cómo están los críos?
—¿Los críos? —se sorprendió—. Solo tengo uno.
Dios bendito.
Puse en marcha la memoria. Un chaval. Eso lo recordaba. En aquella época tendría cinco o seis años, puede que siete. Mark. No. Matt. Martin, seguro.
Consideré la posibilidad de echarme un farol soltando ese nombre, pero ya había dejado pasar demasiado tiempo sin decir nada.
—Matt —dijo mirándome directamente a los ojos—. Ya tiene dieciocho. Es uno de los mayores en el Monument.
Monument High era de esa clase de institutos en los que los chicos estudian matemáticas contando casquillos de bala.
—Ah —dije—. ¿Y le gusta?
—Bueno, él… Ya sabes, dadas las circunstancias, a veces necesita que lo vigilen, pero ha salido mejor que muchos otros en su situación.
—Eso es estupendo.
Lamenté decir eso nada más soltarlo. Menudo eufemismo de mierda.
Sus ojos verdes brillaron durante un segundo, como si quisiera explicarme con todo lujo de detalles cuán jodidamente estupenda había sido su vida desde que yo había echado una mano para enviar a su marido a la cárcel. Se llamaba Lionel y era una persona decente que había hecho algo mal por buenos motivos y que se hundió sin remedio cuando todo a su alrededor se convirtió en una carnicería. Me había caído muy bien. Una de las ironías más sangrantes del caso Amanda McCready consistía en que los malos me caían mucho mejor que los buenos. Beatrice había sido una excepción. Amanda y ella habían sido los únicos participantes inocentes en aquel maldito embrollo.
Ahora Beatrice me miraba fijamente, como si buscara al yo que se escondía tras el yo que tenía delante. Alguien más auténtico y fiable.
Un grupo de adolescentes atravesó los tornos luciendo chaquetas de cuero del equipo del instituto; se dirigían al BC High, que estaba a unos diez minutos por el bulevar Morrissey.
—¿Qué edad tenía Amanda cuando la encontraste, cuatro? —preguntó Bea.
—Sí.
—Ya tiene dieciséis. Casi diecisiete —señaló con el mentón a los atletas adolescentes mientras bajaban las escaleras hacia el bulevar Morrissey—. La edad de esos chavales.
Eso dolió. De algún modo, yo había conseguido vivir negando que Amanda McCready hubiera crecido, creyendo que seguía siendo la misma niña de cuatro años a la que vi por última vez en el apartamento de su madre, mirando esa tele en la que un anuncio de comida para perros arrojaba sus rayos catódicos sobre su rostro.
—Dieciséis —dije.
—¿Puedes creértelo? —Beatrice sonrió—. ¿Adónde ha ido a parar todo ese tiempo?
—Se ha esfumado.
—Cierto.
Se nos acercó otro grupo de atletas y unos cuantos chavales con pinta de empollones.
—Me dijiste por teléfono que había vuelto a desaparecer.
—Pues sí.
—¿Una fuga?
—Con una madre como Helene, no se puede descartar del todo.
—¿Algún motivo para pensar que es más… no sé… más complejo que eso?
—Bueno… Para empezar, Helene se niega a reconocer que se ha ido.
—¿Has llamado a la policía?
Asintió.
—Por supuesto. Le preguntaron a Helene por la chica. Helene dijo que Amanda estaba estupendamente. Y los polis no hicieron más preguntas.
—¿Y por qué no hicieron más preguntas?
—¿Por qué? Los que se hicieron con Amanda en el noventa y ocho eran empleados de la ciudad. El abogado de Helene llevó a juicio a la policía, al sindicato de policías y al ayuntamiento. Consiguió tres millones. Se metió uno en el bolsillo y los otros dos fueron a parar a un fideicomiso para Amanda. Los polis le tienen pánico a Helene, a Amanda y a cualquier cosa que tenga que ver con ellas. Si Helene les mira a los ojos y les dice «mi hija está bien, lárguense de aquí», ¿a ti qué te parece que harán?
—¿Has hablado con alguien de la prensa?
—Claro —repuso—. Pero esos tampoco quieren saber nada del asunto.
—¿Por qué no?
Se encogió de hombros:
—Tienen cosas más importantes de las que ocuparse, supongo.
Eso no tenía ninguna lógica. No sabía exactamente de qué se trataba, pero estaba convencido de que esa mujer me ocultaba algo.
—¿Y tú qué crees que puedo hacer yo, Beatrice?
—No lo sé —dijo—. ¿Qué puedes hacer?
La brisa le revolvía el blanco cabello. No había la menor duda de que me hacía responsable de que a su marido le hubiesen pegado un tiro y luego lo hubieran acusado de una lista de delitos más larga que la de la compra mientras yacía en una cama de hospital. Había salido de casa para encontrarse conmigo en un bar de Boston Sur. De ahí, al hospital. Del hospital, al calabozo. Y del calabozo, a la cárcel. Salió de su casa un jueves por la tarde y nunca volvió.
Beatrice seguía mirándome como hacían las monjas en clase de gramática. Entonces no me gustaba y ahora tampoco.
—¿Beatrice? —entoné—. Sabes que lamento enormemente que tu marido secuestrara a su sobrina porque consideraba a su hermana una madre horrorosa.
—¡Lo era!
—Sí, pero él secuestró a la cría.
—Por su propio bien.
—De acuerdo. Entonces, según tú, deberíamos dejar que cualquiera decidiera lo que le conviene a un niño que no le pertenece. Pues mira, ¿por qué no? A ver, todos los críos que tengan un progenitor gilipollas que se reúnan en la estación de metro más cercana. Los enviaremos a la ciudad de Willy Wonka para que sean felices y coman perdices.
—¿Has terminado?
—No, aún no —sentía la rabia que llevaba tiempo creciendo en mi interior a flor de piel—. Me he tragado mucha mierda a lo largo de los años por cumplir con mi deber con Amanda. Eso es lo que hice, Bea, para eso me contrataron.
—Pobre chico —se guaseó—. El incomprendido.
—Para eso me contrataste «tú». Me dijiste, «encuentra a mi sobrina». Y yo la encontré. Así que si quieres que me sienta culpable diez años más, allá tú. Pero yo solo hice mi trabajo.
—Y mucha gente salió perjudicada.
—No fui yo quien los perjudicó. Yo me limité a encontrarla y traerla de vuelta.
—¿Así es como te consuelas?
Me apoyé contra la pared y solté un largo resoplido hecho de aire y frustración. Eché mano al abrigo y saqué la tarjeta del metro para pasarla por el torno.
—Tengo que ir a trabajar, Bea. Ha sido un placer verte. Lamento no poder ayudar.
—Es cuestión de dinero, ¿verdad? —inquirió.
—¿Qué?
—Sé que nunca te pagamos la primera vez que la encontraste, pero…
—¿Qué? No —repuse—. No tiene nada que ver con el dinero.
—¿Entonces con qué?
—Mira —le dije con toda la calma de la que fui capaz—. Las estoy pasando tan canutas como el que más con esta situación económica. La cosa «no va» de dinero, pero tampoco me puedo permitir aceptar trabajos no remunerados. Además, voy de camino hacia una entrevista con alguien que «tal vez» me haga fijo, por lo que tampoco podría hacerme cargo de otros asuntos. ¿Lo comprendes?
—Helene tiene un novio —dijo—. Su última conquista. Y ha estado en la cárcel, claro. Adivina por qué.
Negué con la cabeza, experimentando un nuevo ataque de frustración, y traté de quitármela de encima.
—Delitos sexuales.
Doce años atrás, Amanda McCready había sido secuestrada por su tío Lionel y algunos amigos polis que no tenían la menor intención de hacerle daño ni de pedir un rescate por ella. Lo que querían era sacar a esa niña de un hogar con una madre que le pegaba a la ginebra London como si tuviera acciones de la empresa y que reclutaba a sus novios entre lo más granado de un improbable catálogo de bicharracos lujuriosos de aspecto humano. Cuando di con Amanda, vivía con una pareja que la quería. Estaban dispuestos a procurarle buena salud, estabilidad y felicidad. En vez de eso, ellos acabaron en prisión y Amanda fue devuelta a casa de Helene. Por mí.
—Me lo debes, Patrick.
—¿Cómo?
—Sabes que me lo debes.
Noté la rabia de nuevo, una especie de tic tic que se iba convirtiendo en un estruendo. Había hecho lo adecuado. Lo sabía. No tenía la menor duda. Pero en vez de dudas, lo que tenía era esa rabia: densa, carente de lógica y que se había ido haciendo cada vez más profunda en el transcurso de los últimos doce años. Metí las manos en los bolsillos para no ponerme a aporrear la pared con el mapa del metro.
—No le debo nada a nadie. No te debo nada a ti, ni a Helene ni a Lionel.
—¿Y a Amanda? ¿No crees que sí le debes algo? —alzó el pulgar y el índice, separados un milímetro—. ¿Ni siquiera un poquitito?
—No —repuse—. Cuídate, Bea.
Eché a andar hacia los tornos.
—Nunca preguntaste por él.
Me detuve. Hundí las manos en los bolsillos una vez más. Suspiré. Me di la vuelta.
Ella se balanceó de un pie a otro:
—Lionel. Ya debería estar fuera a estas alturas, ¿verdad? Un tío normal como él… Cuando se declaró culpable, el abogado nos dijo que le caerían doce años, pero solo cumpliría seis. Pues bueno, acertó en la sentencia, pero se cumplió a rajatabla —dio un paso hacia mí. Se detuvo. Dio dos pasos atrás—. Resulta que allí lo zurran de lo lindo. Y cosas peores de las que no quiere hablar. No está hecho para un sitio así. Es demasiado buena persona, ¿sabes? —dio otro paso atrás—. Un día se metió en una pelea. Parece que alguien quería hacerle algo que a él no le apetecía, ¿lo pillas? Lionel es un tío grandote y le da lo suyo al otro. Así que tiene que cumplir la condena entera y ya casi la ha cumplido. Pero ahora hablan de nuevas acusaciones si no se convierte en un soplón. ¿Por qué no ayuda a los federales con una banda que mueve drogas y otros asuntos dentro y fuera del trullo? Dicen que si Lionel se niega, a lo mejor le amplían la condena. Pensamos que saldría en «seis años». —Los labios se le quedaron a medio camino entre una sonrisa rota y un rictus de desesperación—. A veces ya no sé qué hacer, ¿sabes? No lo sé.
No había manera de esconderse. Le mantuve la mirada lo mejor que supe, pero acabé bajándola hasta toparme con el negro suelo de goma.
Otro grupo de estudiantes pasó por detrás de ella. Se iban riendo de algo, ajenos a todo. Beatrice los vio alejarse y su felicidad la hizo encogerse. Parecía tan ligera que la brisa podría arrojarla escaleras abajo.
Extendí las manos:
—Ya no hago trabajos por mi cuenta.
Se quedó mirando mi mano izquierda.
—Te has casado, ¿verdad?
—Sí —di un paso en su dirección—. Mira, Bea…
Alzó una mano en un gesto de dureza:
—¿Hijos?
Me detuve. No dije nada. De repente, no encontraba las palabras.
—No tienes por qué responder. Lo siento. De verdad. Ha sido una estupidez venir. Solo he pensado que… qué sé yo… pues que… —torció la vista a la derecha por un instante—. Que lo debes de hacer muy bien.
—¿Qué?
—Seguro que eres un padre estupendo —me dirigió una sonrisita triste—. Siempre pensé que lo serías.
Se internó entre la muchedumbre y desapareció de mi vista. Crucé el torno y bajé las escaleras hacia el andén. Desde ahí podía ver el aparcamiento que llevaba al bulevar Morrissey. La masa pasaba de las escaleras al asfalto y, por un instante, volví a ver a Bea, pero solo un instante. Luego la perdí de vista. Había un montón de chavales de instituto y la mayoría eran más altos que ella.