Al día siguiente, cuando Renzi volvió al almacén de los Madariaga el clima era lúgubre. Croce estaba en la mesa de siempre, frente a la ventana, de traje oscuro y corbata. Esa mañana había ido a la cárcel de Dolores a visitar a Yoshio para darle la noticia antes de que le llegara la información oficial de que su caso había sido cerrado con la conformidad de Luca Belladona. «La cárcel es un mal lugar para vivir», dijo, «pero es el peor lugar para un hombre como Yoshio.»
Parecía abatido. Luca iba a levantar la hipoteca y salvar la fábrica pero el costo era demasiado alto; estaba seguro de que iba a terminar mal. Croce tenía una capacidad extraordinaria para captar el sentido de los acontecimientos y también para anticipar sus consecuencias, pero no podía hacer nada para evitarlos y cuando lo intentaba lo acechaba la locura. La realidad era su campo de prueba y muchas veces era capaz de imaginar una serie de hechos antes de que ocurrieran y anticipar su desenlace, pero sólo podía dejar que los acontecimientos sucedieran para probar su experimento y demostrar que tenía razón.
—Por eso no sirvo para comisario —dijo al rato—, trabajo a partir de los hechos consumados y luego imagino sus consecuencias, pero no puedo evitarlas. Lo que sigue a los crímenes son nuevos crímenes. Luca ahora piensa no sólo que condenó a Yoshio sino también a mí. Si no hubiera aceptado la propuesta de Cueto y se hubiera negado a cerrar el caso, yo habría tenido chance contra Cueto. —Hizo una pausa y miró la llanura por la ventana enrejada contra la que se sentaba siempre. El mismo paisaje inmóvil que era, para él, la imagen de su propia vida—. Pero la pifié —dijo después—, a nadie en el pueblo le convenía mi versión del crimen.
—Pero, en definitiva, ¿cuál es la verdad?
Croce lo miró, resignado, y sonrió con la misma chispa de ironía cansada que ardía siempre en sus ojos.
—Vos leés demasiadas novelas policiales, pibe, si supieras cómo son verdaderamente las cosas… No es cierto que se pueda restablecer el orden, no es cierto que el crimen siempre se resuelve… No hay ninguna lógica. Luchamos para restablecer las causas y deducir los efectos, pero nunca podemos conocer la red completa de las intrigas… Aislamos datos, nos detenemos en algunas escenas, interrogamos a varios testigos y avanzamos a ciegas. Cuanto más cerca estás del centro, más te enredas en una telaraña que no tiene fin. Las novelas policiales resuelven con elegancia o con brutalidad los crímenes para que los lectores se queden tranquilos. Cueto tiene una mente tortuosa, hace cosas extrañas, asesina por procuración. Deja a propósito cabos sueltos. ¿Por qué hizo dejar la bolsa con la plata en el depósito del hotel? ¿El viejo Belladona tuvo algo que ver? Hay más incógnitas sin resolver que pistas claras…
Se quedó quieto, los ojos fijos en la ventana, hundido en sus pensamientos.
—Entonces te vas —dijo al rato.
—Me voy.
—Hacés bien…
—Mejor no despedirse —dijo Renzi.
—Quién sabe —dijo Croce, y la frase podía referirse a sus conclusiones sobre la muerte de Tony o al eventual regreso de Renzi al pueblo del que parecía irse definitivamente.
Croce se levantó con aire ceremonioso y le dio un abrazo; después volvió a sentarse, pesadamente, y se inclinó sobre sus notas y sus diagramas, abstraído, como ausente.
Mientras Croce siga en pie, Cueto nunca va a estar tranquilo, pensó Renzi mientras bajaba a la calle. La historia sigue, puede seguir, hay varias conjeturas posibles, queda abierta, sólo se interrumpe. La investigación no tiene fin, no puede terminar. Habría que inventar un nuevo género policial, la ficción paranoica. Todos son sospechosos, todos se sienten perseguidos. El criminal ya no es un individuo aislado, sino una gavilla que tiene el poder absoluto. Nadie comprende lo que está pasando; las pistas y los testimonios son contradictorios y mantienen las sospechas en el aire, como si cambiaran con cada interpretación. La víctima es el protagonista y el centro de la intriga; no ya el detective a sueldo o el asesino por contrato. Anduvo pensando en esos desvíos mientras caminaba —quizá por última vez— por las calles polvorientas del pueblo.
Volvió al hotel y preparó la valija. Los días que había pasado en el campo le habían enseñado a ser menos ingenuo. No era cierto que la ciudad fuera el lugar de la experiencia. La llanura tenía capas geológicas de acontecimientos extraordinarios que volvían a la superficie cuando soplaba el viento del sur. La luz mala de los huesos de los muertos sin sepultura titila en el aire como una niebla envenenada. Prendió un cigarrillo y fumó frente a la ventana que daba a la plaza, luego revisó la pieza para comprobar que no olvidaba nada y bajó a pagar las cuentas.
La estación de ferrocarril estaba tranquila y el tren iba a llegar en un rato. Renzi se sentó en un banco, a la sombra de las casuarinas, y de pronto vio detenerse un coche en la calle y bajar a Sofía.
—Me gustaría irme con vos a Buenos Aires…
—Y venite…
—No puedo dejar a mi hermana —dijo ella.
—¿No podés o no querés?
—Ni puedo ni quiero —dijo ella, y le acarició la cara—. Dale, pichón, no me des consejos.
Nunca se iba a ir. Sofía era como toda la gente del pueblo que Renzi había conocido. Siempre estaban a punto de abandonar el campo y escapar a la ciudad, porque se ahogaban ahí, pero en el fondo todos sabían que nunca se iban a ir.
Estaba preocupada por Luca, había estado con él y parecía tranquilo, concentrado en sus inventos y sus proyectos, pero le daba vuelta una y otra vez a su decisión de pactar con Cueto. «No podía hacer otra cosa», le había dicho, pero parecía ausente. Había pasado la noche entera deambulando por la fábrica, con la extraña certidumbre de que ahora que había logrado lo que siempre había deseado, su decisión se había apagado. «No puedo dormir», le había dicho, «y estoy cansado.»
Llegó el tren y en el tumulto nervioso de los pasajeros que subían entre saludos y risas, ellos se besaron y Emilio le puso en la mano un dije de oro con la figura de una rosa tallada. Era un regalo. Ella la sostuvo en la frente, sólo esas rosas no se marchitaban…
Cuando el tren arrancó, Sofía caminó junto a la ventanilla, hasta que al fin se detuvo, hermosísima en medio del andén, con el pelo colorado sobre los hombros y una sonrisa tranquila en el rostro iluminado por el sol de la tarde. Bella, joven, inolvidable, y, en esencia, la mujer de otra mujer.
Renzi viajaba mirando el campo, la quietud de la llanura, las últimas casas, los paisanos a caballo, al tranco al costado del tren; unos chicos descalzos que corrían por el terraplén y saludaban con gestos obscenos. Estaba cansado y el traqueteo monótono del tren lo adormecía. Recordó el comienzo de una novela (no era el comienzo, pero podía ser el comienzo): «Who loved not his sister’s body but some concept of Compson honor.» Y empezó a traducirla: Quien no amaba el cuerpo de su hermana sino cierto concepto de honor…, pero se detuvo y rehízo la frase. Quien no amaba el cuerpo de su hermana sino cierta imagen de sí misma. Se había dormido y escuchaba palabras confusas. Vio la figura de un gran pájaro de madera en el campo con una oruga en el pico. ¿Existe el incesto entre hermanas?… Vio la vidriera de una armería… Su madre vestida con un anorak en una calle helada de Ontario. Y si hubiera sido una de ellas… Croce le preguntó: «¿Usted cuánto mide?», sentado en su catre en el hospicio. «Hay una solución aparente, luego una solución falsa y por fin una tercera solución», dijo Croce. Renzi se despertó sobresaltado. La llanura seguía igual, interminable y gris. Había soñado con Croce y también con ¿su madre? Había nieve en el sueño. Mientras caía la tarde la cara de Emilio se reflejaba, cada vez más nítida, en el cristal de la ventanilla.
El pueblo siguió igual que siempre, pero en mayo, con los primeros fríos del otoño, las calles parecían más inhóspitas, el polvo se arremolinaba en las esquinas y el cielo brillaba, lívido, como si fuera de vidrio. Nada se movía. No se oía a los niños jugar, las mujeres no salían de sus casas, los hombres fumaban en el umbral, sólo se escuchaba el zumbido monótono del tanque de agua de la estación. Los campos estaban secos y empezaron a incendiar los pastos, las cuadrillas avanzaban en línea quemando el rastrojo y altas olas de fuego y de humo se alzaban en la llanura vacía. Todos parecían esperar un anuncio, la confirmación de uno de esos pronósticos oscuros que a veces lanzaba la vieja curandera que vivía aislada, en la tapera del monte; el jardinero pasaba al alba, con la chata cargada de bosta de caballo que traía de la remonta del ejército; las chicas daban la vuelta del perro, rondando la plaza, enfermas de aburrimiento; los muchachos jugaban al billar en el salón del Náutico o corrían picadas en el camino de la laguna. Las noticias de la fábrica eran contradictorias, muchos decían que en esas semanas parecía haber comenzado otra vez la actividad y que las luces de la galería estaban prendidas toda la noche. Luca había comenzado a dictarle a Schultz una serie de medidas y de reglas destinadas a un informe que pensaba enviar al Banco Mundial y a la Unión Industrial Argentina. Pasaba la noche sin dormir paseando por los pasadizos altos de la fábrica, seguido por el secretario Schultz.
«Viví, pretendí, y logré, tanto, que se ha hecho necesaria cierta violencia para alejarme y separarme de mis triunfos. No fue la duda sino la certidumbre la que nos ha acorralado con sus tretas y artimañas» (dictado a Schultz).
«Imputar a los medios de producción industrial una acción perniciosa sobre los afectos es reconocerles una potencia moral. ¿Acaso las acciones económicas no forman una estructura de sentimientos constituida por las reacciones y las emociones? Hay una sexualidad en la economía que excede la normalidad conyugal destinada a la reproducción natural» (dictado a Schultz).
«Los hombres fueron siempre usados como instrumentos mecánicos. En los viejos tiempos, durante las cosechas, los peones cosían con agujas de enfardar las bolsas de arpillera a un ritmo uniforme. Era increíble la velocidad que tenían para coser, cuando el rinde pasaba las treinta o treinta y cinco bolsas por hectárea. Cada dos por tres salía algún paisano de la batea porque, en el apurón, se cosía la punta de la blusa y quedaba en el suelo abrazado a la bolsa como hermano en desgracia» (dictado a Schultz).
«Estuve pensando en los tejidos criollos. Hilo, nudo, hilo, cruz y nudo, rojo, verde, hilo y nudo, hilo y nudo. Mi abuela Clara había aprendido a coser las mantas pampas, con los dedos deformados por la artritis, como si fueran ganchos o troncos de sarmiento, ¡pero con las uñas pintadas!, muy coqueta. Recordamos la sentencia de Fierro: es un telar de desdichas / cada gaucho que usté ve. ¡La filatura y la tejeduría mecánica del destino! Ese tejido es escalofriante hasta el tuétano. Se teje en alguna parte, y nosotros vivimos tejidos, floreados en la trama. Ah, si pudiera volver a penetrar aunque fuera un instante en el taller donde funcionan todos los telares. La visión no dura un segundo, porque después ya caigo en el sueño bruto de la realidad. Tengo tantas cosas pavorosas que contar» (dictado a Schultz).
«Varias veces he comprobado que mi inteligencia es como un diamante que atraviesa los cristales más puros. Las determinaciones económicas, geográficas, climáticas, históricas, sociales, familiares pueden, en ocasiones muy extraordinarias, concentrarse y actuar en un solo individuo. Ése es mi caso» (dictado a Schultz).
Se perdía a veces Schultz, no podía seguirle el ritmo, pero anotaba[42] igual lo que creía haber escuchado, porque Luca marchaba por las instalaciones, a grandes pasos, sin dejar de hablar, trataba de no quedarse solo con sus pensamientos solitarios y le pedía a Schultz que escribiera todas sus ideas mientras iba, nervioso, de un lado a otro cruzando las instalaciones y las grandes máquinas, seguido a veces también por Rocha, que sustituía a Schultz mientras éste dormía en un catre y podían turnarse para tomar el dictado.
«Ya no tendré nada que decir sobre el pasado, podré hablar de lo que haremos. Llegaré a la cima y dejaré de vivir en estos llanos, también nosotros llegaremos a las altas cumbres. Viviré en tiempo futuro. Lo que vendrá, lo que todavía no es ¿nos alcanzará para existir?», dijo Luca mientras se paseaba por la galería que daba al patio interior.
Había pasado varias noches sin dormir, pero igual anotaba sus sueños.
Dos ciclistas extraviados de la Doble Bragado se desviaron de la ruta y siguieron, solos los dos, lejos de todo, en medio del desierto, pedaleando parejo hacia el sur, inclinados sobre los manubrios, con sus Legnano y sus Bianchi livianas, contra el viento.
Un tiempo después Renzi recibió una carta de Rosa Echeverry con noticias tristes. Cumplía «el penoso deber» de anunciarle que Luca «había sufrido un accidente». Lo habían encontrado muerto en el piso de la fábrica y parecía un suicidio tan bien planeado que todos podían creer —si querían— que había muerto al caer desde lo alto del mirador mientras estaba realizando una de sus habituales mediciones, como le había aclarado Rosa, para quien ese último gesto de Luca era otra prueba de su bondad y de su extrema cortesía.
Tenía un extraordinario concepto de sí mismo y de su propia integridad y la vida lo puso a prueba y al final —cuando logró lo que quería— falló. Tal vez el fallo —la grieta— ya estaba ahí y se actualizó porque él era incapaz de vivir con el recuerdo de su debilidad. La sombra de Yoshio, el frágil nikkei, que estaba preso volvía, como un espectro, cada vez que intentaba dormir. Basta un brillo fugaz en la noche y un hombre se quiebra como si estuviera hecho de vidrio.
Lo habían enterrado en el cementerio del pueblo luego de que el cura aceptara la versión del accidente —porque los suicidas eran sepultados, con los linyeras y las prostitutas, fuera del campo santo—, y el pueblo entero asistió a la ceremonia.
Lloviznaba esa tarde, una de esas suaves garúas heladas que no cesan durante días y días. El cortejo recorrió la calle central y subió por la llamada Cuesta del Norte, los caballos enlutados del carro fúnebre trotando acompasadamente, y una larga fila de autos que los seguían a paso de hombre hasta llegar al gran portón del cementerio viejo.
La bóveda de la familia Belladona era una construcción sobria que copiaba un mausoleo italiano en el que descansaban en Turín los restos de los oficiales que habían peleado con el coronel Belladona en la Gran Guerra. La puerta de bronce labrada, una liviana telaraña sobre los cristales y los goznes habían sido construidos por Luca en el taller de la familia cuando murió su abuelo. La puerta se abría con un sonido suave y estaba hecha de una material transparente y eterno. Las lápidas de Bruno Belladona, de Lucio y ahora de Luca parecían reproducir la historia de la familia y los tres iban a reposar juntos. Sólo los varones morían y el viejo Belladona —que había enterrado a su padre y a sus dos hijos— avanzó, altivo, la cara mojada por la lluvia, y se detuvo ante el cajón. Sus dos hijas, enlutadas como viudas y tomadas del brazo, se ubicaron junto a él. Su mujer, que sólo había salido tres veces de «su guarida», en cada una de las muertes de la familia, llevaba anteojos negros y una capelina y fumaba en un costado, con los zapatos sucios de barro y las manos enguantadas. Al fondo, bajo un árbol, vestido con un largo impermeable blanco, Cueto miraba la escena.
El ex seminarista se acercó a las hermanas y con un gesto pidió autorización para decir unas palabras. Vestido de negro, pálido y frágil, parecía el más indicado para despedir los restos del que había sido su mentor y su confidente.
—La muerte es una experiencia aterradora —dijo el ex seminarista— y amenaza con su poder corrosivo la posibilidad de vivir humanamente. Frente a ese peligro existen dos formas de experiencia que protegen del terror a quienes puedan entregarse a ellas. Una es la certidumbre de la verdad, el continuo despertar hacia la comprensión de la «necesidad ineluctable de la verdad», sin la cual no es posible una vida buena. La otra es la ilusión decidida y profunda de que la vida tiene sentido y que el sentido se cifra en el obrar bien.
Abrió la Biblia y anunció que iba a leer el Evangelio según Juan, XVIII, 37.
—«Y dijo Jesús: Para esto vine al mundo, para dar testimonio de la verdad, todo aquel que pertenece a la verdad, escuchará mi voz. Y le contestó Poncio Pilatos: ¿Qué es la verdad? ¿De qué verdad hablas? Y luego se dirigió a los jueces y a los sacerdotes: Yo no veo en este hombre ningún delito.» —Schultz alzó la cara del libro—. Luca vivió en la verdad y en la busca de la verdad, no era un hombre religioso pero fue un hombre que supo vivir religiosamente. La pregunta de nuestro tiempo tiene su origen en la réplica de Pilatos. Esa pregunta sostiene, implícita, el triste relativismo de una cultura que desconoce la presencia de lo que es cierto. La vida de Luca fue una buena vida y debemos despedirlo con la certeza de que lo iluminó la esperanza de alcanzar el sentido en sus obras. Estuvo a la altura de esa esperanza y le entregó la vida. Todos debemos estar agradecidos a su persistencia en la realización de su ilusión y a su desdén ante los falsos brillos del mundo. Su obra estaba hecha con la materia de sus sueños.
Croce asistió a la ceremonia desde el auto, sin bajar ni hacerse ver, aunque nadie ignoraba que estaba ahí. Fumaba, nervioso, el pelo encanecido, los rastros de «la sospecha de demencia» ardían en sus ojos claros. Todos fueron abandonando el cementerio y al final Croce se quedó solo, con el rumor de la llovizna en el techo del auto, y el agua cayendo monótona sobre el camino y sobre las tumbas. Y cuando la noche ya había cubierto la llanura y la oscuridad era igual a la lluvia, un haz de luz cruzó frente a él y la claridad circular del faro, como un fantasma blanco, volvió a cruzar una y otra vez entre las sombras. Y de pronto se apagó y no hubo más que oscuridad.